DONDE SE PRESENCIA UN ESPECTÁCULO MUCHO MÁS CONMOVEDOR QUE EL QUE SERÍA CAPAZ DE PRODUCIR TODA LA SANGRE JUNTA DE THWACKUM Y DE BLIFIL Y DE OTROS VEINTE SEMEJANTES.
Los que acompañaban a Mr. Western en su paseo llegaron en el preciso instante en que la acción bélica tocaba a su fin. Éstos eran el honrado clérigo que en otra ocasión conocimos sentado a la mesa de Mr. Western, Mrs. Western, tía de Sophia, y, por último, la adorable y encantadora Sophia en persona.
En aquel instante el espectáculo que ofrecía el sangriento campo de batalla era el siguiente:
En un lado yacía, tendido en el suelo, pálido y casi sin aliento, el derrotado Blifil.
Cerca de él se encontraba, de pie, el victorioso Tom Jones, completamente cubierto de sangre, parte de la cual procedía, naturalmente, de él, y parte había sido antes propiedad del reverendo Mr. Thwackum.
En un tercer lugar, el propio Mr. Thwackum, de pie, como el rey Porus, aunque aceptando de mala gana tenerse que someter al vencedor.
La última figura del cuadro era Western el Grande, que se mostraba indulgente con el enemigo vencido.
Blifil, que daba muy escasas señales de vida, fue de momento el principal objeto de interés de todos los allí congregados, en especial de Mrs. Western, que sacó de su bolso un frasco de sales y trató de aplicárselo a las narices del joven. Pero de súbito la atención de los reunidos se desvió de Blifil, cuya alma, si hubiera tenido semejante intención, podía haber aprovechado la oportunidad para huir al otro mundo sin más ceremonia.
Ahora un objeto más adorable y más melancólico yacía sin movimiento ante los presentes. Éste no era otro que la deliciosa Sophia, quien, al ver la sangre, o bien por temor a su padre, o quizá por alguna otra razón, se desvaneció antes de que nadie pudiera socorrerla.
Mr. Western fue el primero en verla y lanzó un grito, e inmediatamente otros dos o tres gritaron también:
—¡Miss Western está muerta!
Se le aplicaron casi a un mismo tiempo sales, agua y otros remedios adecuados al caso.
El lector recordará sin duda que en la descripción que hicimos del bosquecillo mencionamos un arroyo murmurador cuyo cauce no transcurría por aquel lugar, como sucede en tantas novelas vulgares, con el único fin de murmurar. ¡No! La fortuna había decidido ennoblecer a aquel pequeño arroyo con un honor mucho más elevado que el que conocieron los arroyos que riegan las llanuras de la Arcadia.
Tom frotaba las sienes de Blifil, pues empezaba a temer que le hubiera dado un golpe demasiado fuerte, cuando las palabras de «¡Miss Western está muerta!» llegaron a sus oídos. Entonces el joven se levantó, abandonó a Blifil a su suerte y voló hacia Sophia, a quien mientras los demás corrían en direcciones opuestas atropellándose, buscando agua en los secos senderos, la cogió en brazos y salió corriendo con ella a campo traviesa en busca del arroyo que antes hemos mencionado, donde metiéndose en el agua, roció con ella a la joven la cara, la cabeza y el cuello.
Fue una circunstancia afortunada para Sophia que la misma confusión que impidió que los otros amigos la auxiliasen, impidiera igualmente que obstruyesen el camino a Jones. Tom estaba ya a mitad de camino antes de que los demás se apercibieran de lo que hacía, y había conseguido hacer volver a Sophia en sí antes de que los demás llegaran al borde del arroyo. La joven estiró los brazos, abrió los ojos y exclamó:
—¡Oh, cielos! —precisamente en el mismo instante en que llegaban su padre, su tía y el párroco.
Jones, que hasta aquel instante había sostenido la adorable carga en sus brazos, la soltó. Pero a la vez le hizo una cariñosa caricia que, de haber estado la joven en posesión completa de sus facultades, no le hubiese pasado inadvertida. Pero como no manifestó el menor desagrado ante esta libertad, suponemos que aún no se había restablecido del todo de los efectos del desmayo.
La trágica escena se convirtió en un santiamén en una escena de alegría. En ella nuestro héroe desempeñó el papel principal, pues aunque experimentó un deleite más embriagador al salvar a Sophia del que ella sintió al verse salvada, no pudieron compararse las felicitaciones dadas a ella con las recibidas por Jones, en especial por parte de Mr. Western, quien luego de abrazar dos o tres veces a su hija, abrazó y besó a Tom Jones. Llamó al joven el salvador de Sophia y declaró que no había nada, excepto ella o sus bienes, que no estuviera dispuesto a darle. Pero luego, pensándolo mejor, excluyó también a sus perros zorreros, a Chevalier y a Miss Slouch, pues de este modo llamaba a su yegua favorita.
Desaparecidos todos los temores sobre Sophia, Tom Jones fue atendido por el caballero Western.
—Ven, joven —dijo—. Quítate la casaca y lávate la cara. Luego trataremos de buscarte otra casaca en casa.
Jones se apresuró a obedecer. Se quitó la casaca y se inclinó sobre el agua, lavándose la cara y el pecho, pues tan ensangrentado tenía el uno como el otro. Pero aunque el agua podía hacer desaparecer la sangre, no consiguió lo mismo con los cardenales negros y azules que Thwackum había marcado en su cara y en su pecho, los cuales, vistos por Sophia, dieron lugar a que la joven exhalara un suspiro y dirigiera al joven una mirada rebosante de inexplicable ternura.
Tom recogió toda aquella mirada, que produjo en él un efecto mucho más intenso que todas las contusiones que con anterioridad había recibido. Efecto, sin embargo, de naturaleza muy distinta, pues fue tan suave y balsámico, que si hubieran sido heridas todos los golpes que recibió, habrían evitado durante bastantes minutos que sintiera el dolor de las mismas.
Todos retrocedieron entonces y no tardaron en llegar al lugar donde en el entretanto Thwackum había logrado levantar a Blifil. Aquí no podemos por menos de expresar un piadoso deseo, es decir, que todas las peleas fueran decididas con las armas que la naturaleza, que sabe perfectamente lo que nos conviene, nos ha otorgado, y que el hierro no fuera utilizado más que para horadar las entrañas de la tierra. En este caso las guerras no serían más que pasatiempos propios de reyes, unas guerras poco menos que inofensivas, y las batallas entre los grandes ejércitos podrían librarse cumpliendo los deseos de varias damas de alta alcurnia, las cuales, en unión de los reyes, podrían ser los espectadores del conflicto. En este caso, el campo aparecería sembrado de cuerpos humanos en un momento determinado, y al siguiente los hombres muertos, o una buena parte de ellos, podrían levantarse, al igual que las tropas de Mr. Bayes, y marchar al son de un tambor o de un violín, como mejor conviniera.
Pero, en lo posible, evitaré tratar estos asuntos en tono despectivo por temor a las protestas de los hombres graves y políticos, que me consta que se sienten ofendidos con una simple broma. Pero ¿no podría decidirse lo mismo una batalla por el mayor número de cabezas rotas, narices sangrantes y ojos amoratados, que por las enormes piras de cuerpos humanos asesinados y mutilados? ¿No podría lucharse por las ciudades de igual forma? Quizá esto parezca una idea desventajosa para los intereses de Francia, ya que de este modo ésta perdería la ventaja que tiene sobre las demás naciones, debida a la superioridad de sus ingenieros. Pero cuando pienso en la galantería y en la generosidad de este pueblo, me convenzo de que jamás declinará el honor de ponerse a la altura del adversario.
Semejantes reformas son más para deseadas que para esperadas. Me limito, pues, por tanto, a hacer esta breve indicación y volveré a mi relato.
Western comenzó entonces a preguntar por el origen de la pelea, a lo que ni Blifil ni Jones dieron respuesta. Pero Thwackum repuso con acento irritado:
—Creo que la causa no está lejos de aquí, y si busca entre la maleza la encontrará usted.
—¿Que la encontraré? —preguntó Western—. ¿Es posible que hayan ustedes luchado por semejante pindonga?
—Pregunte usted a ese caballero que está ahí sin casaca —repuso Thwackum—. Él lo sabe bien.
—Entonces —exclamó Western— se trata de una moza, sin duda. ¡Ah, Tom, Tom, eres un granuja! Pero, vengan ustedes, caballeros, a mi casa y hagan las paces ante una botella de vino.
—Le pido perdón, señor —repuso Thwackum—. No es una cuestión sin importancia para un hombre de mi condición el haber sido tratado del modo injurioso que lo he sido, siendo zarandeado por un muchacho porque he tratado de cumplir con mi deber al intentar descubrir y reprender a una mujer deshonesta. Pero, en el fondo, la principal culpa de esto la tiene Mr. Allworthy, y también usted, pues si ambos velasen por que las leyes se cumplieran, como deberían hacer, muy pronto se vería la comarca libre de tales sabandijas.
—Antes se vería la comarca libre de zorras —exclamó Western—. Pero ¿dónde está esa individua? Tom, enséñamela. —El hombre comenzó a dar una batida como si buscara una liebre, y al fin exclamó—: ¡Hola! ¡La liebre no se encuentra lejos! Aquí está señalada su forma. Pero me parece que se ha escapado.
En efecto, había descubierto el lugar donde se encontraba la infeliz muchacha al comienzo de la pelea, y del que había huido con tanta velocidad como las liebres huyen de sus cazadores.
Sophia suplicó a su padre que regresaran a casa, asegurando que se sentía muy débil y que temía una recaída. El caballero accedió inmediatamente al ruego, pues era el más cariñoso de los padres. El hombre trató de convencer a todos los presentes para que le acompañasen a cenar. Pero tanto Blifil como Thwackum rehusaron decididamente, diciendo el primero que se reservaba las razones que tenía para declinar el honor, y afirmando el segundo, quizá con razón, que no era propio de una persona de su clase el que le vieran en ninguna parte en el estado en que se encontraba en aquel momento.
Tom Jones no pudo negarse el placer de estar con Sophia, así que acompañó al caballero Western y a las dos damas, quedándose el párroco a retaguardia con Thwackum, a fin de acompañarle. Pero éste se negó a aceptar el favor y con la mayor cortesía empujó al párroco hacia Mr. Western.
Así terminó aquella sangrienta refriega, y así concluye el quinto libro de esta historia.