DONDE SE HABLA DE VARIOS ASUNTOS NATURALES, AUNQUE VULGARES.
Creo que el lector recordará que al comienzo de este libro dejamos a Tom Jones camino de Bristol, decidido a buscar su fortuna en el mar o, más bien, a huir de su fortuna en tierra.
Sucedió, cosa nada extraña, que el guía que se comprometió a conducirle no conocía bien el camino, de modo que, habiendo perdido el que debían seguir, y sintiendo vergüenza de preguntar, estuvieron avanzando y retrocediendo hasta que la noche se les vino encima y comenzó a oscurecer. Tom Jones sospechó lo que ocurría y preguntó al hombre. Pero éste insistió en que se encontraban en el camino real, y añadió que sería muy raro que él no conociera el camino de Bristol, aunque, en realidad, hubiera sido mucho más extraño que lo conociese, pues jamás en su vida había pasado por él.
Tom Jones acabó por perder la fe en el guía y a la llegada a un pueblo preguntó al primero que vio si se encontraban en el camino de Bristol.
—¿De dónde vienen ustedes? —inquirió el individuo.
—No le importa —replicó Jones—. Lo que me interesa saber es si éste es el camino de Bristol.
—¡El camino de Bristol! —contestó el hombre rascándose la cabeza—. Me parece, joven, que siguiendo este camino no llegarán a Bristol en toda la noche.
—¿Puede decimos entonces dónde lleva este camino que seguimos?
—No sé dónde perderían su camino —repuso el joven—, pues éste donde lleva es a Gloucester.
—Bien, ¿y cuál es el camino de Bristol? —preguntó Tom.
—Se están ustedes apartando de Bristol —contestó el individuo.
—¿Entonces tenemos que retroceder? —dijo Jones.
—Deben hacerlo —contestó el joven.
—Y cuando lleguemos a lo alto de la cuesta, ¿qué camino debemos tomar?
—Deben seguir el camino derecho.
—Pero yo recuerdo que hay dos caminos, uno a la derecha y otro a la izquierda.
—Deben tomar el de la derecha, y luego seguir siempre recto. Recuerden sólo que tienen que marchar primero a su derecha, luego hacia la izquierda de nuevo, y luego a la derecha, y así llegarán a casa del señor, y entonces deben seguir derechos y volver a la izquierda.
En aquel momento apareció otro individuo y preguntó qué camino seguían los caballeros, y una vez informado por Tom Jones, se rascó también la cabeza y, apoyándose en una vara que llevaba en la mano, comenzó a decir:
—Deben seguir el camino de la derecha durante una milla o milla y media o cosa así, y entonces echar hacia la izquierda, lo que le conducirá a casa de Mr. Jin Bearnes.
—¿Quién es Mr. Jin Bearnes? —preguntó Jones.
—¡Oh, señor! —exclamó el individuo—. ¡Cómo! ¿No conoce usted a Mr. Jin Bearnes? ¿De dónde viene usted?
Aquellos dos tipos estaban agotando la paciencia de Jones, cuando un hombre de buen aspecto, un cuáquero sin duda, se les acercó y dijo:
—Amigo, veo que has perdido tu camino, y si sigues mi consejo no intentarás buscarlo esta noche. Está ya muy oscuro y el camino es difícil de señalar. Además, se han cometido varios robos entre este pueblo y Bristol. Aquí existe una casa muy acreditada, que se encuentra precisamente muy cerca, donde serás bien atendido, así como tus caballos, hasta mañana.
Tom Jones, tras de un breve titubeo, aceptó permanecer en aquel lugar hasta el día siguiente, siendo guiado por su amigo hasta el mesón.
El mesonero, un hombre muy cortés, dijo a Tom Jones que esperaba que excusaría lo malo del alojamiento, ya que su esposa estaba ausente y había cerrado todas las cosas bajo llave, llevándose éstas consigo. En realidad, lo que sucedía era que una hija predilecta de la mujer se acababa de casar y se había ido a casa de su marido aquella misma mañana, y entre la hija y la madre se habían llevado todas las provisiones del buen hombre, incluso su dinero, pues aunque el matrimonio tenía varios hijos, sólo la hija recién casada, que era la preferida de la madre, merecía sus atenciones, y a los caprichos de esta criatura sacrificaba con gusto a todos los demás, incluso a su marido.
Aunque Tom Jones no gustaba mucho de la compañía y hubiera preferido estar solo, no le fue posible deshacerse de las inoportunidades del honrado cuáquero, en quien se despertó un vivo deseo de hacerle compañía al observar la melancolía que se reflejaba en el rostro del joven, suponiendo que con su charla podría contribuir a disiparla.
Luego que llevaban un rato sumidos en el más completo silencio, de tal modo que nuestro héroe podría haberse imaginado en una de sus reuniones silenciosas, el cuáquero, instigado por un móvil u otro, muy probablemente el de la curiosidad, dijo:
—Amigo, me doy cuenta de que te ha sucedido alguna desgracia. Pero te suplico que te consueles. Tal vez hayas perdido a un amigo. Si es así, debes tener presente que todos somos mortales. ¿Y por qué has de afligirte si sabes que la pena no puede hacer ningún bien a tu amigo? Todos hemos nacido para la aflicción. Seguramente yo también tengo mis penas igual que tú, y probablemente mayores. Disfruto de una renta de cien libras anuales, que es todo cuanto necesito. Poseo una conciencia tranquila y, libre de culpa, doy gracias al Señor. Mi naturaleza es sana y fuerte, y no existe hombre que pueda exigirme una deuda ni acusarme de una injuria. No obstante, amigo, me inclinaría a pensar que eres tan desgraciado como yo.
A continuación el cuáquero dejó escapar un gran suspiro y Jones le contestó lo siguiente:
—Lamento de veras su desgracia, sea cual sea ésta.
—¡Ah, amigo! —exclamó el cuáquero—. Una hija es la causa de ella, una que fue mi mayor alegría en la tierra, y que esta semana ha huido de mi lado y se ha casado contra mi voluntad. Yo le había buscado un matrimonio adecuado con un hombre honrado y de posición, pero ella ha preferido elegir por sí misma, huyendo con un joven que no vale nada. Si mi hija hubiera muerto, como supongo que ha sucedido con su amigo, yo sería ahora un hombre feliz.
—Eso me parece muy raro —repuso Jones.
—¿Por qué? ¿No sería para ella mucho mejor morir que ser pobre? —contestó el cuáquero—, pues como ya le he dicho a usted, el joven no vale nada y ella no puede esperar que le dé jamás un chelín. No, puesto que se ha casado por amor, que viva sólo de amor, si es que puede. Que lleve su amor al mercado, a ver si alguien se lo cambia por plata o al menos por alguna moneda de cobre.
—Usted conoce mejor que nadie su propio interés —repuso Tom Jones.
—Debe de haber existido —continuó el cuáquero— un proyecto largo tiempo meditado con el fin de engañarme, pues ambos se conocían desde la infancia, y siempre advertí a mi hija contra el amor, y mil veces le dije que era una solemne locura y una tontería. La muy astuta fingió prestarme atención y despreciar todo desenfreno de la carne. Sin embargo, a la postre se escapó por una ventana alta, pues había comenzado a sospechar de ella y la encerré en una habitación, con el propósito de casarla a la mañana siguiente a mi gusto. Pero ella se burló de mí y se escapó con el novio elegido por ella, quien no perdió el tiempo, pues en menos de una hora se casaron y se acostaron juntos. Pero se acordará, pues ya pueden pasar hambre, pedir limosna o robar juntos, que yo no me inmutaré.
En este momento Tom Jones se puso en pie y exclamó:
—Le suplico que me perdone, pero desearía que me dejase usted solo.
—Espere, amigo, espere —contestó el cuáquero—. No se deje usted dominar por la preocupación. Ya ve que hay otros desgraciados también.
—Lo que veo es que hay locos, tontos y villanos en el mundo —exclamó Tom Jones—. Pero permítame que le dé un consejo: envíe a buscar a su hija y a su yerno, y no sea la única causa de disgusto para una joven a la que pretende querer.
—¡Enviar a buscar a mi hija y a su marido para traerlos a casa! —exclamó en alta voz el cuáquero—. ¡Antes enviaría por los dos mayores enemigos que tuviera en el mundo!
—Muy bien. Váyase en seguida a su casa o a donde quiera —replicó Jones—, pues no seguiré por más tiempo en su compañía.
—En modo alguno, amigo —repuso el cuáquero—, intento imponer mi compañía a nadie.
Entonces hizo un ademán como si fuera a sacar dinero del bolsillo, pero Jones le empujó fuera de la habitación con cierta violencia.
Lo dicho por el cuáquero había impresionado tanto a Jones, que el joven quedó absorto mientras el hombre hablaba. Esto fue observado por el hablador, lo que unido al comportamiento de Tom, hizo pensar al buen hombre que el viajero estaba realmente loco. De aquí que, en vez de darse por ofendido por el ultraje que le habían infligido, el cuáquero se sintió movido a compasión ante aquella desgraciada circunstancia y tras de comunicar al mesonero su opinión sobre el joven, le recomendó que cuidara del huésped y le tratase con suma cortesía.
—No sé por qué —replicó el dueño de la hospedería—, le he de guardar tantas consideraciones, pues, a lo que parece, no es más caballero que yo, sino un bastardo criado por un gran señor en su casa, que se encuentra a unas treinta millas de aquí. Ahora ha sido arrojado de la casa, y no habrá sido por nada bueno, seguramente. Procuraré que salga de la mía lo antes posible.
—¿Qué has dicho de un bastardo, Robin? —preguntó el cuáquero—. Seguramente estás en un error.
—De ningún modo —contestó Robin—. El guía, que le conoce muy bien, me lo ha contado todo.
En efecto, en cuanto el guía tomó asiento ante el fuego de la cocina, se apresuró a comunicar a los presentes todo cuanto sabía o había oído decir sobre Tom Jones.
Una vez que el cuáquero comprobó por el guía del nacimiento y escaso caudal de Tom Jones, todo sentimiento de compasión desapareció de él, y el honrado hombre se retiró a su casa poseído por una indignación no menor que la que un duque sentiría al recibir una afrenta de semejante persona.
El mesonero concibió igual desdén por su huésped, así que cuando Jones tocó la campana para retirarse a dormir, se le comunicó que no podía disponer de lecho. Aparte del desdén que Robin sentía ante la humilde condición de su huésped, abrigaba alarmantes sospechas sobre sus intenciones, que a su juicio era aprovechar alguna oportunidad favorable para robar la casa. En realidad, la prudente precaución de su mujer y de su hija le libraba de tales temores, ya que ambas mujeres se habían llevado todo lo que encontraron a mano. Pero se trataba de un hombre inclinado a la sospecha por naturaleza, y lo era mucho más desde que le habían robado una cuchara de plata. En resumen, el miedo a que le robaran se impuso a la consoladora consideración de que no tenía nada que perder.
En cuanto a Jones, una vez que se aseguró de que no podía disponer de cama donde dormir, se acomodó en un sillón de mimbre, dispuesto a pasar la noche allí.
El dueño de la casa, por su parte, no pensó ni por casualidad en retirarse a su habitación. Volvió junto al fuego de la cocina, desde donde podía vigilar la única puerta que daba al gabinete o, más bien, agujero donde Tom Jones estaba sentado. En cuanto a la ventana de aquella habitación, era de todo punto imposible que una criatura mayor que un gato pudiera escapar a través de ella.