CAPÍTULO IV

RETRATO, TOMADO DEL NATURAL, DE UNA DAMA QUE VIVE EN EL CAMPO.

Cuando Mr. Western concluyó con sus «holas» y tomó un respiro, empezó a lamentarse con palabras patéticas de la desgraciada condición de los hombres, quienes son, dijo, zarandeados por los malos humores de unas o de otras.

—Creí que ya había sido bastante perseguido por tu madre. Pero he aquí que tras de librarme de ella, surge otra que trata de anularme. Pero aún está por ver si me dejaré pisotear por esa estúpida.

Sophia jamás había tenido una disputa con su padre hasta el desgraciado asunto de Blifil, salvo para defender a su madre, a quien quiso con todo su corazón y a la que perdió cuando ella tenía once años. Mr. Western, para quien aquella infeliz mujer había sido una fiel servidora durante su matrimonio, había pagado tal proceder comportándose como un buen esposo en el sentido de la gente. Muy raras veces se había encolerizado con ella —una vez por semana todo lo más— y jamás le había pegado. Por otra parte, ella no tenía el menor motivo para sentirse celosa, y, además, era por completo dueña de su tiempo, pues nunca era interrumpida por su marido, que solía pasarse toda la mañana dedicado a sus ejercicios campestres y todas las tardes con sus compañeros de diversión. Apenas si la veía a las horas de las comidas, donde ella tenía el placer de servir las fuentes de comida que antes se había tomado el trabajo de condimentar. De la mesa se retiraba unos cinco minutos después que los criados, cumpliendo las indicaciones de su esposo, pues el lema de éste era que las mujeres debían entrar en el comedor con la primera fuente de comida y abandonarlo después del postre, prescindiendo de la sobremesa. Obedecer estas órdenes no resultaba tarea difícil, puesto que las conversaciones, si así podían llamarse, no eran de la índole más adecuada para entretener a una dama. Se reducían a canturreos, relatos de aventuras deportivas y amorosas y a críticas sobre la política del Gobierno.

Éstas eran las únicas ocasiones en que Mr. Western veía a su esposa. Cuando se acostaban, se hallaba por lo general tan borracho que no la veía, y en la época de la caza se levantaba antes del amanecer. De este modo, ella era completamente dueña de su tiempo y tenía, además, a su disposición un coche, aunque, por desgracia, el pésimo estado de los caminos y la condición de sus vecinos hacía que la mujer lo utilizara muy poco. En realidad, nadie que sintiera un cierto aprecio por su piel osaría aventurarse por aquellos caminos, o bien si apreciara el valor de su tiempo se lanzara a visitar a los vecinos.

Para ser sinceros con el lector, diremos que no pagaba como era debido tanta liberalidad, ya que se había casado contra su voluntad, para complacer los deseos de su padre, y el matrimonio había resultado más bien ventajoso para ella, puesto que la fortuna de su esposo rebasaba las tres mil libras de renta anuales, en tanto que la fortuna de ella sólo era de ocho mil libras. Por esto quizá su carácter se había tomado un tanto melancólico y, en el fondo, más bien parecía una buena criada que una esposa. Tampoco correspondía agradecida con una ligera sonrisa a la bulliciosa alegría con que era recibida por su marido. Asimismo, en ocasiones se mezclaba en asuntos que no eran de su incumbencia, tales como la desmedida afición de su marido por el vino, al cual, aunque en los términos más comedidos y suaves, solía demostrarle su desagrado por ello. Una vez en su vida había rogado a su esposo encarecidamente que la llevase a Londres a pasar una temporada de dos meses, pero él se opuso en redondo a ello, y a partir de entonces Mr. Western se mostró enojado con ella, pues estaba convencido de que en Londres todos los maridos eran cornudos.

Por esta última causa, y otras varias, Mr. Western acabó odiando sinceramente a su esposa, y lo mismo que nunca ocultó su odio antes de la muerte de ella, tampoco se le olvidó después. Así, que cuando alguna cosa le contrariaba, como un día en que no había tenido suerte con la caza o cualquiera otra desgracia por el estilo, daba rienda suelta a su mal humor con algunas invectivas contra su esposa.

—Si mi mujer viviera, se alegraría enormemente de esto —solía decir.

Le producía un placer especial lanzar tales exabruptos delante de Sophia, pues por la misma razón que la quería más que a nadie, se sentía celoso cuando pensaba que la muchacha podía haber querido más a su madre que a él. Pero Mr. Western no se contentaba con hacer sufrir a su hija obligándola a escuchar los denuestos contra su madre, sino que pretendía nada menos que Sophia aprobase aquellos insultos, cosa que jamás logró de ella, tanto por el camino de las promesas como por el de las amenazas.

Quizá al saber esto algún lector se sorprenda de que el caballero no odiase a su hija tanto como había odiado a la madre. Pero debo recordarle que el odio no es consecuencia del amor, aunque se interpongan los celos. Es muy posible que las personas celosas maten al objeto de sus celos, pero no que los odien.