PROCESO CONTRA PARTRIDGE, EL MAESTRO, POR INCONTINENCIA; LA PRUEBA DE SU MUJER; BREVE REFLEXIÓN SOBRE LA SABIDURÍA DE LA LEY, ASÍ COMO OTROS TEMAS SERIOS QUE SERÁN SIN DUDA MÁS APRECIADOS POR AQUELLOS QUE ENTIENDEN DE ELLOS.
Quizá sorprenda que una historia tan bien conocida de todos y que había proporcionado tantos temas de conversación, jamás hubiera sido mencionada ante Mr. Allworthy, la única persona de toda la región a cuyos oídos no había llegado.
Con el fin de explicar esto en parte, considero necesario informar al lector de que no existía en el reino nadie menos interesado en oponerse a la doctrina referente al significado de la palabra caridad, de la cual se ha hablado en el capítulo precedente, que nuestro hombre. Llevaba a cabo el ejercicio de esta virtud en todos los sentidos, puesto que como jamás existió un hombre más sensible a las necesidades del prójimo o más dispuesto a aliviar sus sufrimientos, tampoco hubo nadie más lleno de indulgencia con sus caracteres o más tardo en creer algo contra de ellos.
Por este noble motivo, jamás el escándalo tenía acceso a su mesa, pues así como se sabe desde hace luengos años que un hombre puede ser conocido por sus compañías —dime con quién andas y te diré quién eres—, diré también que, prestando oídos a la conversación en la mesa de un gran hombre, puede uno conocer su religión, sus ideas políticas, sus gustos y todo lo demás, ya que si algunos individuos extraños suelen manifestar sus sentimientos en todos los lugares, la mayor parte de los seres humanos son lo suficientemente corteses para acomodar su conversación al gusto y las inclinaciones de sus superiores.
Pero volvamos a Mrs. Wilkins, que realizó la misión que le habían encargado con suma celeridad, aunque tuvo que recorrer quince millas para ello. El ama de llaves trajo tales noticias y una confirmación tan completa de la culpabilidad del maestro de escuela, que Mr. Allworthy decidió enviar en busca del criminal para interrogarle de viva voce. Mr. Partridge fue citado para que compareciera y se defendiese —si esto le era posible— de la acusación que pesaba sobre él. A la hora indicada se presentaron el mencionado Partridge, Anne, su esposa, y Mrs. Wilkins, como acusadora.
Sentado Mr. Allworthy en su sillón de juez, ante él compareció Partridge. Éste escuchó de labios de Mrs. Wilkins una completa acusación contra él, pero no por ello confesó su culpa, antes bien hizo vehementes protestas de inocencia.
Luego le tocó el tumo de declarar a Mrs. Partridge, quien, tras un breve exordio por verse obligada a declarar en contra de su marido, relató todas las circunstancias que el lector ya conoce y, por último, concluyó afirmando que su esposo se había confesado culpable.
No osaré afirmar si le había perdonado o no. Pero lo cierto es que no fue un testigo voluntario en el juicio, y es muy probable que, por ciertas razones, no hubiese comparecido a declarar de no haberle Mrs. Wilkins, con gran habilidad, sonsacado todo en su propio hogar, prometiéndole que el castigo que recibiría su marido no afectaría a su familia.
Partridge todavía insistió en su inocencia, aunque reconoció haber hecho la confesión de que hablaba su esposa obligado por su incesante porfía. Anne le había prometido que, como estaba convencida de su culpabilidad, no cejaría de atormentarle hasta que lo confesara todo, prometiéndole, no obstante, que una vez se declarase culpable, nunca más volvería a hablar del asunto. Ésta era la única razón de que hubiera confesado, si bien era por completo inocente, y estaba convencido que lo mismo se hubiera confesado autor de un asesinato si así se lo hubiesen pedido.
Mrs. Partridge no pudo soportar esta acusación con ecuanimidad, y como en aquel lugar no tenía otro escape que las lágrimas, dejó escapar un buen chorro de ellas, y dirigiéndose a Mr. Allworthy exclamó, o más bien gritó:
—Crea usted, señor, que jamás hubo en el mundo una desgraciada mujer tan injuriada como yo lo soy por este vecino, pues sepa que éste no es el único caso de falsedad conmigo. Le aseguro, señor, que ha manchado mi lecho en muchas y frecuentes ocasiones. Quizá hubiera podido perdonarle sus borracheras y el abandono de sus negocios, de no haber faltado a uno de los sagrados mandamientos. Además, si eso hubiera ocurrido fuera de casa, no me hubiese importado gran cosa. ¡Pero con mi misma criada, bajo mi propio techo, profanar mi casto lecho con sus inmundas prostitutas, esto es imperdonable! Sí, vil hombre, has profanado mi lecho, lo has hecho infinitas veces, y luego te vuelves contra mí y dices que te he obligado a confesar una mentira. Tengo en mi cuerpo las suficientes señales que demuestran tu crueldad. Si fueras un hombre, villano, te avergonzarías de injuriar a una pobre mujer de esa manera. Pero tienes muy poco de hombre, y tú lo sabes. Tampoco has sido conmigo más que un marido a medias. Has necesitado correr tras de tus queridas, cuando yo estoy segura… Y puesto que me provocas, estoy dispuesta a jurar, si a Mr. Allworthy le place, que os encontré juntos en la cama, lo que al parecer has olvidado, cuando me pegaste hasta que me desmayé e hiciste que la sangre corriera por mi frente. ¡Y todo porque te reconvine por tu adulterio! Pero para probarlo puedo presentar a todas mis vecinas. ¡Has deshecho mi corazón, sí, lo has deshecho!
Mr. Allworthy la interrumpió en este punto, rogando a la mujer que se calmara y prometiéndole que se le haría justicia. Luego, volviéndose hacia Partridge, que parecía estupefacto, privado de una parte de sus facultades por la sorpresa y de la otra por el terror, le dijo que lamentaba de todo corazón que existiera un hombre tan cruel y perverso en el mundo. Aseguró al infeliz que su prevaricación agravaba en grado sumo su delito, ya que los únicos atenuantes que podía ofrecer eran la confesión y el arrepentimiento. Exhortó a Partridge a que confesase inmediatamente su delito y no se empeñara en negar lo que había quedado demostrado tan por completo, incluso por su propia mujer.
Ahora ruego al lector que tenga paciencia unos instantes, mientras hago un justo elogio de la gran sabiduría y sagacidad de nuestra ley, que se niega a admitir la declaración de una esposa a favor o en contra del marido. Esta prueba, al decir de cierto erudito, que según creo jamás hasta ahora fue citado más que en los libros de leyes, sería el medio de crear una disensión eterna entre ellos, daría lugar a muchos perjurios, así como azotes, multas, prisiones y ahorcados.
Partridge guardó silencio un largo rato, y cuando Mr. Allworthy le rogó que dijera algo, él insistió en que ya había dicho la verdad y que apelaba al cielo como testigo de su inocencia, y, también a la muchacha, que suplicaba fuera mandada a llamar inmediatamente, pues ignoraba, o cuando menos lo fingía ignorar, que la joven había abandonado aquella parte de la región.
Mr. Allworthy, cuyo amor por la justicia, unido a su frío temperamento, le hacían el juez más paciente para escuchar a los testigos que un acusado pudiera presentar en su defensa, accedió a aplazar la resolución final hasta que llegara Jane, a la que inmediatamente envió un recado para que se presentara cuanto antes, y tras de recomendar al matrimonio que procurasen vivir en paz —aunque se dirigió principalmente a la persona agraviada—, ordenó que esperasen hasta dentro de tres días, pues había llevado a Jane a un día largo de camino de allí.
El día y hora señalados, reunidas de nuevo las partes interesadas, apareció el mensajero con la noticia de que no había encontrado a Jane, la cual, según sus informas, había abandonado su casa unos días antes en compañía de un oficial dedicado a la recluta de mozos para el ejército.
Mr. Allworthy se creyó entonces en el caso de afirmar que la circunstancia de aquel viaje en compañía de un militar no era suficiente prueba de su deshonestidad. Pero agregó que si la joven hubiera estado presente y hubiese declarado la verdad, habría confirmado lo que tantas circunstancias, unidas a la propia confesión de Partridge y a la afirmación de su mujer de que había sorprendido a su marido in fraganti, probaban hasta la saciedad. De nuevo volvió a requerir a Partridge para que confesara. Pero al insistir éste en su inocencia, Mr. Allworthy se declaró convencido de su culpabilidad, considerándole un hombre demasiado malo para que pudiera recibir ningún estímulo por parte de él. Le privó, por tanto, de su amabilidad y le exhortó a que se arrepintiera pensando en el otro mundo, a la vez que le aconsejó que procurase arreglárselas para mantener a él y a su mujer en éste.
Sin duda, en todo el ancho mundo no existía ahora una persona más desgraciada que el pobre Partridge. La prueba presentada por su mujer le había hecho perder una parte de sus ingresos. Sin embargo, ella le echaba en cara todos los días, entre otras muchas cosas, que por culpa de él ella había perdido aquel beneficio. Pero tal era el sino de Partridge, y no tenía otro remedio que someterse.
Aunque en el anterior párrafo he llamado pobre a Partridge, tal vez el lector atribuya este adjetivo más bien a compasión mía que a una afirmación de su inocencia. Si era o no inocente, esto se verá más adelante. Pues si la musa histórica me ha confesado algunos secretos, no incurriré en el delito de descubrirlos antes de que me otorgue autorización para ello.
Por tanto, el lector habrá de refrenar su curiosidad. Cierto que, cualquiera que fuera la verdad, existían pruebas más que suficientes para que apareciera reo ante los ojos de Mr. Allworthy; mucho menos hubieran sido precisas ante los tribunales de justicia en un caso de bastardía. Pero, no obstante la terquedad de Mrs. Partridge, que estaba dispuesta a jurar lo que afirmaba ser cierto, existe una posibilidad de que el maestro fuera totalmente inocente, ya que aunque la cosa parecía clara y definitiva, visto el tiempo transcurrido entre la partida de Jane de Little Baddington y su parto, si el niño había sido engendrado allí, de esto no se colegía que Partridge tuviera que ser necesariamente su padre, pues, aparte de otros detalles, en la casa había un joven de unos dieciocho años, y entre él y Jane existía la suficiente intimidad para que pudieran concebirse ciertas sospechas. Pero tanto ciegan los celos, que la colérica esposa pasó por alto esta circunstancia.
Si Partridge se arrepintió o no, acatando el consejo de Mr. Allworthy, es algo que no pudo saberse. El caso es que su esposa se arrepintió de todo corazón de la prueba que había presentado contra su marido, sobre todo, cuando descubrió que Mrs. Deborah la había engañado y que se negaba a hacer a Mr. Allworthy ninguna súplica en favor suyo. No obstante, obtuvo mejor resultado con Mrs. Blifil, que era, como el lector sin duda habrá observado, mujer de carácter mucho más bondadoso, y de buen grado accedió a suplicar a su hermano para que volviera a abonar la anualidad, para lo cual, aunque también la bondad natural pudo haber intervenido, existía un motivo más poderoso y natural, como veremos en el siguiente capítulo.
Pero estas súplicas fueron vanas, pues aunque Mr. Allworthy distaba mucho de pensar, como algunos escritores modernos, que la compasión consiste en castigar sólo a los delincuentes, estaba lejos de creer que es digno de esta cualidad perdonar a los grandes criminales porque sí, sin que medie la menor razón para ello. No le quedaba la menor duda en cuanto a la verdad de los hechos, aunque había tenido presentes las circunstancias. Pero las súplicas de un delincuente o las intercesiones en su favor de otras personas no le afectaban en lo más mínimo. En resumen, jamás perdonaba porque el propio delincuente o sus amigos intentasen evitar el castigo que se le había impuesto.
Partridge y su esposa tuvieron, pues, que someterse a su suerte, que era bastante cruel, pues en vez de tratar de aumentar sus ingresos en compensación a la anualidad perdida, Partridge se dejó llevar por la desesperación, y como poseía una naturaleza indolente, este defecto se exacerbó tanto, que acabó perdiendo la pequeña escuela que poseía. Su mujer y él no hubieran dispuesto de pan que llevarse a la boca de no haber intervenido la caridad de algún buen cristiano que les proporcionaba justo lo necesario para su sustento.
Como este socorro les llegaba de una mano desconocida, ellos pensaron, y creo que también el lector lo hará con ellos, que el misterioso bienhechor era el mismo Mr. Allworthy, el cual, aunque no podía alentar públicamente el vicio, podía en privado tratar de remediar las desgracias ocasionadas por los vicios, cuando aquéllas eran desproporcionadas. Al fin la Providencia se apiadó de la desgraciada pareja y mejoró el lamentable estado de Partridge, poniendo fin a la vida de su esposa, que murió de viruelas.
La justicia administrada por Mr. Allworthy en el caso Partridge recibió en un principio la aprobación general. Pero tan pronto como el ex maestro comenzó a tocar las consecuencias de la pena impuesta, sus vecinos empezaron a sentir piedad de él, para más tarde considerar excesivamente riguroso y severo lo que antes les había parecido de justicia.
Estos comentarios y murmuraciones se acrecieron a la muerte de Mrs. Partridge. A pesar del carácter de la enfermedad de que sucumbió, que jamás es consecuencia de la miseria o de la desgracia, esto no impidió que muchos atribuyeran la muerte de Mrs. Partridge a la severidad, o a la crueldad, como ahora la llamaban, de Mr. Allworthy.
Perdida su esposa, su escuela y su anualidad, y habiendo suprimido al propio tiempo la persona desconocida el socorro que enviaba, el hombre decidió cambiar de ambiente y abandonar el país, en donde corría peligro de morir de hambre, aun contando como contaba ahora con la compasión unánime de todos sus vecinos.