APARICIÓN DE UN CIRUJANO, LAS OPERACIONES QUE REALIZÓ Y UN LARGO DIÁLOGO ENTRE SOPHIA Y SU DONCELLA.
Cuando entraron en el zaguán de la casa de Mr. Western, Sophia, que había venido caminando con gran dificultad, se dejó caer en un sillón. Sin embargo, evitó desmayarse con ayuda de sales y de agua, y ya había reaccionado por completo cuando apareció el cirujano, llamado a toda prisa para que recompusiera el brazo de Tom Jones. Mr. Western, que atribuyó los síntomas de su hija a la caída, le aconsejó que, como medida de precaución, se dejara sangrar. De la misma opinión fue el cirujano, que expuso tantas razones para realizar la sangría y citó tal serie de casos de personas muertas por no habérselas hecho la sangría en el momento oportuno, que el caballero se apresuró a insistir en que su hija fuera sangrada sin tardanza.
Sophia cedió a los mandatos de su padre, aunque eran contrarios a sus propios deseos, pues sospechaba que había mucho menos peligro del que su padre o el cirujano imaginaban. Así que la joven extendió su bello brazo y el cirujano comenzó a preparar su trabajo.
Mientras los criados traían los utensilios necesarios para la sangría, el cirujano, que tomó por miedo el decaimiento de la muchacha, trató de reanimarla diciendo que no había el menor peligro, puesto que ningún accidente podía producirse al sangrarla, a no ser que fuera fruto de la monstruosa ignorancia de los aprendices de cirujano, cosa muy de temer en aquellos tiempos.
Sophia declaró que no sentía la menor aprensión, y añadió:
—Si me abre usted una arteria, le prometo perdonarle.
—¿Que le perdonarías? —exclamó Western asombrado—. Pues yo no. Si te hace el más pequeño daño, tendrá que responder de ello.
El cirujano accedió a sangrar a la joven en aquellas condiciones, lo que hizo con la destreza que había prometido, además de con suma rapidez, pues sacó poca sangre, diciendo que era mejor sangrar varias veces que sacar mucha sangre de una sola.
Sophia, una vez vendado el brazo, se retiró a su cuarto, ya que no quería ni tampoco era propio estar presente mientras arreglaban el brazo de Tom. Una de las objeciones que podía haber hecho para evitar que la sangraran, aunque no la expuso, era el retardo que esto iba a provocar en el arreglo del hueso roto del joven.
En cuanto a Western, cuando se trataba de su hija, no sentía interés más que para ella. En lo que respecta a Jones, «permanecía sentado como la Paciencia era un monumento sonriendo al Dolor».
A decir verdad, apenas vio correr la sangre del bello brazo de Sophia, el joven olvidó por completo lo que a él le había sucedido.
El cirujano ordenó entonces que quitaran al paciente la camisa, y dejando al descubierto su brazo, comenzó a tirar de él con tal fuerza que el dolor que sintió Tom se tradujo en diversos visajes, al ver los cuales el cirujano exclamó sorprendido:
—¿Qué sucede, joven? Estoy seguro de que no le hago el menor daño.
Y mostrando el brazo roto a los presentes, inició una larga y erudita lección de anatomía en la que expuso con todo detalle las fracturas simples y dobles. También habló de los diversos modos en que Tom Jones podía haberse roto el brazo, acompañando sus palabras con las demostraciones adecuadas y demostrando cuántos casos hubieran sido mejores y cuántos peores que el que tenía entre sus manos ahora.
Concluida al fin aquella especie de arenga, con la que el auditorio, aunque muy admirado, no quedó más informado de lo que lo estaba, pues nadie entendió una sola palabra de cuanto dijo, procedió a realizar su tarea, en la que fue mucho más expeditivo que en la preparación.
Jones fue trasladado luego a una cama, que Mr. Western le rogó que aceptase en su propia casa, y se le puso a gachas.
Entre la gente presente mientras se realizaba la operación de colocar el hueso en su sitio, se hallaba Mrs. Honour, que fue llamada por su ama tan pronto terminó el cirujano. Al preguntarle Sophia cómo se encontraba Tom, la mujer se extendió en encendidas alabanzas sobre su magnanimidad, como ella llamaba al proceder del muchacho que, según ella, «era edificante en criatura tan simpática». Y siguió con encendidos elogios sobre la belleza física de Tom Jones, enumerando una serie de detalles, para concluir con la blancura de su piel.
Estas palabras produjeron un raro efecto en el rostro de Sophia, que no hubiera escapado a los observadores ojos de una mujer tan sagaz como su doncella, si ésta hubiera mirado una sola vez el rostro de su ama mientras hablaba. Pero como un espejo, situado enfrente de ella, le proporcionaba la oportunidad de poder contemplar aquellas facciones con las que tan encariñada se sentía, no apartó su mirada de aquel amable objeto durante todo su discurso.
Mrs. Honour estaba tan profundamente entregada al tema que con tanto placer movía su lengua, siempre con la imagen de su ama ante los ojos, que dio tiempo a Sophia a dominar su impresión. Una vez logrado esto, la joven sonrió a su doncella y le dijo que parecía enamorada del muchacho.
—¿Enamorada yo, señorita? —exclamó la doncella—. Le doy mi palabra de que no. Le aseguro por la salvación de mi alma que no lo estoy.
—A fin de cuentas —repuso Sophia—, no veo ningún motivo para que te avergüences de ello. Se trata de un muchacho muy guapo.
—Sí, señorita —contestó Honour—. Lo es de veras. Es el hombre más guapo que he visto en mi vida. Como dice la señorita muy bien, no sé por qué había de avergonzarme de quererle, aunque sea superior a mí. Estoy segura de que la gente de posición son tan de carne y hueso como nosotros los criados. Aparte de que en el caso de Tom Jones, ha sido el caballero Allworthy quien le ha hecho una persona distinguida. Por su nacimiento es inferior a mí que, aunque valgo muy poca cosa, soy hija de personas honradas, y mi padre y mi madre estaban casados, que es algo que no todas las personas pueden decir, a pesar de que se muestren muy orgullosas. Le aseguro que aunque tiene la piel muy blanca, la piel más blanca que nunca he visto, soy tan cristiana como él, y nadie puede decir que yo sea una mujer mal nacida. Mi abuelo fue clérigo[3] y creo que le hubiera indignado enormemente que cualquiera de su familia conviviera con los desechos de Mary Seagrim.
Tal vez Sophia soportó que su criada se expresara de este modo por falta de energía para contener su verborrea, cosa que no era fácil, y es posible que algunos pasajes del discurso de la buena mujer resultaran muy poco agradables a Sophia. Sin embargo, puso algunos obstáculos al torrente de palabras que parecía que no iba a terminar jamás.
—Me sorprende —dijo— el atrevimiento con que estás hablando de uno de los amigos de mi padre. En cuanto a esa joven, te prohíbo que nunca más menciones su nombre delante de mí. Y en lo que respecta al nacimiento de ese joven caballero, aquellos que no puedan sacar a relucir contra él nada más que esto, deben mantener la boca cerrada, como me gustaría que tú la mantuvieras de ahora en adelante.
—Siento haberla ofendido, señorita —contestó Mrs. Honour—. Esté segura de que odio a Mary Seagrim tanto como usted puede odiarla, y sobre lo de que he ofendido a Tom Jones, puedo presentar como testigos a todos los criados de la casa, los cuales dirán que siempre que se ha hablado de bastardos me he puesto de su parte, pues, «¿quién de vosotros —dije una vez al lacayo— no sería bastardo si con ello podía llegar a ser caballero?». No dudo de que Tom Jones lo es de punta a cabo y que posee las manos más finas del mundo. Al propio tiempo es uno de los hombres de carácter más natural y agradable que conozco; y afirmo que todos los criados y vecinos de la región le aprecian. A propósito, podría contar a la señorita algo, pero temo ofenderla.
—¿Qué podrías contarme, Prithee? —preguntó Sophia.
—No pretendo decir nada con ello, y por eso no quisiera que la señorita se molestara.
—Cuéntamelo, Prithee —insistió Sophia—. Quiero saberlo inmediatamente.
—Bien, señorita —repuso Mrs. Honour—. Un día de la última semana, mientras yo estaba trabajando, Mr. Jones entró en la habitación. El manguito de la señorita se encontraba sobre una silla, y estoy segura de que metió sus manos dentro de él. Pero yo le dije: «Mr. Jones, va usted a estirar el manguito de mi señorita y lo estropeará». Pero él continuó con sus manos dentro de él y… luego lo besó. Jamás he visto dar un beso como aquél.
—No debía de saber que era mío —contestó Sophia.
—Escúcheme, señorita. Lo besó una y otra vez y dijo que era uno de los manguitos más bonitos del mundo. «¡Bah, señor —repuse—. Pero si lo ha visto usted un centenar de veces!». «Sí, Honour —contestó Mr. Jones—. Pero ¿quién puede ver algo bonito en presencia de su señorita sino es a ella misma?». Esto no es todo. Confío que la señorita no se ofenderá, pues la cosa no tiene la menor importancia. Un día que estaba usted tocando el clavicordio para el señor, Mr. Jones se encontraba sentado en la habitación contigua, y me pareció que se sentía un poco melancólico. «Mr. Jones, ¿qué le ocurre?», le pregunté, y él, como si despertara de un sueño, me contestó: «¿En qué puedo pensar cuando está tocando ese ángel que se llama Sophia?». Y cogiéndome después la mano, añadió: «¡Oh, Mrs. Honour, qué feliz debe de ser ese hombre! —y lanzó un suspiro—. Su aliento es tan perfumado como un ramo de flores». Espero que la señorita no contará jamás nada de todo esto, pues me dio cinco chelines para que guardara silencio, haciéndome jurar sobre un libro, aunque creo que no era la Biblia.
Un intenso color púrpura se extendió por las mejillas de Sophia.
—Honour —dijo—, si no me vuelves a hablar nunca más de esto ni se lo cuentas a nadie, no te traicionaré. Quiero decir que no me enfadaré. Pero temo a tu lengua. ¿Por qué le concedes tanta libertad?
—Esté segura, señorita —repuso la doncella—, que sería capaz de cortármela antes que ofenderla a usted. No volveré a repetir una palabra de cuanto he dicho, mientras usted no lo desee.
—No quiero que vuelvas a hablar más de ello —repuso Sophia—, pues puede llegar a enterarse mi padre y enfadarse con Mr. Jones, aunque estoy convencida, como tú dices, que eso no tiene la menor importancia.
—Le repito, señorita —contestó Honour—, que él no le concedió ninguna. Me pareció que hablaba sin darse cuenta de lo que decía, y eso mismo fue lo que él me dijo. «¡Ay, señor, eso mismo creo yo!», le repuse. Pero pido perdón a la señorita, y me dejaré arrancar la lengua antes de volverla a ofender.
—Continúa —pidió Sophia ahora—. Quizá digas algo que hasta ahora te has guardado.
—Algún tiempo después de darme los cinco chelines, me dijo un día: «Sí, Honour. No soy tan villano ni tan estúpido para pensar en ella más que como en una diosa. De esta forma, siempre la respetaré y la adoraré mientras me quede aliento». Esto fue todo, señorita, se lo juro. Me fue odioso hasta que me convencí de que no tenía la menor intención de hacer daño.
—Creo, Honour —dijo ahora Sophia—, que sientes por mí un afecto sincero. El otro día estaba enojada cuando te despedí. Pero si deseas continuar conmigo, puedes hacerlo.
—Desde luego, señorita —contestó Mrs. Honour—. Jamás he tenido intención de separarme de usted. Lloré mucho cuando me despidió. Sería muy ingrata si abandonase a la señorita, pues, además, no encontraría jamás una colocación tan buena como la que tengo a su lado. Estoy segura de que viviré y moriré a su lado, pues, como afirma Mr. Jones, feliz es el hombre que…
Al llegar aquí, la campana llamando a comer interrumpió una conversación que parecía haber producido tal efecto en Sophia, que quizá ahora le hiciera más falta la sangría que cuando se la hicieron. Respecto a su estado de ánimo, seguiré una regla de Horacio, es decir, que no intentaré describirlo por temor al fracaso. La mayor parte de mis lectores se lo imaginarán por sí mismos, y los pocos a quienes les sea imposible hacerlo, tampoco comprenderían la descripción, o cuando menos negarían que fuese natural, si conseguía describirla bien.