CAPÍTULO X

SOBRE LA HOSPITALIDAD DE ALLWORTHY, CON UN BREVE BOSQUEJO DE LOS CARACTERES DE DOS HERMANOS, UNO MÉDICO Y OTRO CAPITÁN, QUE ERAN HUÉSPEDES DEL MENCIONADO CABALLERO.

Ni el hogar de Mr. Allworthy ni su corazón permanecían cerrados a nadie. Sin embargo, ambos estaban especialmente abiertos para los hombres de mérito y valía. A decir verdad, aquella casa era la única del reino donde un hombre podía obtener comida si de veras la merecía.

Entre otros, recibían principalmente sus favores los hombres de talento y los eruditos, para lo cual Mr. Allworthy poseía un gran discernimiento, pues si bien carecía de las ventajas de una educación erudita, estaba, sin embargo, dotado de amplias facultades naturales, lo que le había permitido sacar un gran provecho de una intensa aunque tardía aplicación a las letras, así como de sus conversaciones con hombres eminentes en la materia, por lo que en la actualidad era también un juez en extremo competente en la mayoría de los géneros literarios.

No es, pues, de extrañar que en una época en que tan poco se estila esta clase de méritos y se conceden tan a la ligera, las personas que lo poseían acudieran a un lugar donde estaban seguras de ser recibidas con suma complacencia, como si lo merecieran por propio derecho, ya que Mr. Allworthy no era, ni mucho menos, una de esas personas que se muestran dispuestas a conceder con liberalidad comida, bebida y alojamiento a hombres de talento y estudios, a cambio de obtener de ellos entretenimiento, instrucción, halagos y servilismo, en suma, que clasificara a tales hombres entre los criados, sin ser vestidos como tales por sus amos ni recibir soldada alguna.

Por el contrario, en el caso de Mr. Allworthy, toda persona que se encontraba en su casa era dueña absoluta de su tiempo, y del mismo modo que podía satisfacer a voluntad su apetito con sólo las restricciones impuestas por la ley, la virtud y la religión, del mismo modo, si su salud lo exigía o si su inclinación le impulsaba a la temperancia o incluso a la abstinencia, podía no tomar parte en las comidas siempre que le viniera en gana, sin que por ello tuviera que hacer la menor indicación, ya que semejantes solicitudes, realizadas por superiores, tienen siempre un acusado sabor de mandato. En casa de Mr. Allworthy todos eran libres, no sólo aquellos cuya compañía se estima en todas partes como un favor, tenida en cuenta la igualdad de fortuna, sino incluso aquellos cuya indigencia hacían de casa tan hospitalaria un lugar a propósito para ellos, y que, por consiguiente, son peor acogidos en las mesas de los ricos.

Entre otros de esta clase, se encontraba el doctor Blifil, un caballero que había visto malogradas las posibilidades de su gran talento a consecuencia de la obstinada terquedad de su padre, que se empeñó que aprendiera una profesión que no era de su agrado. Para cumplir con aquella terquedad, el doctor se había visto obligado en su juventud a estudiar Física, o mejor dicho, a decir que la estudiaba, ya que los libros de esta materia eran los únicos que no conocía en realidad. Por desgracia para él, el doctor dominaba casi todas las otras ciencias, menos aquella que había estudiado para ganarse el pan de cada día, con la consecuencia inevitable de que a sus cuarenta años no dispusiera de pan que llevarse a la boca.

Una persona así estaba segura de ser bien recibida en la mesa de Mr. Allworthy, para quien la desgracia era siempre la mejor de las recomendaciones, si eran fruto de la locura o de la villanía de los demás, no de la misma persona desgraciada. Independientemente de este mérito negativo, el doctor contaba con una recomendación de carácter positivo, y ésta era una gran apariencia de religiosidad. Si esta religiosidad era aparente o auténtica, no me corresponde a mí dilucidarlo, pues no cuento con ninguna piedra de toque que me permita distinguir lo verdadero de lo falso.

Pues bien, si este rasgo del carácter del doctor era del agrado de Mr. Allworthy, entusiasmaba a miss Bridget. Ésta mantenía con el médico animadas controversias sobre temas religiosos, en el curso de las cuales ella tenía ocasión de expresar su gran admiración por los conocimientos del doctor, así como también la satisfacción que experimentaba ante los cumplimientos que éste le dedicaba con harta frecuencia. En el fondo, miss Bridget también estaba muy versada en cuestiones divinas, y más de una vez había dejado sorprendidos a los curas de los alrededores. Su charla era tan transparente, sus miradas tan humildes y recogidas y su aspecto tan grave y solemne, que bien merecía que se la llamara santa, al igual que aquella cuyo nombre llevaba o a cualquiera otra del calendario romano.

Así como se dan simpatías que son propicias a engendrar el amor, la experiencia nos enseña que ninguna es más apta para tomar este sendero que las de carácter religioso que se establecen entre personas de distinto sexo. El doctor resultaba tan agradable a miss Bridget, que el hombre comenzó a lamentar un desgraciado incidente que había tenido diez años antes, es decir, su matrimonio con otra mujer, la cual vivía aún: además, algo que era mucho peor, Mr. Allworthy estaba enterado de todo. Esto representaba una barrera fatal que se anteponía a su felicidad. Sin ello hubiera sido posible conseguir a aquella amable mujer, pues jamás se le ocurrió pensar en complacencias criminales. Eso se debió, bien a su religión que era lo más probable, o bien a la pureza de su amor, que respetaba aquellas cosas que sólo el matrimonio, y no una correspondencia criminal, podía hacer suyas o concederle título sobre ellas.

El doctor no llevaba mucho tiempo reflexionando sobre este problema cuando le vino a las mientes que tenía un hermano que no se hallaba en tan desgraciada situación como él. No puso en duda que su hermano triunfaría, pues creía haber descubierto en la dama una marcada inclinación hacia el matrimonio, y es muy posible que el lector, una vez conozca las cualidades que adornaban al hermano, admitirá como buena la confianza que el doctor tenía en su plan.

El tal caballero contaba a la sazón treinta y cinco años. Era de estatura media y bien conformado. Tenía una cicatriz en plena frente, que si le afeaba, también proclamaba su valor, pues era oficial a medio sueldo. Poseía una admirable dentadura y una cierta afabilidad, cuando quería, en su sonrisa. Por contra, tanto en su rostro como su aspecto y en su voz había mucho de tosquedad. No era, sin embargo, desagradable, ni estaba falto por completo de ingenio, y en su juventud había demostrado poseer cierta viveza que, aunque andando el tiempo se había transformado en algo más serio, podía volver a mostrar cuando lo deseaba.

Poseía, al igual que el doctor, una educación académica, puesto que su padre, haciendo uso de la misma autoridad paternal que en el caso del hermano, le había destinado a las sagradas órdenes. Pero como el anciano caballero murió antes de que su vástago fuera ordenado, el joven se apresuró a elegir la religión militar, prefiriendo depender mejor del rey que del obispo.

Había conseguido el grado de teniente de dragones, siendo más tarde ascendido a capitán, pero tras de pelearse con el coronel, se vio obligado a solicitar el retiro, y desde entonces se había convertido en un perfecto campesino, entregado al estudio de la Biblia, sospechándose que era afecto a la secta metodista.

No parecía, pues, descabellado que semejante individuo triunfara con una dama de disposiciones tan santas y cuyas inclinaciones naturales sólo aspiraban al estado matrimonial. Pero por qué el doctor, que no profesaba gran cariño a su hermano, pensó en pagar de una manera tan cruel la hospitalidad que recibía de Allworthy, es cuestión que no está clara.

¿Fue tal vez porque algunas naturalezas gozan con el mal como otras se inclinan ostensiblemente hacia el bien? ¿O es que proporciona cierto placer ser encubridor de un robo cuando no osamos cometerlo nosotros? O, por último —y esto la práctica demuestra que es lo más probable—, ¿sentimos una gran satisfacción en aumentar nuestra familia, aunque no experimentemos el menor cariño o respeto hacia ella?

No aclararemos si alguno de estos motivos fue el que actuó sobre el doctor. Pero la realidad es ésta. Envió a buscar a su hermano y supo encontrar la forma de presentárselo a Allworthy como persona que se proponía hacerle una breve visita.

Apenas llevaba el capitán una semana en el hogar de los Allworthy y ya el doctor tuvo motivos más que sobrados para felicitarse por su perspicacia. El capitán resultó ser un maestro en el amor, tanto como lo había sido Ovidio en la Antigüedad. Además, había recibido de su hermano certeras indicaciones que no descuidó de mejorar en provecho propio.