CAPÍTULO VIII

DONDE TOM JONES LLEGA A GLOUCESTER Y VA A «LA CAMPANA»; CARÁCTER DE LA CASA Y DE UN PICAPLEITOS QUE ENCONTRÓ EN ELLA.

Tom Jones y Partridge, o el Pequeño Benjamín —el epíteto de Pequeño se le aplicaba en sentido irónico, pues tenía aproximadamente seis pies de estatura—, tomaron el camino de Gloucester, luego de haber abandonado el mesón de la forma ya narrada, sin que les sucediera ninguna aventura digna de ser narrada.

Al llegar a Gloucester eligieron para hospedarse una fonda llamada «La Campana», una casa por demás excelente y que no dudo en recomendar a todo lector que visite esa antigua ciudad. El dueño de ella es hermano del gran predicador Whitefield, pero no se ha visto contagiado por los perniciosos principios del metodismo o de cualquiera otra secta herética. Es un hombre honrado a carta cabal y, a mi parecer, sin la menor afición a originar conflictos a la Iglesia o al Estado.

Su esposa había tenido pretensiones de guapa y aún se conservaba bastante bien. Con su figura y su porte hubiera hecho buen papel en las reuniones más distinguidas. Pero aunque conoce esta perfección suya y algunas otras, parece haberse amoldado y estar resignada al género de vida que ha elegido. Semejante resignación es debida a su prudente carácter, pues se ve tan libre de las nociones metodistas como su esposo. Digo al presente, pues ella misma confiesa que los documentos de su hermano la impresionaron un poco al principio, y que se había colocado la capucha para esperar las emociones extraordinarias del espíritu. Sin embargo, no habiendo descubierto emociones después de un experimento de tres semanas, abandonó discretamente la capucha y la secta.

Se trata de una mujer en extremo simpática y de natural bondadoso, y tan trabajadora, que los huéspedes tienen que ser desmedidamente exigentes para no sentirse satisfechos en su casa.

Mrs. Whitefield se encontraba en el patio cuando entraron en él Tom Jones y su acompañante. La sagaz mirada de la posadera no tardó en descubrir en el aspecto de nuestro héroe algo que le distinguía de los demás mortales. Ordenó, pues, inmediatamente a sus criados que dieran una habitación al recién llegado, y luego le invitó a comer con ella, invitación que Tom aceptó con verdadera alegría, pues después de su viaje tan largo y de un ayuno tan prolongado, cualquier compañía mucho menos agradable que la de la señora Whitefield y cualquier entretenimiento mucho peor que el que ella proponía hubieran sido recibidos por el joven con idéntico agrado.

Aparte de Tom Jones y de la dueña de la casa, estaba sentado a la mesa un abogado de Salisbury, que por una de esas raras casualidades era el mismo que había llevado a Mr. Allworthy la noticia de la muerte de su hermana, la viuda del capitán Blifil, y cuyo apellido que creo que antes no dije, era el de Dowling. Había también otra persona que se daba igualmente el título de abogado y que vivía cerca de Linlinch, en Somersetshire. Este último individuo no era más que un vulgar picapleitos, sin conocimientos de ninguna clase, uno de esos tipos que pueden ser llamados caudatarios de la ley, una especie de supernumerarios de la ley que son azote de los abogados y son capaces de cabalgar más millas en busca de media corona que una estafeta.

Mientras comía, el abogado de Somersetshire recordó la cara de Tom Jones, al que había visto en casa de Mr. Allworthy, pues había frecuentado la cocina del caballero. El hombre aprovechó la ocasión para preguntar por su familia con la familiaridad que la hubiese hecho un íntimo amigo de Mr. Allworthy, y, en realidad, hizo cuanto le fue posible para insinuarse como tal, aunque jamás había tenido el honor de hablar a persona de más categoría que el despensero. Tom contestó a todas las preguntas con gran cortesía, aunque no recordaba haber visto jamás al abogado, si bien el joven dedujo, por la apariencia externa y la conducta del hombre, que se estaba tomando una confianza con sus superiores a la que no tenía el menor derecho.

Como la charla de individuos de este jaez resulta la más detestable para hombres con un poco de sentido común, apenas quitaron el mantel, Tom Jones se despidió, abandonando a Mrs. Whitefield con una cierta descortesía, condenada a tener que hacer compañía a sus huéspedes, que según he oído decir a Mr. Harris y a otros posaderos de buen gusto, es el sino más cruel de su profesión.

Apenas salió Tom de la habitación, el picapleitos preguntó, en voz baja, a Mrs. Whitefield:

—¿Conoce usted a ese joven?

La mujer respondió:

—Jamás he visto a ese caballero antes de ahora.

—¡Caballero! —exclamó el picapleitos—. ¡Vaya un caballero! Es el hijo natural de un hombre que fue ahorcado por robar caballos. Ese individuo fue dejado en la puerta de Mr. Allworthy, donde uno de los criados de la casa le encontró en una caja tan llena de lluvia, que sin duda se hubiese ahogado de no haberle reservado el destino para otros menesteres.

—Protesto; no tiene usted por qué hablar de ello. Comprendemos muy bien cuál es ese destino —dijo Dowling, haciendo una mueca muy graciosa.

—Bien —continuó el otro—. El caballero ordenó que lo recogieran, pues es un hombre muy conocido y enemigo de meterse en líos. En su casa fue criado, alimentado y vestido lo mismo que si fuera un hijo de caballero, y allí dejó embarazada a una de las criadas. Después rompió el brazo a un tal Mr. Thwackum, un clérigo, simplemente porque le reprendió por perseguir a mujerzuelas. Después disparó una pistola por la espalda a Mr. Blifil, y en cierta ocasión en que Mr. Allworthy se encontraba enfermo, cogió un tambor y lo estuvo tocando por toda la casa con el fin de que el anciano no pudiera dormir. Y ha llevado a cabo muchas otras picardías, por cuyo motivo, hace cuatro o cinco días, antes de abandonar yo la localidad, el caballero le puso de patitas en la calle completamente desnudo.

—Muy bien hecho —exclamó Dowling—. Yo también hubiera arrojado de mi casa a mi hijo si fuera culpable de semejantes fechorías. ¿Me hace usted el favor de decirme el nombre de ese aprovechado caballero?

—¿Su nombre? —exclamó el picapleitos—. Se llama Tom Jones.

—¡Jones! —repuso Dowling con súbito interés—. ¿Cuál? ¿Es el Tom Jones que vivía con Mr. Allworthy? ¿Es el caballero que comió con nosotros?

—El mismo —repuso el picapleitos.

—He oído hablar de ese caballero con frecuencia —exclamó Dowling—. Pero jamás he oído decir nada malo de él.

—Pues yo afirmo —dijo ahora Mrs. Whitefield— que si la mitad de las cosas que se dicen de él son ciertas, Mr. Jones posee un rostro muy engañador, ya que sus miradas prometen cosas muy distintas, y debo decir, por lo poco que hasta ahora he visto de él, que se trata de un hombre tan fino y bien educado como el que más.

Recordando entonces el picapleitos que no le habían tomado juramento, como solía suceder antes de que contase algo, trató de apoyar todo lo que había dicho con tantos juramentos y blasfemias, que los oídos de la posadera se sintieron ofendidos y atajó el torrente verbal con la afirmación de que le creía.

El picapleitos continuó:

—Confío, señora, que no me creerá usted capaz de contar tales cosas de un hombre, a menos de que esté seguro de que son ciertas. ¿Qué interés puedo tener yo en mancillar el buen nombre de una persona que jamás me insultó ni se metió conmigo? Le aseguro a usted que cada palabra de lo que he contado es cierta y que toda la comarca lo sabe.

Como Mrs. Whitefield no tenía motivos para sospechar que el picapleitos tuviera algún motivo para injuriar a Tom Jones, el lector no debe criticarla porque creyera lo que él le confiaba con tanta amabilidad y subrayado por tantos juramentos. De acuerdo con esto, renunció para lo sucesivo a su habilidad para descifrar fisonomías, y a partir de aquel instante formó tan mal concepto de su huésped, que deseó con todo su corazón que saliera de su casa cuanto antes.

Su antipatía aumentó debido a un informe que Mr. Whitefield trajo de la cocina, donde Partridge había comunicado a los allí reunidos que, aunque él llevaba la mochila y se contentaba con permanecer entre los criados, en tanto que Tom Jones, como él llamaba al joven, se regodeaba en el comedor, no era su criado, sino simplemente un amigo y un compañero, y tan excelente caballero como el propio Mr. Jones.

Dowling permaneció todo el tiempo sentado, mordiéndose las uñas, haciendo muecas y en actitud inquieta. Al cabo despegó los labios y afirmó que el caballero parecía otra clase de persona. Luego pidió su cuenta con mucha prisa y declaró que aquella misma tarde tenía que estar en Hereford, lamentándose de lo mucho que le daban que hacer sus negocios y deseando poderse dividir en varios para poder estar en distintos sitios a la vez.

El picapleitos partió a su vez, y entonces Tom Jones rogó a Mrs. Whitefield que hiciera el favor de tomar el té con él, lo cual rehusó la mujer, y con una actitud tan distinta de como le había recibido a la hora de comer, que el joven se sorprendió no poco. No tardó en percatarse de que la mujer había variado por completo de conducta respecto de él, ya que en lugar de la afabilidad de que antes hemos hablado, mostraba un aspecto severo tan desagradable, que el joven resolvió, aunque era ya tarde, abandonar la posada antes de que llegase la noche.

Jones se equivocó sobre las causas de aquel repentino cambio. Además de algunas conjeturas erróneas sobre la volubilidad e inconstancia femeninas, comenzó a sospechar que la causa de todo estribaba en que él carecía de caballos, animales que, como no ensucian sábanas, son considerados en las posadas como mejores pagadores de sus camas que sus jinetes, y por esta razón son tenidos por huéspedes más deseables. Pero Mrs. Whitefield, para ser justos con ella, poseía un modo mucho más liberal de pensar. Estaba perfectamente educada, y podía mostrarse muy correcta con él, aunque marchase por el mundo a pie. Pero era el caso que ahora tenía a nuestro héroe por un bribón de marca mayor y, por tanto, le trataba como a tal, por lo cual ni el mismo Tom Jones, si hubiera sabido tanto como el lector, habría podido censurarla. Por el contrario, hubiera apoyado su conducta y estimado más por esta desatención que mostraba hacia él. Se trataba de un caso desgraciado, en el que se privaba a un hombre de su reputación, pues una persona que sabe que es mala no puede molestarse con aquellos que la desprecian y le tratan a la ligera, y rehuirá el trato con ellos. A no ser que, después de tratarle con mayor intimidad, se convenzan de que el carácter de aquella persona ha sido falseado con toda intención.

Pero éste no era, ni mucho menos, el caso de Tom Jones, puesto que desconocía la verdad de lo sucedido. Así que el joven tenía razones suficientes para sentirse ofendido por el trato de que le hacían objeto. En vista de lo cual, pagó su cuenta y abandonó la posada muy en contra de la voluntad de Partridge, que tras de haber protestado calurosamente contra aquella decisión sin haber logrado nada, accedió al fin a cargar con la mochila y acompañar a su amigo.