CAPÍTULO IV

DONDE SE RELATA UNA DE LAS MÁS SANGRIENTAS BATALLAS, O MÁS BIEN DUELO, DE QUE SE TIENEN NOTICIAS EN LA HISTORIA DOMÉSTICA.

Por los motivos expuestos en el capítulo anterior, y por algunas otras concesiones matrimoniales, perfectamente conocidas por la mayor parte de los maridos, y que al igual que los secretos de la francmasonería, no deberían divulgarse entre personas que no sean miembros de tan venerable y sufrida Orden, Mrs. Partridge sentíase en extremo satisfecha por haber condenado a su esposo sin motivo, y ahora trató con grandes muestras de amabilidad de darle satisfacción por sus falsas sospechas. Sus pasiones, de cualquier lado que se decantaran, eran igualmente violentas, ya que lo mismo podía mostrarse furiosa a no poder más como aparecer rendidamente enamorada.

Mas aunque semejantes pasiones se suceden por lo común una a la otra, y muy raras veces transcurrían veinticuatro horas sin que el maestro fuera objeto de ambas, cuando surgían circunstancias extraordinarias, si la pasión de la ira se había remontado excesivamente alta, el período de descenso que seguía solía ser más largo de lo habitual, y esto fue lo que ocurrió precisamente en aquella ocasión. Mrs. Partridge continuó mostrándose afable después que se le pasó el acceso de celos, y lo hizo durante un plazo de tiempo mucho más largo de lo que su esposo recordaba. Y de no haber sido por algunos pequeños ejercicios que todas las devotas de Xantipa se ven obligadas a realizar a diario, Mrs. Partridge hubiera disfrutado de un período de calma de unos cuantos meses.

Pero las calmas completas del mar son siempre tenidas por el marino experto como anuncios de tempestad, y yo sé de algunas personas que, aunque no llegan a ser supersticiosas, piensan que una paz completa y no usual será seguida a no tardar de una tormenta. Por esta razón, los antiguos solían sacrificar en tales ocasiones a la diosa Némesis, diosa que ellos estaban convencidos que miraba con ojos de envidia la felicidad humana y sentía un placer especial en destruirla.

Pero como nosotros estamos muy lejos de creer en tal diosa pagana o bien de alimentar dentro de nosotros superstición alguna, deseamos a Mr. John F…, o a cualquier otro filósofo de la misma cuerda, que se preocupe un poco más por dar con la causa real de esa repentina transición de la buena a la mala suerte, observada por doquier en tantas y tantas ocasiones, y de la cual vamos a mostrar un ejemplo, pues nuestro objetivo es relatar los hechos, dejando las causas u origen de ellos a personas de más profundo talento.

Los seres humanos han sentido siempre una gran afición a conocer y comentar las acciones de los demás. Por ello han existido en todas las edades y naciones ciertos lugares preparados para las citas públicas, en los cuales los curiosos podían reunirse y satisfacer su mutua curiosidad. Entre éstos, las barberías han ocupado sin duda un lugar preferente. Entre los griegos, la frase «noticias de barberos» tenía categoría de proverbio, y Horacio, en una de sus epístolas, menciona a los barberos romanos en el mismo sentido.

Y sabemos bien que los de Inglaterra no son en modo alguno inferiores en sabiduría a sus colegas romanos y griegos. En sus establecimientos los asuntos públicos son discutidos en un grado ligeramente inferior a como lo son en los cafés, debiendo añadir que los sucesos domésticos son tratados con mucha mayor amplitud en los primeros que en los segundos. Pero esto sólo tiene validez para los hombres. En cuanto a las mujeres de nuestro país, sobre todo las de clase inferior, al estar asociadas entre sí mucho más que las de otros países, representaría una gran falta de cortesía por nuestra parte si no dispusieran de algún lugar en el que pudiesen satisfacer su curiosidad, a fin de que no se consideren inferiores a la otra mitad del género humano.

Al disfrutar de este sitio de reunión, las rubias inglesas deben de sentirse mucho más felices que cualquiera de sus hermanas del extranjero, puesto que no recuerdo haber leído en la historia ni haber observado en el curso de mis viajes nada que se le parezca ni muy remotamente.

Este lugar no es otro que la mercería, sitio de donde salen todas las noticias, o como vulgarmente se les llama, habladurías, en todas las parroquias de Inglaterra.

Encontrándose, pues, cierto día Mrs. Partridge en esta asamblea de mujeres, fue preguntada por una de sus vecinas si no había tenido noticias de Jane Jones en los últimos tiempos, a lo que la mujer respondió en sentido negativo. Entonces la otra añadió, subrayando sus palabras con una sonrisa, que la parroquia le estaba muy agradecida por haber despachado a Jane de su casa.

Mrs. Partridge, cuyos celos, como bien sabe el lector, permanecían tranquilos desde hacía un tiempo, y que desde entonces no había tenido la menor pelea ni discusión con su esposo, contestó en tono irritado que no sabía que la parroquia le debiera nada por haberse librado de Jane.

Pero a esto, la chismosa replicó:

—Entonces, ¿es que no ha oído usted hablar de que ha dado a luz dos bastardos? Pero como no han nacido aquí, mi marido y otros hombres del lugar dicen que no tenemos la obligación de criarlos.

—¡Dos bastardos! —exclamó Mrs. Partridge en tono brusco—. Me sorprende usted. No sé si debemos mantenerlos aquí o no. Pero, en cambio, estoy convencida de que han sido engendrados aquí, pues esa sinvergüenza no lleva nueve meses fuera de mi casa.

No existe nada tan rápido y repentino como las operaciones del espíritu, sobre todo, cuando actúan en él la esperanza, el temor o los celos. Mrs. Partridge pensó que Jane apenas había salido de su casa mientras estuvo a su servicio. La inclinación sobre la silla, el levantarse de pronto, el latín, la sonrisa y una serie de otras cosas aparecieron en su imaginación. Ahora le pareció fingida la satisfacción de su marido ante la marcha de Jane; luego le pareció auténtica, si bien, confirmando sus celos, resultado de la saciedad y de otras cien cosas más. En resumen, quedó convencida de la culpabilidad de su esposo y, ardiendo por dentro, abandonó la reunión.

Lo mismo que la rubia gata Grimalkin, que aun siendo la más joven de la familia felina e inferior en fuerza, no se queda atrás en ferocidad respecto a los miembros mayores de la casa e iguala en fiereza al propio tigre cuando un ratoncillo, al que ha atormentado largo tiempo en plan de juego, escapa de sus garras y es causa de que se altere, se encolerice y gruña, y en cuanto el trozo de leña bajo el cual el ratón se ha escondido es levantado, se lanza como un rayo sobre su presa y con venenosa rabia muerde, araña y desgarra al animalito, del mismo modo Mrs. Partridge voló más que corrió en busca de su esposo. Tres cosas, la lengua, los dientes y las manos cayeron a un tiempo sobre él. La peluca le fue arrancada en un segundo de la cabeza, su camisa desgarrada, mientras que de su rostro descendían cinco torrentes de sangre, que demostraban el número de garras con que la naturaleza había armado, para desgracia del infeliz marido, al enemigo.

Mr. Partridge se limitó a actuar durante cierto tiempo a la defensiva. En realidad, tan sólo trataba de proteger su rostro de las uñas de su mujer. Pero al notar que el adversario no cedía en su rabia, se dijo que cuando menos tenía que intentar desarmarla, o mejor dicho, sujetar sus brazos. Al hacerlo, el gorro de ella cayó, y sus cabellos, que eran excesivamente cortos para caer sobre los hombros, se alzaron erectos sobre su cabeza; su corpiño, sujeto tan sólo con un único lazo, reventó, y sus pechos, mucho más redundantes que sus cabellos, colgaron bajo su justillo abierto. El rostro se le manchó con la sangre que brotaba de las heridas que había producido a su marido; sus dientes crujieron de rabia, y de sus ojos brotaron más chispas que de la fragua de un herrero. A causa de todo esto, aquella heroína del Amazonas hubiera sido un motivo de terror para un hombre mucho más bragado que el maestro.

Éste, sin embargo, consiguió al fin apoderarse de sus brazos, inutilizando las armas que ella llevaba en los extremos de sus dedos. Pero cuando Mrs. Partridge se apercibió de lo que ocurría, la blandura de su sexo se impuso a su cólera, e inmediatamente quedó anegada en un mar de lágrimas, que a poco se transformaron en desmayo.

La pequeña dosis de juicio que Mr. Partridge había conservado durante la violenta escena, y cuyo origen aún ignoraba, le abandonó de súbito. El hombre corrió a la calle, gritando que su mujer estaba agonizando y suplicó a los vecinos que acudieran a prestarle auxilio. Varias de las buenas mujeres de la parroquia acudieron presurosas a la casa, donde, tras de aplicar los remedios usuales en semejantes casos, Mrs. Partridge recobró el conocimiento, con gran alegría y satisfacción de su marido.

Pero tan pronto como Mrs. Partridge volvió en sí y se rehízo con ayuda de un cordial, comenzó a comunicar a toda la gente reunida en su casa las múltiples injurias que había recibido de su esposo, el cual, todo según ella, no se había contentado con injuriarla en el lecho, sino que al hacerle ella los debidos reproches, la había tratado de la manera más cruel e inhumana, desgarrándole la ropa y quitándole el gorro, dándole al propio tiempo varios golpes cuyas señales la seguirían a la tumba.

El infeliz maestro, que lucía en su rostro señales mucho más visibles de la indignación de su esposa, optó por permanecer callado, atónito ante aquella acusación. El lector es testigo de que sobrepasaba en mucho a la verdad, puesto que, en realidad, él no la había pegado una sola vez. Pero su mutismo fue interpretado como una confesión de culpabilidad por todos los presentes, y todos a una comenzaron a increparle e insultarle, repitiendo una y otra vez que sólo un cobarde era capaz de pegar a una mujer.

Mr. Partridge soportó todo esto con gran resignación. Mas cuando su media naranja apeló a la sangre que tenía en la cara como prueba de la crueldad de su esposo, el hombre no pudo contenerse más y gritó que se trataba de su propia sangre.

A esto replicaron las mujeres que era una lástima que no procediera de su corazón, en vez de su cabeza, afirmando todas que si sus maridos se atrevieran a levantarlas la mano como él había hecho con su pobre mujer, les sacarían la sangre del corazón.

Tras de muchas amonestaciones y reconvenciones por lo que había sucedido y muchos consejos a Mr. Partridge sobre la conducta que debería observar en el futuro, la reunión se disolvió, dejando al marido y a la mujer entregados a una conferencia personal, gracias a la que Mr. Partridge se enteró de la causa de la trifulca conyugal y de sus sufrimientos.