DONDE SE DA CUENTA DE VARIOS DIÁLOGOS SOSTENIDOS POR JONES Y PARTRIDGE REFERENTES AL AMOR, AL FRÍO, AL HAMBRE Y A OTROS TEMAS, CON LA AFORTUNADA Y DIFÍCIL ESCAPADA DE PARTRIDGE EN EL PRECISO INSTANTE EN QUE IBA A HACER A SU AMIGO UNA REVELACIÓN FATAL.
Las sombras empezaban a descender de las altas montañas; las aves se habían recogido ya en sus nidos. Los mortales de un orden superior empezaban a sentarse para realizar la comida principal del día, y los de orden inferior para tomar su cena. En suma, el reloj acababa de dar las cinco de la tarde cuando Tom Jones se despidió de Gloucester, hora en la cual —estaban a mediados del invierno— la noche hubiera corrido su negro manto sobre el universo de no habérselo impedido la luna, que ahora, con una cara tan redonda y roja como la de algunos mortales que al igual que ella suelen hacer de la noche día, comenzó a levantarse de su lecho, donde había permanecido durmiendo durante el día, para velar por la noche. No llevaban mucho trecho caminando cuando Tom saludó a tan hermoso planeta y, volviéndose a su compañero, le preguntó si había visto alguna vez una noche tan deliciosa como aquélla. Pero como Partridge tardara en contestar, el joven comenzó a elogiar la belleza de la luna, repitiendo algunos pasajes de Milton, que supera a todos los restantes poetas en la descripción de las luminarias celestes. A continuación habló a Partridge, tomado del Spectator, de dos amantes que convinieron en contemplar la luna a determinada hora, encontrándose muy lejos uno de otro, gozando ambos de la sensación de saber que contemplaban el mismo objeto en el mismo instante.
—Esos amantes —añadió el joven— debían de poseer almas capaces de experimentar toda la delicadeza de la más sublime de las pasiones humanas.
—Es muy probable —repuso Partridge—. Pero yo le envidiaría más si tuvieran cuerpos capaces de no sentir frío, pues yo estoy completamente helado, y temo mucho perder un pedazo de mi nariz antes de que lleguemos a otra casa en que podamos alojarnos. Debemos esperar que nos suceda algo malo, tras de nuestra locura de huir, a través de esta noche, de una de las mejores posadas que yo recuerdo haber visto en mi vida. El lord más rico de la región no vivirá mejor con tantas comodidades en su casa como podría hacerlo en esa posada. Y no pienso juzgar por mi parte lo que supone abandonar tal alojamiento y caminar a la buena de Dios por estos caminos, sin rumbo fijo, per devia rura viarum. Pero creo que más de uno no tendría inconveniente en afirmar que estamos locos.
—¡Qué bochorno, Mr. Partridge! —exclamó Tom Jones—. Eleve ese ánimo, piense que va en busca del enemigo, y ante esa idea, ¿le tiene usted miedo al frío? Me gustaría tener un guía que nos indicase qué camino debemos tomar.
—¿Me permite usted que le dé mi consejo? —preguntó Partridge—. Interdum stultus opportuna loquitur.
—¿Cuál de ellos recomendaría usted? —inquirió Tom.
—Ninguno —replicó Partridge—. El único camino que estamos seguros de encontrar es el que hemos traído hasta aquí. Si fuésemos a buen paso, dentro de una hora podríamos estar de nuevo en Gloucester. Mas si seguimos adelante, Dios sabe si llegaremos a alguna parte, pues veo ante mí cincuenta millas por lo menos, y no se otea ninguna casa en el camino.
—Lo que usted ve es una bella perspectiva —repuso Tom—, que recibe una gran belleza adicional del esplendor de la luna. De todos modos, yo seguiré el camino de la izquierda, que parece conducir directamente a esas colinas, que, según nos han informado, no se encuentran muy lejos de Worcester. Así, que si se siente usted inclinado a abandonarme, puede volver sobre sus pasos. Yo, por mi parte, estoy dispuesto a continuar hacia delante.
—Es usted muy poco amable conmigo, señor —replicó Partridge—, al pensar que puedo abrigar semejante intención. Pero puesto que está usted decidido a proseguir, yo estoy dispuesto a seguirle. Y prae sequar te.
Ambos recorrieron varias millas sin despegar los labios. Durante este tiempo, Tom Jones lanzó varios suspiros y otro tanto hizo Partridge, aunque por motivos muy distintos que el joven. Al cabo, Tom Jones se detuvo y volviéndose hacia Partridge, le dijo:
—A lo mejor, la criatura más adorable de este mundo tiene sus ojos fijos en la luna en este instante lo mismo que yo.
—Es muy probable —replicó Partridge—. Pero si mis ojos estuvieran fijos en un buen trozo de asado, ya podría irse la luna al infierno con sus cuernos y todo.
—¡Vaya contestación! —exclamó Jones—. Partridge, ¿ha estado usted alguna vez enamorado en su vida, o el tiempo ha borrado todo recuerdo de esas cosas en usted?
—¡Ay! —murmuró Partridge—. Más me hubiera valido no haber conocido jamás el amor. Infandum regina jubes renovare dolorem. Estoy convencido que he experimentado toda la ternura, sublimidades y amarguras de la pasión del amor.
—¿Quiere eso decir que fue poco amable con usted la mujer de que estuvo enamorado?
—Fue muy adusta conmigo, señor —contestó Partridge—, pues una vez casada resultó la peor mujer del mundo. Por fortuna, y gracias a una bendición del cielo, murió, y si creyera que en estos momentos se encontraba en la luna, pues según un libro que una vez leí es a ella donde van a parar los espíritus que abandonan este mundo, jamás posaré en ella la mirada por temor a verla. Por contra, desearía que la luna fuera un espejo para usted, y que miss Sophia Western estuviera ahora ante él.
—Mi querido Partridge, ¡qué pensamiento más bonito acaba de ocurrírsele! —exclamó Tom Jones—. Pensamiento que estoy convencido de que sólo puede ocurrírsele a un enamorado. ¡Oh, Partridge! ¿Tendré que perder toda esperanza de volver a ver su rostro? Creo que todos esos dorados sueños se han desvanecido para siempre, y mi único refugio contra el dolor y la aflicción futura es tratar de olvidar a la mujer que era objeto de mi antigua felicidad.
—¿Es que desespera usted realmente de volver a ver a miss Western? —preguntó Partridge—. Si está usted dispuesto a seguir mi consejo, me comprometo no sólo a que la vea usted, sino a que la tenga entre sus brazos.
—¡Oh! No me haga concebir pensamientos que no podrán cumplirse —exclamó Jones—. He luchado mucho para rechazar de mi imaginación ideas como ésa.
—¿Es posible? —preguntó Partridge—. Si no desea usted tener entre los brazos a su amada, entonces es usted el enamorado más extraordinario que he conocido.
—Bien, bien, dejemos eso —murmuró Tom Jones—. Pero deme, por favor, su consejo.
—Para decírselo con frase militar —contestó Partridge—, ya que somos soldados: «Media vuelta a la derecha». Desandemos el camino que hemos recorrido. Aún podemos llegar esta noche a Gloucester, aunque sea tarde, mientras que si continuamos hacia delante es muy probable, por lo que llevo visto, que andemos vagando toda la noche sin encontrar techo bajo el que cobijamos.
—Ya le he dicho a usted que mi intención es la de continuar —replicó Tom—. Pero me gustaría que usted se volviera atrás. Le estoy agradecido por su compañía, y le mego que acepte una guinea como una prueba de mi gratitud. Sería una crueldad por mi parte permitir que siguiera más adelante, ya que, para decírselo de una vez, mi objeto principal y mi deseo es conseguir una muerte gloriosa sirviendo a mi patria y a mi rey.
—Lo que toca a su dinero —repuso Partridge—, le suplico, señor, que lo conserve. No aceptaré nada de usted, ya que por el momento soy el más rico de los dos. Y puesto que su resolución decidida es la de seguir adelante, la mía es la de seguirle. Además, mi presencia a su lado es ahora más necesaria que nunca, a fin de tener cuidado de usted, ya que sus intenciones son tan desesperadas. Le aseguro que mis propósitos son mucho más prudentes. Usted está decidido a caer en el campo de batalla, si ello le es posible, mientras que yo estoy resuelto, si puedo evitarlo, a no sufrir el menor daño. Mi consuelo es que habrá pocos peligros, puesto que un sacerdote católico me dijo el otro día que la guerra acabaría pronto y, a su juicio, sin que se diera ninguna batalla.
—¡Un sacerdote católico! —exclamó Tom Jones—. Según he oído decir, no siempre debe de creérseles cuando hablan en favor de su religión.
—Sí. Pero en vez de hablar en favor de su religión —respondió Partridge—, afirmó que los católicos no esperaban ganar nada con el cambio, ya que ese príncipe Carlos era tan buen protestante como cualquier habitante de Inglaterra, y sólo una cuestión de derecho había influido en que él y el resto del partido católico se hicieran jacobitas.
—En cambio, yo no dudo de nuestro triunfo, aunque será a costa de una batalla. Lo que ocurre es que no soy tan optimista como su amigo católico —replicó Tom Jones.
—Y hace usted bien, señor —repuso Partridge—. Si han de cumplirse las profecías de que he oído hablar, y en las que se habla de la gran cantidad de sangre que correrá en la contienda, y de que el molinero con los tres pulgares, que vive en la actualidad, sostendrá los caballos de tres reyes, con sangre hasta la rodilla, entonces, Señor, ten piedad de nosotros y envíanos mejores tiempos.
—¡Cuánta tontería y necedades almacena usted en su cabeza! —repuso Jones—. Los monstruos y los prodigios son los argumentos más convenientes para sostener las doctrinas monstruosas y absurdas. La causa del rey Jorge es la causa de la libertad y de la verdadera religión. En resumen, es la causa del sentido común, amigo mío, y le prometo que triunfará, aunque el propio Briarius tuviera que levantarse de nuevo con sus cien pulgares y volverse molinero.
Partridge no respondió a estas palabras. Se sentía sumido en un mar de confusiones debido a la declaración de Tom Jones. Revelando un secreto del que hasta ahora no habíamos tenido ocasión de hablar, diremos que, en el fondo, Partridge era jacobita, y había pensado que Tom Jones era del mismo partido, y ahora trataba de reunirse con los rebeldes, opinión que no dejaba de tener su fundamento, pues la dama alta, mencionada por Hudibras —el monstruo de Virgilio de muchos ojos, muchas lenguas y muchos oídos— había relatado la historia de la disputa entre Tom Jones y el oficial con la característica falta de veracidad. Había trocado el nombre de Sophia por el del pretendiente e informado que la causa por la cual Tom había sido herido era el haber brindado en honor del pretendiente. No tiene nada de extraordinario, pues, que Partridge hubiera concebido la idea que antes hemos expuesto. Pero creemos que el lector no se sorprenderá mucho de esto si recuerda la dudosa frase con la que Jones comunicó por vez primera su resolución a Partridge, y aunque las palabras hubieran sido menos ambiguas, Partridge podría muy bien haberlas interpretado como lo hizo, convencido como estaba de que toda la nación sentía como él. Ni tampoco le hizo titubear el pensar que Tom Jones viajaba en compañía de soldados, ya que tenía del ejército la misma opinión que tenía toda la gente. Pero por grande que fuera el afecto que pudiera sentir por Jacobo o Carlos, era mucho mayor el que profesaba al Pequeño Benjamín, por cuyo motivo, en cuanto descubrió el modo de pensar de Jones, decidió ocultar y abandonar el suyo a cambio de aceptar el del hombre de quien dependía su fortuna, pues no consideraba que los asuntos de Tom Jones estuvieran tan perdidos en relación con Mr. Allworthy. Como sea que Partridge había mantenido correspondencia constante con algunos de sus antiguos vecinos del país, tenía noticias por demás exageradas sobre el gran cariño que Mr. Allworthy profesaba al joven, quien, según el pensar de Partridge, sería el heredero del caballero, pues, como ya hemos dicho, no tenía la menor duda de que era su hijo.
Por tanto, pensaba que cualquiera que hubiera sido el motivo de la pelea entre los dos hombres, ésta sería olvidada al regreso de Tom Jones, acontecimiento que esperaba le reportaría a él grandes ventajas, si aprovechaba la oportunidad para ganarse la voluntad y las simpatías del caballero. Y si él podía contribuir con cualquier medio a aquel retorno, no dudaba, como hemos dicho antes, que sería recompensado por Mr. Allworthy.
Ya hemos hecho observar que se trataba de un individuo de excelente fondo, y él mismo había confesado el gran cariño que sentía por Tom. Pero era muy posible que los puntos de vista a que antes nos hemos referido hubiesen influido en él para emprender aquella expedición, al menos le estimuló a proseguirla, después de haber descubierto que Tom Jones y él, como ocurre a veces entre padres e hijos prudentes, habían abrazado causas opuestas. Me he decidido a exponer esta conjetura porque he podido observar que si bien el amor, la amistad, el afecto y cosas por el estilo, ejercen una poderosa influencia sobre el espíritu humano, el interés es un elemento que muy rara vez es dado de lado por los hombres prudentes, cuando tratan de empujar a otros a que sigan sus propios fines. Ésta es una medicina excelente y, como las píldoras de Will, se dirige a aquel organismo del cuerpo sobre el que se quiere que actúe, ya sea la lengua, la mano, o cualquier otro miembro, y donde raras veces deja de producir el efecto deseado.