POR DEMÁS TERRORÍFICO, EN EL QUE MUY POCOS LECTORES SE AVENTURARÁN DURANTE UNA NOCHE, SOBRE TODO, SI SE ENCUENTRAN SOLOS.
Tom Jones se bebió un buen tazón de caldo de pollo, o más bien de gallo, con excelente apetito, como si el gallo con que fue hecho tuviera una libra de tocino, y sintiéndose acto seguido en perfecto estado físico y espiritual, decidió levantarse de la cama e ir en busca de su enemigo.
Pero antes envió a buscar al sargento, que fue su primer conocimiento entre todos aquellos caballeros militares. Por desgracia, aquel digno militar había empinado demasiado el codo y hacía algún tiempo que se encontraba en el lecho, donde roncaba tan fuerte que resultó bastante difícil hacer llegar a sus oídos un ruido capaz de ahogar el que brotaba de sus narices.
Pero como Tom Jones insistiera en que quería verle, un mozo con buenos pulmones dio al fin con el sistema de perturbar su sueño y comunicarle el recado del joven. Apenas el sargento se enteró de los deseos del joven, se levantó de la cama y tras de vestirse, se dispuso a visitarle inmediatamente.
Tom no creyó oportuno participar al sargento su propósito, aunque podía haberlo hecho con toda seguridad, pues el sargento era un hombre de honor. El hombre hubiera guardado fielmente el secreto, así como cualquiera otro para cuyo descubrimiento no se anunciara ninguna recompensa. Pero como Jones ignoraba estas virtudes, dado el escaso tiempo que lo conocía, sus preocupaciones fueron quizá prudentes y muy de alabar.
El joven, por tanto, comenzó por decir al sargento que, como acababa de ingresar en el ejército, estaba avergonzado de carecer de lo que sin duda era el instrumento más necesario para un soldado, es decir, de una espada, por lo que le estaría muy reconocido si podía procurarle una.
—La pagaré a cualquier precio que sea razonable —añadió—, sin que me importe si tiene el puño de plata o no, con tal que tenga una buena hoja y sea propia de un soldado.
El sargento, que sabía lo ocurrido y había oído decir que Jones se encontraba muy grave, dedujo de aquella petición, hecha a altas horas de la noche y por un hombre en la situación de Tom Jones, que el joven deliraba. Ahora bien, como era bastante listo, no se le ocurrió más que aprovecharse del estado del joven enfermo.
—Señor —repuso el sargento—, creo que podré complacerle. Dispongo de una excelente espada. No tiene el puño de plata, que no le cuadra bien a un soldado, como usted ha dicho. Pero su empuñadura es bastante decente y su hoja una de las mejores de Europa. Es una hoja, una hoja… Mejor será que la traiga para que la vea usted. Así podrá manejarla. Y me alegro de corazón de verle a usted en tan buen estado.
El sargento regresó casi al instante con la espada, que entregó a Jones. Éste la sacó de la vaina, y el joven manifestó al sargento que le gustaba, rogándole que le dijera cuánto pedía por ella.
El sargento empezó entonces a alabar su mercancía. Aseguró, más bien juró, «que la hoja había sido cogida a un oficial francés, de elevado rango, en la batalla de Dettingen».
—Yo mismo la arranqué de su costado —afirmó—, después de golpearle la cabeza. El puño era dorado y se lo vendí a uno de nuestros caballeros elegantes, ya que hay algunos de ellos que conceden más valor al puño que a la hoja.
Al llegar a este punto, Tom Jones le interrumpió y le rogó que le dijera al fin el precio. El sargento, que creía a Jones en pleno delirio y próximo a la muerte, se asustó al pensar que podría injuriar a su familia al pedir demasiado poco. No obstante, luego de unos momentos de duda, se limitó a pedir veinte guineas, jurando que no la vendería por menos ni a su propio hermano.
—¡Veinte guineas! —exclamó Jones en el colmo de la sorpresa—. Sin duda me tiene usted por loco o cree que no he visto jamás una espada en mi vida. ¡Veinte guineas! No esperaba que me tratara usted así. Tome su espada. No, ahora no. La guardaré y mañana se la enseñaré al oficial, a quien comunicaré el precio que me ha pedido usted por ella.
El sargento, al percatarse de que Tom Jones no se encontraba en el estado en que había supuesto, empezó a recoger velas. Por esta razón mostró la misma sorpresa que Tom y dijo:
—Estoy seguro, señor, que no le he dado un precio excesivo. Además, tiene usted que tener en cuenta que es la única espada que poseo y que puedo correr el riesgo de incurrir en el desagrado de mi oficial si marcho sin ninguna. Pensando en todo esto, no creo que veinte chelines sea pedir demasiado.
—¡Veinte chelines! —exclamó Jones—. ¡Pero si acaba usted de pedirme veinte guineas!
—¡Cómo! —exclamó el sargento—. Sin duda no me ha entendido usted bien o yo me he equivocado. En realidad estoy aún medio dormido. ¡Veinte guineas! No me sorprende que se haya usted enfadado. Aunque dijera veinte guineas, quería decir veinte chelines, se lo aseguro. Y si lo piensa usted un poco, no creo que considere exagerado el precio. También es posible que pudiera usted comprar un arma parecida por menos precio. Pero…
Tom Jones le interrumpió y dijo:
—En vez de discutir más el precio con usted, le daré un chelín más de lo que pide.
Tom Jones dio una guinea al sargento y le rogó que volviese a su cama y le deseó una buena jornada, añadiendo que esperaba alcanzarle antes de que la división llegase a Worcester.
El sargento se despidió con la mayor cortesía, muy satisfecho con su venta y no poco contento de haber salido tan bien del paso en falso que acababa de dar al creer a Tom en pleno delirio.
Una vez fuera el sargento, Tom Jones saltó de la cama y se vistió del todo, poniéndose incluso la casaca que como era blanca, mostraba muy visiblemente toda la sangre que había caído sobre ella, y cogiendo la espada que acababa de adquirir se disponía a salir cuando la idea de lo que proyectaba hacer se le impuso de pronto, y entonces reflexionó que dentro de algunos minutos podría quitar la vida a un ser humano o bien perderla él. «Muy bien —se dijo a sí mismo—, ¿y por qué causa aventuro mi vida? ¿Por la de mi honor? ¿Y quién es ese ser humano? Un truhán que me ha insultado y atacado sin que mediara provocación por mi parte. Pero ¿la venganza no está prohibida por el cielo? Sí, pero el mundo la acepta. Mas, ¿debo obedecer al mundo en contraposición con los mandatos del cielo? ¿Incurriré en la cólera divina antes de que permita que me llamen cobarde y canalla? No lo pensaré más. Estoy bien decidido, vengaré mi honor».
El reloj dio las doce. Todo el mundo se encontraba en la cama, salvo el centinela que vigilaba a Northerton, cuando Jones abrió la puerta sigilosamente e inició la persecución de su enemigo. Por el mozo del mesón disponía de una descripción perfecta del lugar donde se encontraba encerrado su ofensor.
Es difícil imaginar una figura más espantosa que la que ahora comenzó a moverse por la casa. Tom Jones llevaba, como ya hemos dicho, una casaca de tonos claros cubierta por grandes manchas de sangre. Su rostro, al que le faltaba toda aquella sangre, más las veinte onzas que le había sacado el cirujano, estaba intensamente pálido. Alrededor de la cabeza lucía, además, un vendaje parecido a un turbante. Con la mano derecha sostenía una espada y en la izquierda una vela. En resumen, no creo que una aparición tan terrorífica surgiera jamás en ningún cementerio ni en la imaginación de las personas reunidas en torno al hogar una noche de Navidad en Somersetshire.
Cuando el soldado que vigilaba a Northerton vio aparecer a nuestro héroe, sus cabellos comenzaron a levantar suavemente su gorro de granadero, y en el mismo instante sus rodillas empezaron a chocar entre sí, a la vez que su cuerpo era poseído por algo mucho peor que un ataque de fiebre. El soldado disparó su fusil y cayó de bruces en el suelo.
Me es imposible decir si fue el miedo o el valor lo que le hizo hacer fuego, o si apuntó al objeto que tal terror le había producido. Si lo hizo, tuvo la suerte de errar el tiro.
Tom Jones, al ver caer al centinela, comprendió la causa de su terror, y no pudo por menos de sonreír. Pero no se le ocurrió pensar en el peligro que había corrido. Pasó junto al soldado, que continuaba en la postura en que había caído, y penetró en la habitación donde Northerton, tal como le habían dicho, se hallaba encerrado. Pero dentro sólo encontró… un jarro sobre la mesa, en la que había sido derramada un poco de cerveza, prueba de que en el cuarto se había alojado alguien.
Jones pensó entonces que aquella habitación podría conducir a otra. Pero después de buscar a todo su alrededor no pudo descubrir ninguna otra puerta, aparte que aquella por la que había entrado y ante la que se encontraba el centinela. Entonces llamó a Northerton varias veces por su nombre. Pero nadie le repuso, ni esto sirvió para otra cosa que para confirmar el terror del centinela. Los gritos de Tom convencieron al soldado de que el joven había muerto de sus heridas y que ahora su espíritu buscaba a su asesino. El hombre siguió tumbado en el suelo poseído por el mayor terror, y a mí me hubiera gustado que algunos de los actores que tienen que representar a un hombre asustadizo le hubiesen visto, pues de este modo aprenderían a copiar de la naturaleza en vez de ejecutar diversas tonterías, gestos y ademanes ridículos para solaz y aplauso de la galería.
Convencido de que el hombre que buscaba había desaparecido, desalentado y pensando que el disparo habría alarmado a toda la casa, nuestro héroe apagó su vela y con el mayor cuidado regresó a su habitación y a su cama, a donde no hubiera podido llegar de haberse encontrado alguien en la escalera. Antes de que hubiera podido alcanzar la puerta de su cuarto, el recibimiento en que estaba colocado el centinela se había llenado de gente, unos en camisa y otros a medio vestir, preguntándose todos, unos a otros, qué había sucedido.
El soldado fue encontrado en la misma postura en que cayó. Algunos se apresuraron a levantarle, y alguien aseguró que estaba muerto. Mas pronto se convencieron de su error, pues el soldado no sólo comenzó a luchar contra aquellos que le tenían cogido, sino que al propio tiempo comenzó a mugir como un toro. Creía que varios espíritus o diablos se apoderaban de él, pues su imaginación, influida por la visión que había tenido, convertía todo objeto que veía o que sentía en fantasmas y espectros.
Al fin se impuso el número y consiguieron ponerle en pie. Mientras tanto, trajeron algunas luces, y al ver a dos o tres de sus camaradas, el soldado comenzó a tranquilizarse poco a poco. Pero cuando le preguntaron qué había sucedido, contestó:
—Soy hombre muerto, soy hombre muerto. ¡Le he visto!
—¿Qué es lo que has visto, John? —preguntó uno de sus camaradas.
—He visto al joven voluntario que fue muerto ayer.
Y profirió una serie de maldiciones contra sí mismo, jurando que había visto al voluntario, cubierto de sangre y vomitando fuego por boca y nariz, pasar junto a él para penetrar en la habitación donde se encontraba el alférez Northerton y, cogiendo a éste por el cuello, huir con él.
El relato fue bien acogido por los presentes. Todas las mujeres lo creyeron, y rogaron al Señor que las defendiera del asesino. También entre los hombres hubo algunos que tuvieron fe en su historia. Pero otros se burlaron de ella y la ridiculizaron, y un sargento contestó con gran calma:
—Joven, ya hablaremos de eso de que te hayas quedado dormido y soñado mientras estabas en el puesto.
El soldado repuso:
—Puede castigarme, si así lo desea, sargento. Pero le aseguro que estaba tan despierto como lo estoy ahora, y que me lleve el diablo si no vi al hombre muerto, con sus ojos tan abiertos y feroces como dos antorchas.
El jefe de las fuerzas y la dueña de la casa acababan de aparecer, ya que el primero había oído el disparo del centinela estando aún despierto y consideró su deber saltar del lecho inmediatamente, en tanto que en la segunda la inquietud era aún mayor, pues temía que las cucharas y jarros estuvieran en plena agitación sin haber recibido la menor orden para ello.
El infeliz y aterrorizado centinela, para quien la presencia de aquel oficial no fue mejor recibida que la aparición que había creído ver poco antes, relató de nuevo la terrible historia, aunque con nuevos aumentos de sangre y fuego. Pero no fue creído por ninguna de las personas que acababan de llegar, puesto que el teniente era un hombre muy religioso, estaba libre de terrores de este tipo y, además, acababa de abandonar a Jones en el estado que hemos visto, por lo que no creía que hubiera muerto. En cuanto a la dueña del mesón, aunque no era mujer en extremo religiosa, no sentía la menor aversión por la doctrina de los espíritus. Pero en el relato del soldado había una circunstancia que le constaba que no era falsa, como diremos en seguida al lector.
Sin embargo, aunque Northerton hubiera sido sacado del cuarto con gran estrépito y fuego, o de cualquier otro modo, lo cierto era que su cuerpo no se hallaba ya bajo custodia. Debido a esto, el teniente sacó una consecuencia muy distinta de la que poco antes había deducido el sargento, y ordenó que el centinela quedase preso en el acto. Así, por un extraño revés de la fortuna, no muy raro en la vida militar, el vigilante acabó vigilado.