DONDE LOS VIAJEROS VIVEN UNA AVENTURA EXTRAORDINARIA.
A poco de haber puesto fin al diálogo antes descrito, los dos viajeros llegaron al pie de una colina bastante escarpada. Tom Jones se detuvo y, dirigiendo su mirada a lo alto, permaneció silencioso unos momentos. Al cabo se dirigió a su compañero y le dijo:
—Partridge, me gustaría estar en lo alto de esa colina. Desde la cumbre debe de divisarse un soberbio panorama, en especial de día, pues la escasa luz que la luna arroja sobre todas las cosas no es la más adecuada para sugerir ideas de belleza, sobre todo para una imaginación que se sienta propensa a alimentarse de ideas melancólicas.
—Es probable —repuso Partridge—. Pero si la cima de la colina es la más apropiada para procurar pensamientos melancólicos, entonces supongo que el pie de la misma será el más adecuado para ocasionarlas alegres, y, puesto a elegir, yo me quedo con lo segundo. Simplemente con mencionar usted la cima de la montaña me ha dejado helado, pues la considero una de las más altas del mundo. No, no. De buscar algo, que sea un sitio bajo tierra, para que podamos protegernos contra este helado frío.
—Hágalo así si quiere —repuso Tom—. Pero que no sea muy lejos de aquí. Ya gritaré llamándole cuando regrese.
—Sin duda, señor, usted no está loco —afirmó Partridge.
—Lo estaré —respondió Jones— si trepar a una colina es una locura. Pero, como se queja usted tanto del frío, quédese abajo, que yo regresaré antes de una hora.
—Perdón, señor —repuso Partridge—, pero debo seguirle a todos los sitios donde usted vaya.
Lo que ocurría era que sentía miedo de quedarse solo, pues aunque era cobarde desde el lado que se le mirase, su principal miedo era el que le inspiraban los fantasmas, miedo que casaba perfectamente con la hora de la noche y lo desierto del lugar.
De súbito, Partridge descubrió una luz que brillaba entre unos árboles y que parecía muy próxima a ellos, apresurándose a exclamar:
—¡Oh, señor, el cielo ha oído por fin mis súplicas y nos ha deparado una casa, quizá una posada! Permítame que le suplique, si tiene usted compasión de mí y de usted mismo, que no despreciemos la bondad de la Providencia y vayamos derechos hacia esa luz. Sea o no una hostería, estoy convencido que, de ser cristianos los que en ella habitan, no podrán negar un pequeño cuarto a dos personas que se encuentran en una situación tan desesperada como la nuestra.
Tom Jones accedió al fin a los vehementes requerimientos de Partridge, y ambos se dirigieron hacia el lugar donde se divisaba la luz.
No tardaron en llegar ante la puerta de aquella casa o granja, ya que tanto podía denominarse de un modo u otro sin gran exageración. Tom Jones golpeó varias veces la puerta, pero no recibió la menor contestación, por lo cual Partridge, cuya cabeza rebosaba de fantasmas, diablos, brujas y cosas por el estilo, empezó a temblar a la vez que susurraba:
—¡Señor, ten piedad de nosotros! Esta gente debe de estar muerta. Ahora no veo ninguna luz. Sin embargo, estoy seguro de que hace un momento vi una. He oído hablar de casos análogos.
—¿De qué ha oído usted hablar? —repuso Jones—. La gente estará dormida, o como se encuentran en un lugar desierto, tendrán miedo de abrir la puerta.
Tom Jones comenzó entonces a gritar, hasta que al cabo una vieja abrió una ventana alta y preguntó quiénes eran y lo que querían. Tom repuso que eran viajeros que se habían extraviado y que al ver una luz en la ventana se habían encaminado allí con la esperanza de encontrar un poco de fuego en el que calentarse.
—Quienesquiera que sean —replicó la mujer—, aquí no se les ha perdido nada, ni abriré la puerta a nadie esta noche.
Partridge, a quien el sonido de una voz humana había ahuyentado un tanto el miedo, hizo las más ardientes súplicas pidiendo que le dejaran acercarse por unos minutos al fuego, afirmando que estaba medio muerto de frío. Aseguró también a la anciana que el caballero que antes le había hablado era uno de los más notables e importantes del país, y empleó todos los argumentos que se le ocurrieron, menos uno, el cual se le ocurrió a Jones. Éste fue la promesa de media corona, ofrecimiento demasiado elevado para que la vieja pudiera resistir el soborno, sobre todo, cuando la apuesta figura de Tom Jones, que podía distinguir a la luz de la luna, unido a su comedido comportamiento, había conseguido desvanecer del todo la sospecha de que se tratase de ladrones, que era lo que al pronto había temido la buena mujer.
Al fin, Partridge, con gran alegría por su parte, pudo arrimarse a un fuego y calentarse.
Pero apenas había acercado las manos al fuego cuando las ideas que le obsesionaban casi sin cesar comenzaron a inquietarle de nuevo. Entre sus creencias no había ninguna en la que sintiera más fe que en la de la brujería, ni creo que el lector pudiera imaginar una figura más a propósito para inspirar tal idea que la de la vieja que se encontraba de pie delante de ellos. Respondía con entera exactitud a la descripción hecha por Otway en su Huérfano. Si aquella mujer hubiera vivido en el reinado de Jacobo I, hubiese sido suficiente su aspecto para mandarla ahorcar, sin previa formación de causa.
Muchos detalles se juntaron para confirmar en su opinión a Partridge. El que viviera sola, como él supuso, en un lugar tan apartado y solitario y en una casa que parecía demasiado buena para ella y cuyo interior estaba montado con verdadera elegancia. El mismo Tom se mostró bastante sorprendido y perplejo ante lo que veían sus ojos, pues aparte de la extrema limpieza que podía observarse en la habitación, ésta estaba adornada con un gran número de chucherías y curiosidades, capaz de atraer la atención de cualquier aficionado a ellas.
En tanto Tom Jones admiraba aquellas cosas y Partridge permanecía sentado temblando ante la suposición de que se encontraba en casa de una hechicera, la vieja dijo:
—Espero, caballeros, que se den toda la prisa posible, pues espero a mi amo y no me gustaría que les encontrase aquí.
—Entonces ¿tiene usted un amo? —preguntó Tom Jones—. Perdóneme, buena mujer, pero me ha sorprendido de veras ver todas estas cosas tan buenas en su casa.
—¡Oh, señor! —exclamó la mujer—. Si una mínima parte de estas cosas fueran mías, me consideraría una mujer rica. Pero le suplico, señor, que no permanezcan aquí más tiempo, pues como ya les he dicho antes, estoy esperando la llegada de mi amo de un momento a otro.
—No creo que se enfadara con usted —repuso Tom— por practicar un acto corriente de caridad.
—¡Quién sabe, señor! —repuso la mujer—. Es un hombre raro, que no se parece a nadie. No tiene ningún amigo y tan sólo sale de noche, pues no quiere que le vean. Todos los campesinos de los contornos temen tropezarse con él, pues su vestimenta es lo suficientemente extraña para asustar a quien no esté acostumbrado a verla. Le llaman el Hombre de la Colina, pues pasea por ella todas las noches, y la gente siente más miedo de él que del demonio. Se pondría terriblemente furioso si les encontrara a ustedes aquí.
—Le suplico, señor —dijo Partridge—, que hagamos todo lo posible por no ofender a ese caballero. Yo ya estoy a punto de marchar de nuevo, pues me he calentado lo suficiente. Le ruego que salgamos. Sobre la chimenea veo unas pistolas. ¡Dios sabe si estarán cargadas y a qué fin estarán destinadas!
—No tema usted nada, Partridge —repuso Jones—. Yo le libraré de todo peligro.
—No se preocupe de eso —dijo ahora la mujer—. Pero a mi amo le es necesario tener a mano algunas armas para su propia defensa, pues su casa ha sido sitiada más de una vez, y no hace muchas noches nos pareció que oíamos rondar a ladrones por aquí. No comprendo cómo no ha sido aún asesinado por algún villano cuando sale solo a estas horas de la noche. Quizá se deba a que la gente le tiene miedo. Además, tal vez crean también que no posee nada digno de ser robado.
—Diría, a deducir por esta colección de curiosidades —afirmó Tom Jones—, que su amo es aficionado a viajar.
—Sí, señor —repuso la mujer—. Ha sido un gran viajero. Hay pocos caballeros que entiendan más que él de estas cosas. Creo que ha sido muy desgraciado en amores, aunque en realidad no sé por lo que ha sido. Pero en los treinta años que llevo a su servicio, apenas si habrá hablado con seis personas.
De nuevo pidió a los visitantes que se marcharan, en lo que fue secundada por Partridge. Pero Tom Jones se hizo el remolón, pues la curiosidad que sentía por conocer a aquel extraño individuo era superior a su discreción y prudencia. La vieja terminaba sus respuestas con el deseo de que se fueran de una vez, y Partridge se atrevió a tirar de la manga al joven de cuando en cuando. Pero Tom Jones seguía inventando nuevas preguntas, hasta que la anciana, con el rostro demudado, afirmó que oía ya el ruido de las pisadas de su amo, a la vez que unas cuantas voces gritaban en el exterior:
—Danos tu dinero en el acto. Tu dinero, villano, o te saltaremos la tapa de los sesos.
—¡Oh, cielos! —exclamó la vieja—. Sin duda, algunos villanos han atacado a mi amo. ¿Qué haré? ¿Qué puedo hacer?
—¿Están esas pistolas cargadas? —inquirió Jones.
—¡Oh, señor! Están descargadas. ¡Por favor, no nos asesinen ustedes, caballero!
La asustada mujer tenía la misma opinión de los de dentro que de los de fuera.
Tom Jones no contestó, pero empuñando una vieja espada de ancha hoja que pendía de una de las paredes, salió en el acto fuera de la casa, encontrando al anciano caballero luchando con dos rufianes y pidiendo clemencia. Tom no se entretuvo en hacer preguntas y comenzó a actuar tan activamente con su espada, que los atacantes abandonaron en el acto su presa y emprendieron la huida. Tom no perdió el tiempo en perseguirlos y se apresuró a socorrer al anciano, que había caído al suelo durante la pelea. Le ayudó a levantarse y le preguntó con gran solicitud si sus atacantes le habían hecho algún daño.
El anciano miró un momento a Tom Jones y al final murmuró.
—No, señor. No he recibido poco daño. Gracias. ¡Dios tenga piedad de mí!
—Veo, señor —repuso Tom Jones—, que sospecha usted aún de aquellos que han tenido la dicha de ser sus libertadores. No censuraré cualquier sospecha que pueda usted abrigar, aunque no tiene el menor motivo para sentir ninguna, pues los que estamos aquí somos amigos suyos. Como esta noche hemos extraviado nuestro camino, nos hemos tomado la libertad de calentarnos un poco en el fuego de su casa, y nos disponíamos ya a partir cuando oímos sus voces pidiendo auxilio. Parece como si la Providencia nos hubiera enviado a su casa.
—La Providencia —exclamó el anciano—. Sí, eso parece.
—Aquí está su espada, señor. La he empleado en su defensa y ahora se la devuelvo.
El viejo caballero recibió la espada, que estaba manchada con la sangre de sus enemigos, y miró fijamente a Tom Jones durante breves segundos, hasta que lanzando un suspiro, exclamó:
—Perdóneme, joven caballero; nunca fui receloso ni tampoco ingrato.
—Dé usted las gracias —exclamó Jones— a esa Providencia, a la cual debe encontrarse aún sano y salvo. En cuanto a mí, sólo he cumplido con los deberes más elementales de humanidad. Lo mismo hubiera hecho con cualquier otra persona que se encontrase en idéntica situación que usted.
—Déjeme contemplarle un rato más —pidió el anciano—. ¿Entonces es usted un ser humano? Tal vez sí lo sea. Le suplico que entre en mi casa. Ha sido usted mi libertador.
La vieja titubeaba entre el miedo que sentía de su amo y el que le inspiraba el joven. Partridge, por su parte, era presa del mayor pánico. Pero la vieja se tranquilizó del todo cuando vio a su amo charlar amistosamente con Jones. Entonces se dio cuenta de lo que había sucedido. Pero Partridge, en cuanto miró al caballero y observó lo estrafalario de su atuendo, sintió que su terror se acrecía.
En realidad, la aparición era como para impresionar a un cerebro mucho más ponderado que el de Mr. Partridge. El anciano era altísimo y tenía una larga barba tan blanca como la nieve. Llevaba envuelto el cuerpo en una piel de asno, cortada en forma de casaca. Calzaba botas altas y se cubría la cabeza con un gorro, ambos hechos con pieles de otros animales.
Una vez el anciano estuvo dentro de su casa, la mujer se apresuró a felicitarle por haber salido con bien del ataque.
—Sí —exclamó el hombre—. Me he librado gracias a mi defensor.
—¡Bendito sea! —exclamó la vieja—. Es un verdadero caballero en toda la extensión de la palabra. Temía que vuestra merced se enfadara conmigo por haberles dejado entrar en casa, y, por supuesto, no hubiera accedido a ello si no hubiese visto a la luz de la luna que era todo un caballero y que estaba casi muerto de frío. Y sin duda fue un ángel bueno el que le envió aquí y me inspiró para que obrara como lo he hecho.
—Temo, señor —dijo el anciano a Tom Jones—, no tener nada en casa que pueda usted comer o beber, a no ser que acepte un trago de aguardiente, el cual, por cierto es excelente, ya que lo guardo desde hace treinta años.
Tom Jones rehusó el ofrecimiento con corteses palabras. Entonces el anciano le preguntó hacia dónde se dirigía cuando extravió el camino, y añadió:
—Confieso que me sorprende ver a una persona de su condición viajar a pie a estas horas de la noche. Supongo, señor, que vivirá usted por los alrededores, pues no se parece usted en nada a los que viajan lejos y sin caballos.
—Las apariencias —repuso Jones— resultan a veces engañosas. Los hombres aparentan en ocasiones lo que no son. Le aseguro a usted que no soy de este país y, en realidad, no sé adónde me encamino.
—Quienquiera que sea usted o cualquiera que sea el lugar a donde se dirige —repuso el anciano—, he contraído una deuda con usted que jamás podré pagarle.
—Una vez más le digo que no tiene usted ninguna deuda conmigo —repuso Tom—, ya que no hay el menor mérito en arriesgar mi vida cuando la tengo en muy poca estima.
—Mi impresión, joven caballero —contestó el anciano—, es de que tiene usted algún motivo fundamental para sentirse desgraciado siendo tan joven.
—Me considero, señor —repuso Jones—, el más desgraciado de los mortales.
—Quizá haya tenido usted un amigo o una amante —murmuró el anciano.
—¿Cómo menciona usted dos palabras que bastan para perturbarme? —repuso Tom Jones.
—Cualquiera de ellas es suficiente para perturbar a un hombre —repuso el anciano—. Pero no le haré más preguntas, señor. Tal vez mi curiosidad me haya llevado demasiado lejos.
—No me es posible censurar —exclamó Jones— una pasión que en estos momentos siento yo en toda su intensidad. Me perdonará usted si le digo que todo lo que he visto y oído desde que penetré por vez primera en esta casa ha excitado enormemente mi curiosidad. Algo por demás extraordinario debe de haber impulsado a usted a llevar esta clase de vida, y tengo motivos suficientes para suponer que su vida no está falta de infortunios.
Al oír estas palabras el anciano tornó a suspirar de nuevo y permaneció silencioso durante breves minutos. Al cabo, mirando fijamente a Jones, repuso:
—He leído en alguna parte que un semblante resplandeciente de bondad es una carta de recomendación, y si esto es así, nadie puede recomendarse mejor a sí mismo que usted. Si no sintiera alguna inclinación hacia usted tras de lo sucedido, entonces querría decir que soy un monstruo de ingratitud, pero estoy convencido de que no dispongo de otro recurso para demostrarle mi gratitud que mis palabras.
Jones, tras de un momento de duda, contestó que de él dependía satisfacerle con sus palabras.
—Yo he confesado mi curiosidad —agregó—. ¿Es preciso que le diga lo muy agradecido que me sentiría si usted accediera a satisfacerla? ¿Me permite, pues, que le suplique que me diga cuáles fueron los motivos que le obligaron a apartarse de la sociedad y a llevar una clase de vida para la que, salta a la vista, no ha nacido usted?
—Considero que no puedo negarle nada después de lo que ha hecho usted por mí —contestó el anciano—. Si, por lo tanto, desea usted escuchar la historia de un hombre desgraciado, no tengo inconveniente en contársela a usted. Acierta al pensar que hay algo extraordinario en la suerte de aquellos que huyen de la sociedad, pues aunque al pronto pueda parecer una paradoja o una contradicción, el caso es que la filantropía nos impulsa a evitar y a detestar al género humano, no tanto por lo que toca a sus vicios egoístas y privados, sino de aquellos de un tipo más relativo, tales como la envidia, la maldad, la traición, la crueldad y todas las otras variedades del mal. Éstos son vicios que la verdadera filantropía detesta, y antes que consentirlos y tener que pasar por ellos, evita el trato social. No obstante lo dicho, y sin que lo tome usted como un cumplido, no se me aparece usted como una de esas personas a quienes debo rehuir o aborrecer. Por el contrario, debo decir que, pese a lo poco que le he tratado, me parece que existe una cierta paridad en nuestras suertes. Confío, sin embargo, que la suya concluirá felizmente a no tardar.
Continuaron trocándose cumplidos entre el anciano y nuestro héroe y cuando el primero se disponía a dar comienzo a su historia, Partridge le interrumpió. Sus temores le habían ya abandonado y por esta razón recordó al caballero el excelente aguardiente que había ofrecido. Lo trajeron y Partridge se bebió un buen trago.
Luego el caballero, sin más preámbulo, dio comienzo a su historia de la manera que podrá leerse en el siguiente capítulo.