CAPÍTULO XIV

DONDE EL HOMBRE DE LA COLINA CONCLUYE SU HISTORIA.

—Mr. Watson —prosiguió el caballero— me confesó sin ambages, que un cúmulo de circunstancias adversas, hijas de una cruel racha de mala suerte, le habían conducido en cierto modo al propósito de suicidarse.

»Pero yo hablé con él muy en serio, exponiéndole argumentos contra el principio pagano, o más bien diabólico, de la legalidad del suicidio, y le dije todo cuanto se me ocurrió sobre el caso. Pero el gran interés que yo demostraba no pareció convencerle. No parecía arrepentido de lo que había hecho, y me dio motivos para sospechar que no tardaría en intentar un segundo ensayo de género tan espeluznante.

»Cuando yo concluí mi discurso, en lugar de intentar responder a mis argumentos, me miró fijamente a los ojos y sonriendo, dijo: “Has cambiado mucho, mi buen amigo, desde la última vez que nos vimos. Dudo que ningún obispo pudiera argumentar mejor que tú contra el suicidio. Pero a no ser que encuentre a alguien que pueda prestarme cien libras, me ahorcaré, me ahogaré o bien me moriré de hambre. En mi opinión, la última muerte es la peor de las tres”.

»Muy serio, con grave rostro, le repuse que, en efecto, había cambiado mucho desde nuestra última entrevista, teniendo ocasión de comprobar mis locuras y arrepentirme de ellas. Le aconsejé que siguiera mis pasos, y concluí diciéndole que le prestaría las cien libras si habían de ser útiles para sus negocios y no se las jugaría a los dados, exponiéndose a perderlas.

»Watson, que parecía haberse dormido con la primera parte de mi discurso, se despertó al escuchar la última. Me apretó la mano con calor, me dio las gracias y afirmó que yo era un amigo de verdad, añadiendo que esperaba que tuviera una mejor opinión de él, ya que era fácil pensar que hubiera aprovechado la lección de la experiencia y que no volvería a depositar su confianza en aquellos malditos dados, que con tanta frecuencia le habían engañado. “¡No, no! —añadió—. Déjame rehacer de nuevo mi vida, y si alguna vez la fortuna permite que me arruine, la perdonaré”.

»Yo le respondí con la misma severidad que le había hablado antes: “Watson, debes procurar encontrar algún negocio o empleo con el que te sea posible conseguir un medio de vida, y te prometo, si veo alguna posibilidad de que sea pagado más adelante, que te adelantaré una cantidad de dinero mucho mayor que la que has mencionado, a fin de que puedas desenvolverte en un oficio bueno y honroso. Pero en cuanto al juego, aparte de su ruindad y de lo que supone convertirle en una profesión, eres, por lo que he podido ver, muy poco apto para él, por lo que acabarías arruinándote de nuevo”. “Es extraño —replicó— que ni tú ni ninguno de mis amigos hablaseis jamás de eso. No obstante, creo que tengo tan buena mano en el juego, sea cual sea éste, como cualquiera de vosotros. Pero vamos al caso, querido amigo. ¿Llevas las cien libras en el bolsillo?”.

»Le repuse que sólo llevaba cincuenta, las cuales le entregué, prometiéndole llevarle el resto a la mañana siguiente, y tras de darle unos cuantos consejos más, me despedí de él.

»Cumplí con exceso mi palabra, pues volví a visitarle aquella misma tarde. Cuando entré en su cuarto le encontré sentado en la cama jugando con un conocido jugador. Esta escena, como ustedes comprenderán, me sorprendió enormemente, a lo que hay que añadir la mortificación que sentí al ver mi billete de cincuenta libras en poder del jugador, y que como vuelta sólo había entregado a mi antiguo compañero treinta guineas.

»El jugador se apresuró a abandonar la estancia en cuanto yo aparecí y Watson me declaró que se avergonzaba de verme. “Pero —dijo—, he encontrado la suerte tan en contra mía, que he decidido dejar el juego para siempre. He reflexionado a fondo en la amable proposición que me hiciste y te prometo que estoy decidido a llevarla adelante”.

»Aunque no sentía gran fe en sus promesas, le entregué el resto de las cien libras, como le había prometido, a cambio de las cuales él me extendió un recibo, que era todo lo que yo esperaba obtener a cambio de mi dinero.

»No pudimos seguir hablando, pues entró el boticario dando pruebas de una gran alegría, y sin preguntar al enfermo cómo se encontraba, anunció que había grandes noticias recibidas por carta dirigida a él, las cuales dentro de poco serían del dominio público, a saber: que el duque de Monmouth había desembarcado en el oeste al mando de un gran ejército de holandeses, y que otra gran flota rondaba por las costas de Norfolk, dispuesta a desembarcar en este lado para apoyar la empresa del duque con una demostración de fuerza.

»Aquel boticario era uno de los mayores políticos de su tiempo. Le producía mayor satisfacción cualquier noticia que llegara por correo o a través de otro medio, por insignificante que fuera, que el mejor cliente, y la mayor alegría que podía sentir era recibir una noticia una hora o dos antes que cualquier otro vecino de la ciudad. Sin embargo, sus noticias rara vez eran ciertas, ya que creía todo cuanto le contaban, circunstancia que muchos aprovechaban para reírse de él y burlarse.

»Tal sucedió con lo que nos acababa de comunicar, pues poco tiempo después se supo que el duque había desembarcado, en efecto, pero su ejército se componía tan sólo de unos cuantos secuaces, resultando por otro lado inexacta la demostración naval por el lado de Norfolk.

»El boticario no permaneció en el cuarto más que el tiempo preciso para darnos la nueva, e inmediatamente, sin dirigir una palabra a su paciente, salió para propalarla por la ciudad.

»Acontecimientos de esta índole suelen eclipsar todos los asuntos privados. Nuestra conversación tomó ahora un derrotero político. Por mi parte, durante algún tiempo me había sentido preocupado por el gran peligro a que estaba expuesta la religión protestante bajo un príncipe papista, y me decía que esto era suficiente para justificar aquella insurrección. Ustedes saben bien cómo se comportó el rey Jacobo en este asunto, qué escaso valor concedió a su juramento como rey, cuando le coronaron, de respetar las libertades y derechos de su pueblo. Mas no todos tuvieron la perspicacia de ver esto desde el principio, y por esta razón el duque de Monmouth fue tan débilmente apoyado. No obstante, todos reaccionaron ante el peligro, y se unieron al cabo para expulsar del trono a aquel rey contra cuya exclusión una facción de entre los nuestros había luchado con tanto ardor durante el reinado de su hermano.

—Lo que dice usted —exclamó Tom Jones interrumpiendo al anciano— es la pura verdad. Y muchas veces me ha parecido la cosa más sorprendente de la Historia, que después de la experiencia que unió a toda la nación unánimemente para expulsar al rey Jacobo en defensa de nuestra religión y libertades, existiera entre nosotros un bando lo bastante obcecado como para desear su reposición en el trono de su familia.

—¡No habla usted en serio! —replicó el viejo—. No puede existir ese bando. Por desastrosa opinión que tenga de la Humanidad, no puedo considerarla apasionada hasta ese extremo. Puede que existan algunos papistas tenaces, aconsejados por sus curas que abracen esa causa desesperada, que consideran algo así como una guerra santa. Pero que los protestantes, que son miembros de la Iglesia de Inglaterra, sean apóstatas, fetos de se, me cuesta creerlo. No, no, joven. Aunque ignoro por completo lo que ha sucedido por el mundo en estos últimos treinta años, no puedo conceder crédito a un cuento tan estúpido, y me parece que trata usted de burlarse de mi ignorancia.

—¿Es posible —contestó Tom Jones— que haya usted vivido tan apartado del mundo como para ignorar que ha habido dos rebeliones en favor del hijo del rey Jacobo, una de las cuales está en pleno desarrollo en el mismo centro del reino?

Al oír estas palabras, el anciano caballero se sobresaltó y en un tono solemne conjuró a Tom Jones para que ante Dios le jurase que lo que decía era verdad, cosa que realizó el joven. Entonces el anciano comenzó a pasear por la habitación guardando un profundo silencio. Luego lanzó un grito y a continuación se echó a reír, hasta que al fin cayó de rodillas y dio las gracias al cielo en alta voz por haberle librado de todo contacto con una sociedad capaz de cometer extravagancias tan monstruosas. Después de esto, Tom le hizo presente que había interrumpido su narración, que el anciano reanudó inmediatamente.

—Como el género humano, en los días a que me refiero, aún no había llegado a ese grado de locura que por lo visto ha alcanzado ahora, y del que sin duda me he librado por vivir solo y lejos de todo contagio, hubo un levantamiento de cierta importancia a favor de Monmouth, e impulsado por mis convicciones, decidí unirme a él. Mr. Watson, por motivos muy distintos, tomó la misma resolución, pues el espíritu de un jugador puede llevar a veces a un hombre tan lejos como el espíritu de un patriota. Muy pronto estuvimos provistos de todo lo necesario y partimos en busca del duque de Bridgewater.

»El desgraciado fin que tuvo aquella empresa supongo que será de sobra conocido por ustedes. Escapé junto con mi amigo Watson de la batalla de Sedgemore, en la que recibí una herida sin la menor importancia. Ambos cabalgamos cerca de cuarenta millas por el camino de Exeter, y abandonando nuestros caballos caminamos como nos fue posible por sendas y caminos apartados, hasta que llegamos a una choza, donde una pobre vieja que vivía en ella nos cuidó como mejor pudo, curando mi herida con un emplasto que pronto la hizo desaparecer.

—Dígame, ¿dónde recibió usted la herida? —preguntó Partridge.

El caballero satisfizo su curiosidad diciéndole que la herida la había recibido en el brazo, y luego continuó su relato:

—Allí me dejó Mr. Watson a la mañana siguiente, a fin de recoger algunas provisiones en la villa de Collumpton. Pero ¿podré decirlo o me creerán ustedes? Aquel Mr. Watson, aquel hombre que se decía mi amigo, aquel villano bárbaro y traidor, me delató a una patrulla de caballería del rey Jacobo, y a su regreso me entregó a ellos.

»Los soldados, que eran seis, se apoderaron de mí y emprendimos el camino de la cárcel de Taunton. Pero ni mi presente situación ni el temor de lo que pudiera sucederme me encolerizaba tanto como la compañía de mi falso amigo, quien habiéndose entregado a su vez, era también considerado como prisionero, aunque recibía mucho mejor trato que yo. Al principio quiso explicar su traición, pero al no recibir de mí más que desplantes y desprecio, optó por cambiar de conducta, me acusó de ser uno de los rebeldes de mayor importancia, y echó sobre mí toda la culpa, diciendo que yo le había empujado e incluso amenazado si no tomaba las armas contra su legítimo rey.

»Esta falsa declaración me llegó a lo más vivo, produciéndome una indignación que no creo que nadie pueda concebir si no la ha sentido alguna vez. Al fin, la fortuna se compadeció de mí, pues un poco más allá de Wellington, en un camino estrecho, los soldados que me conducían tuvieron una falsa alarma, pues alguien les dijo que una partida de unos cincuenta hombres andaba por los alrededores. Al oírlo se apresuraron a huir y nos dejaron a mí y a mi traidor en libertad de hacer lo mismo. Watson se apartó inmediatamente de mí, y yo me alegré de que lo hiciera, pues aunque carecía de armas, hubiera tratado de vengarme de su traición.

»Una vez más me encontraba libre y, apartándome de la carretera, caminé a través de los campos sin saber qué rumbo tomar, teniendo, eso sí, buen cuidado de evitar los caminos más concurridos y todos los pueblos, e incluso los caseríos más modestos, pues imaginaba que todas las personas que me salían al paso no pensaban más que en traicionarme.

»Al fin, después de vagar varios días por el país, durante los cuales los campos me proporcionaron la misma cama y el mismo alimento que la naturaleza proporciona a nuestros hermanos salvajes de la creación, llegué a este lugar, cuya soledad y aspereza me invitaban a elegirlo para fijar en él mi residencia. La primera persona con quien viví fue la madre de esta vieja, y aquí permanecí oculto hasta que la noticia de la gloriosa revolución disipó todos mis temores y me proporcionó ocasión de visitar de nuevo mi casa y de ocuparme un poco de mis asuntos, lo que pronto pude conseguir a gusto de mi hermano, pues le entregué todo lo mío a cambio de lo cual me dio la cantidad de mil libras y una renta vitalicia.

»La conducta de mi hermano en esta ocasión, como en todas las anteriores, fue egoísta y poco generosa. En modo alguno podía considerarle como un amigo, ni él lo pretendía, por lo que me despedí de él, lo mismo que de mis amistades, y a partir de aquel día hasta el momento presente no hay en mi vida nada digno de ser contado.

—¿Y es posible que haya podido usted resistir aquí desde entonces, señor? —preguntó Tom Jones.

—De ningún modo —repuso el caballero—. He sido un viajero incansable y apenas existe lugar en Europa que no conozca.

—No es mi deseo, señor, preguntarle nada más —dijo Tom Jones—. Sería una verdadera crueldad después de lo mucho que ha hablado usted ya. Pero le suplico que me permita en alguna otra ocasión escuchar las excelentes observaciones que un hombre de su juicio y conocimientos debe de haber hecho en el curso de tantos viajes.

—Caballero —repuso el anciano—, intentaré satisfacer su curiosidad sobre esta cuestión en la medida de mis posibilidades.

Tom Jones tornó a insistir en la inoportunidad de su petición, pero el anciano no le hizo caso, y mientras él y Partridge esperaban sentados, con el oído atento, el caballero continuó como podrá verse en el capítulo siguiente.