DONDE APARECE UNO DE LOS BARBEROS MÁS AGRADABLES QUE LA HISTORIA RECUERDA, SIN HACER EXCEPCIÓN DEL BARBERO DE BAGDAD NI DEL DE DON QUIJOTE.
El reloj acababa de dar las cinco cuando Tom Jones se despertó de un sueño de siete horas, tan por completo descansado y en un estado tan perfecto de salud y de ánimo, que decidió levantarse y vestirse por sí mismo, a cuyo fin abrió su maleta y sacó ropa limpia y un traje. Pero primero se puso una bata y bajó a la cocina para pedir algo que acallase ciertos ruidos procedentes de sus tripas.
Al ver a la mesonera, le preguntó con gran cortesía qué podía comer.
—¿Comer? —exclamó la mujer—. No es hora de comer. No hay nada preparado en la casa y el fuego está casi apagado.
—Bien —repuso Tom—. Pero yo deseo comer algo, y me es igual una cosa que otra, ya que jamás he sentido más hambre en mi vida.
—Creo —repuso la mesonera— que hay un trozo de pierna con zanahorias que le irá muy bien.
—Nada mejor —contestó Jones—. Pero le agradecería mucho que lo mandara calentar.
A lo que accedió la mesonera, que repuso, sonriendo, que se alegraba mucho de verle ya casi restablecido, pues el atractivo de nuestro héroe era casi irresistible. Además, en el fondo no se trataba de una mala mujer, pero amaba tanto el dinero, que odiaba todo lo que tuviera aspecto de pobreza.
Tom Jones volvió a su cuarto para vestirse mientras le preparaba la comida, y recibió al barbero, a quien había mandado a buscar.
Este barbero, que respondía por el nombre de Pequeño Benjamín, era un individuo singular en extremo y de excelente humor, lo que con frecuencia le había acarreado algunos pequeños inconvenientes, tales como bofetadas, puntapiés, etc., pues no todo el mundo es capaz de comprender una broma, y los que la entienden se molestan si son objeto de la misma. Este defecto, sin embargo, era incurable en él, y aunque con frecuencia le había producido desazones, siempre que se le ocurría una broma tenía que llevarla a cabo costara lo que costase, sin el menor respeto a las personas, ocasión y lugar.
Contaba con otras muchas particularidades de carácter que no mencionaré, ya que el lector por sí mismo las irá descubriendo con facilidad en su subsiguiente conocimiento de tan extraordinario personaje.
Tom Jones, que se moría de impaciencia por verse listo del barbero, por la razón que fácilmente se supondrá, pensó que el hombre tardaba mucho en preparar las cosas y le rogó que se diera prisa, a lo que el otro respondió con suma gravedad, pues jamás se alteraba su rostro por nada ni por nadie:
—Festina lenté. Se trata de un proverbio que aprendí mucho antes de coger la navaja.
—Me parece, amigo, que es usted un estudiante —repuso Tom.
—Un pobre —contestó el barbero—, non omnia possumus omnes.
—Veo que sirve usted para hacer versos —replicó Jones.
—Perdóneme, señor —dijo ahora el barbero—, non tanto me dignor honore. —Y procediendo a realizar su cometido, añadió—: Señor, desde que me metí a barbero no he podido descubrir más que dos razones para afeitar: la una, que le sale a uno la barba, y la otra, el deseo de verse libre de ella. Me parece que no hace mucho tiempo que se afeita usted, teniendo en cuenta el primero de estos dos motivos. Le aseguro que he tenido suerte, pues se puede decir que su barba es tondenti gravior.
—No sé por qué me parece que es usted un hombre muy gracioso —opinó Tom Jones.
—Se equivoca usted de medio a medio —repuso el barbero—. Soy demasiado adicto al estudio de la filosofía: hinc illae lacrymae. Señor, ésta es mi desgracia. El mucho saber ha sido mi ruina.
—Reconozco —dijo Tom— que sabe usted más de lo que por lo común saben los de su oficio. Pero no comprendo en qué puede haberle perjudicado ese saber.
—¡Ah, señor! —repuso el barbero—. Mi padre me desheredó por ello. Era maestro de baile, y porque pude leer antes que bailar me tomó tal aversión que dejó todo su dinero a mis otros hermanos. ¿Quiere que le iguale las patillas? Le pido perdón. Pero me parece que hay hiatus in manuscriptis. Oí que iba usted a la guerra, pero creo que fue un error.
—¿Por qué supone que fue un error? —preguntó Jones.
—Seguramente, señor —contestó el barbero— es usted lo bastante prudente para desistir de ir allí descalabrado.
—Me parece usted un hombre muy simpático por su modo de pensar —afirmó Tom—, y me gustaría que volviera usted después de comer para bebemos juntos una copa de vino. Deseo gozar de su compañía.
—¡Oh, querido señor! —repuso el barbero—. Acepto agradecido y estoy dispuesto a beberme con usted una botella. Presumo de ser buen fisonomista, y mucho me equivoco o es usted uno de los caballeros más bondadosos que conozco.
Jones descendió a la planta baja afeitado y vestido, y quizá hubiera podido comparársele con el bello Adonis. Sin embargo, no poseía el menor encanto para la mesonera, pues como aquella buena mujer no se parecía en nada a Venus, tampoco se le parecía en el gusto. Mucho más feliz hubiera sido Anne la camarera si le hubiera visto con los ojos de la mesonera, pues la pobre muchacha se enamoró tan por completo de Tom Jones a los cinco minutos de verle, que su amor le costó después muchos suspiros. Anne era muy linda y, al mismo tiempo, esquiva, ya que había rechazado a un mozo y a uno o dos labradores jóvenes de la localidad. Pero los ojos brillantes de nuestro héroe hicieron desaparecer en un instante toda su frialdad.
Cuando Jones volvió a entrar en la cocina aún no estaba puesta la mesa, ni había motivo para que lo estuviera, pues su comida permanecía in statu quo, lo mismo que el fuego que la había de calentar. Este gran desengaño hubiera enojado a más de un temperamento filosófico; sin embargo, no produjo el menor efecto en Jones. El joven se limitó a dirigir un ligero reproche a la mesonera:
—Ya que es tan difícil calentar la carne, me la comeré fría.
Pero entonces la mesonera, por compasión, por vergüenza o por cualquier otra causa, reprendió, en primer lugar, a sus criados por desobedecer órdenes que no había dado, y rogando al mozo que dispusiera una mesa al sol, emprendió la preparación de la comida de Tom Jones, la cual pronto estuvo lista.
Aquel sol, al que fue conducido Jones, era en realidad un lucus non lucendo, pues se trataba de una habitación en la que apenas asomaba las narices el astro rey. Era la peor habitación de la casa, si bien Tom Jones sentía demasiada hambre para reparar en nada. Pero, una vez satisfecho su apetito, ordenó al mozo que llevara una botella de vino a una habitación mejor, expresando cierto disgusto por haber comido en una especie de calabozo.
El mozo cumplió el mandato y poco después apareció el barbero, quien no se hubiera hecho esperar tanto de no haber tenido que prestar oído a la mesonera en la cocina, que estaba contando a varios que la rodeaban la historia del pobre Jones, parte de cuya historia procedía de lo que Tom le había contado y parte era invención de ella, pues aseguró que Tom Jones era un pobre niño abandonado adoptado por el caballero Allworthy, donde se había educado como aprendiz, y que ahora había sido expulsado a la calle por sus hazañas, en especial por haber hecho el amor a la heredera de la casa, y también, probablemente, por robo, pues, de lo contrario, no se explicaría el poco dinero que llevaba encima.
—¡Un criado de Mr. Allworthy! —exclamó el barbero sorprendido—. ¿Cómo se llama?
—Él me ha dicho que su apellido era Jones —repuso la mesonera—. Pero quizá sea falso. También me ha contado que el caballero le había tenido en su casa como si fuera un hijo hasta la pelea de ahora.
—Si su apellido es Jones, le dijo la verdad —contestó el barbero—, pues yo tengo parientes que viven en esa parte del país, y algunos creen que es hijo suyo.
—¿Por qué no lleva entonces el apellido del padre?
—No lo sé —contestó el barbero—. Hay muchos hijos que no llevan el apellido de sus padres.
—Si hubiera sabido —repuso la mesonera— que era hijo de un caballero, aunque también es un hijo descarriado, me hubiera comportado con él de otro modo, pues, como mi primer marido acostumbraba a decir, jamás debe tratarse mal a ningún parroquiano que es un caballero.