CAPÍTULO II

DONDE SE HABLA DEL CARÁCTER DE MRS. WESTERN, DE SU GRAN EXPERIENCIA Y CONOCIMIENTO DEL MUNDO, Y SE EXPONE UN EJEMPLO DE LA GRAN PERSPICACIA QUE POSEÍA COMO CONSECUENCIA DE TALES VENTAJAS.

El lector ha visto a Mr. Western, a su hermana y a su hija, acompañados por el joven Tom Jones y el párroco, dirigirse juntos a la casa del primero, donde pasaron la tarde en un ambiente de gran alegría y diversión. Tan sólo Sophia se mantuvo seria. En cuanto a Jones, aunque el amor ya se había posesionado por completo de su corazón, los agradables pensamientos que le producía la mejora de Mr. Allworthy y la presencia de su amada, unido a algunas miradas preñadas de amor que Sophia no podía menos de lanzarle de cuando en cuando, animaron tanto a nuestro héroe, que participó en la alegría de las otras tres personas, las cuales sentían la mayor del mundo.

Sophia continuó con la misma expresión al día siguiente después del almuerzo, del que se retiró un poco antes de lo que tenía por costumbre, dejando solos a su padre y a su tía. Mr. Western no había reparado en el cambio producido en su hija. Aunque el hombre tenía algo de político y había sido dos veces candidato en las elecciones de su distrito, distaba mucho de Ser un hombre observador. Su hermana, en cambio, era una mujer de condición muy distinta. Había vivido en la corte y visto bastante mundo, adquiriendo todos los conocimientos que tal mundo suele proporcionar, y era una consumada maestra en maneras, costumbres, ceremonias y modas. Pero no concluía aquí su erudición. Había adelantado mucho en el estudio de la inteligencia humana. Conocía, por haberlas leído, no sólo todas las comedias modernas, óperas, oratorios, poemas y romances, de todos los cuales era un buen crítico, sino que también conocía la Historia de Inglaterra, de Rapin, la Historia de Roma de Eachard, y muchas Mémoires pour servir á L’Histoire redactadas en francés. A esto se añadía la mayor parte de los folletos y diarios políticos publicados en los últimos años, con cuya ayuda había conseguido alcanzar un gran conocimiento de la política y podía hablar con perfecto conocimiento de causa de los asuntos de Europa. Era, por otra parte, muy hábil en cuestiones amorosas, y sabía mejor que nadie quiénes se sentían atraídos y quiénes no. Y este conocimiento lo había adquirido con tanta mayor facilidad cuanto que no era resultado de la experiencia personal, dado que jamás había gustado a nadie ni había sido requerida de amores por nadie. Esto último se explica fácilmente a la vista de su aspecto masculino. Medía cerca de seis pies de altura, lo que unido a su erudición impidió con toda seguridad que nadie del sexo opuesto la considerase una mujer, pese a sus faldas. No obstante ello, como había estudiado la cuestión desde un punto de vista científico, conocía a la perfección todas las triquiñuelas que las damas distinguidas suelen emplear para animar o para disimular su inclinación, con el largo apéndice de sonrisas, miradas de soslayo, etc., tal como se practica el arte del amor en el mundo elegante. En conclusión, a la buena señora no se le escapaba ninguna clase de disimulo o artificio. Mas en lo que respecta a la manera de actuar de una sencilla naturaleza humana, la ignoraba por completo, ya que jamás había tenido ocasión de verlo con sus propios ojos.

Pero gracias a su maravillosa sagacidad, Mrs. Western creía haber sorprendido algo en el alma de Sophia. La primera señal la percibió en la conducta de Sophia en el campo de batalla, y la sospecha que entonces concibió se vio corroborada plenamente por algunas observaciones que hizo aquella misma tarde y a la mañana siguiente. Procediendo con suma cautela, a fin de evitar cualquier error, guardó su secreto durante dos semanas, limitándose a dar algunas ambiguas indicaciones, tales como reírse sin venir a cuento, guiñar los ojos, mover la cabeza y dejar escapar alguna palabra de significado dudoso, todo lo cual contribuyó a alarmar a Sophia, aunque no produjo el menor efecto en el hermano de la dama.

Pero al cabo, satisfecha de sus observaciones, aprovechó una mañana en que tuvo la oportunidad de encontrarse a solas con su hermano para interrumpir uno de sus silbidos de la siguiente forma:

—Escucha, hermano, ¿no has observado algo extraordinario en mi sobrina?

—No —repuso Western—. ¿Le sucede algo a la muchacha?

—Así lo creo —contestó Mrs. Western—, y creo que es algo de bastante trascendencia.

—¿Cómo? Sophia no se queja de nada —contestó Western—, y ya ha tenido las viruelas.

—Querido hermano —repuso la dama—, las jóvenes pueden tener, además de las viruelas, otros males, que algunas veces reportan peores consecuencias.

Al llegar aquí, Mr. Western interrumpió a su hermana poseído por una gran ansiedad, suplicándole que si algo le dolía a su hija se lo dijera inmediatamente, y añadió:

—Ya sabes que la quiero más que a mi propia alma, y enviaré a buscar al fin del mundo al mejor médico para que la cure, si es necesario.

—No es necesario —contestó la hermana sonriendo—. La enfermedad no es tan terrible como todo eso. Pero creo, hermano, que no ignoras que conozco el mundo, y te aseguro que me llevaría el mayor chasco de mi vida si no fuera cierto que mi sobrina está locamente enamorada.

—¿Qué dices? ¿Enamorada? —exclamó Western con súbito arrebato—. ¡Enamorada sin decirme una palabra! ¡La desheredaré, la arrojaré de mi casa sin darle un cuarto! ¿Es que todas mis amabilidades y atenciones con ella han venido a parar en que esa joven se enamorase sin mi permiso?

—Pero tú no arrojarás de casa a esa hija, a la que quieres más que a tu propia alma, antes de saber si apruebas su elección —contestó Mrs. Western—. Supón que la muchacha se hubiera fijado en la misma persona que tú desearas para ella. ¿La echarías entonces de tu casa?

—De ningún modo —contestó Western—. Eso sería otra cuestión. Si se casara con un hombre que a mí me complaciera, me sentiría muy tranquilo.

—Eso es ponerse en razón —repuso la hermana—. Pero creo que la persona elegida por ella es la misma que tú le hubieras elegido. Renegaría de todos mis conocimientos del mundo si no fuera así, y supongo, hermano, que me concederás que poseo alguno.

—Creo, querida hermana —repuso Western—, que posees el mismo que las demás mujeres. Ya sabes que no me gusta oírte hablar de política. Ésta nos pertenece a los hombres, y las faldas no deben intervenir en ella. Pero vamos a la cuestión. ¿Quién es él?

—¡Adivínalo! —repuso Mrs. Western—. Debes de adivinarlo por ti mismo, si tanto interés sientes. Tú, que eres tan gran político, no debes dudar mucho. La inteligencia capaz de penetrar en los gabinetes de los príncipes y descubrir los resortes ocultos que mueven las ruedas de todas las máquinas políticas de Europa, debe sin duda hallar muy poca dificultad en descubrir lo que acontece en el pensamiento sin formar de una niña.

—Hermana —pidió el caballero—, te he pedido con frecuencia que no me vengas con esas disertaciones mundanas. Te he dicho también que no entiendo tu lenguaje, pero, en cambio, sé leer un periódico, el London Evening Post. Quizá alguna vez tropiece con un verso que no entienda del todo, pues están suprimidas la mitad de las letras. No obstante, me hago cargo de lo que quieren decir, y de que nuestros negocios políticos no marchan tan bien como debieran a causa del cohecho y a la corrupción.

—Siento verdadera lástima de tu ignorancia campesina —exclamó Mrs. Western.

—¿Es cierto? —repuso Western—. Y a mí me llena de pena tu instrucción universitaria. Preferiría ser cualquier cosa antes que cortesano, presbiteriano o hannoveriano, como son algunas gentes.

—Si te refieres a mí —contestó Mrs. Western—, sabes que soy una mujer, hermano, y no tiene la menor importancia lo que yo pueda ser. Además…

—Sé que eres una mujer —replicó el caballero—, y eso te salva. Por el contrario, si fueras un hombre, te prometo que haría ya tiempo que te hubiese zurrado la badana.

—¡Oh! —exclamó la dama—. En eso estriba vuestra supuesta superioridad. Vuestros cuerpos, no vuestros cerebros, son más fuertes que los nuestros. Créeme, es una ventaja para vosotros que podáis pagamos, ya que es tal la superioridad de nuestro entendimiento, que haríamos de vosotros lo que los bravos y listos y sabios son ya: nuestros esclavos.

—Me alegro de conocer tu modo de pensar —contestó el caballero—. Pero ya volveremos a hablar más adelante de este asunto. Ahora, ¿quieres hacer el favor de decirme a qué hombre te refieres cuando me hablas de mi hija?

—Espera un momento, impaciente —repuso Mrs. Western—, mientras digiero el soberano desprecio que siento por tu sexo, pues de lo contrario, tendré que enfadarme contigo. Y ahora, político sagaz, ¿qué piensas de Blifil? ¿No se desmayó Sophia al verle sin aliento en el suelo? ¿No palideció, luego de volver en sí, cuando llegamos al lugar en que él se encontraba de pie? ¿Y cuál pudo ser la causa de su melancolía aquella tarde a la hora de la cena, a la mañana siguiente y siempre a partir de entonces?

—¡Caramba! —exclamó el caballero campesino—. Ahora que lo dices, lo recuerdo todo. Sí, todo eso es cierto, y me alegro de todo corazón que así sea. Sé que Sophia era una buena muchacha y que no se enamoraría de un cualquiera, para darme un disgusto. Pocas noticias me hubieran sido tan gratas, pues muy pocas fincas están tan cercanas como las nuestras. Hace tiempo que vengo acariciando esta idea, ya que de este modo las fincas se unirían en cierto modo por el matrimonio. Sería una lástima tenerlas que dividir. Sin duda existen propiedades más grandes en el reino, pero no en este condado, y daría cualquier cosa porque mi hija no se casara con un forastero. Para colmo, muchas de esas grandes heredades pertenecen a los lores, y yo odio oír hablar de ellos. Bien, querida hermana, ¿qué me aconsejas que haga? Las mujeres sabéis de estas cosas mucho más que nosotros.

—¡Oh, soy tu humilde servidora! —contestó la dama con ironía—. Todas las mujeres te quedamos muy reconocidas por concedernos capacidad en alguna cosa. Puesto que el más político de los señores se digna pedir mi consejo, creo que deberías proponer esta boda al propio Mr. Allworthy. No es nada indecoroso que la proposición sea hecha por uno cualquiera de los padres interesados. En la Odisea, el rey Alcinoó ofrece su hija a Ulises. No creo necesario recordar a persona tan política como tú que no debes decir que tu hija está enamorada, pues eso iría contra todas las reglas.

—Muy bien —repuso el caballero—. Haré la proposición, pero me molestaría mucho no ser bien acogido.

—No lo temas —replicó Mrs. Western—, la boda es demasiado ventajosa para que la rechacen.

—No lo sé —murmuró el caballero—. Allworthy es un poco raro, y el dinero no hace efecto en él.

—Hermano, tu política me asombra. ¿Crees que míster Allworthy siente más desprecio por el dinero que otros hombres porque tiene más? Semejante credulidad vendría bien con una de nosotras, mujeres débiles, que a ese sexo sabio que el cielo ha creado para políticos. Hermano, serías un excelente diplomático para negociar con los franceses. Éstos no tardarían en convencerte de que se apoderan de las ciudades con fines simplemente defensivos.

—Hermana —repuso el caballero con gran desprecio—, deja que tus amigos de la corte respondan de las ciudades tomadas. En cuanto a ti, jamás te confiaría un secreto.

Y Mr. Western acompañó estas palabras con risa tan sarcástica que Mrs. Western no pudo aguantar más. Todo aquel tiempo le habían estado hurgando en una parte muy sensible de su ser, pues poseía una gran habilidad para aquellos asuntos, y no es extraño que se dejara arrastrar por la cólera y dijera a su hermano que era un payaso y un necio, y que no permanecería más tiempo en su casa.

El caballero, aunque jamás había leído a Maquiavelo, era, no obstante, en muchas cuestiones un político perfecto. Conocía perfectamente todos los sabios dogmas que se aprenden en la escuela politicoperipatética de la Bolsa. Conocía el justo valor del dinero para que pudiera despreciarlo. Asimismo estaba bien impuesto en el valor exacto de las reversiones, esperanzas, etc., y a menudo había reflexionado sobre la fortuna de su hermana y sobre las probabilidades que él o sus descendientes tenían de heredarla. Era demasiado prudente y sabio para sacrificar esto a un resentimiento sin la menor importancia. Cuando se dio cuenta, pues, de que había llevado las cosas demasiado lejos, comenzó a pensar en la forma de arreglarlo, lo que no resultó difícil, puesto que Mrs. Western sentía un gran afecto por su hermano y todavía mayor por su sobrina, y aunque era demasiado susceptible para aceptar la afrenta que había sido hecha a su habilidad política, de la cual se enorgullecía, era una mujer de natural bondadoso.

Luego de haber castigado a los caballos, para cuya huida de la cuadra no había más hueco abierto que la ventana, se dedicó a su hermana. La ablandó y la apaciguó, volviéndose atrás de todo lo que había dicho y haciendo afirmaciones opuestas a las que habían herido la susceptibilidad a Mrs. Western. Por último, llamó en su ayuda a la elocuencia de Sophia, la que además de su gracia y donaire, tenía la ventaja de ser escuchada con suma atención y parcialidad por su tía.

El resultado de todo ello fue una amable sonrisa por parte de Mrs. Western, que añadió:

—Querido hermano, eres un croata perfecto. Pero así como éstos servían para el ejército de la reina emperatriz, tú también tienes algo bueno en ti. Por esta razón firmaré de nuevo un tratado de paz contigo, y vigilaré para que no lo infrinjas. Como eres un político excelente, puedo confiar que mantendrás tus alianzas, como los franceses, hasta que te interese romperlas.