DONDE SE HABLA DE LA APARICIÓN DE UN CABALLERO IRLANDÉS Y DE LAS EXTRAORDINARIAS AVENTURAS QUE TUVIERON LUGAR EN LA FONDA.
Lo mismo que la tímida liebre, que por temor a sus muchos enemigos, sobre todo a ese animal astuto, cruel y carnívoro llamado hombre, ha permanecido todo el día escondida en su madriguera, se pasea ahora con todo descaro por los prados; lo mismo que el mochuelo, encaramado en algún árbol cualquiera, corista chillón de la noche, lanza al aire notas que quizá podrían gustar a algún aficionado moderno a la música; lo mismo que en la imaginación del clown medio embriagado, al atravesar el cementerio de su parroquia, camino de su casa, el terror que siente le hace ver al sanguinario monstruo; los ladrones y los truhanes están despiertos, y entregados al sueño los hombres honrados. En suma, era medianoche y los reunidos en la fonda, todos los que ya han sido mencionados en la presente historia, así como otros que se presentaron más tarde, se encontraban ya en sus lechos. Tan sólo Susana, la camarera, andaba trajinando aún, pues tenía que fregar la cocina antes de correr en busca de los brazos del palafrenero, que la estaba esperando.
Tal era la situación de la fonda cuando llegó un caballero montado a caballo. El hombre se apeó inmediatamente de su cabalgadura y aproximándose a la criada le preguntó en tono brusco y excitado, casi sin aliento, lleno de ansiedad, si en la fonda se hospedaba alguna dama. La hora de la noche y el comportamiento del caballero que la miraba con todo descaro, sorprendieron un tanto a Susana, que titubeó antes de responder, ante lo cual el caballero, con redoblada ansiedad, le suplicó que le dijera la verdad, asegurando que había perdido a su esposa y andaba buscándola.
—Por mi salud que casi la he alcanzado en dos o tres lugares —afirmó el caballero—. Si se encuentra en esta casa, lléveme inmediatamente ante ella y muéstremela. Y si se ha ido, dígame qué camino debo seguir para dar con ella. Si lo hace, le prometo que haré a usted la mujer más rica del reino.
Y diciendo esto sacó su mano del bolsillo llena de guineas, cuya sola vista hubiera sido capaz de sobornar a personas de mucha más fuerza moral que la que poseía aquella infeliz mujer y para fines mucho peores.
Por lo que Susana sabía de Mrs. Waters, no dudó ni un segundo de que era ella la dama que andaba buscando el caballero. Y como pensó, sin duda con mucha razón, que jamás le sería dable ganar dinero de un modo más noble y honrado que devolviendo una esposa a su marido, no sintió el menor escrúpulo en decir al caballero que la dama que andaba buscando se alojaba en la posada, y se dejó convencer —luego de una serie de promesas gratuitas y de algún dinero contante y sonante depositado en su mano— para conducir al caballero hasta la habitación de Mrs. Waters.
Es costumbre establecida de antiguo en el mundo de la gente elegante, por motivos tan sólidos como substanciales, que un marido jamás penetre en la alcoba de su esposa sin antes llamar a la puerta. Las muchas y excelentes ventajas de este proceder no es necesario que se las indiquemos al lector que tenga algún conocimiento del mundo, pues gracias a este hábito la dama tiene tiempo de componerse o bien de ocultar de la vista del que va a entrar algún objeto desagradable, pues en la vida se dan algunas situaciones en las que no les gustaría ser sorprendidas por sus maridos a las mujeres guapas y delicadas.
Es evidente que existen diversas ceremonias practicadas por la gente más educada del género humano que, aunque a simple vista pueda parecer sin importancia, poseen mucho más valor si se reflexiona sobre ellas. Y es una verdadera lástima que en la presente ocasión el caballero no pusiera en práctica la costumbre antes indicada. No es que dejara de golpear la puerta, pero no lo hizo de la manera discreta que es usual en estos casos. Todo lo contrario. Al encontrar la puerta cerrada, la empujó con tal violencia, que la cerradura cedió, la puerta se desprendió de sus goznes y cayó dentro de la habitación.
Apenas el hombre se puso en pie, cuando saltó de la cama —con verdadera pena y vergüenza nos vemos obligados a confesarlo— nuestro héroe, quien con voz alterada y amenazadora preguntó al intruso quién era y qué intención le impulsaba a irrumpir en una habitación de aquella forma tan poco conveniente.
Al pronto, el caballero pensó que debía de haber sufrido un error, y ya se disponía a pedir excusas y retirarse cuando de súbito, a la luz de la luna, su mirada reparó en las sayas, corsé, cintas, vestido, ligas y zapatos que yacían revueltos por el suelo. Esto hizo que se despertaran sus celos, y fue tal su sofoco que se quedó sin habla, por lo que sin responder a Tom, intentó acercarse al lecho.
El joven le cortó el paso instantáneamente, y entre ambos hombres se inició una lucha en la que se intercambiaron golpes por ambas partes. Entonces Mrs. Waters, pues debemos reconocer que se encontraba en el lecho que había abandonado Tom, es de suponer que se despertó y al ver a los dos hombres luchando en su alcoba comenzó a dar gritos:
—¡Asesinos, asesinos! —Y con mayor frecuencia—: ¡Rapto!
Esta última expresión tiene por fuerza que sorprender a más de uno que fuera pronunciada por la dama, si no se piensa que estas exclamaciones suelen ser utilizadas por las damas en sus sustos, lo mismo que el fa, la, do, re, do, etc., en la música, y tan sólo como vehículo del sonido, pero sin que supongan una idea concreta.
Junto a la habitación de Mrs. Waters se encontraba el cuerpo de un caballero irlandés que había llegado demasiado tarde a la fonda para que nosotros pudiéramos mencionarlo. Se trataba del hermano menor de una excelente familia, y no disponiendo por su casa de fortuna, se había visto precisado a buscársela por sí mismo, con cuyo objeto se dirigía a Bath para probar suerte con los naipes y las mujeres.
El joven se encontraba en aquellos momentos en la cama leyendo una de las novelas de Mrs. Benh, ya que un amigo le había informado que no existía método mejor en el mundo para hacerse grato a las damas que el perfeccionamiento de la inteligencia mediante la buena literatura. Pero en cuanto oyó el alboroto que se había armado en la habitación contigua, saltó de la cama y, ni corto ni perezoso, cogió con una mano su espada y con la otra la luz que le alumbraba, y marchó en línea recta hacia el cuarto de Mrs. Waters.
Si la vista de otro hombre en camisa sorprendió en los primeros instantes a la dama, no tardó en recuperarse de la impresión, puesto que el recién llegado no tardó en exclamar:
—¿Qué significa esto, Mr. Fitzpatrick?
A lo que el otro respondió inmediatamente:
—¡Oh, Mr. Maclachlan! Me alegro de verle. Este villano ha abusado de mi esposa acostándose con ella.
—¿Su esposa? —exclamó Mr. Maclachlan—. Conozco lo bastante bien a Mrs. Fitzpatrick para ver que la dama que se encuentra aquí acompañada por ese caballero no es ella.
Fitzpatrick miró a la mujer y entonces se dio cuenta, tanto por su aspecto como por su voz, que podía oírse a mucha mayor distancia de la que él se encontraba de ella, que había sufrido una lamentable equivocación. Empezó pidiendo mil perdones a la señora. Luego, dirigiéndose a Jones, exclamó:
—Como usted me ha pegado, no le pido perdón. Pero mañana me batiré con usted.
Jones recibió despreciativamente esta amenaza. En cuanto a Mr. Maclachlan, intervino diciendo:
—Debía usted avergonzarse de sí mismo, Mr. Fitzpatrick, por importunar a la gente a estas horas de la noche. De no estar durmiendo, se habrían levantado todos los demás huéspedes, lo mismo que he hecho yo. Este caballero no ha hecho más que darle su merecido. Le digo de buena fe que, de tener mujer, le hubiera cortado a usted el cuello al ver que la trataba usted de ese modo.
Jones, perplejo, temía por la reputación de la dama y no sabía qué hacer ni qué decir. Pero repetidas veces se ha comprobado que la inventiva de las mujeres es mucho más ágil que la dé los hombres. Mrs. Waters recordó que había una puerta de comunicación entre su habitación y la de Tom Jones, y, confiando en el honor de éste, exclamó:
—¡No sé qué pretenden ustedes, villanos! No soy esposa de ninguno de ustedes. ¡Socorro! ¡Asesinos! ¡Me raptan!
Al poco rato se presentó la fondista, y Mrs. Waters se dirigió a ella diciéndole que creía encontrarse en una casa decente, pero que aquel grupo de villanos había penetrado violentamente en su habitación para asaltar su honor, ya que no su vida, pero que a ella ambas cosas le eran igualmente queridas.
La fondista se echó entonces a llorar, lanzando berridos tan fuertes como los que poco antes lanzaba desde el lecho la pobre Mrs. Waters. La fondista afirmó que estaba consternada y que la reputación de su casa, que nunca había sido puesta en entredicho, se hallaba ahora destruida. Luego se volvió hacia los hombres, preguntándoles qué tenían que hacer en el cuarto de la señora y por qué armaban tanto ruido. Con la cabeza baja, Fitzpatrick contestó que había sido víctima de un error, por lo que, sinceramente arrepentido, pedía perdón. Luego se retiró en compañía de su paisano. Por su parte, Tom Jones, que era demasiado listo para no aprovecharse de las palabras de Mrs. Waters, aseguró con el mayor aplomo:
—He volado en auxilio de esta dama al oír que violentaban su puerta. He supuesto que la finalidad de ello era el robo. Y mi intervención ha impedido que se realizase ese robo.
—Jamás se ha cometido un robo en mi fonda desde que yo estoy al frente de ella —manifestó la fondista—. Quisiera que se diera usted cuenta de que aquí no albergo a salteadores de caminos. Sólo admito en mi casa a gente honrada, y mi buena suerte hace que nunca me falten clientes de esa especie. Aquí han estado…
Y enumeró una serie de nombres y de títulos, muchos de los cuales no estoy autorizado a repetir aquí.
Aunque se había armado de paciencia, Jones la interrumpió al fin, ofreciendo excusas a Mrs. Waters por haber aparecido en camisa ante ella, y asegurándole que «sólo el deseo de salvarla le había hecho que se presentara de aquella guisa». El lector puede imaginar cuál fue la respuesta de ella y su conducta en esta ocasión, ya que le convenía adoptar la actitud de una dama recatada sorprendida en su sueño por tres desconocidos que se habían presentado inopinadamente en su habitación. Éste fue el papel que le tocó representar, y tan bien lo hizo que ninguna de nuestras más famosas actrices la hubiera superado, tanto en las tablas como fuera de ellas.
Y me parece que de esto bien podemos extraer un argumento demostrativo de lo natural que resulta la virtud para el bello sexo, pues aunque acaso no se encuentre ni una entre diez mil mujeres que sea capaz de convertirse en una buena actriz, y aun entre las que lo son rara vez se encuentran dos que sean capaces de personificar con la misma habilidad idéntico papel, el de la virtud, sin embargo, todas pueden fingirlo admirablemente, y lo mismo las hembras que la poseen como las que no la poseen, pueden representarla con la máxima perfección.
Cuando los hombres salieron de la habitación, Mrs. Waters, repuesta de su miedo, así como de su cólera, trató con más amabilidad a la fondista, la cual no cejaba en su empeño de demostrar la excelente reputación que gozaba su casa, comenzando de nuevo a enumerar la lista de personajes que habían dormido bajo su techo. Pero Mrs. Waters la paró en seco, y tras de insistir en que no tenía arte ni parte en los pasados disturbios, rogó a la dueña de la fonda que la dejase descansar, cosa que esperaba conseguir durante el resto de la noche sin sufrir nuevas molestias, con lo que la fondista no tuvo más remedio que despedirse, no sin dedicarle una serie de finezas y cortesías.