DONDE SE INCLUYE UN DIÁLOGO ENTRE SOPHIA Y MRS. HONOUR QUE PUEDE CONTRIBUIR A MITIGAR UN POCO LOS TIERNOS AFECTOS QUE EL ANTERIOR CAPÍTULO PUDIERA HABER PROVOCADO EN EL BONDADOSO LECTOR.
Una vez obtuvo Mrs. Western la promesa de su sobrina que hemos mencionado en el capítulo precedente, abandonó la estancia donde poco después entró Mrs. Honour. La mujer estaba trabajando en la habitación inmediata y había sido atraída al agujero de la llave de la puerta que comunicaba ambas habitaciones por algunos gritos que oyó, permaneciendo pegada a la cerradura todo el tiempo que duró la conversación entre tía y sobrina.
Cuando entró en el cuarto encontró a Sophia de pie e inmóvil, con las lágrimas brotando de sus ojos, a la vista de las cuales ordenó la aparición de una cantidad adecuada a sus propios ojos y comenzó:
—¡Oh, mi querida señorita! ¿Qué le ocurre?
—Nada —repuso Sophia.
—¡Nada! ¡Oh, querida señorita! —repuso Honour—. No debe responderme así cuando la encuentro en este estado y ha habido tal discusión entre usted y Mrs. Western.
—No me moleste usted —replicó Sophia—. Le aseguro que no me ocurre nada. ¡Dios mío! ¿Por qué habré nacido?
—Señora —insistió la doncella—, jamás me convencerá de que llora sin motivo. Aunque no sea más que su criada, le he sido siempre fiel y le serviré lealmente toda mi vida.
—Mi querida Honour —dijo al fin Sophia—, no depende de ti el que puedas serme útil. Estoy irremisiblemente perdida.
—¡Dios no lo quiera! —repuso la doncella—. Pero si en alguna cosa puedo serle útil, le suplico, señorita, que me servirá de consuelo el saberlo. Le ruego que me diga de lo que se trata.
—Mi padre —murmuró la joven— quiere casarme con un hombre a quien desprecio y odio.
—¡Oh, querida señorita! —contestó Mrs. Honour—. ¿Quién es ese cruel hombre? Porque sin duda debe de ser muy malo, pues de lo contrario, usted no le despreciaría.
—Su nombre es como un veneno en mi lengua —contestó Sophia—. Pronto lo sabrás.
En realidad lo sabía ya, y por esta razón la criada no insistió sobre el particular. Luego prosiguió de este modo:
—No trato de aconsejar a usted lo que sabe cien veces mejor que yo, pues tan sólo soy una criada. Pero, demontre, ningún padre de Inglaterra me casaría a mí contra mi voluntad. Su padre es tan bueno que si supiera que usted odia y desprecia a ese joven, no querría que se casara con él. Debería usted permitirme que se lo dijera a mi amo. Claro que lo más conveniente sería que se lo dijera usted misma, a no ser que la señorita no quiera mancillar su lengua pronunciando el nombre infamante.
—Estás en un error, Honour —contestó Sophia—. Mi padre lo decidió por sí mismo antes de que yo supiera nada.
—Pues no lo comprendo, señorita —exclamó Mrs. Honour—. Usted es la que tiene que acostarse con él, no su padre, y por muy conveniente que sea un hombre, debe gustar lo suficiente a su esposa. Estoy convencida de que mi amo no obra de ese modo por iniciativa propia. Cierta gente no debería meterse en lo que no le importa, pues aunque soy doncella, comprendo perfectamente que no todos los hombres gustan lo mismo. ¿Y de qué sirve que la señorita posea tan gran fortuna si no puede elegir al hombre que le parezca más guapo? No digo nada. Pero es una verdadera lástima que alguno no haya tenido mejor cuna, y aunque no sea rico, ¿qué importa después de todo? La señorita cuenta con bastante dinero para ambos. ¿Y en qué mejor puede usted emplear su fortuna? Todo el mundo tiene que reconocer que es el más guapo, el más encantador, el más educado y cortés de todos los hombres.
—¿Qué quieres decir con esas palabras? —inquirió Sophia, con expresión de severidad—. ¿Es que alguna vez te he dado alientos para que te tomes esas libertades?
—Jamás, señorita. Le pido perdón. No era mi intención molestarla —repuso Mrs. Honour—. Pero el recuerdo del pobre señorito Jones no me ha abandonado un solo instante desde que le vi esta mañana. Si le hubiera visto usted habría sentido lástima de él. ¡Pobre señorito! Confío que no le habrá sucedido ninguna desgracia, pues ha estado paseando con los brazos cruzados y aspecto melancólico toda la mañana. Confieso que al verle sentí deseos de llorar.
—¿Al ver a quién? —preguntó Sophia.
—Al pobre señorito Jones —contestó Honour.
—¿Verle? ¿Dónde le has visto? —preguntó Sophia.
—Junto al canal, señorita —repuso Honour—. Allí se ha estado paseando toda la mañana, hasta que al final se ha tendido en la hierba. Me parece que aún sigue allí echado. Si no hubiera sido por mi humildad, ya que no paso de ser una simple doncella, hubiera corrido hacia él y le hubiese hablado. Permítame, señorita, que vaya a ver, sólo por gusto, si todavía sigue allí.
—¡Oh! —exclamó Sophia. ¡Allí, no! ¿Qué puede hacer allí? Se habrá ido ya con toda seguridad. Además, ¿por qué has de ir tú? Aparte de que te necesito para algo. Vamos, dame mi sombrero y mis guantes. Pasearé con mi tía por la alameda antes del almuerzo.
Honour cumplió en el acto lo que se le había ordenado y Sophia se puso el sombrero. Al mirarse en el espejo creyó que la cinta que sujetaba el sombrero no le sentaba bien y envió a su doncella a por una cinta de color distinto, encargando a la mujer que no dejara su bordado por nada del mundo, ya que lo necesitaba con urgencia, por lo que tenía que quedar listo aquel mismo día. Luego balbuceó algo nuevo sobre su ida a la alameda y partió en dirección opuesta, andando todo lo de prisa que se lo permitían sus piernas en dirección al canal.
Tom Jones había estado allí, como Mrs. Honour afirmó. Había pasado dos horas de aquella mañana en la contemplación melancólica de su Sophia, habiendo abandonado el jardín por una puerta en el instante en que la joven entraba por la otra. De modo que los desgraciados minutos que la joven empleó en cambiar unas cintas por otras de su sombrero, impidieron a los enamorados encontrarse en esa ocasión, accidente por demás infortunado, y del que mis bellas lectoras no dejarán de sacar la oportuna lección. Y aquí prohíbo absolutamente a todos los críticos masculinos que se inmiscuyan en una circunstancia que sólo he relatado para enseñanza de las damas y sobre la que tan sólo ellas tienen libertad de comentarlo.