CAPÍTULO V

UN CAPÍTULO MUY LARGO QUE CONTIENE UN INCIDENTE EN EXTREMO IMPORTANTE.

Pero aunque la deidad victoriosa expulsó con facilidad a sus conocidos enemigos del corazón de Tom Jones, encontró una mayor dificultad en sustituir a la guarnición que él mismo había emplazado. Ahora, prescindiendo de toda alegoría, diremos que lo que más desconcertaba y mantenía perplejo al animoso joven era lo relacionado con la pobre Mary. Los superiores méritos de Sophia eclipsaban por completo, o más bien extinguían, toda la belleza de la pobre joven. Pero en lugar de experimentar desprecio, el amor era reemplazado por la compasión. Tom estaba convencido de que la muchacha había depositado todo su afecto y todas sus esperanzas de felicidad futura en él. Reconocía que él había dado motivos suficientes con sus grandes demostraciones de cariño y ternura hacia ella para que las cosas fueran así; que por todos los medios había tratado de convencerla de que su amor sería duradero. Mary, por su parte, le había asegurado que creía en sus promesas, afirmando que del cumplimiento de éstas dependía el que fuera la más feliz o desgraciada criatura humana. Y ser el autor de tan gran aflicción y dolor era algo que Tom no era capaz de pensar ni un solo instante. Se decía que aquella infeliz joven le había sacrificado todo cuanto poseía, que la había convertido en objeto de su placer, y que desde aquel instante ella había suspirado y languidecido por él. «¿Será entonces mi restablecimiento tan ardientemente deseado por ella —pensaba Tom—, será mi presencia, con tanta ansiedad anhelada, causa de pena y desesperación para Mary, en vez de la alegría que debe esperar? ¿Podré ser yo tan villano?».

Pero en tales momentos, cuando parecía triunfar la imagen de la pobre Mary, el amor de Sophia, que ya no era dudoso en él, se precipitaba en su interior y barría todos los obstáculos alzados ante él.

Al cabo se le ocurrió que podría recompensar a Mary de otra forma, entregándole una cantidad de dinero. Aunque dudaba mucho de que la joven lo aceptase, pues recordaba sus continuas y vehementes afirmaciones de que aunque le dieran el mundo entero esto no la recompensaría de la pérdida de él. No obstante su gran pobreza y, sobre todo, su enorme vanidad —alguna muestra de la cual ya hemos dado al lector—, proporcionó a Tom Jones alguna esperanza de que, pese al gran amor que sentía por él, pudiera acabar contentándose con una fortuna superior a la que jamás se le hubiese ocurrido soñar, que le permitiría satisfacer su vanidad y la situación por encima de sus iguales. Tom Jones decidió, pues, aprovechar la primera oportunidad que se le presentara para hacerle una proposición de este género.

Un día, cuando ya la curación de su brazo estaba tan adelantada que podía andar con facilidad llevándolo en cabestrillo, Tom salió furtivamente aprovechando que Mr. Western estaba entregado a sus ejercicios deportivos, y visitó a Mary. La madre y la hermana de la joven, a quienes encontró tomando el té, le dijeron que Mary no se encontraba en casa. Pero más tarde la hermana mayor le dijo con sonrisa maliciosa que se encontraba en el piso de arriba, en la cama. A Tom le sorprendió la noticia y en el acto subió la escalera que conducía al piso. Mas cuando llegó arriba vio con gran sorpresa que la puerta estaba cerrada con llave. Durante algún tiempo no obtuvo contestación, pues la muchacha, según ella misma le dijo luego, estaba profundamente dormida.

Las grandes alegrías y tristezas producen efectos similares, y cuando una u otra nos pillan por sorpresa son capaces de engendrar tal perturbación que con frecuencia nos vemos privados de todas nuestras facultades. No debe, pues, extrañar que la inesperada visita de Tom Jones sorprendiera e impresionase tanto a Mary, produciéndole un tal azoramiento, que durante varios minutos fuera incapaz de hacer las grandes demostraciones que sin duda el lector esperaba que realizase al ver a su amante. En cuanto a Tom, se sintió tan encantado y rendido ante la presencia del ser querido, que durante un tiempo se olvidó de Sophia y, en consecuencia, del objeto principal de su visita.

Éste, sin embargo, no tardó en acudir a su memoria, y una vez pasados los primeros transportes de alegría, fue conduciendo gradualmente la conversación hacia las fatales consecuencias que tendría para el amor que se profesaban si Mr. Allworthy, que le había prohibido a rajatabla que volviera a verla jamás, descubría que continuaban sus relaciones. Tal descubrimiento, que sus enemigos consideraban inevitable, debía de conducirle a la ruina y, en consecuencia, supondría la ruina para ella también. Por tanto, si sus hados adversos habían acordado que debían separarse, le aconsejaba que lo soportase con firmeza y resignación. Tom juró a la joven que jamás dejaría pasar la oportunidad de demostrarle su afecto, cuidando de ella de forma que excedería a todas sus esperanzas, asegurándole, para concluir, que no tardaría en encontrar a un hombre dispuesto a casarse con ella, que le haría mucho más feliz que lo sería llevando una vida deshonrosa al lado de él.

Mary se mantuvo en silencio unos momentos, hasta que prorrumpiendo en un mar de lágrimas, empezó a reconvenir a Tom Jones con las siguientes palabras:

—¡Y éste es el amor que sientes por mí! ¡Ahora quieres abandonarme, después que me has cubierto de vergüenza! ¿Cuántas veces, cuando yo te decía que todos los hombres son falsos y perjuros y que se cansan de nosotras tan pronto han satisfecho sus indecentes caprichos, tú me juraste que por nada del mundo me abandonarías? ¿Tú también eres un perjuro? ¿Qué pueden significar para mí todas las riquezas del mundo si no te tengo a ti, ahora que has conquistado mi corazón? ¿Por qué has hablado de otro hombre? Me será imposible querer a otro hombre mientras viva. Todos los demás no significan nada para mí. Si el caballero más importante de la región viniera a solicitar mi mano mañana, no le haría el menor caso. A partir de ahora, despreciaré y odiaré a todo el sexo masculino por culpa tuya…

La joven se encontraba en este punto de sus lamentaciones cuando un inesperado accidente le paralizó la lengua. El cuarto, o más bien la buhardilla, que Mary ocupaba, tenía las paredes inclinadas, lo que le daba cierto parecido con la delta mayúscula del alfabeto griego, de forma que sólo se podía permanecer de pie en su parte central. Como en la habitación era preciso sustituir con algo la falta de armario, Mary había clavado una alfombrilla vieja en las vigas del techo, alfombrilla que ocultaba un pequeño espacio en donde sus mejores ropas, como por ejemplo, los restos del vestido que le había regalado Sophia, algunas gorras y otras cosas adquiridas últimamente por la muchacha, estaban colgadas y protegidas contra el polvo.

Este espacio cubierto se encontraba justamente al pie de la cama, y la alfombrilla caía tan cerca de ésta que, en cierto modo, reemplazaba la falta de cortinas. Pero no estoy seguro de si Mary, en el paroxismo de su ira, empujó la cortina con los pies o bien Jones la tocó. El caso es que cuando Mary pronunciaba las últimas palabras, la cortina se desprendió y dejó al descubierto todo lo que había detrás de ella. Entonces apareció, entre otros diversos objetos femeninos —lo escribo con verdadera vergüenza y supongo que será leído con pena— el filósofo Square, en una postura, pues el refugio no le permitía permanecer de pie, ridícula a más no poder.

La posición no se diferenciaba mucho de la de un soldado que tuviera atados los pies y el cuello, o más bien recordaba esa actitud en que con frecuencia se sorprende a ciertos individuos en las calles de Londres, los cuales no sufren, sino que merecen un severo castigo por colocarse en semejante postura. Sobre la cabeza tenía un gorro de dormir perteneciente a Mary, y sus dos grandes ojos, en el momento en que cayó la alfombrilla, miraban llenos de asombro a Jones, así que cuando la idea de la filosofía se añadió a la del individuo descubierto, le hubiera resultado harto difícil a cualquier espectador contener una abierta y franca carcajada.

No es mi intención discutir si la sorpresa del lector igualará a la de Tom Jones, puesto que las sospechas que por fuerza tenía que despertar la aparición de aquel sabio y prudente individuo en semejante lugar pudieran no ser compatibles con la opinión que cada cual tenga formada por ahora de su carácter.

Pero, en el fondo, esta incompatibilidad es más bien imaginaria que real. Los filósofos están hechos de carne y hueso como cualquier otro ser humano, y por sublimes y sutiles que sean sus teorías, cierta debilidad en su carácter es un accidente al que están expuestos como cualquier otro mortal. Ya hemos dicho que sólo en la teoría, y no en la práctica, es donde reside la diferencia, pues aunque tales personas piensan mucho mejor y con mucha mayor sabiduría, obran exactamente como los demás mortales. Saben de sobra cómo someter todos los apetitos y pasiones, y desprecian tanto el placer como la pena, y este conocimiento, que se adquiere con suma facilidad, proporciona una contemplación por demás agradable de la vida. Pero su práctica resulta desconcertante y molesta, y por esta razón, la misma sabiduría que les conduce a aprender esto, les enseña cómo evitar ponerlo en práctica.

Mr. Square se encontraba en la iglesia el domingo en que, como el lector recordará sin duda, la aparición de Mary ataviada con el vestido regalado por Sophia produjo tal alteración de ánimos. Por primera vez reparó en ella, y tan prendado quedó de su hermosura, que convenció a los jóvenes para que cambiaran de itinerario en su paseo a caballo, a fin de pasar por delante de la casa de Mary y conseguir por este medio una segunda oportunidad de verla. Y como él juzgó oportuno no dar ninguna explicación de la razón del cambio de itinerario, nosotros consideramos entonces que no debíamos decir nada al lector.

Entre otros atributos que constituían la impropiedad de las cosas, en opinión de Mr. Square, figuraban el peligro y la dificultad. La dificultad que supondría tratar de pervertir a aquella muchacha y el peligro de ser descubierto en semejante empeño constituían dos poderosos elementos en contra, y es muy probable que al principio Mr. Square intentara darse por satisfecho con las placenteras sensaciones que proporciona la contemplación de la belleza. Éstas suelen tomarlas los hombres más graves, tras una ración de meditaciones graves, como una especie de postre, para cuyo objeto tienen acceso a los escondrijos más ocultos de sus despachos ciertos libros y grabados.

Pero cuando el filósofo supo, un día o dos más tarde, que la fortaleza de la virtud se había ya rendido, decidió dar rienda suelta a sus deseos. No era su apetito de esa especie que no puede comer un manjar delicado porque otro ya lo ha probado. En resumen, deseó mucho más a la muchacha ahora que sabía que había perdido su castidad que si la hubiera conservado, y que, de haber estado en posesión de ella, hubiese representado un obstáculo para su placer. En fin, la persiguió y la obtuvo.

Pero el lector cometerá un grave error si piensa que Mary prefería a Square a su joven amante. Todo lo contrario. Si hubiera tenido que elegir entre los dos, Tom Jones hubiera salido victorioso. Mr. Square debía su triunfo a la simple consideración de que dos valen más que uno, aunque esto suponga su peso correspondiente. La ausencia de Tom durante el período de cura de su brazo fue una circunstancia desfavorable para él, y durante este lapso de tiempo algunos regalos bien elegidos por parte del filósofo ablandaron de tal modo el corazón de Mary que se hizo irresistible para ella. Por tanto, Square triunfó de los mínimos restos de virtud que aún quedaban en la muchacha.

Apenas habían transcurrido dos semanas desde la conquista cuando Jones hizo la visita a su querida, en ocasión de que ella y Square se encontraban juntos en el lecho. Ésta fue la causa de que la madre dijera que su hija no se encontraba en casa, pues como la mujer participaba de los beneficios que proporcionaba la desvergüenza de su hija, la alentaba y la protegía cuanto le era posible. Mas era tal el odio y la envidia que la hermana mayor sentía contra Mary que, no obstante participar también en el botín, era capaz de renunciar por completo a él con tal de arruinar a su hermana y echar a perder su comercio. Por ello dijo a Jones que se encontraba arriba, en su cuarto, en la confianza de que el joven la sorprendería en brazos de Square. Esto, sin embargo, lo evitó Mary, ya que la puerta se encontraba cerrada, lo que proporcionó tiempo para ocultar a su visitante detrás de la cortina o alfombra, aunque, por desgracia, fue descubierto.

Tan pronto Square quedó a la vista, Mary se refugió en su lecho y comenzó a gritar que estaba perdida. La pobre muchacha, que era aún novicia en el oficio, no había conseguido obtener ese dominio de sí misma que tanto ayuda a una dama de la ciudad en una situación apurada y que la impulsa a dar una excusa o a discutir el asunto con el mayor desparpajo con su marido, marido que, por amor a la paz y a la tranquilidad, o por miedo de su reputación —en ocasiones por miedo al amante, que puede llevar un arma—, cierra los ojos a la realidad, y se deja poner los cuernos en secreto. Mary, por el contrario, permaneció callada al ser sorprendida, y abandonó una causa que hasta aquel instante había defendido con tantas lágrimas y tan solemnes y vehementes protestas de amor puro y constante.

En lo que se refiere al caballero sorprendido, no se mostró menos consternado. El filósofo permaneció callado un tiempo, sin saber qué decir ni dónde poner la vista. Aunque quizá Jones fuera el más sorprendido de los tres, fue el primero en recuperar el uso de la palabra, y al verse libre de las molestas sensaciones que Mary con sus insultos y vituperios había despertado en él, dejó escapar una sonora carcajada y luego de saludar a Mr. Square avanzó hacia él y, tomándolo de la mano, le sacó de su cárcel.

Cuando Square llegó al centro del cuarto, único sitio en que podía permanecer erguido, miró a Jones con expresión en extremo severa y dijo:

—Veo, caballero, que le divierte este sensacional descubrimiento, y aún más, me atrevería a decir que le regocija el haberme descubierto. Pero si examina la cuestión con serenidad, se dará cuenta de que el único que tiene que reprocharse algo es usted. Yo no soy culpable de haber pervertido a la inocencia. No he hecho nada por lo que aquellos que juzgan las cosas según las normas del derecho puedan condenarme. La conveniencia está regida por la naturaleza de las cosas y no por las costumbres, formas o leyes municipales. Nada es inadecuado que no sea el propio tiempo contranatural.

—Muy bien razonado —repuso Jones—. Pero ¿por qué supone que es mi deseo descubrirle? Le aseguro que jamás me he sentido más satisfecho de usted que en este instante, y a no ser que tenga usted intención de descubrirlo por sí mismo, considero que esto debe permanecer en el secreto más profundo.

—Conforme por completo —replicó Square—. Nadie debe de pensar que rebajo mi reputación. La buena fama es una especie de Kalon, y en modo alguno conviene despreciarla. Aparte que matar uno su propia buena fama es una especie de suicidio y un acto detestable y odioso. Por lo tanto, si usted juzga oportuno ocultar una flaqueza mía, de la que no estoy libre, pues no existe un hombre perfecto, le prometo que no me traicionaré. Hay cosas que pueden hacerse, pero no decirse que se han hecho, pues el perverso parecer del mundo presenta a veces como objeto de censura aquello que, en el fondo, no sólo es inocente, sino laudable.

—¡Tiene usted razón! —contestó Jones—. ¿Qué puede haber más inocente que la satisfacción de un apetito natural o más laudable que la propagación de nuestra especie?

—Si he de serle franco —afirmó Square—, en este punto estoy de acuerdo con usted.

—No obstante —añadió ahora Jones—, usted sostuvo opinión contraria cuando fueron descubiertas mis relaciones con la muchacha.

—Reconozco que el asunto me fue presentado de tal modo por el párroco Thwackum —repuso Square— que por fuerza tenía que condenar la corrupción de la inocente. Esto fue lo que sucedió, Mr. Jones, pues debe usted saber que en la consideración de lo conveniente, toda circunstancia, por pequeña que parezca, produce una gran alteración.

—Bien —exclamó Tom Jones—. Será culpa suya, como le he dicho, si vuelve usted a oír hablar de esta aventura. Condúzcase amablemente con Mary y jamás abriré la boca para contar nada a nadie. Y tú, Mary, sé fiel a tu amigo, y no sólo te perdonaré tu infidelidad, sino que te ayudaré todo cuanto pueda.

Dicho esto, se despidió a toda prisa de los dos sorprendidos y bajó corriendo la escalera.

Square se sintió plenamente satisfecho al ver que la aventura no tenía peores consecuencias, y Mary, una vez rehecha de la primera confusión, comenzó a echar en cara a Square el que por culpa de él hubiese perdido a Tom Jones. Pero el caballero encontró pronto medios para aplacar su cólera, en parte con caricias, en parte con una porción de su bolsa, de maravillosa y comprobada eficacia para desterrar los malos humores de la imaginación y restablecer en ella la tranquilidad.

Entonces la joven inició una serie de demostraciones cariñosas con su nuevo amante, ridiculizando a Jones y todo lo que el muchacho había dicho, y confesó que, aunque Tom la había poseído primero, nadie más que Square era dueño de su corazón.