DONDE SE REÚNEN VARIOS DIÁLOGOS.
La misma mañana en que partió Tom Jones, Mrs. Western citó a su sobrina en su habitación y luego de anunciarle que había obtenido su libertad, procedió a leer a la joven una larga exposición sobre el tema del matrimonio, al que consideró, no como un sistema romántico de felicidad fruto del amor, tal como lo han descrito los poetas, ni tampoco mencionó ninguno de los fines para los que ha sido instituido por la autoridad sagrada, según nos aseguran los sacerdotes. Lo juzgó más bien como una caja en la que las mujeres prudentes depositan sus fortunas para su mejor provecho, a fin de recibir un mayor interés que si la depositaran en cualquiera otra parte.
Cuando Mrs. Western hubo concluido, Sophia contestó:
—No tengo capacidad para discutir con una dama de la experiencia y conocimientos de mi tía, sobre todo, sobre un asunto que he estudiado tan poco como el del matrimonio.
—¡Discutir conmigo, muchacha! —exclamó la tía—. No lo esperaba. De poco me serviría mi conocimiento del mundo si me pusiera a discutir con alguien de tu edad. Me he tomado este trabajo para instruirte. Los antiguos filósofos como Sócrates, Alcibíades y otros, no tenían por costumbre discutir con sus discípulos. Tú tienes que considerarme, querida sobrina, como a Sócrates, no intentando dar tu opinión, sino conocer la mía.
De las anteriores palabras quizá el lector deduzca que esta dama no conocía ni la filosofía de Sócrates ni la de Alcibíades, si bien no nos sea posible satisfacer su curiosidad sobre este particular.
—Tía —exclamó Sophia—, jamás he intentado discutir ninguna opinión suya, y, como le he dicho antes, jamás he pensado en el asunto del matrimonio, y quizá no piense en él jamás.
—Sophia —repuso la tía—, disimular conmigo no conduce a nada. Antes lograrían convencerme los franceses de que se apoderan de las ciudades extranjeras con el único objeto de defender su propio país, que de que tú no has reflexionado aún en serio en el matrimonio. ¿Cómo puedes, muchacha, pretender negar que has pensado contraer matrimonio, cuando sabes de sobra que conozco a la persona con quien deseas contraerlo? ¡Un matrimonio tan absurdo y contrario a tu interés, como una alianza por separado con los franceses pudiera interesar a los holandeses! Sin embargo, si hasta la fecha no has pensado en ello, te prevengo que el tiempo apremia, pues tu padre está decidido a concertar inmediatamente un tratado con Mr. Blifil, y yo he salido fiadora en el asunto y he prometido tu cooperación.
—Señora —exclamó Shopia con expresión altiva—, éste es el único caso en que debo desobedecer a usted y a mi padre, pues se trata de una alianza que exige poca consideración de mi parte para rehusarla.
—Si no fuera una filósofa tan grande como Sócrates —replicó Mrs. Western— colmarías mi paciencia. ¿Qué objeciones puedes hacer a ese joven?
—Una objeción muy sólida, a mi parecer —contestó Sophia—: la de que le odio.
—¿Es que no vas a aprender jamás el uso adecuado de las palabras? —replicó la tía—. Deberías consultar el diccionario de Bailey. Es imposible que odies a una persona de quien no has recibido la menor injuria. Con la palabra odio tú intentas expresar la antipatía, lo cual no es objeción suficiente para no quererte casar con él. He conocido a muchas parejas que, pese a no gustarse al principio, llevan una vida en común muy agradable. Créeme, muchacha, conozco estas cosas mucho mejor que tú. Me concederás que he visto mundo, y en él no he conocido a ninguna mujer de la que no se piense que no siente la menor afición por su marido. Pensar de otro modo es una tontería romántica, tan pasada de moda que sorprende.
—Lo que yo le digo a usted, tía —repuso Sophia—, es que jamás me casaré con un hombre que no me guste. Cuando prometí a mi padre que no contraería un matrimonio en contra de sus deseos, es porque creí que jamás me obligaría a casarme en contra de mi gusto.
—¡De tu gusto! —exclamó la tía con repentina exaltación—. ¡De tu gusto! —repitió—. Me sorprende tu afirmación. ¡Una joven de tu edad hablando de gustos! Cualesquiera que sean, mi hermano está decidido a casarte. Y ya que hablas de gustos, le rogaré que se dé prisa en concertar el matrimonio. ¡De tu gusto!
Sophia cayó entonces de hinojos y las lágrimas comenzaron a brotar de sus ojos. Suplicó a su tía que tuviera piedad de ella y no se opusiera a su natural deseo de no querer ser toda su vida una desgraciada, recordándole que sólo ella era la interesada y que su felicidad corría peligro.
Semejante a un alguacil que, provisto del mandamiento judicial correspondiente y una vez detenida la persona contra la que se le ordenó actuar contempla con la mayor indiferencia sus lágrimas, insensible a toda compasión, y se dispone a entregar cuanto antes su miserable presa al carcelero, de la misma forma, ciega a las lágrimas y no menos sorda a los ruegos de su sobrina, se mostró la tía de la muchacha. Mrs. Western estaba dispuesta a entregar la temblorosa doncella en brazos del carcelero Blifil.
Y la dama contestó con gran impetuosidad:
—Sobrina, en vez de ser tú la más interesada en este asunto, eres el más ínfimo, o, por lo menos, el menos importante. Es el honor de tu familia el que está en juego con esta boda, tú eres sólo el instrumento. ¿Es que crees que en un contrato de matrimonio, como cuando una hija de Francia se casa en España, sólo se tiene en cuenta la voluntad de la princesa? ¡No! Es un matrimonio que se concierta entre dos reinos más bien que entre dos personas. Igual sucede con las grandes familias como la nuestra. Lo importante es la alianza entre las familias. Tú deberías sentir mayor interés por el honor de tu familia que por tu propia persona, y si el ejemplo de una princesa no puede inspirarte esos nobles pensamientos, no por eso puedes lamentarte de ser tratada de idéntico modo que una princesa.
—Confío, tía —repuso Sophia alzando levemente la voz—, que jamás haré nada que deshonre a mi familia. Pero en cuanto a Mr. Blifil, cualesquiera que sean las consecuencias, estoy decidida a no casarme con él, y nada podrá hacerme desistir de mi decisión.
Western, que había permanecido oculto escuchando la mayor parte del diálogo entre tía y sobrina, perdió los estribos y decidió entrar en la habitación, increpando violentamente a su hija.
Mrs. Western había reunido una buena cantidad de cólera para descargarla sobre Sophia, pero ahora la disparó toda contra su hermano.
—Hermano —exclamó—, es asombroso que te empeñes en intervenir en un asunto que has dejado por completo en mis manos. Por amor a la familia me he avenido a actuar como potencia mediadora, a fin de rectificar todos los errores en política que has cometido en la educación de tu hija, ya que ha sido tu conducta la que ha arrasado todas las semillas que en otros tiempos yo sembré en su tierno espíritu. Tú sólo eres el que le has enseñado a desobedecer.
—¡Demontre! —gritó Western encolerizado—. ¡Eres capaz de agotar la paciencia de un santo! ¿Cuándo le he enseñado yo a mi hija a ser desobediente? Aquí está presente. Habla con sinceridad, muchacha. ¿Cuándo te he enseñado yo a que me desobedecieras? Todo lo contrario, bien obediente era de niña, antes de que tú te encargases de ella y le llenaras la cabeza de ideas absurdas. ¿Cómo? ¿Es que no he oído que debe comportarse como una princesa? Tú eres quien le ha inculcado las ideas liberales, y después de eso, ¿cómo puede un padre, o cualquier otra persona, esperar obediencia de ella?
—Hermano —exclamó Mrs. Western con suprema expresión de desdén—, no puedo expresarte todo el desprecio que siento por tu política en todos los terrenos. Pero apelaré al testimonio de tu hija para que nos diga si alguna vez le enseñé algún principio de desobediencia. Todo lo contrario. Sobrina, ¿no he tratado de inspirarte la verdadera idea de las diversas relaciones a que se ve obligada una persona en sociedad? ¿No te he enseñado que la ley de la naturaleza ordena que los jóvenes cumplan sus deberes hacia los padres? ¿No te he explicado lo que Platón dice sobre el particular? Era tal tu ignorancia sobre este deber cuando por primera vez me hice cargo de ti, que llegué a creer que no conocías el parentesco que existe entre una hija y un padre.
—¡Eso es mentira! —replicó Western—. La niña no era tan tonta como para que no conociera el parentesco que tenía con su padre.
—¡Oh, qué ignorancia! —respondió la dama—. En cuanto a tus modales, hermano, debo decirte que merecen un palo.
—¿Por qué no me lo das, entonces, si eres capaz? —inquirió Mr. Western—. Espero que tu sobrina acudirá inmediatamente en tu ayuda.
—Hermano —repuso Mrs. Western—, aunque te desprecio con toda mi alma, no soportaré tu insolencia más tiempo. Así que te pido que me preparen inmediatamente el coche, pues estoy dispuesta a abandonar tu casa esta misma mañana.
—¡Valiente estupidez! —gritó Western—. No puedo soportar tu insolencia más tiempo, y ahora me sales con eso. Cada vez que mi hija oye que me desprecias, lo que haces es rebajarme ante ella.
—Eso es de todo punto imposible —replicó la hermana—. Nadie puede rebajar a un patán.
—¡Patán! —vociferó el caballero—. No soy un patán ni un burro ni nada que se le parezca. Soy un inglés legítimo, y no de tu casta hannoveriana, que se ha comido a la nación.
—Lo que eres es uno de esos hombres sabios —replicó Mrs. Western— cuyos absurdos principios han destrozado la nación, debilitando los recursos del Gobierno, desalentando a nuestros amigos y alentando a nuestros enemigos del exterior.
—¿Vuelves a tu política? —preguntó Mr. Western—. Estoy harto de no oírte decir más que majaderías.
Al oír esto, Mrs. Western montó en cólera, pronunció algunas palabras que no pueden ser repetidas aquí y abandonó en el acto la casa. Ni su hermano ni su sobrina juzgaron conveniente detenerla o seguirla, pues si el uno era dominado por la cólera, la otra se sentía embargada por sus problemas, hasta el punto que casi se quedaron sin movimiento.
El caballero, no obstante, lanzó tras de su hermana el mismo grito que acompaña el salto de la liebre en el instante en que la levantan los podencos. Era un maestro en esta clase de gritos, y contaba con un «hola» propicio para la mayor parte de las ocasiones de la vida.
Las mujeres que como Mrs. Western conocen el mundo y se han dedicado a la filosofía y a la política, se hubieran aprovechado en el acto de la presente disposición de espíritu de Mr. Western para hacerle unas cuantas lisonjas agradables a costa del adversario ausente. Pero la infeliz Sophia era toda sencillez. Con esto no tratamos de insinuar que fuera tonta, que es una palabra que por lo general se utiliza como similar de simple, puesto que era una joven muy sensata y muy lista. Pero carecía en absoluto de ese arte especial que las mujeres utilizan en determinadas ocasiones de la vida y que a menudo es una cualidad de las mujeres más necias, ya que es fruto del corazón, no del cerebro.