CAPÍTULO VI

SI LO COMPARA CON EL ANTERIOR, QUIZÁ EL LECTOR PUEDA CORREGIR ALGÚN ABUSO COMETIDO POR ÉL EN LA APLICACIÓN DE LA PALABRA «AMOR».

La infidelidad de Mary, descubierta por Tom Jones, hubiera sin duda justificado una mayor cólera de la que el muchacho dejó entrever, y si hubiera abandonado a la joven a partir de aquel instante, muy pocos, a mi juicio, se lo hubiesen reprochado.

Claro que Tom miraba las cosas desde el punto de vista de la compasión, y aunque su amor por Mary no era del género que pudiera preocuparle mucho su inconstancia, sin embargo, no dejaba de impresionarle la idea de que había sido él el primero en abusar de su inocencia, pues a esta corrupción imputaba el vicio en que ahora parecía sumergida la joven.

Esta preocupación fue causa de no poca inquietud para Jones, hasta que Isabela, la hermana mayor de Mary, fue tan amable con él algún tiempo más tarde que le curó del todo, pues le contó que el primer seductor de Mary no había sido él, sino un tal William Barnes, y que la criatura que hasta ahora él consideraba suya podía atribuirse con la misma probabilidad a Barnes.

Jones quiso comprobar lo que le habían dicho, y al cabo de poco tiempo pudo convencerse de que la muchacha le había dicho la verdad, no sólo por la confesión de Barnes, sino de la propia Mary.

El tal William Barnes era un auténtico donjuán campesino que había obtenido tantos triunfos de esta clase como cualquier alférez del reino. En efecto, había reducido a varias mujeres al estado de verdaderas perdidas; había destrozado el corazón de algunas y gozado el honor de provocar la muerte violenta de una muchacha, que se había ahogado por sí misma, o lo que era más probable, que fue ahogada por él.

Entre sus conquistas figuraba Isabela Seagrim. Le había hecho a ésta el amor mucho antes de que Mary hubiese alcanzado la edad de ser codiciable. Pero luego la abandonó para dedicarse a la hermana, con la que obtuvo un triunfo inmediato. William era el único que, en realidad, era dueño del amor de Mary, pues tanto Jones como Square habían sido sacrificados por igual al interés y orgullo de la joven.

Esto era el origen de aquel odio implacable que Tom había podido descubrir en Elizabeth, aunque no juzgamos necesario hacerlo constar antes, ya que la envidia por sí sola se bastaba para producir todos los efectos que hemos mencionado.

Jones se tranquilizó del todo cuando supo este secreto referente a Mary. Sin embargo, en lo que respecta a Sophia, estaba muy lejos de experimentar los mismos efectos. Por el contrario, vivía dominado por la más violenta inquietud. Su corazón era ahora completamente libre y Sophia tomó completa posesión de él. La quería con pasión y conocía los tiernos sentimientos que ella albergaba hacia él, aunque este convencimiento no aminoraba su desesperación ante la imposibilidad de lograr el consentimiento del padre de ella ni los horrores que supondría el logro de ella por cualquier procedimiento traicionero.

La ofensa que de este modo infligiría a Mr. Western, junto con el enorme disgusto que ocasionaría a Mr. Allworthy, le atormentaban durante el día y le robaban el sueño por la noche. Su vida era una lucha permanente entre el honor y el deseo, que por turno triunfaban en su alma. A menudo decidía, estando ausente Sophia, abandonar la casa de su padre y no volverla a ver jamás. Y con idéntica facilidad, cuando estaba presente la joven, abandonaba esta resolución y resolvía perseguirla a toda costa, sacrificando, si era preciso, todo lo que le era más querido.

Este íntimo conflicto comenzó a producir en él intensos y visibles efectos, pues perdió toda su viveza natural y su alegría, tornándose melancólico, y esto le sucedía no sólo cuando se encontraba solo, sino también cuando se hallaba en compañía de otras personas. Si en alguna ocasión simulaba alegría, para ponerse a tono con Mr. Western, el esfuerzo resultaba tan evidente que era visible su fingimiento.

Podría discutirse quizá qué era lo que más le traicionaba, si la astucia que empleaba para ocultar su pasión o los medios de que la naturaleza se valía para revelarla, pues mientras la astucia le hacía mostrarse cada vez más reservado con Sophia y le impedía sostener una conversación larga con ella por miedo a que se cruzaran sus miradas, la naturaleza se mostraba por completo decidida a desbaratar sus planes. De aquí que a la aparición de Sophia se tornara pálido y la entrada repentina de la joven le sobresaltase. Si las miradas de ambos se cruzaban, la sangre afluía a las mejillas de Tom y su rostro se cubría de un vivo color escarlata. Si la cortesía le obligaba a dirigirle la palabra, como cuando brindaba con ella en la mesa, su lengua tartamudeaba. Si por casualidad rozaba su mano, todo su cuerpo se echaba a temblar. Si alguna conversación sugería, aunque fuera remotamente, la idea del amor, de su pecho se escapaba un involuntario suspiro. Pero la naturaleza se mostraba tan hábil, que la mayor parte de estos incidentes se presentaban a diario.

Todos estos síntomas escapaban a Mr. Western, pero no así a Sophia. La joven no tardó en descubrir la agitación que reinaba en el espíritu de Tom Jones, y no le costó mucho esfuerzo descubrir la causa, pues la percibía también en su propio corazón. Y este reconocimiento no era sino esa simpatía que con tanta frecuencia se observa en los amantes, y que basta para explicar por qué la joven se apercibió de todo mucho antes que su padre.

Existe también otro modo más sencillo de explicar esta prodigiosa superioridad de penetración que se observa en algunos hombres con respecto a sus congéneres, y que se aplica no sólo a los enamorados, sino a todos los otros seres. ¿Por qué razón el pillo es capaz de percibir los síntomas y tretas de la bellaquería, que con frecuencia escapan a un hombre de inteligencia mucho más clara? No es seguro que exista una mutua simpatía entre los picaros, ni poseen, como los francmasones, un signo común para comunicarse entre sí. En realidad, la explicación está en que llevan las mismas ideas en la mollera y sus pensamientos convergen hacia el mismo punto. Así, pues, a nadie debe sorprender que Sophia descubriera, y Western no, los síntomas evidentes del amor en Jones. Debe tenerse presente que la idea del amor jamás había pasado por la cabeza de Mr. Western, en tanto que su hija no pensaba en la actualidad en otra cosa.

Cuando Sophia estuvo segura de la violenta pasión que atormentaba al infeliz Jones, y no menos segura de que ella era el objeto de la misma, no encontró la menor dificultad en poner al descubierto la causa de su actual conducta. Esto contribuyó a que se acrecentara enormemente el cariño que sentía por Tom y que diera albergue en su corazón a dos de los afectos que cualquier hombre enamorado más puede desear de su novia, esto es, estimación y piedad. Sin duda, las mujeres más rígidas disculparían a Sophia por sentir piedad de un hombre que sufría por su causa, y ninguna podría injuriarla por estimar a un hombre que, por los motivos más honrosos, trataba de ocultar la llama que ardía en su pecho, la cual, como el famoso hurto espartano, había hecho presa en él y consumía sus partes vitales. Por ello, su timidez, sus esquiveces, su frialdad y su silencio eran sus mejores abogados, los más entusiastas y elocuentes, y actuaron de un modo tan violento en el sensible y tierno corazón de Sophia, que muy pronto la joven experimentó por Tom todas esas sensaciones apacibles que son el corolario de un alma femenina virtuosa y elevada. En suma, todo cuanto la estimación, la gratitud y la piedad pueden inspirar en tales ocasiones en favor de un hombre agradable. En resumen, la joven estaba locamente enamorada de Tom Jones.

Cierto día, la joven pareja se encontró por casualidad en el jardín, al final de los dos paseos bordeados por el canal en el que Tom había estado a punto de ahogarse cuando intentó recuperar el pajarillo de Sophia.

Este lugar era muy frecuentado por Sophia en los últimos tiempos. La joven acostumbraba a recordar aquí, con una mezcla de pena y de placer, un incidente que, aunque trivial en sí, había sembrado las primeras semillas de un afecto que ahora estaba alcanzando plena madurez en su corazón.

Allí, pues, se encontraron ambos. Estaban casi juntos antes de que se percatasen el uno y el otro de su proximidad. Un espectador imparcial hubiera descubierto en sus rostros los suficientes signos de azoramiento, pero, en cambio, ellos se sintieron demasiado impresionados por el encuentro para poder hacer la menor observación. Pero tan pronto como Jones se hubo repuesto de la sorpresa, abordó a Sophia con algunas de las fórmulas usuales de saludo, que ella devolvió de idéntica forma, y su charla se inició, como de costumbre, comentando la deliciosa mañana que hacía. De esto pasaron a la belleza del lugar, del que Tom hizo calurosos elogios. Cuando llegaron ante el árbol desde el cual él se había caído al canal, Sophia no pudo por menos de recordar el accidente, y dijo:

—Creo, Tom, que sentiría usted algún miedo cuando vio el agua.

—Le aseguro, Sophia —repuso Jones—, que la pena que usted sintió ante la huida del pajarito, será siempre para mí la circunstancia principal de esa aventura. Ahí está la rama en que el pajarito se posó. ¿Cómo pudo aquel desgraciado animalillo ser tan loco como para abandonar la felicidad de que disfrutaba? Lo que le sucedió fue un justo castigo a su ingratitud.

—Creo, Mr. Jones —repuso la joven—, que no merecía un sino tan adverso. Estoy segura de que el recuerdo sigue aún impresionándole.

—Si tengo algún motivo para pensar con pena en ello —repuso Tom—, es quizá que el agua no fuera un poco más profunda, con lo que hubiera evitado muchas angustias a mi corazón que la fortuna le tenía reservadas.

—No creo que hable usted en serio, Tom —contestó Sophia—. Ese aparente desprecio de la vida es únicamente un exceso de complacencia hacia mí.

La joven pronunció estas palabras con sonrisa y dulzura indecibles.

Tom contestó con un suspiro y mirando luego a la muchacha con expresión de arrobo, exclamó:

—¡Oh, miss Western! ¿Desea usted que viva? ¿Cómo puede desearme tanto mal?

Sophia, mirando al suelo, contestó con cierto titubeo:

—Yo no le deseo ningún mal, Tom.

—¡Bendita sea su angelical alma! —repuso Tom—. Esa bondad es el mayor de sus encantos.

—No siga usted por ese camino, pues no le comprendo —murmuró la joven—. Por favor, no puedo permanecer aquí más tiempo.

—¡Bien quisiera no ser comprendido! —exclamó Tom—. No puedo ser entendido. No sé lo que me digo. Me ha desconcertado encontrarla aquí tan inesperadamente. Perdóneme si le he dicho algo ofensivo. No era esa mi intención. Hubiera preferido morir. La simple idea de ello me abruma.

—Me asombra usted —contestó Sophia—. ¿Cómo puedo pensar que me ha ofendido?

—El temor, miss Western —repuso Tom Jones—, fácilmente se convierte en locura, y no existe un temor mayor que el que yo siento de ofenderla. No me mire con esos ojos de ofendida. Un solo gesto de desagrado significaría mi perdición. Perdóneme si he dicho demasiado. He luchado con mi amor hasta el final, tratando de vencer una fiebre que me consumía interiormente y que pronto, así lo espero, me imposibilitará para que pueda ofenderla nunca más.

Tom Jones se vio acometido ahora por un extraño temblor, como si sufriera un acceso de fiebre. Pero Sophia, cuyo estado no era mejor que el suyo, contestó con estas palabras:

—No quiero seguir fingiendo, Tom, que no le comprendo a usted. Le comprendo demasiado bien. Pero, por favor, si de veras siente usted algún cariño hacia mí, déjeme regresar a casa.

Tom Jones, que apenas podía sostenerse en pie, le ofreció el brazo, que la joven aceptó, pero ésta le rogó que no volviera a hablarle de aquello. Tom prometió cumplir su ruego, insistiendo tan sólo en lograr su perdón por lo que el amor, más fuerte que su voluntad, le había obligado a decir.

—Esto —contestó la joven—, ya sabe usted cómo puede obtenerlo, pues depende de su conducta futura.

De esta forma marchó la joven pareja. Ambos temblaban sin que el enamorado se atreviera una sola vez a apretar la mano de su adorada, aunque la llevaba cogida.

En cuanto llegaron a casa, Sophia se retiró inmediatamente a su habitación, llamando en su ayuda a Mrs. Honour y a su frasco de sales. En lo que respecta a Jones, el único alivio que recibió su turbado ánimo fue una noticia desagradable, que puesto que ofrece una escena distinta de aquellas a las que se ha habituado últimamente el lector, le será explicada en el siguiente capítulo.