DONDE SE EXPONEN CUESTIONES MÁS NATURALES QUE AGRADABLES.
Aparte de la pena por la grave enfermedad de su amo, existía otra causa que procuraba un cierto malestar al ama de llaves.
Tan pronto como salió de la alcoba de Mr. Allworthy, la mujer comenzó a hablar consigo misma del siguiente modo: «Seguramente que el amo habrá hecho algunas diferencias entre mí y los criados. Supongo que me habrá dejado para lutos, pero si eso es todo, que se lo lleve el diablo. Alguna vez le he dado a entender que no soy una pobretona. En su casa he conseguido ahorrar quinientas libras, y estoy convencida de que si alguna vez me he quedado con algo, otros se han apoderado de cantidades diez veces mayores, y todo para al final acabar en el montón común. Si es así, que tanto el testamento como quien lo dictó se vayan al mismo infierno. No cederé nada, pues alguien se alegraría. Me compraré el vestido más bonito que pueda encontrar, y con él puesto bailaré sobre la tumba de ese viejo roñoso. Esto es el premio que merezco por haberme puesto tantas veces de su parte, cuando todos decían pestes de él por criar y cuidar de un bastardo. Pero ahora irá a parar donde las pagará todas juntas. Le hubiera convenido más arrepentirse de sus pecados en su lecho de muerte que glorificarlos, y hacer que sus bienes pasen a un muchacho ilegítimo en vez de a su familia. ¡Encontrado en el lecho! ¡Bonita historia! ¡Dios le perdone! Creo que si se divulgara la verdad, resultaría el padre de muchos más bastardos. “¡Los criados recibirán algunos legados para que no me olviden!”. Éstas fueron sus palabras. No las olvidaré aunque viviera cien años. ¡Oh, ya me acordaré de él por confundirme con sus criados! Era de esperar que mencionase mi nombre lo mismo que el de Square. Pero es un caballero olvidadizo, aunque no tenía ropa que ponerse cuando vino aquí por primera vez. El diablo cargue con la gente de esa calaña».
Mrs. Wilkins continuó diciéndose cosas por el estilo, pero creemos que con lo dicho bastará al lector para hacerse una idea del estado de ánimo del ama de llaves.
Tampoco Thwackum y Square se sentían muy satisfechos con sus legados. Aunque ninguno daba rienda suelta a su resentimiento de un modo tan franco. Sin embargo, por la contrariedad que se reflejaba en sus rostros, así como por el siguiente diálogo, podemos colegir que no era precisamente contento lo que se albergaba en sus almas.
Poco más o menos una hora después de haber abandonado ambos el cuarto del enfermo, Square encontró a Thwackum en el zaguán de la casa y le abordó de este modo:
—Bien, señor. ¿Tiene usted nuevas noticias de su amigo desde que nos separamos de su lado?
—Si se refiere usted a Mr. Allworthy —replicó Thwackum—, creo que más bien debía de ser yo el que concediera a usted el título de amigo, pues me parece que lo ha merecido usted con más méritos.
—El título también le conviene a usted —replicó Square—, pues la denominación ha sido igual para ambos.
—No he sido yo el que primero ha hablado de eso —contestó Thwackum—. Pero ya que ha tocado usted la cuestión, debo decirle que mi opinión es muy distinta. Existe una gran diferencia entre favores voluntarios y recompensas. El cargo que he desempeñado en el seno de la familia y el cuidado que me he tomado por la educación de los dos muchachos son servicios de los que algunos hombres podrían esperar obtener un mejor pago. No quiero que piense usted que no me siento satisfecho, pues san Pablo me ha enseñado a contentarme con lo poco que poseo. Si la ración hubiera sido aún más pequeña, del mismo modo hubiese cumplido con mi deber. Pero aunque la Biblia me obliga a sentirme satisfecho, no me fuerza a cerrar los ojos a mis propios méritos ni me impide apreciar de qué modo se me puede injuriar con una comparación injusta.
—Puesto que usted me provoca —repuso Square—, le diré que el injuriado he sido yo. Jamás creí que Mr. Allworthy tuviera en tan poco mi amistad, al extremo de haberme comparado con un individuo que recibe un sueldo de él. Conozco la razón de esta conducta. Es hija de esos principios mezquinos que durante tanto tiempo ha tratado usted de inculcarle, despreciando todo lo que es grande y noble; la belleza, el encanto y el placer de la amistad no lo saben apreciar los ojos ciegos, no pueden ser percibidos sino mediante esa regla infalible del derecho que en tantas ocasiones ha tratado usted de ridiculizar, hasta que al cabo consiguió usted pervertir la manera de pensar de su amigo.
—Deseo —exclamó Thwackum, colérico—, deseo por el bien del alma de Mr. Allworthy que sus condenables doctrinas no hayan pervertido su fe. A esto es a lo que atribuyo su conducta actual, tan poca adecuada en un cristiano. ¿Quién sino un ateo podría pensar en abandonar el mundo sin antes hacer sus cuentas, sin confesar sus pecados y recibir esa absolución que sabe que uno de la casa debidamente autorizado podría concederle? Sentirá esa falta cuando ya sea demasiado tarde, cuando haya llegado a esa situación en la cual tienen lugar las lamentaciones y el rechinar de dientes. Entonces se apresurará a buscar al sacerdote, entonces es cuando le será imposible encontrar a ninguno, y se lamentará de la falta de absolución, sin la cual no puede salvarse pecador alguno.
—Si eso es de tanta importancia —preguntó Square—, ¿por qué no se lo hizo usted presente, sin esperar a que él se lo indicara?
—No tiene eficacia —repuso Thwackum— sino con aquellos que poseen la suficiente gracia para pedirla. Pero ¿por qué hablo de este modo a un pagano y a un incrédulo? Es usted quien le ha enseñado esa lección, por lo que ha sido bien recompensado en este mundo, del mismo modo que tengo la certeza de que en el otro lo será mi discípulo.
—No sé lo que pretende usted decir con la palabra recompensado —repuso Square—, pero si se refiere a ese recuerdo piadoso de nuestra amistad, que le ha parecido bien otorgarme, lo desprecio, y le aseguro que tan sólo las circunstancias tan poco favorables que me rodean me obligarán a aceptarlo.
El médico llegó en aquel momento y preguntó a los dos contendientes cómo iban las cosas de escalera para arriba.
—Muy mal —repuso Thwackum.
—Es lo que yo me temía —afirmó el médico—. Pero ¿qué síntomas se han presentado después de mi marcha?
—Ninguno bueno —replicó Thwackum—. Después de lo que sucedió cuando nos separamos, creo que ya quedan muy pocas esperanzas.
El médico de cuerpos no acabó de comprender al médico de almas, y antes de que mediaran otras explicaciones, se acercó a ellos el joven Blifil, que traía un rostro muy melancólico. El joven comunicó que traía muy malas noticias. Su madre había muerto en Salisbury, a consecuencia de la gota, que le había atacado a la cabeza y al estómago durante el viaje de regreso, dando cuenta de ella en pocas choras.
—¡Vaya un día funesto! —exclamó el doctor—. Desde luego, no se pueden prever los acontecimientos, pero me hubiera gustado estar presente para cuidarla. La gota es un mal de difícil tratamiento. No obstante, he conseguido triunfar de ella en diversas ocasiones.
Square y Thwackum dieron el pésame a Blifil por la muerte de su madre, aconsejándole el uno que lo soportase como un hombre y el otro como un cristiano. El muchacho respondió que sabía bien que todos éramos mortales, y que se esforzaría en soportar la dolorosa pérdida con la mayor resignación posible. Pero no podía por menos de experimentar un cierto espíritu de rebelión contra la rigurosa severidad del destino, que le había traído la noticia de una terrible calamidad de manera imprevista, coincidiendo con la amenaza de otro golpe desgraciado que esperaba recibir de un momento a otro. Añadió el joven que en la ocasión actual pondría a prueba los excelentes principios que le habían enseñado tanto Mr. Thwackum como Mr. Square, y sólo a ellos se debería el que pudiera soportar tales infortunios.
En el acto se planteó el problema de si debía comunicarse a Mr. Allworthy la muerte de su hermana o no. El médico se opuso a ello con la mayor energía, cosa con la que se mostrarían conformes todos los médicos. Pero Blifil repuso que había recibido órdenes tan concretas y reiteradas de su tío para que jamás le ocultase nada, que en modo alguno podía pensar en desobedecerle, cualesquiera que pudieran ser las consecuencias. Además, teniendo en cuenta el espíritu filosófico y religioso de su tío, no compartía los temores del doctor. Por esta razón estaba dispuesto a decírselo, pues si su tío sanaba, como él lo deseaba con todo su corazón, sabía que jamás le perdonaría el no haberle comunicado inmediatamente una noticia de aquella naturaleza.
Al médico no le quedó otro remedio que someterse a aquella resolución, a la que se adhirieron los dos caballeros presentes. De modo que juntos el médico y Mr. Blifil se dirigieron a la habitación del enfermo. El galeno se aproximó al lecho para tomar el pulso al paciente, y apenas lo hubo hecho cuando declaró que Mr. Allworthy se encontraba mucho mejor, que sin duda la última medicina había obrado el milagro, haciendo bajar la fiebre de tal modo que el peligro había desaparecido.
En realidad, la situación de Mr. Allworthy no había sido en ningún momento tan desesperada como la gran prudencia del médico había hecho creer a todos. Pero del mismo modo que un general prudente jamás desprecia al enemigo, por ínfimo que éste sea, así tampoco un médico sabio menosprecia ninguna enfermedad, por leve que pueda parecer. Del mismo modo que el primero observa y hace cumplir la más estricta disciplina, sitúa los mismos centinelas, aunque el enemigo sea débil, así el segundo mantiene la misma gravedad en el rostro y mueve la cabeza con idéntico aire significativo aunque la enfermedad sea ligera. Y ambos, entre otras excelentes razones para obrar así, pueden aducir la de que si con estos medios ganan la victoria, se cubren de gloria, y si por desgracia ocurre un accidente, su derrota es menor.
Apenas levantó la vista Mr. Allworthy y dio las gracias al cielo por su mejoría, se aproximó a él su sobrino, que con expresión afligida y aplicándose el pañuelo a los ojos, bien para enjugarse una lágrima o para hacer lo que Ovidio dice en una ocasión:
Si nullus erit, tamen exculte nullum,
es decir: «Si no hay ninguna, enjúgala también», participó a su tío lo que el lector acaba de saber.
Allworthy recibió la noticia con tranquilidad y resignación. Vertió una tierna lágrima, compuso su rostro y exclamó:
—Que la voluntad de Dios se cumpla en todas las cosas.
Luego preguntó por el mensajero. Pero Blifil repuso que había sido imposible detenerle ni un minuto más de lo necesario para dar la triste noticia, pues parecía, por la gran prisa que demostró, tener algún asunto importante que llevar a cabo, repitiendo una y otra vez que, aunque le dividieran en cuatro partes, sabría lo que hacer con cada una de ellas.
Allworthy pidió a su sobrino que cuidara del entierro y de todo lo demás. Dijo que deseaba que su hermana fuera depositada en su propia capilla, y, en cuanto a los detalles, los dejó a la discreción del joven, mencionándole sólo a la persona que hubiera él utilizado en tal ocasión.