CAPÍTULO VII

DONDE MR. ALLWORTHY APARECE ENFERMO EN SU LECHO.

Mr. Western se había aficionado tanto a Jones que se negaba a separarse de él, aunque el joven hacía tiempo que tenía curado el brazo. Y Tom, ya fuera por su afición a la caza o por otra causa, se dejaba convencer con el fin de permanecer en aquella casa, lo que hizo durante otros quince días, sin hacer en todo ese tiempo una sola visita a Mr. Allworthy; es más, sin oír hablar de él tan siquiera.

Mr. Allworthy había estado indispuesto a consecuencia de un fuerte resfriado al que acompañó una ligera fiebre. El caballero no hizo el menor caso, como era corriente en él con todos los males que no le obligaban a guardar cama o no le impedían dedicarse a sus quehaceres habituales, conducta que en modo alguno aprobamos o aconsejamos que sea imitada, pues sin duda los caballeros que practican el arte de Esculapio tienen razón cuando afirman que en el momento en que la enfermedad entra por una puerta, el médico debe hacerlo por la otra. ¿Qué otra cosa significa el viejo adagio, Venienti occurrite morbo? «Haga frente a la enfermedad desde que se la divisa». De esta forma, el médico y el mal se encuentran frente a frente, mientras que si se concede tiempo a la última, le damos ocasión de que se fortifique y atrinchere, como un ejército francés, de suerte que para el médico le resulta muy difícil, y a veces incluso imposible, derrotar al enemigo. En ocasiones, con esa ventaja de tiempo que lleva la enfermedad por delante, adopta la táctica militar francesa y corrompe a la naturaleza inmediata a ella, y entonces todo el poder del médico resulta infructuoso. Abundando en estas ideas, recuerdo las lamentaciones del doctor Misaubin, que acostumbraba a decir: «Creo que mis pacientes me toman por un enterrador, pues jamás me mandan a llamar hasta que la enfermedad les ha matado».

El mal de Mr. Allworthy ganó tanto terreno por su descuido, que cuando el aumento de fiebre le obligó a buscar asistencia facultativa, el médico opinó que debería haber sido llamado antes e insinuó que el enfermo se encontraba muy grave. Mr. Allworthy, que tenía arreglados todos sus asuntos en este mundo y se encontraba todo lo preparado para el otro como es posible, recibió la noticia con la mayor tranquilidad. Podía decir siempre como Catón en el poema trágico:

«Deja a la culpa o al temor conturbar el descanso de un hombre; Catón no conoce ni la una ni al otro, y le es indiferente dormir o morir».

En realidad, Mr. Allworthy podía decir esto con mucha más razón y confianza que Catón o cualquiera otro hombre orgulloso entre los héroes antiguos o modernos, pues no sólo no sentía miedo, sino que podía compararse a un trabajador honrado que, concluida la recolección de la cosecha, es llamado para recibir su recompensa de las manos de un amo bondadoso.

El caballero dio inmediatamente orden de que acudieran junto a su lecho todos los individuos de su familia. Ninguno de ellos se encontraba entonces ausente, salvo su hermana, que pasaba una temporada en Londres, y Tom, a quien acabamos de dejar en casa de Mr. Western, y que recibió el recado tan pronto como se separó de Sophia.

La noticia del estado en que se encontraba Mr. Allworthy, pues el criado le anunció que se estaba muriendo, alejó de la mente de Tom todos los pensamientos sobre el amor. El joven corrió hacia el coche que le habían enviado y ordenó al cochero que fuera todo lo de prisa que pudiese, y no creo que ni una sola vez durante el camino se le apareciera la imagen de Sophia.

Reunida toda la familia, es decir: Mr. Blifil, Mr. Jones, Mr. Thwackum, Mr. Square y algunos de los criados, ya que tales fueron las órdenes de Mr. Allworthy, alrededor del lecho, el buen hombre se enderezó, y se disponía a hablar cuando su sobrino Blifil comenzó a sollozar y a lamentarse en voz alta con palabras por demás conmovedoras. Al ver esto, Mr. Allworthy le cogió la mano y dijo:

—No te aflijas, querido sobrino, ante lo más natural que le puede suceder a un ser humano. Cuando a nuestros amigos les sucede una desgracia, nos sentimos con razón apenados, pues se trata de accidentes que a menudo pueden ser evitados, y esto es lo que hace que el sino de un hombre sea más lamentable que el de otro. Pero la muerte es inevitable para todos y es el lote común que corresponde a la suerte de todos los hombres, y no debe importarnos mucho el instante en que se presente. Hay quienes comparan la duración de la vida a un día. Quizá esté escrito que muera al anochecer. Y, en último extremo, aquellos que mueren antes sólo pierden unas horas, que no vale la pena de tomar en consideración, si se las compara con las horas de trabajo y de fatigas, de dolor y de tristezas que se ahorran. Uno de los poetas romanos llegó a comparar el tránsito de la vida a la muerte a la salida de una fiesta, pensamiento que se me ha ocurrido a mí a menudo cuando he visto a los hombres luchar por prolongar una diversión y gozar de la compañía de sus amigos unas cuantas horas más. Pero ¡qué breve es el más prolongado de tales placeres! ¡Qué imperceptible resulta la diferencia entre aquel que se retira pronto y el que permanece algún tiempo más! Esto es ver la vida desde el mejor punto de vista, y la repugnancia a abandonar a nuestros amigos es el motivo más amable del que yo puedo derivar el miedo a la muerte. Sin embargo, el goce más prolongado que podemos esperar de esta clase es de duración tan insignificante, que debe ser completamente despreciable para un hombre sabio. Muy pocos hombres piensan de este modo, pues son escasos los que reflexionan sobre la muerte hasta que se encuentran entre sus garras. Por terrible que resulte cuando se aproxima, los hombres son incapaces de verla a distancia, y aun cuando se muestren muy alarmados y asustados al sentirse en peligro de muerte, inmediatamente que desaparece el peligro el temor se borra de su corazón. Pero el que escapa una vez a la muerte no está perdonado. Tan sólo ha sido suspendida temporalmente la ejecución de la sentencia, que en un día no lejano será cumplida.

»No te apenes, pues, en la presente ocasión, mi querido muchacho. Un acontecimiento que puede producirse en cada instante, que todo elemento, casi cada partícula de materia que nos rodea puede ocasionar, y que inevitablemente alcanzaremos a la postre, no debe ser objeto de nuestra sorpresa ni de nuestras lamentaciones.

»Como sea que el médico me ha anunciado que estoy en peligro, lo que le agradezco infinito, que me hallo en peligro de abandonaros a todos en breve, he decidido deciros unas cuantas palabras en esta nuestra despedida, antes de que mi enfermedad, que siento que progresa por momentos, me deje sin fuerzas para hacerlo.

»Quiero hablaros de mi testamento, del cual, aunque fue otorgado por mí hace tiempo, juzgo necesario mencionar todos los detalles del mismo que se refieren a vosotros, a fin de recibir el consuelo de ver que todos os sentís satisfechos con las disposiciones que he tenido a bien tomar.

»Sobrino Blifil, a ti te nombro heredero de todos mis bienes, salvo quinientas libras anuales que irán a parar a ti después de la muerte de tu madre, y otras propiedades que rentan quinientas libras al año, más la suma de cinco mil libras, que he repartido del siguiente modo: los intereses que producen las quinientas libras anuales serán para ti, Tom, y como conozco bien los inconvenientes que acompañan a la falta de dinero en efectivo, he añadido mil libras en dinero contante y sonante. Al hacerlo así no sé si he sobrepasado tus aspiraciones o me he quedado corto. Quizá pienses que te lego muy poco, en tanto que la gente se mostrará sin duda dispuesta a censurarme por haberte dado demasiado. Pero yo desprecio tales críticas. En cuanto a lo primero, no lo espero de ti, a no ser que incurras en ese error común a tantas personas, es decir, que en vez de suscitar gratitud en nosotros los actos naturales de bondad, nos consideramos obligados a hacer peticiones imposibles de satisfacer. Pero, perdóname la simple mención de esto. No espero nada semejante de ti.

Tom Jones se precipitó a los pies de su bienhechor y, cogiéndole fuertemente de la mano, le recordó que su bondad con él ahora y en todas las ocasiones había excedido en mucho no sólo a sus merecimientos, sino a sus esperanzas, y que no encontraba palabras para agradecérselo.

—Le aseguro, señor —añadió—, que su generosidad no me hace olvidar la tristeza del presente momento y mi más profundo deseo es que no muera. ¡Oh, mi amigo, mi padre!

Tom Jones no pudo proseguir y se volvió para ocultar las lágrimas que acudieron a sus ojos.

Mr. Allworthy oprimió entonces la mano del joven y prosiguió del siguiente modo:

—Estoy convencido, hijo mío, de que en ti existe una gran bondad, generosidad y honor. Si a estas cualidades sumaras la prudencia y el espíritu religioso, serías feliz, pues reconozco que las tres primeras cualidades mencionadas te hacen digno de la felicidad, aunque sólo las dos últimas te pondrán en posesión de ella.

»A usted, Mr. Thwackum, le lego la cantidad de dos mil libras, cantidad que estoy convencido que excede a sus esperanzas tanto como a sus necesidades. Las aceptará usted como recuerdo de nuestra amistad, y en cuanto a las cosas superfluas que pueda adquirir con ellas, esa piedad que con tanta inflexibilidad mantiene le indicará la mejor manera de disponer de esa cantidad.

»A usted, Square, le lego una cantidad igual. Eso le permitirá seguir su profesión con mayor éxito que hasta ahora. Muchas veces he observado que la desgracia es más susceptible de excitar el desprecio que la conmiseración, sobre todo, entre los hombres de negocios, que consideran la pobreza como una falta de habilidad. Mas lo poco que me ha sido posible dejarle le librará de esas dificultades con las que en otras ocasiones ha tenido que luchar, y estoy convencido de que conseguirá la suficiente prosperidad para disponer de lo que un hombre de carácter filosófico requiere.

»Observo que me voy debilitando por momentos y por ello me apresuraré a exponer mi voluntad respecto al resto de mi fortuna. Mis criados recibirán algunos legados para que no me olviden, y también hago otras mandas que confío que mis testamentarios cumplirán al pie de la letra. Que Dios os bendiga a todos. Parto para el gran viaje un poco antes que vosotros.

En aquel instante entró precipitadamente en la estancia un criado, el cual anunció que un alguacil de Salisbury había llegado con un mensaje particular, que debía comunicar al propio señor Allworthy, y que el hombre parecía tener mucha prisa.

—Ve a ver de lo que se trata, sobrino —dijo Mr. Allworthy—. No estoy ahora en condiciones de ocuparme de nada, y más les interesará a ustedes el mensaje del alguacil que a mí. Además, soy incapaz de ver a nadie en estos momentos ni de fijar por más tiempo mi atención en nada.

El caballero saludó a todos, diciéndoles que quizá les volvería a ver de nuevo. Pero que en aquel momento deseaba descansar un poco, pues con tanto como había hablado se sentía muy fatigado.

Algunos de los presentes derramaron lágrimas de desconsuelo al separarse de Mr. Allworthy e incluso el filósofo se secó los ojos, pese a que no era un hombre de carácter blando. En cuanto al ama de llaves de Mr. Allworthy, dejó correr sus lágrimas tan de prisa como los árboles de Arabia sus gomas medicinales, pues éste era un rito que la dama jamás dejaba de cumplir en las ocasiones en que se requería.

Luego de esto, Mr. Allworthy se echó de nuevo sobre las almohadas y trató de descansar.