UN DIÁLOGO ENTRE LA FONDISTA Y LA CAMARERA SUSANA DIGNO DE SER LEÍDO POR TODAS LAS DUEÑAS DE FONDAS Y SUS SIRVIENTAS, JUNTO CON LA LLEGADA Y EL PROCEDER AFABLE DE UNA HERMOSA JOVEN, CAPAZ DE ENSEÑAR A PERSONAS DE CALIDAD LOS MEDIOS DE CONQUISTAR LA ESTIMACIÓN DE TODOS.
La fondista recordó que Susana era la única persona que estaba levantada cuando la puerta fue forzada, y quiso interrogarla para averiguar cómo empezó el altercado, así como quién era el caballero desconocido y de dónde y cómo había llegado.
Susana contó la historia que el lector ya conoce, alterando la verdad sólo en algún detalle en que le pareció conveniente hacerlo y no confesó lo del dinero recibido. Pero como su ama había demostrado, al principio de su interrogatorio, compadecer a la dama por el susto que le había ocasionado el supuesto ataque a su virtud, Susana no pudo contenerse y juró que había visto a Mr. Jones saltar de la cama de Mrs. Waters.
Al oír estas palabras, la fondista montó en cólera.
—¡Vaya cuento que te has inventado! —exclamó—. ¡Como si una mujer se pusiese a lanzar chillidos en tales ocasiones! Muchas personas pueden atestiguar que han oído esos chillidos, que es la mejor prueba de su virtud. No debes propagar tales calumnias de ninguno de mis huéspedes, pues el baldón no sólo les alcanza a ellos, sino también a la casa. Y estoy segura de que aquí no vienen ni vagabundos ni gente pervertida.
—Entonces no debo dar crédito a mis ojos —replicó Susana.
—No siempre se debe dar crédito a los ojos —contestó su ama—. Yo no creería a mis propios ojos si lo visto iba contra la gente buena. En lo que va de año no he servido una cena mejor que la encargada la última noche, y todos estaban de tan buen talante y de tan buen humor que no pusieron el menor reparo a mi sidra de Worcestershire, que les vendí como champaña, aunque estoy convencida de que sabe tan bien y es tan saludable como el mejor champaña, pues de otro modo no me hubiera atrevido a dársela. Se bebieron dos botellas. No, ro. Nunca creeré ninguna mala acción de gente tan buena.
Susana guardó silencio y su ama cambió de conversación.
—De modo que dices —continuó la dueña— que el caballero desconocido llegó por la posta, y que fuera hay un lacayo con los caballos… Seguramente es persona distinguida. ¿Por qué no le preguntaste si deseaba cenar? Me parece que se hallaba en el cuarto del otro caballero. Sube y pregunta si ha llamado. Quizá encargue algo cuando vea que hay alguien en pie que puede prepararlo. Y ahora no vayas a cometer alguna de tus pifias acostumbradas, diciéndole que el fuego está apagado y las aves vivas. Y si pide carnero, no digas que no tenemos. El carnicero mató uno antes de que yo me acostara, y si se lo pido, nunca se niega a cortarlo en caliente. Ve, ve, y recuerda que hay carnero y aves. Abre la puerta y di: «Caballeros, ¿han llamado?». Y si no contestan, pregunta: «¿Qué desea para cenar su señoría?». No olvides lo de su señoría. Si no te fijas más en estas cosas, nunca medrarás.
Susana se marchó, y a poco volvió con la noticia de que los dos caballeros se habían acostado en la misma cama.
—¡Dos caballeros en la misma cama! —exclamó la fondista—. Pues no, no son dos caballeros, sino dos mequetrefes. Y creo que el joven caballero Allworthy estaba en lo cierto al pensar que ese hombre intentaba robar a la dama, ya que si hubiera abierto la puerta de ella acariciando algún proyecto galante, no se hubiera introducido ahora en otro cuarto para ahorrarse el gasto de una cena y de una cama para él solo. Lo más seguro es que sean ladrones, y eso de que van haciendo averiguaciones sobre una mujer no es más que una excusa.
Al decir esto, la fondista cometía una grave equivocación con Mr. Fitzpatrick, que era caballero de nacimiento, aunque sin un penique, y al que si bien podían señalársele algunos defectos, no era ningún ratero ni ningún miserable. Por el contrario, era tan generoso, que había ya dilapidado toda la fortuna que llevó su mujer al casarse, excepto una pequeña cantidad que estaba a nombre de ella, y era el caso que con el fin de apoderarse de esta pequeña parte la había tratado con tal crueldad y dado muestras de unos celos tales, que la pobre mujer se había visto obligada a huir de él.
Este caballero se encontraba en extremo cansado tras de su largo viaje desde Chester, hecho en una sola jomada, y esto, unido a los golpes recibidos en la pelea y al disgusto que ya llevaba encima, le habían privado de apetito. Y ahora, tras del gran desengaño sufrido con la mujer que por indicación de la camarera confundió con su esposa, no se le ocurrió que ésta podía verdaderamente encontrarse en la casa a pesar de no haberla encontrado a las primeras de cambio. Por consiguiente, aceptó los consejos de su amigo, que le instaba a que no siguiera sus pesquisas por aquella noche, y la generosa oferta de su cama que éste le hacía.
El lacayo y el postillón se encontraban, sin embargo, en distinta disposición de ánimo, más dispuestos a pedir que la fondista a dar. Pero la fondista, tras de convencerse por su mediación de la verdad del caso, así como de que Mr. Fitzpatrick no era ningún ladrón, se decidió por fin a servirles un trozo de carne fiambre, que estaba siendo devorada con gran apetito cuando Partridge penetró en la cocina. Partridge se había despertado con la trifulca, y más tarde, cuando trató de conciliar el sueño, un mochuelo colocado cerca de su ventana comenzó a darle una molesta serenata. Lleno de susto, se tiró de la cama y, tras de vestirse apresuradamente, bajó a distraerse en compañía de los que se encontraban en la cocina, a los que oía hablar.
Su llegada impidió que la fondista se retirara a descansar, cosa que estaba a punto de hacer. Pero el amigo del joven caballero Allworthy no resultaba materia despreciable, ya que pidió una pinta de vino con especias. La fondista se apresuró a obedecer la orden, poniendo al fuego una pinta de sidra, que siempre reemplaza con ventaja cualquier clase de vino.
Cuando el lacayo irlandés se marchó a la cama, el postillón se dispuso a imitarle, pero Partridge le invitó a que se quedara y le ayudase a terminar su vino, lo que el muchacho aceptó de buena gana. El maestro temía volverse a meter en la cama, y como no sabía cuánto tiempo le acompañaría la fondista, resolvió asegurarse la compañía del muchacho, en cuya presencia no tendría miedo ni del diablo ni de ninguno de sus satélites.
Poco después llegó otro postillón a la puerta de la fonda, y, tras de haber enviado a Susana afuera, entró un hombre acompañando a dos mujeres jóvenes que vestían trajes de montar, uno de los cuales se hallaba tan adornado con encajes, que Partridge y el postillón se levantaron a una de sus asientos y la fondista comenzó a hacer reverencias.
La dama que lucía el rico vestido insinuó una amable sonrisa y dijo:
—Si me lo permite, señora, me calentaré unos minutos ante el fuego de su cocina, ya que hace mucho frío. Pero desearía que nadie abandonase sus asientos.
Estas palabras fueron dirigidas a Partridge, que se había retirado a un rincón de la cocina lleno de admiración ante el esplendor del vestido de la joven. Pero ésta llevaba en sí otro título mejor que el esplendor de su vestido, ya que se trataba de una de las criaturas más bellas del mundo.
La dama rogó a Partridge que volviera a tomar asiento, pero no consiguió que lo hiciera. Entonces se despojó de los guantes y alargó hacia el fuego sus dos manos, que eran tan blancas como la nieve. La otra dama, que era doncella de la primera, se quitó también los guantes, descubriendo lo que por el color y por la frialdad parecía ser un pedazo de carne congelada de buey.
—Me parece, señora, que no podrá usted continuar el viaje por esta noche —dijo la doncella—. Temo que la fatiga sea demasiado grande.
—Es cierto —exclamó la fondista—. No puede usted pensar en continuar el viaje. Permítame que le suplique que se quede. ¿Qué quiere usted cenar? Tengo camero y pollo guisado de varias maneras.
—Para mí sería más desayuno que cena —contestó la viajera—. Pero no voy a comer nada, y si me quedo, será tan sólo para descansar durante una hora o dos. Sin embargo, si hace usted el favor, puede servirme un poco de vino blanco.
—En seguida —contestó la fondista—. Tengo un excelente vino blanco. Pero permítame que insista en que coma algo.
—Le aseguro que no podría probar bocado —repuso la dama—, y le quedaré muy agradecida si prepara una habitación lo antes posible, ya que estoy resuelta a volver a montar a caballo dentro de tres horas.
—Susana —dijo la fondista, dirigiéndose a la criada—, ¿hay alguna chimenea encendida en El Ganso Salvaje? Lo siento mucho, señora —continuó dirigiéndose a la recién llegada—, pero mis mejores habitaciones están ocupadas. En estos momentos están durmiendo en ellas personas muy distinguidas. Albergamos a un noble caballero y a otras personas de calidad.
Susana contestó que los caballeros irlandeses se hallaban en El Ganso Salvaje.
—¿Se ha visto nada igual? —dijo la fondista—. ¿Por qué no reservas algunos de los cuartos mejores para gente de calidad que se presente de improviso? Aunque si esos que lo ocupan son caballeros de verdad, no cabe duda de que se levantarán y cederán la habitación cuando sepan que se trata de una señora como usted.
—De ningún modo —contestó la viajera—. No quiero que nadie se moleste por mí. Si usted dispone de alguna habitación medio decente, aunque no sea lujosa, con eso me basta. Le suplico, señora, que no se tome molestias por causa mía.
—¡Oh! —exclamó la fondista—. Tengo varias habitaciones bastante buenas, pero temo que ninguna sea digna de usted. Pero ya que es tan condescendiente… Escucha, Susana, enciende el fuego en la habitación rosa. ¿Quiere usted, señora, ir a ella ahora mismo, o bien prefiere esperar a que la chimenea esté encendida?
—Creo que ya me he calentado bastante —contestó la viajera—. Así que me iré a mi habitación ahora mismo. Temo haber tenido a todos, y en particular a este caballero —y se dirigió a Partridge—, alejados del fuego mucho tiempo. No puedo permitir que por mi culpa nadie permanezca alejado del fuego con este tiempo tan frío.
Tras esto, la viajera salió acompañada por su doncella y la fondista, que iba delante alumbrándoles el camino.
Cuando la mujer estuvo de regreso, la charla en la cocina tuvo como tema los muchos encantos de la joven dama. En la belleza perfecta hay un poder al que apenas le es posible resistir a nadie, pues si bien la dueña de la fonda no se sintió muy satisfecha con la negativa dada a su cena, afirmó que jamás en su vida había contemplado una mujer más adorable. En cuanto a Partridge, prodigó a su rostro los mayores elogios, a la vez que dedicaba algunos otros al dorado encaje de su vestido. El postillón alabó su bondad, en lo que se mostró de acuerdo el otro postillón, que acababa de penetrar en la cocina.
—Es una señora buena de verdad —afirmó—, pues se preocupa por los animales. Durante el viaje me ha preguntado más de una vez si no me creía que los caballos podían cansarse al marchar tan de prisa. Y cuando hemos llegado aquí me ha pedido que le diéramos un buen pienso.
Éstos son los encantos de la amabilidad y del buen corazón, los cuales suelen provocar las alabanzas de toda clase de gentes. Pueden compararse a la tan celebrada Mrs. Hussey[13]. Con ellos se realzan todas las perfecciones de las mujeres y disminuyen y esconden todos los defectos. Breve reflexión que no podemos por menos de hacernos en este lugar, en donde el lector ha podido admirar la belleza de un carácter afable por demás. Y la verdad nos obliga ahora a contrastarla, mostrando el reverso de la medalla.