CAPÍTULO PRIMERO

DE LO «SERIO». EN LAS OBRAS, Y OBJETO CON QUE ES INTRODUCIDO.

Por suerte, no habrá partes en esta prodigiosa obra que produzcan al lector menor placer al leerlas que aquellas que han costado al autor los mayores esfuerzos para componerlas.

Entre éstas serán clasificadas probablemente aquellos ensayos iniciales que hemos antepuesto a los sucesos históricos que reúne cada libro, y los cuales consideramos imprescindibles en esta clase de obras, en las que nosotros nos hemos clasificado en primer lugar.

Para justificar esta resolución no nos sentimos obligados a dar la menor razón, siendo suficiente que lo hayamos establecido como una norma necesaria que hay que guardar en todo escrito prosaicocómicoépico. ¿Quién preguntó jamás por las razones de esa bella unidad de tiempo o de lugar que ahora se considera esencial en la poesía dramática? ¿A qué crítico se le preguntó alguna vez por qué una comedia puede no abarcar dos días tan bien como uno? ¿O por qué el auditorio —en el supuesto de que viaje, como los electores, sin costarle el dinero— no puede ser transportado a cincuenta millas en vez de a cinco? ¿Ha dado explicaciones algún comentador de la limitación que un antiguo crítico puso al drama, que no puede dividirse en más ni en menos de cinco actos? ¿O ha intentado alguien explicar lo que los jueces modernos de nuestros teatros tratan de dar a entender con la palabra «vulgar», consiguiendo con ello desterrar toda gracia de la escena, y convirtiendo el teatro en un lugar tan soso y aburrido como un salón? En todas estas ocasiones el mundo parece haber practicado una máxima de nuestra ley, la cual dice: cuicunque in arte sua perito credendum est, pues resultaría absurdo pensar que nadie tuviera la desfachatez de establecer reglas dogmáticas en cualquier arte o ciencia sin fundamento alguno. En semejantes casos, por lo tanto, estamos autorizados a afirmar que en el fondo existen excelentes y salutíferas razones, aunque, por desgracia, no seamos capaces de verlas.

Ahora bien, la gente ha hecho excesivo caso de los críticos, suponiendo que son hombres de mucha mayor profundidad de la que en realidad poseen. Debido a esta indudable tolerancia, los críticos se han envalentonado al extremo de creerse en posesión de un poder dictatorial. Y lo han conseguido en un grado tal, que ahora son los amos y alimentan nada menos la pretensión de dictar leyes a aquellos autores de cuyos predecesores las recibieron ellos.

En realidad, el crítico se parece a un amanuense cuya tarea no es otra que la de transcribir las reglas y las leyes establecidas por los grandes jueces cuyo talento les elevó a la categoría de legisladores en las distintas ciencias que cultivaron. Los críticos de épocas pasadas no tenían otra aspiración que desempeñar este oficio, ni jamás osaron proponer ninguna sentencia si no podían defenderla con la autoridad del juez de quien había sido tomada.

Pero en el transcurso del tiempo y en épocas de ignorancia, el amanuense empezó a invadir el poder y asumió la dignidad del maestro. Las leyes de la literatura no volvieron a apoyarse en la práctica de los autores, sino en los dictados de la crítica. El amanuense se convirtió en legislador, y aquellos cuyo papel se había limitado hasta entonces a transcribir leyes, convirtieron éstas en más exigentes y perentorias.

De aquí se produjo un error manifiesto y tal vez inevitable, puesto que al ser los tales críticos gentes de escasa capacidad, confundieron la simple forma con la sustancia. Procedieron como jueces que se adhieren a la letra muerta de la ley, sin tener en cuenta para nada el espíritu. Detalles mínimos, que quizá eran accidentales en un gran autor, fueron considerados por los tales críticos como su mérito principal, siendo alabados y transmitidos en calidad de detalles esenciales que debían ser observados por todos sus sucesores. A estos abusos prestaron autoridad el tiempo y la ignorancia, los grandes sostenedores de la impostura. Y de esta guisa han sido establecidas una serie de reglas para escribir bien que no tienen el menor fundamento o razón de ser, y que por lo común no sirven para otra cosa que para cohibir y frenar al genio, por la misma razón que se hubiera sentido cohibido el maestro de baile en el caso de que los numerosos y excelentes tratados sobre este arte sentaran la premisa, como si se tratase de una regla esencial, de que todos los bailarines tenían que bailar encadenados.

Para eludir, por tanto, toda imputación de querer establecer una norma para la posteridad fundada tan sólo en la autoridad del ipse dixit, y por la que, a decir verdad, no sentimos la menor veneración, renunciamos desde ahora al privilegio antes discutido, procediendo a ofrecer al lector las razones que nos han impulsado a incluir estos diversos ensayos en el curso de nuestra obra.

Y aquí debemos exponer una nueva modalidad del saber, modalidad que desde que fue descubierta no ha sido, que nosotros recordemos, elogiada por ningún escritor antiguo o moderno. Esta modalidad no es otra cosa que el contraste a que están sometidas todas las obras de la creación, y que debe contribuir en gran manera a formar en nosotros la idea de la belleza, tanto natural como artificial, pues ¿qué es lo que demuestra la belleza y excelencia de una cosa sino su lado opuesto? Así, la belleza del día y del verano son realzadas por los horrores de la noche y del invierno. Y supongo que si un hombre conociera sólo los dos últimos aspectos, tendría una idea muy imperfecta de su belleza.

Pero pongamos un ejemplo más alegre. ¿Puede ponerse en duda que la mujer más guapa del mundo perdería toda la gracia de sus encantos a los ojos de un hombre que jamás hubiera visto a otra de distinto molde? Las propias mujeres son tan sensibles a esto, que proceden con el mayor disimulo; he podido observar, especialmente en Bath, que procuran aparecer lo más feas posibles por la mañana para hacer evidente la belleza que intentan mostrar por la tarde.

La mayor parte de los artistas practican este secreto, aunque algunos quizá no han estudiado a fondo la teoría. El joyero experto sabe que el brillante mejor necesita un engarce apropiado, y el pintor recibe a menudo muchas felicitaciones por el contraste de sus figuras.

Un gran genio nos ilustrará perfectamente sobre esta cuestión. Me es imposible clasificarle en ninguna lista de artistas corrientes, pues posee títulos para ser colocado entre aquellos que

Inventas qui vitam excoluere per artes

que con el invento de las artes han mejorado la vida. Me refiero al inventor de ese entretenimiento tan exquisito y delicioso llamado pantomima inglesa.

Esta diversión se componía de dos partes, que el inventor distinguía con los nombres de parte seria y parte cómica. En la primera aparecían un cierto número de dioses y héroes paganos, que sin la menor duda formaban la compañía peor y más fúnebre que jamás auditorio alguno contempló nunca, pero que habían sido ideados de esta forma —lo que constituía un secreto conocido de muy pocos— para formar contraste con la parte cómica del pasatiempo, y así poner de manifiesto, con indudables ventajas, las gracias de Arlequín.

Esto no suponía un uso muy cortés de tales personajes. Sin embargo, la farsa resultaba bastante ingeniosa y de efecto. Esto se podrá apreciar más si en vez de las palabras seria y cómica empleamos los términos de comparación «pesada» y «más pesada», ya que la parte considerada cómica resultaba bastante más pesada que nada de cuanto hasta entonces se había puesto en escena, siendo sólo compensada por la superlativa pesadez de la llamada parte seria. Tan insoportablemente serios resultaban aquellos dioses, que el Arlequín —aunque el caballero inglés de este nombre no está emparentado con la familia francesa, puesto que se trata de un carácter más serio—, era siempre bien recibido cuando hacía su aparición en escena. Su entrada libraba al auditorio de una compañía mucho peor.

Los artistas con sentido común han practicado siempre este arte del contraste con enorme éxito. Y por ello me sorprende que Horacio ponga en duda este arte en Homero, aunque luego se contradice en los siguientes versos:

Indignor quandoque bonus dormitat Homerus;

verum opere in longo fas est obrepere somnum,

cuya intención, más o menos, es la siguiente: «Lamento si alguna vez el gran Homero tuvo ocasión de dormirse, aunque en las obras largas tienen derecho a deslizarse los sueños».

Pero por esto no debemos entender, como algunos pretenden, que en la actualidad un autor se duerme mientras está escribiendo. Es cierto que los lectores son demasiado listos para que se dejen invadir por el sueño. Pero aunque la obra fuera tan larga como cualquiera de las de Oldmixon, el propio autor está tan ocupado que no tiene tiempo para dejarse vencer por la modorra. Como observa muy bien Mr. Pope, «no duerme para proporcionar sueño a sus lectores». En realidad, estas partes soporíferas representan escenas de asuntos serios ingeniosamente intercaladas para buscar el contraste y así poner en evidencia el resto, y esto es precisamente lo que quería dar a entender un autor cómico, ya muerto, que decía al público que siempre que resultaba pesado lo era con intención.

Desde tal punto de vista me gustaría que el lector considerase estos ensayos iniciales. Y tras de esta advertencia, si opina que puede encontrar la suficiente seriedad en otras partes de la presente historia, debe prescindir de éstas, en las que reconocemos nuestra laboriosa pesadez, y comenzar los libros siguientes por el segundo capítulo.