UNA LIGERA INDICACIÓN DE LO QUE PODEMOS LOGRAR EN EL TERRENO DE LO SUBLIME Y UNA DESCRIPCIÓN DE MISS SOPHIA WESTERN.
Que el lector contenga el aliento. Que el pagano dominador de los vientos aprisione con fuertes cadenas de hierro las fornidas piernas del ruidoso Bóreas. Y tú, dulce Céfiro, levántate de tu fragante lecho, remonta el cielo occidental y gobierna esos deliciosos vientos frescos cuyos encantos obligan a salir a la deliciosa y adorable Flora de su alcoba perfumada con perlas de rocío, para que el primero de junio, día de su cumpleaños, la lozana doncella, con sus ropas sueltas, camine gentilmente por el verde prado, cada una de cuyas flores se yergue para rendirle homenaje, hasta que al cabo todo el campo aparece esmaltado y los colores rivalizan con los perfumes para ver quiénes la seducen más.
¡Qué bella y deliciosa aparece ahora! Y vosotros, coristas alados de la naturaleza, cuyas notas más suaves ni el mismo Händel puede imaginar, afinad vuestras melodiosas gargantas a fin de que celebréis su aparición. Vuestra música procede del amor y al amor vuelve. Despertad, pues, esa pasión en todos los muchachos, ya que adornada con todos los atractivos y prendas de la naturaleza, rebosante de belleza, juventud, desenvoltura, inocencia, modestia y ternura, exhalando dulzura de sus labios sonrosados y lanzando resplandores por sus brillantes ojos, se acerca ya la adorable Sophia.
Lector, tal vez hayas visto la estatua de la Venus de Médicis. Tal vez hayas visto asimismo la galería de bellezas de Hampton Court. Si de veras has contemplado todas esas beldades, entonces no temas la ruda respuesta que lord Rochester dio una vez a un hombre que había visto muchas cosas. No. Si has llegado a ver todo eso sin conocer lo que es la belleza, eso quiere decir que no tienes ojos, y si no has experimentado su poder, es que careces de corazón.
Sin embargo, es muy posible, amigo mío, que hayas visto a todas esas mujeres y no te sea posible formarte una idea clara de lo que es Sophia, puesto que la joven no se parecía a ninguna de ellas. Poseía un gran parecido con el retrato de lady Ranelagh, y mucho más con el de la duquesa Mazahino, pero el mayor de todos era con una que jamás se borrará de mi corazón y de la que si te acuerdas, lector, tendrás una idea muy aproximada de Sophia.
Para el caso de que no tengas esta señalada suerte, trataremos con la mayor habilidad de describirte a este raro ejemplar femenino, aunque mucho nos tememos que nuestra pluma fracase en la empresa.
Sophia, hija única de Mr. Western, era una muchacha de estatura media, más bien tendiendo a alta. Poseía una figura en extremo delicada y la adecuada proporción de sus brazos prometía la simetría más completa de sus piernas. Su cabellera, de color negro, era tan abundante y larga que antes de cortársela para cumplir con las exigencias de la moda le llegaba a la cintura, y en la actualidad se rizaba tan graciosamente sobre su cuello, que eran muy pocos los que creían que fuera suya. Si alguien encontraba que parte de su rostro era menos perfecta que el resto, es posible que pensara que la frente podía ser algo más alta sin perjuicio para ella. Sus cejas, amplias, estaban perfectamente arqueadas. Sus ojos, de color negro, tenían un brillo que toda su dulzura no conseguía disminuir. Su nariz era de una regularidad perfecta, y su boca, en la que resplandecían dos hileras de marfil, correspondía a la descripción de sir John Suckling en estas líneas:
Sus labios eran rojos, y uno era delgado,
comparado con el más próximo a la barbilla.
Alguna abeja debía de haberlo picado hacía poco.
Tenía las mejillas ovaladas y en la derecha surgía un hoyuelo cada vez que sonreía. Un mentón perfecto completaba la belleza de su rostro; aunque era difícil asegurar si era grande o pequeño, parecía pertenecer más bien a esta última clase. Su complexión tenía más de la lila que de la rosa. Mas cuando el ejercicio o el rubor acrecían su color natural, no había rojo que pudiera igualársele, y con el doctor Donne, podía exclamarse:
Su sangre pura y elocuente hablaba en sus mejillas
y dejaba transparentar su modo de pensar.
Tenía el cuello largo y finamente modelado, y si no fuera por miedo a ofender su delicadeza, podría asegurar que las mayores y más notables bellezas de la Venus de Médicis eran superadas por la joven. Su cuerpo era de una blancura con la que no podían competir las lilas, el marfil o el alabastro. La batista más fina debía de sentir sonrojo al cubrir aquel seno que era mucho más blanco que ella, y podía aplicársele muy bien la imagen:
Nitor splendens Pario marmore purius.
«Un brillo que resplandecía mucho más que el brillo más puro de un mármol de Paros».
Tal era el exterior de Sophia, y podemos asegurar que no era un marco precioso afeado por un habitante indigno de él. Su espíritu correspondía a su persona física, y ésta tomaba algunos de sus encantos del primero, ya que cuando sonreía, la dulzura de su carácter difundía tal resplandeciente luz por su rostro como ninguna regularidad de facciones podría proporcionar. Pero como no existen perfecciones de espíritu que no se descubran por sí mismas en la perfecta intimidad que pretendemos establecer entre el lector y esta admirable criatura humana, no es preciso enumerarlas aquí. Consideramos que sería una especie de tácita ofensa a la inteligencia de nuestro lector, y le privaría del placer que recibirá cuando pueda formar su propio juicio sobre el carácter de la joven.
No obstante, se hace necesario decir que, a más de las dotes mentales debidas a la naturaleza, poseía algunas perfecciones debidas al arte, ya que había sido educada bajo el cuidado de una tía, una dama de gran distinción que estaba muy familiarizada con el mundo, puesto que en su juventud había vivido en la corte, de donde se había retirado al campo hacía bastantes años. Su conversación y enseñanzas habían servido para educar a Sophia admirablemente, aunque quizá a la muchacha le faltara un poco de esa naturalidad en el trato que sólo se adquiere con el hábito y viviendo en los medios sociales urbanos. Aunque, también hay que decirlo, a veces se adquiere a costa de otras cosas; y si bien poseen encantos tan inefables que los franceses intentan expresarlo diciendo que no saben en qué estriban, su ausencia es compensada por la inocencia, y jamás el buen sentido ni la gentileza natural tienen necesidad de semejante trato.