CAPÍTULO XV

DONDE TERMINA LA ANTERIOR AVENTURA.

Aparte de la sospecha del sueño, el teniente concibió otra mucho más grave contra el pobre centinela, y ésta fue la de que era un traidor, pues como no creyó una palabra de la aparición, supuso que todo había sido una invención para engañarle, y que el centinela había sido sobornado por Northerton para que le dejara escapar, cosa que le pareció tanto más posible y lógica cuanto que no se explicaba el pánico sentido por uno de los hombres más valientes y decididos del regimiento, que había tomado parte en varias acciones de guerra, recibido diversas heridas y, en una palabra, siempre se había comportado como un soldado valiente.

A fin de que el lector no pueda concebir ninguna opinión contraria al soldado, no dilataremos un instante el rehabilitarle del deshonor que se le achacaba.

Mr. Northerton, como antes pudimos observar, se sentía profundamente satisfecho con la gloria que había alcanzado con su acción. Había tal vez visto, oído o presentido que la envidia suele acompañar a la fama. Con esto no pretendo insinuar que se sintiera inclinado como un pagano a creer o a adorar a la diosa Némesis, ya que estoy convencido de que jamás oyó pronunciar su nombre. Era, además, un hombre de carácter activo y sentía una verdadera antipatía hacia las celdas cerradas del castillo de Gloucester, para las que seguramente el juez de paz le daría un billete. Tampoco pudo evitar concebir ciertos pensamientos sobre una cierta construcción de madera, que no pienso nombrar, de acuerdo con la opinión de la gente, la cual más bien debería sentirse honrada que avergonzada de este edificio, ya que fue construido, o al menos tal fue la intención, en beneficio de la sociedad más que cualquier otro edificio público. En una palabra, para no dar más razones de su conducta, mister Northerton deseaba partir aquella noche misma, y tan sólo le quedaba resolver de qué forma lo haría, lo que sin duda entrañaba cierta dificultad.

Ahora bien, este caballero, aunque su moral era un tanto dudosa, poseía un cuerpo perfecto, de excelentes proporciones y extremadamente fuerte. También su rostro era considerado guapo por la mayoría de las mujeres, pues tenía rasgos correctos, era de color encendido y disponía de una dentadura bastante perfecta. Tales encantos no dejaron de impresionar a la mesonera, que sentía una cierta inclinación por aquel tipo de belleza. Compadecía de veras al joven, y habiendo oído al cirujano que probablemente las cosas irían mal para el voluntario, dedujo que también podrían tomar mal cariz para el alférez. Entonces la mujer, que obtuvo permiso para visitar al detenido, se apresuró a hacerlo, encontrando al joven presa de un humor melancólico, que se acrecentó cuando ella manifestó que apenas quedaban esperanzas de salvar la vida del voluntario. Pero a renglón seguido, la mesonera empezó a hacer ciertas insinuaciones, que el otro se apresuró a recoger con avidez, hasta que al fin se pusieron de acuerdo. Convinieron que el alférez, a una señal convenida, subiría por la chimenea que comunicaba con la cocina, lo que le permitiría descolgarse por ella. La mesonera le daría la oportunidad de hacerlo ahuyentando a todo el mundo.

Pero ante el temor de que nuestros lectores aprovechen la ocasión para condenar demasiado precipitadamente toda muestra de compasión como perniciosa para la sociedad, juzgamos oportuno mencionar otro detalle que es muy posible que influya en esta ocasión. El alférez guardaba aquellos días la suma de cincuenta libras pertenecientes a la compañía, ya que habiéndose peleado el capitán con su teniente, había confiado el pago de la compañía al alférez. Y éste creyó que lo mejor era depositar el dinero en manos de la mesonera mientras se substanciaba la causa contra él. Sea lo que fuere, lo cierto es que ella obtuvo el dinero y el alférez su libertad.

El lector quizá esperaba de los sentimientos compasivos de esta buena mujer, que, al ver que el centinela era detenido por un hecho del que ella le sabía inocente, intervendría en el acto en favor suyo. Pero me es imposible decir si fue porque ya había agotado toda su compasión en el caso antes mencionado, o bien porque las facciones del joven, aunque no muy distintas de las del alférez, no consiguieron conmoverla, lo cierto es que en vez de salir en defensa del actual preso, trató de subrayar su culpabilidad ante el oficial, afirmando, con los ojos y las manos en alto, que ella no sentía interés por la huida de un asesino.

La casa estaba ahora más tranquila y la mayoría de la gente había vuelto a sus cuartos. Pero la dueña del mesón, bien por la actividad propia de su carácter o por temor a su vajilla, no sintió deseos de seguir durmiendo, y propuso a los oficiales, ya que tenían que partir antes de una hora, que pasaran el tiempo con ella tomando cerveza.

Tom Jones había permanecido despierto todo este tiempo, oyendo el bullicio y alboroto que reinaba en la casa, y ahora sintió una gran curiosidad por saber lo que había sucedido. Para ello tiró de la campanilla, la que tocó unas veinte veces sin que obtuviera el menor resultado, pues la mesonera estaba charlando animadamente con los oficiales, al extremo de que no se oía el menor ruido en la habitación donde se encontraban, aparte del producido por su voz. En cuanto al mozo y a la camarera, que estaban sentados juntos en la cocina, pues ni él se atrevía a sentarse solo ni ella a acostarse sola en la cama, cuanto más oían el sonido de la campanilla, más se sobrecogían de miedo y más clavados quedaban en sus asientos.

Al cabo, en un afortunado intervalo de la charla, el sonido de la campanilla llegó a oídos de nuestra buena mesonera, que dio sus órdenes, las cuales fueron atendidas en el acto por ambos criados.

—Joseph —dijo el ama—, ¿es que no oyes que está llamando el caballero? ¿Por qué no vas a ver lo que quiere?

—No es mi obligación acudir a las habitaciones. Eso le corresponde a Elizabeth.

—No es mi obligación atender a los caballeros. Algunas veces lo he hecho, sí. Pero que el diablo me lleve si lo vuelvo a hacer de nuevo.

La campanilla seguía sonando sin tregua, hasta que la mesonera se encolerizó y juró que si el criado no acudía inmediatamente a ver qué quería el caballero, le despediría a la mañana siguiente.

—Si quiere, puede hacerlo, señora —repuso el criado—. No puedo evitarlo. Pero no haré el servicio de otro criado.

Entonces la mesonera se dirigió a la criada y trató de convencerla por las buenas, pero fue inútil. Elizabeth se mostró tan inflexible como Joseph. Ambos insistieron en que aquel trabajo no era de su incumbencia y que no lo harían por nada del mundo.

El teniente se echó a reír entonces y dijo:

—Yo pondré fin a ese desacuerdo.

Y dirigiéndose a los criados les felicitó por su resolución en no ceder. Pero añadió que si uno de ellos consentía en ir, también iría el otro. A esta proposición accedieron ambos al instante, y juntos se dirigieron a la habitación en amable armonía. Cuando ambos salieron, el teniente se dedicó a aplacar la cólera de la mesonera, explicándole los motivos por los cuales ambos temían ir solos.

Al poco, ambos criados regresaban a la cocina y dijeron a su ama que el caballero enfermo se encontraba tan lejos de estar muerto, que había hablado con tanta cordura como si se encontrase perfectamente y que tenía deseos de ver al teniente antes de que éste se marchara.

El buen teniente satisfizo en el acto los deseos de Tom y; tomando asiento junto a la cama del joven, le contó la escena que había tenido lugar abajo, añadiendo su intención de imponer al centinela un castigo ejemplar.

Al oír esto, Tom Jones le contó toda la verdad de lo sucedido y le suplicó con el mayor interés que no castigara al pobre soldado.

—Pues presiento que es tan inocente —añadió— de la fuga del alférez, como incapaz de inventar una mentira o de tratar de engañarle a usted.

El teniente titubeó unos instantes y luego contestó:

—Aunque ha librado usted al soldado de parte de su culpa, tengo la intención de castigarle por su cobardía. Aunque bien mirado, ¿quién conoce el efecto que el terror de una aparición puede producir? No debemos olvidar que siempre se comportó magníficamente ante el enemigo. Buena cosa también es observar que estos muchachos dan muestras de tener espíritu religioso. Así que le prometo que será puesto en libertad en cuanto emprendamos la marcha. Pero escuche, se oye el toque de generala. Mi querido muchacho, deme otro abrazo. No se altere ni precipite, sino que recuerde la doctrina cristiana de la paciencia, y le aseguro que pronto estará usted en condiciones de hacerse justicia y de tomar una cumplida venganza del hombre que le ofendió.

El teniente se despidió al cabo y Tom Jones trató de descansar.