CAPÍTULO II

DONDE SE DA A CONOCER UNA AVENTURA POR DEMÁS SORPRENDENTE OCURRIDA A MR. TOM JONES EN EL CURSO DE SU PASEO CON EL HOMBRE DE LA COLINA.

La aurora abrió primero su ventana, y el día comenzaba a nacer cuando Tom Jones se puso en camino acompañado por el anciano y empezaron a subir a la colina de Mazard.

Tan pronto alcanzaron la cúspide, apareció ante ellos uno de los más bellos panoramas del mundo, panorama que nosotros presentaríamos al lector si no fuera porque dos razones nos lo impiden. Primera, desconfiamos que aquellos que conocen este panorama puedan admirar esta descripción, y segunda, dudamos mucho que aquellos que no lo han visto puedan comprenderlo.

Tom Jones permaneció unos instantes inmóvil en la misma postura y con su mirada dirigida hacia el sur, lo que, advertido por el anciano, le preguntó qué miraba con tanta atención.

—Trataba, señor —repuso Tom lanzando un suspiro—, de ver el camino que he seguido hasta llegar aquí. ¡Cielos! ¡Qué lejos queda Gloucester de nosotros! ¡Qué gran extensión de tierra debe de haber entre este lugar y mi casa!

—Y de su amor, joven —exclamó el anciano—, a juzgar por su suspiro, o mucho me equivoco. Comprendo que el objeto de su contemplación no se encuentra al alcance de su vista. No obstante, sospecho que experimenta usted cierto placer mirando en esa dirección.

Tom Jones sonrió.

—Me parece, viejo amigo, que no ha olvidado usted aún las sensaciones de su juventud. Sí, reconozco que mis pensamientos iban por ese camino.

Luego marcharon en dirección a la colina del noroeste, que dominaba un extenso bosque. Apenas llegaron a aquel lugar, oyeron a lo lejos unos agudos chillidos de mujer, que procedían del bosque. Tom Jones escuchó durante unos instantes, y sin decir una palabra a su compañero, pues la cosa, al parecer, urgía, echó a correr, o más bien se deslizó por la pendiente de la colina, y sin preocuparse poco ni mucho del riesgo que corría, se dirigió en línea recta hacia la parte del bosque de donde partían los gritos.

Apenas se había adentrado un poco en él cuando sus ojos contemplaron un desagradable espectáculo. Una mujer medio desnuda se encontraba en poder de un villano que le había pasado un cinturón en torno al cuello y trataba de colgarla de un árbol. Ante aquella escena, Tom Jones no titubeó ni un instante. Se arrojó sobre el villano, haciendo tan buen uso de su garrote de roble, que dejó tendido en el suelo al hombre antes de que pudiera defenderse, e incluso antes quizá de que pudiera percatarse de que iba a ser atacado, ni dejó de darle golpes hasta que la misma mujer le suplicó que le perdonase, afirmando que había cumplido ya su misión.

La pobre desgraciada se hincó entonces de rodillas ante Tom Jones y le dio las gracias por haberle salvado la vida. Tom la levantó del suelo galantemente y le contestó que se sentía muy complacido de que una extraordinaria circunstancia le hubiese permitido estar en la colina y pudiera salvarla. No era probable que a aquella hora y en aquel lugar se encontrara a nadie. Tom añadió que el cielo parecía haberle designado como su protector.

—Tiene usted razón —repuso la mujer—. No me costaría mucho imaginarme que es usted un ángel bueno, pues ante mis ojos más parece usted un ángel que un hombre.

Tom poseía una figura apuesta, y si una persona educada, de facciones correctas, llena de juventud, salud, valor y bondad puede parecerse a un ángel, el muchacho gozaba sin duda de este parecido.

La cautiva libertada, en cambio, no se parecía tanto a la especie angélica humana. Aparentaba una edad mediana y distaba bastante de ser bonita. Mas como la ropa que cubría la parte superior de su cuerpo había sido desgarrada, sus senos, bien formados y de una completa blancura, atrajeron las miradas del libertador, y durante unos instantes permanecieron ambos en silencio, mirándose uno a otro, hasta que al empezar a dar señales de movimiento el rufián, Tom Jones cogió el cinturón que el bandido había tratado de utilizar con otro fin, y le ató con él las manos a la espalda. Al contemplar ahora el rostro del hombre, Tom descubrió con gran sorpresa, y tal vez con bastante satisfacción, que el agresor de la mujer no era otro que Northerton. Tampoco el alférez había olvidado a su antagonista, a quien reconoció en cuanto volvió en sí. Su sorpresa no fue inferior a la de Tom Jones, pero tengo motivos para pensar que su placer al verle fue algo menor en la presente ocasión.

Tom Jones ayudó a Northerton a ponerse en pie, y mirándole luego a la cara fijamente, exclamó:

—Supongo, señor, que no esperaba usted encontrarme más en este mundo, y reconozco que yo estaba muy lejos de sospechar que le encontraría a usted aquí. Sin embargo, la fortuna, por lo que veo, nos ha reunido una vez más, y me ha proporcionado una reparación por la injusticia de que me hizo usted víctima.

—No es muy propio de un hombre de honor —replicó Northerton— tomarse la justicia golpeando a un hombre por la espalda. Ahora no estoy en condiciones de darle a usted una satisfacción, puesto que carezco de espada, pero si es usted capaz de comportarse como un caballero, vayamos a un sitio donde pueda adquirir una y me portaré con usted como debe hacerlo todo hombre de honor.

—¿Cómo osa un villano como usted ensuciar la palabra honor presumiendo de que lo tiene? —exclamó Tom Jones sorprendido—. Pero no perderé el tiempo en cumplidos. La justicia requiere una satisfacción por parte de usted, y la tendrá, se lo prometo.

Volviéndose ahora hacia la mujer, le preguntó si estaba cerca de su casa, y si no lo estaba, si conocía alguna casa en las proximidades en la que pudiera procurarse algunas ropas adecuadas para presentarse ante el juez.

La mujer respondió que era forastera en aquella región. Tom recordó entonces que tenía cerca un amigo que les orientaría. En realidad, estaba sorprendido de que no le hubiera seguido. Pero el Hombre de la Colina, cuando nuestro héroe echó a correr, se sentó en la cumbre y, a pesar de llevar una escopeta en la mano, esperó pacientemente y con gran indiferencia el resultado de la aventura.

Tom Jones, saliendo del bosque, vio al anciano tal como hemos dicho, y haciendo gala de una felina agilidad, ascendió hasta lo alto de la colina con suma rapidez.

El caballero aconsejó a Jones que llevara a la mujer a Upton, que era la población más próxima, donde podría proveerla de todo lo necesario. Una vez informado Tom Jones del camino a seguir, y tras de rogar al anciano que dirigiera a Partridge hacia el mismo camino, se despidió del Hombre de la Colina y tornó a toda prisa al bosque.

Cuando nuestro héroe corrió para hablar con su amigo, pensó que, teniendo el rufián las manos atadas a la espalda, quedaba incapacitado para intentar nada nuevo contra la infeliz mujer. Además, sabía que no se alejaría más allá del alcance de la voz de ella, pudiendo volver en todo caso con el tiempo necesario para evitar cualquier nuevo atropello. Por otra parte, había dicho al alférez que si lanzaba el menor insulto contra la mujer, él mismo se tomaría la venganza por su cuenta. Por desgracia, Tom Jones olvidó que aunque Northerton tenía las manos sujetas, sus piernas se hallaban libres, y ni se le ocurrió pensar que podría hacer de ellas el uso que más le conviniera. Por lo tanto, Northerton, que no había dado su palabra en contra, pensó que sin el menor quebranto de su honor podía marcharse de allí, no estando obligado por ninguna palabra a esperar que le despidiesen. Utilizó, pues, sus piernas, que estaban libres, y echó a andar a través del bosque. Ni un solo momento pensó la mujer, cuyos ojos más bien estaban vueltos hacia su salvador, que su agresor pudiera huir, no preocupándose, por tanto, de tomarse la molestia de impedirlo.

Cuando Tom regresó encontró a la mujer sola. Entonces trató de buscar a Northerton, pero ella no se lo permitió, rogándole encarecidamente que la acompañase a la población que le habían dicho.

—No me preocupa demasiado la huida de ese hombre —repuso—. La filosofía y la religión nos enseñan a perdonar las injurias. Pero en lo que toca a usted, lamento profundamente las molestias que le ocasiono. Mi desnudez debería avergonzarme al mirarle a la cara, y si no fuera por la protección que usted me brinda preferiría ir sola.

Jones le ofreció su casaca. Pero, sin saber por qué, ella la rehusó. Entonces rogó al joven que olvidase los dos motivos de su confusión.

—Respecto al primero —repuso Tom Jones— no he cumplido más que con mi deber al protegerla. En cuanto al segundo, desaparecerá si marcho yo delante durante todo el camino, pues no quiero que mis miradas puedan ofenderla. Al mismo tiempo no puedo asegurar si seré capaz de resistir a los atractivos encantos de tanta belleza.

Nuestro héroe y la dama salvada marcharon de la misma manera que Orfeo y Eurídice en tiempos pasados. Pero aunque me cuesta creer que Tom fuera deliberadamente tentado por la joven que le seguía, como ésta necesitaba ayuda frecuente para salvar las cercas y daba muchos traspiés, el joven no tenía más remedio que volverse a menudo. No obstante, tuvo mucha mejor suerte que la que alcanzó el pobre Orfeo, pues condujo a su compañera, sana y salva, a la famosa población de Upton.