DONDE MR. WESTERN VISITA A MR. ALLWORTHY.
Mr. Allworthy acababa de almorzar con su sobrino, muy satisfecho con el relato que éste le había hecho de su visita a Sophia, pues deseaba mucho que se celebrara aquella boda, aunque más por las condiciones del carácter de la muchacha que por su riqueza, cuando Mr. Western apareció bruscamente y sin más ceremonia empezó a hablar de esta suerte:
—¡Buena la ha hecho usted! Ha criado a su bastardo con un magnífico propósito. Y no es que yo crea que ha intervenido usted en ello deliberadamente. Pero lo cierto es que ahora no existe en mi casa ni paz ni tranquilidad.
—Pero ¿qué es lo que ocurre, Mr. Western? —preguntó Allworthy sorprendido.
—Un caso de conciencia. Mi hija se ha enamorado de su bastardo. Pero no le daré ni un céntimo de mi dinero. Siempre temí las consecuencias de educar a un bastardo como si fuera un caballero y permitirle frecuentar las casas de sus amigos. Yo hubiera enseñado al hijo espurio a no mezclarse en lo que no le importaba. No conseguirá de mí un pedazo de pan que llevarse a la boca ni una mala moneda con que comprarlo.
—Lo siento de veras —repuso Allworthy.
—¿De qué me sirve que usted me compadezca? —exclamó Western—. De poco me servirá cuando haya perdido a mi única hija, a mi pobre Sophia, que era la alegría de mi corazón y toda mi esperanza y el consuelo de mi vejez. Pero estoy decidido a echarla de casa. Irá pidiendo limosna por las calles, muerta de hambre. Bien me ha engañado con toda su apariencia de muchacha bondadosa y buena.
—Me sorprende lo que me dice usted —repuso Allworthy—, después de lo que sucedió entre su hija y mi sobrino no más tarde que ayer.
—Sí, señor —replicó Western—. Fue después de la entrevista entre mi hija y su sobrino que sucedió lo que le estoy contando. Apenas salió Blifil cuando ese hijo de mala pécora apareció en mi casa. Jamás pensé que cuando era mi compañero de cacerías se pasaba todo el tiempo acechando a mi hija.
—Es una verdadera lástima —respondió Mr. Allworthy— que le haya usted concedido tantas oportunidades de permanecer con ella, y me hará usted la justicia de reconocer que yo siempre fui contrario a que el muchacho frecuentara tanto su casa, aunque confieso que estaba muy lejos de imaginar que pudiera ocurrir una cosa así.
—¿Y quién podía esperarlo? —contestó Western—. ¿Qué tenía ella que ver con él? No iba a mi casa para cortejarla, iba para cazar conmigo.
—Pero ¿es posible que jamás percibiera usted el menor síntoma de amor entre ellos, cuando tantas veces los vio juntos?
—Jamás. Lo juro por mi salvación —afirmó Mr. Western—. Ni siquiera vi que le diera un beso, y lejos de parecer que la cortejaba, solía permanecer completamente callado en presencia de ella. En cuanto a la muchacha, era mucho menos cortés con él que con cualquier otro joven que nos visitara. En esta ocasión, no es más fácil engañarme que en ninguna otra. Y creo que me dará usted la razón, vecino.
Mr. Allworthy estuvo a punto de dejar escapar una carcajada al oír aquellas palabras. Pero consiguió dominarse, pues conocía bien al género humano y estaba lo suficientemente bien educado para ofender a su vecino en aquellas lamentables circunstancias. Entonces preguntó a Western qué era lo que deseaba de él, a lo que el visitante contestó:
—Que retenga usted a ese bribón en su casa, sin dejarle ir a la mía, pues, por mi parte, yo también encerraré a mi hija. Estoy dispuesto a casarla con Blifil cueste lo que cueste.
Al decir esto cogió a Blifil por la mano y le juró que no tendría otro yerno que él. Luego se despidió, asegurando que después de lo sucedido en su casa tenía que apresurarse a regresar a ella para evitar que su hija se aprovechara de su ausencia. En cuanto a Jones, si le encontraba en su casa lo pasaría muy mal.
Cuando Mr. Allworthy y Blifil volvieron a quedarse solos se hizo entre ellos un profundo silencio, interrumpido de cuando en cuando por los suspiros del joven, originados, en parte, por el desengaño, pero, sobre todo, por la envidia, pues el triunfo de Jones le dolía mucho más que la pérdida de Sophia.
Al cabo, su tío le preguntó qué pensaba hacer, a lo que el joven contestó con las siguientes palabras:
—¿Es que se puede discutir, señor, qué solución debe tomar un novio cuando la razón y la pasión le señalan caminos distintos? Ante el dilema, mucho me temo que siga el último. La razón me dice que no vuelva a pensar más en una mujer que tiene puesto su amor en otro hombre. En cambio, mi pasión me hace concebir esperanzas de que con el tiempo pueda hacer variar su afecto en mi favor. No obstante, existe un inconveniente que pudiera hacerme cesar de cualquier ulterior intento. Me refiero a la injusticia que representa tratar de suplantar a otro en el corazón de una mujer, de quien ya parece ser el dueño. Pero la firme resolución de Mr. Western me alienta a proseguir con mis pretensiones, pues sólo así todos podrán ser felices, no sólo el padre de Sophia, pues se verá libre de convertirse en una persona desgraciada, sino los otros dos, que lo perderían todo si se casaban. Sophia sería desgraciada en toda la extensión de la palabra, pues aparte de la pérdida de la mayor parte de su fortuna, no sólo se casaría con un pobretón, sino que la pequeña parte de dinero que le correspondiera sería derrochada con esa perdida con quien me consta que aún habla Tom. Lo peor de todo, sin embargo, es que es uno de los hombres más ruines y bajos del mundo. Sí, mi querido tío, si supiera usted lo que hasta ahora he tratado de ocultar, hace tiempo que hubiese dejado usted de proteger a un libertino de su condición.
—¡Cómo! —exclamó Mr. Allworthy—. ¿Aún ha hecho algo peor de lo que ya conozco? Dímelo, por favor, te lo ruego.
—No —contestó Blifil—. Ya pasó, y quizá esté arrepentido de ello.
—Te advierto que tu deber es contarme lo que sucedió.
—Ya sabe usted, tío, que jamás le desobedezco —repuso Blifil—. Pero ahora lamento haber dicho nada, pues podría aparecer como una venganza, cuando Dios sabe que jamás alimento semejante idea, y si me obliga usted a hablar, sepa que me pondré de parte de Tom hasta conseguir que usted le perdone.
—No admito condiciones —replicó Mr. Allworthy—. Creo que ya le he demostrado tenerle bastante cariño.
—Mucho más, temo, de lo que merece —afirmó Blifil—, ya que el mismo día en que se encontraba usted más grave, cuando yo y toda la familia llorábamos, armó un gran escándalo en toda la casa. Bebió, cantó y alborotó, y cuando le llamé la atención sobre lo incorrecto de su conducta, se encolerizó, me insultó y me pegó.
—¿Cómo? —exclamó Mr. Allworthy—. ¿Se atrevió a pegarte?
—Sí, se atrevió —repuso Blifil—. Yo le he perdonado hace tiempo. Desearía poder olvidar tan fácilmente su ingratitud con el mejor de los bienhechores. Sin embargo, confío que usted le perdonará, pues en aquellos momentos debía de estar poseído por los demonios. Aquella misma tarde, Mr. Thwackum y yo nos paseábamos tranquilamente por el campo, contentos por la crisis que parecía haberse producido en la enfermedad de usted, cuando le descubrimos divirtiéndose con una cualquiera y de una manera que no puede describirse. Mr. Thwackum, demostrando más atrevimiento que prudencia, avanzó hacia él para censurarle su acción. Pero entonces, lamento tener que decirlo, Tom se arrojó sobre ese digno hombre, golpeándole tan bárbaramente, que espero que ya se encuentre restablecido de las contusiones que sufrió. Ni yo mismo me libré de su impulso acometedor, cuando traté de proteger a mi preceptor. Pero eso lo olvidé hace tiempo. También conseguí que Mr. Thwackum le perdonase y que no le dijera nada a usted, pues podría tener fatales consecuencias para Tom. Y ahora, querido tío, ya que inadvertidamente me he insinuado en este asunto y sus órdenes me han obligado a poner al descubierto todo lo sucedido, permítame que interceda por él.
—¡Oh! —exclamó Mr. Allworthy—. No sé si aplaudir o censurar tu bondad al ocultarme esa villanía. Pero ¿dónde está Mr. Thwackum? No es que precise ninguna confirmación de lo que me has contado. Pero quiero examinar todas las pruebas del asunto, para justificar ante el mundo el castigo ejemplar que estoy dispuesto a imponer a semejante monstruo.
Enviaron un recado a Thwackum, y éste apareció a poco. El sacerdote corroboró todos los detalles expuestos por Blifil y, además, adujo como prueba manifiesta una señal negra y azul que tenía sobre su pecho, trazada por el puño de Mr. Jones, concluyendo por decir a Mr. Allworthy que ya haría tiempo que hubiera informado de todo, de no haberlo impedido Blifil con sus ardientes súplicas.
—Es —añadió— un excelente joven, aunque perdonar de ese modo a sus enemigos es pasarse a mi juicio de bueno.
Pero Blifil tenía diversas razones para rogar a Thwackum que no descubriera los hechos a raíz de su realización. El joven sabía perfectamente que el carácter de los hombres se siente inclinado a ablandarse y abandonar su severidad acostumbrada cuando están enfermos. Por otra parte, pensó que si la historia era referida en el tiempo en que sucedió y el médico frecuentaba aún la casa, que podía decir la realidad de lo sucedido, jamás podría dar al asunto la interpretación maliciosa que pretendía. También decidió reservar aquello hasta que la indiscreción de Tom Jones proporcionara algunos motivos más de queja, ya que pensó que el peso de varios hechos en contra de él era más probable que le aplastase, y esperaba, por tanto, que se presentase alguna oportunidad como la que la fortuna le había brindado ahora tan amablemente. Por último, al conseguir que Thwackum ocultase el asunto durante un cierto tiempo, sabía que esto confirmaría su supuesta amistad con Tom Jones, idea que tanto había intentado inculcar a Mr. Allworthy.