CHARLA AMISTOSA EN LA COCINA, QUE TUVO UN FINAL MUY CORRIENTE AUNQUE NO MUY AMISTOSO.
En tanto que los amantes se distraían de la manera en parte descrita en el capítulo anterior, proporcionaban a su vez entretenimiento a sus buenos amigos que se encontraban en la cocina. Y esto en doble sentido, pues daban tema para alimentar su conversación a la vez que bebida para animar sus espíritus.
Se hallaban reunidos en torno al fuego, además del fondista y su esposa, que iban y venían sin cesar, Partridge, el sargento y el cochero que había conducido a la dama y a su doncella.
Una vez concluyó Partridge de narrar a los presentes lo que le había dicho el Hombre de la Colina sobre la situación en que Tom Jones encontró a Mrs. Waters, el sargento se apresuró a contar aquella parte de la historia que él conocía. Afirmó que se trataba de la esposa de Mr. Waters, un capitán de su regimiento, a cuyas órdenes él había servido.
—Algunos —prosiguió— han puesto en duda en más de una ocasión si estaban legalmente casados o no por la Iglesia. Pero eso no es cosa que me ataña, y sólo puedo decir que si me lo hicieran jurar, sostendría que ella es bastante mejor que muchos de nosotros. En cuanto al capitán, sospecho que irá al cielo cuando las ranas críen pelo. Mrs. Waters es de muy buena índole. Le gusta vestirse bien y es amante de la justicia, y ha suplicado por más de un pobre soldado, y si de ella hubiera dependido, jamás se le hubiese castigado. Por supuesto, el alférez Northerton y Mrs. Waters se trataban bastante donde estábamos de guarnición, ésta es la verdad. Pero el capitán lo ignoraba, y puesto que había de sobra para él, ¿qué más le daba? No por eso la estima menos, y estoy seguro de que daría buena cuenta de cualquiera que abusase de ella. Por esta razón, en lo que a mí concierne me guardaré mucho de abusar de ella. Me limito a repetir lo que otros dicen, y sin duda debe de haber algo de verdad en lo que todo el mundo repite.
—¡Hay una gran dosis de verdad, se lo prometo, se lo prometo! —afirmó Partridge—. Veritas odium parit.
—Todo eso me parece muy escandaloso —repuso la dueña de la casa—. Ahora que está vestida como es debido, parece una gran señora y se conduce como tal, ya que me dio una guinea por haberse vestido con mi ropa.
—¡Una gran señora, es cierto! —exclamó el fondista—. Y si no te hubieras precipitado, no habrías tenido que reñir con ella.
—No sé por qué dices eso —replicó la esposa—, pues de no haber sido por tus tonterías, nada hubiese sucedido. Te mezclas en lo que no te va ni te viene y hablas cuando debes mantener el pico cerrado.
—Bien —contestó el fondista—. Lo pasado ya no tiene remedio, así que lo mejor será que no hablemos más del asunto.
—Bien por esta vez —replicó su esposa—. Pero ¿te corregirás en lo sucesivo? No es la primera vez que tengo que soportar tus impertinencias. Me gustaría mucho que contuvieras tu lengua en casa y te mezclases sólo en los asuntos de puertas para fuera, que son los que te incumben. ¿Te has olvidado por casualidad de lo que sucedió hace siete años?
—Vamos, querida mía —exclamó el esposo—. No saques ahora a relucir historias viejas. Vamos, lamento lo que he hecho y olvidemos lo pasado.
La dueña de la fonda se disponía a replicar, pero se lo impidió el sargento, siempre pacificador, con gran disgusto de Partridge, que era muy aficionado a las bromas y un gran alentador de esas disputas inofensivas que, por lo general, fomentan más bien los incidentes cómicos que los trágicos.
El sargento preguntó a Partridge si él y su amo iban de viaje.
—¿Qué es eso? —exclamó Partridge—. No soy criado de nadie, puedo asegurarlo, pues aunque en esta vida he recibido varios reveses de la fortuna, me tengo por un caballero, y por pobre y sencillo que ahora pueda parecer, en otros tiempos enseñé gramática en la escuela. Sed hei mihi non sum quod fui.
—No era mi intención ofenderle —repuso el sargento—. ¿Puedo osar preguntarle si usted y su amigo están de viaje?
—Ahora se me ha dirigido usted como es debido —contestó Partridge—. Amici sumus. Puedo asegurarle que mi amigo es uno de los más grandes hombres del reino. —Al oír estas palabras, tanto el fondista como su esposa aguzaron los oídos—. Es el heredero del caballero Allworthy.
—¿Cómo? ¿Del caballero que tanto bien está haciendo en toda la comarca? —inquirió el fondista.
—Eso mismo —contestó Partridge.
—Entonces con el tiempo será dueño de grandes propiedades —aseguró la fondista.
—Indudablemente —contestó Partridge.
—Desde el primer momento que le vi ya me pareció que tenía aires de gran señor —dijo la fondista—. Pero mi marido, aquí presente, es más listo que nadie.
—Querida, reconozco que me equivoqué —confesó el marido.
—¿Que te equivocaste? —contestó su esposa—. Pero ¿cuándo has visto tú que yo sufriera semejantes errores?
—Pero ¿cómo explica usted, señor —continuó el fondista—, que semejante caballero recorra a pie el país?
—Lo ignoro —repuso Partridge—. Sólo sé que los grandes caballeros son a veces muy caprichosos. En Gloucester dispone en la actualidad de una docena de criados y caballos, pero no los utiliza. La última noche, como hacía bastante calor, quiso tomar un poco el fresco hasta la colina de más allá, donde yo le acompañé para hacerle compañía. Jamás volveré por allá, pues nunca he sentido tanto susto. Les aseguro que encontramos al hombre más extraño que pueda imaginarse.
—Juraría —se apresuró a decir el fondista— que debió de tratarse del Hombre de la Colina, como le llama la gente, si es que se trata de un hombre en realidad, pues hay quienes afirman que es el mismo diablo en persona que habita allí.
—Es muy posible —repuso Partridge—. Y ahora que usted lo insinúa, creo sincera y firmemente que era el diablo en persona. Aunque no pude verle el pie de cabra. Pero acaso se deba a que tiene poder para ocultarlo, ya que, como todos sabemos, los espíritus malignos poseen poder para mostrarse en la forma que mejor les plazca.
—Le suplico, señor, si en ello no hay ofensa —pidió el sargento—, que me diga usted qué clase de persona es el diablo. A algunos de mis oficiales les he oído decir que no existe tal diablo, que se trata de una invención de los curas hecha para poder ejercer influencia sobre la gente, ya que si se corriera la voz de que no hay diablo, los curas no serían más útiles que nosotros en tiempos de paz.
—Esos oficiales —afirmó Partridge— son muy cultos.
—¡Qué van a ser cultos! —exclamó el sargento—. No saben la mitad que usted. Por mi parte, debo decir que creo en la existencia del demonio, pese a todo lo que ellos dicen, y aunque uno de ellos es capitán. Puesto que a mí mismo me suelo decir a veces: si no existiera el demonio, ¿cómo podrían ser enviados los malos al infierno? Y esto lo sé porque lo he leído en un libro.
—Algunos de sus oficiales —afirmó el fondista interviniendo— se las verán con el demonio para vergüenza suya. Y confío que a todos les ajustará antiguas cuentas que se me adeudan. Aquí tuve alojado a uno de ellos durante medio año, que, no contento con ello, tuvo el cinismo de llevarse una de mis mejores camas, aunque apenas si gastaba un chelín diario, y permitió que sus hombres le guisaran unas coles en la cocina porque no quise servirle de comer en domingo. Todo buen cristiano debería desear que existiera un diablo para castigo de tales vergüenzas.
—Tenga cuidado, fondista —exclamó ahora el sargento—, y mida bien sus palabras, pues no estoy dispuesto a soportarlo.
—¿Que tenga cuidado? —replicó el fondista en tono airado—. Bastante me han hecho sufrir.
—Pongo a ustedes por testigos, caballeros —afirmó el sargento alzando la voz—, de que maldice del rey, y esto constituye un crimen de alta traición.
—¿Que maldigo del rey, villano? —vociferó el fondista.
—Sí, lo ha hecho usted —insistió el sargento—. Maldice de la oficialidad, y esto es indudable maldecir del rey. Es una sola y única cosa, ya que todo hombre que reniega de la oficialidad, reniega del rey.
—Excúseme, señor sargento —dijo Partridge—. Pero eso es non sequitur.
—No le entiendo —contestó el sargento al tiempo que se ponía en pie—. Pero no seguiré aquí sentado oyendo hablar mal de mis superiores.
—Está usted equivocado, amigo —afirmó Partridge—. No he querido hablar mal de sus superiores. Sólo he dicho que su consecuencia era non sequitur[11].
—Basta —contestó el sargento—. Aquí no hay más sequitur que usted. Todos ustedes son unos canallas y yo estoy dispuesto a demostrarlo, pues no tengo inconveniente en pelear con el mejor hombre de ustedes por veinte libras.
Partridge se desentendió del desafío lanzado por el sargento. No tenía ganas de luchar después de la paliza que había recibido. Pero el cochero, cuyos huesos no estaban tan molidos, y cuyo apetito por la pelea se había agudizado, no estaba dispuesto a soportar la afrenta con tanta facilidad, pues consideraba que a él también le correspondía una cierta parte de ella. Así que el cochero se levantó de su asiento y, avanzando hacia el sargento, le dijo que era tan hombre como el mejor del ejército y que estaba dispuesto a liarse a puñetazos por una guinea. El militar aceptó el combate, pero rechazó la apuesta, e inmediatamente ambos se acometieron con verdadera furia, hasta que el conductor de caballos resultó tan molido por el conductor de hombres que se vio obligado a pedir cuartel con el poco aliento que le quedaba.
La dama joven deseaba partir y pidió que le preparasen el coche. Pero esto no fue posible, pues el cochero se encontraba incapacitado por aquella noche. Un gentil de la Antigüedad habría atribuido esta incapacidad al dios de la bebida más bien que al dios de la guerra, ya que ambos combatientes habían sacrificado tanto a una como a otra deidad. En fin, que los dos estaban borrachos, y Partridge no era precisamente el más sereno. En cuanto al fondista, su oficio era el de beber, y el licor no hacía en él más efecto que en cualquier otra vasija de su casa.
La propietaria de la fonda, que había sido llamada para acompañar en la hora del té a Mr. Jones y a su compañera, proporcionó amplios detalles sobre la escena que había tenido lugar hacía poco, y al mismo tiempo, mostró un gran interés por la señora joven, la cual, según dijo, «se mostraba muy intranquila por no poder continuar su viaje».
—Es una linda criatura —añadió—, y estoy segura de que he visto su cara antes de ahora. Mi impresión es de que está enamorada y de que huye de sus amigos. ¡Quizá algún joven caballero la está esperando con un corazón tan anhelante como el suyo!
Al oír estas palabras, Jones lanzó un profundo suspiro. Y aunque Mrs. Waters se apercibió de ello, no quiso darse por enterada mientras la fondista estaba en la habitación. Pero una vez fuera la mujer, no pudo contenerse y manifestó a nuestro héroe que tenía sospechas de que existía una rival que le robaba su afecto. Y lo que acabó de convencerla fue la conducta de Mr. Jones, pues el joven no respondió a sus preguntas. Pero ella no estaba tan enamorada como para dar una gran importancia al descubrimiento. La belleza de Jones le entraba por los ojos, pero como no podía ver su corazón, no se preocupaba gran cosa de él. Ella podía recrearse alegremente en la mesa del amor sin pensar en que alguna otra persona había ya disfrutado o podría disfrutar en lo futuro del mismo manjar. Este sentimiento no peca de refinado, pero, es, sin embargo, muy positivo, ya que resulta menos caprichoso y quizá menos egoísta que los deseos de esas hembras que se dan por satisfechas cuando se abstienen de la posesión de sus galanes con tal de que estén seguras de que ninguna otra los posee.