MRS. DEBORAH ES PRESENTADA EN LA PARROQUIA CON UN SÍMIL. BREVE DESCRIPCIÓN DE JANE JONES, SEGUIDA DE LAS DIFICULTADES Y SINSABORES QUE SUELEN EXPERIMENTAR LAS JÓVENES QUE ANSÍAN INSTRUIRSE.
Una vez acomodado el niño, Mrs. Deborah, cumpliendo las órdenes de su amo, se dispuso a visitar las casas en que se suponía que podría ocultarse la madre.
Siempre que el temido milano es descubierto volando sobre las demás aves, suspendido sobre sus cabezas, tanto la amorosa paloma como los inocentes pajarillos siembran la alarma y todos vuelan temblorosos hacia sus habituales escondites. El milano, lleno de orgullo, bate el aire con sus alas, consciente de su dignidad, mientras medita sobre su próxima proeza. Del mismo modo, cuando la llegada de Mrs. Deborah fue anunciada en el pueblo, todos sus habitantes corrieron temblando a sus hogares, cada mujer temiendo que la visita fuera para ella. El ama de llaves avanzó con pasos majestuosos a través del campo. Mantenía la cabeza erguida, convencida de su propia importancia, en tanto maduraba los planes necesarios para realizar el descubrimiento que la llevaba al pueblo.
Supongo que el sagaz lector no deducirá del símil precedente que la pobre gente del lugar sintiera el menor recelo sobre las intenciones que abrigaba Mrs. Wilkins. Pero como temo que la gran belleza del símil pueda dormir durante los próximos cien años, hasta que algún futuro comentador tome sobre sí la tarea de desempolvarlo, creo necesario prestar cierta ayuda al lector en la presente ocasión.
Mi propósito es hacer notar que así como la inclinación del milano es la de devorar a los tiernos pajarillos, la naturaleza de las personas como Mrs. Wilkins es la de insultar y tiranizar a la gente humilde. De este modo se resarcen del extremo servilismo y condescendencia con sus superiores, pues no hay nada más lógico que los esclavos y aduladores impongan los mismos tributos que ellos pagan a sus superiores a todos cuantos se encuentran debajo de ellos.
En cada ocasión que Mrs. Deborah se veía precisada a hacer una concesión extraordinaria a miss Bridget, con lo que inevitablemente amargaba un tanto su natural disposición, solía ir al encuentro de esa gente al objeto de aplacar su temperamento, dando salida y purgándose, en cierto modo, de sus malos humores. Por esta causa, jamás era bien recibida. Para decirlo con todas las letras, era universalmente temida y odiada.
Una vez en la aldea, encaminó sus pasos a casa de una mujer de cierta edad con la que por lo común se mostraba más amable que con el resto, debido a que la suerte había hecho que se pareciera a ella tanto en la gentileza de su persona como en la edad. Contó a la buena mujer lo que había sucedido en casa de su amo y los designios que la llevaban a la aldea. Ambas mujeres pasaron inmediatamente revista a las condiciones morales de cierto número de jóvenes que vivían en los alrededores, hasta que al fin sus sospechas recayeron sobre una tal Jane Jones, que según convinieron era la que más probabilidades tenía de haber cometido el horroroso acto.
La tal Jane Jones no era una muchacha excesivamente agraciada ni por sus facciones ni por su cuerpo. Pero la naturaleza había cuidado de compensar en parte la carencia de belleza con lo que, por lo común, es más apreciado entre las mujeres que han alcanzado cierta edad, es decir, la había dotado de una inteligencia poco corriente. Jane había perfeccionado este talento natural mediante el estudio. Durante varios años había sido criada de un maestro de escuela, quien al descubrir las grandes dotes que poseía la muchacha y su extraordinario deseo de aprender —en sus ratos libres solía sorprendérsela leyendo los libros de sus discípulos—, tuvo el buen humor o la tontería —como al lector mejor le plazca—, de enseñarla tan a conciencia que consiguió que la joven acabara poseyendo un gran dominio de la lengua latina, siendo tan buena alumna como la mayor parte de los jóvenes distinguidos de su edad. Esta positiva ventaja, como buena parte de otras pertenecientes al género de las extraordinarias, iba acompañada por algunos pequeños inconvenientes. Nada tiene de extraño que una muchacha tan cabal sintiera muy escasa afición hacia la sociedad de aquellas personas a quienes la fortuna había hecho sus iguales, pero a quien la educación mantenía muy por debajo de ella. Así que no debe sorprender en demasía que la superioridad de Jane Jones, unida a su conducta, que es su natural consecuencia, produjera entre las demás mujeres un tanto de envidia, que había ido creciendo secretamente en los corazones de sus vecinas desde que había regresado de servir al maestro.
Pero esta envidia no se puso de manifiesto de un modo abierto hasta que la infeliz de Jane, para sorpresa de todos y vejación de los jóvenes de los alrededores, apareció un domingo en público luciendo una blusa nueva de seda, un gorro de lazos y los demás adornos adecuados a tales prendas.
La llama que hasta entonces había permanecido en estado embrionario brotó de improviso. Pero Jane, al percatarse de ello, acreció en su orgullo, orgullo que ninguna de sus vecinas era lo bastante amable para alimentar con las lisonjas que ella parecía exigir. Y en lugar de respeto y admiración, la muchacha cosechó odios por su elegancia y distinción. Todos a una afirmaron que era imposible que pudiera obtener aquellas cosas de un modo honrado, y los padres, en vez de desear aquello para sus hijas, se felicitaron porque sus hijas no las tenían.
La buena mujer mencionó el nombre de la pobre muchacha ante Mrs. Wilkins. Pero existía otra circunstancia que confirmó las sospechas de la última. Jane había visitado en los últimos tiempos muy a menudo la casa de Mr. Allworthy. Había sido enfermera de miss Bridget durante una grave enfermedad, velándola durante noches enteras. Aparte de esto, fue vista en la casa el mismo día del regreso de Mr. Allworthy por la misma Mrs. Wilkins, aunque esta sagaz mujer no concibió la menor sospecha, ya que, como solía decir, apreciaba mucho a Jane, pues la tenía por una muchacha en extremo sensata. «Aunque sé muy poco de ella, y hasta ahora he sospechado más de las coquetuelas que presumen porque se consideran guapas», terminó diciendo.
En vista del caso, Jane fue citada inmediatamente para que compareciera ante Mrs. Deborah, lo que la joven se apresuró a cumplir en el acto. Cuando la tuvo ante su vista, Mrs. Deborah, con la gravedad de un juez y bastante más de su severidad, inició su perorata con las siguientes palabras:
—¡Ramera descarada!
Como puede verse, lo que hizo fue más dictar sentencia contra la muchacha que acusarla.
Aunque Mrs. Deborah estaba plenamente convencida de la culpabilidad de Jane por las razones antes mencionadas, tal vez Mr. Allworthy hubiera exigido pruebas más convincentes antes de darse por convencido del desliz de la muchacha. Pero ésta ahorró toda molestia a sus acusadores confesando de pleno el delito de que se la acusaba.
Pero la confesión, aunque fue hecha con evidentes muestras de arrepentimiento, no por ello ablandó el corazón de Mrs. Deborah, que acto seguido pronunció su segundo juicio sobre Jane, y en un lenguaje mucho más insultante que el primero. Tampoco Jane obtuvo el menor éxito con los asistentes al juicio, que aumentaban por momentos. Muchos de ellos se limitaron a exclamar:
—Ya suponíamos en lo que acabaría lo de la blusa de seda.
Otros hablaron en tono sarcástico del saber de la muchacha. Ni una sola de las mujeres presentes se olvidó de manifestar la aversión que les inspiraba Jane, la cual soportó todo con la mayor resignación, salvo el comentario malicioso de una mujer, a quien se le ocurrió manifestar:
—¡Menudo estómago debe de tener el hombre para dar blusas de seda a un tipo así!
Jane contestó a estas palabras con marcado desdén, y sin duda hubiera sorprendido a cualquier persona juiciosa que la joven soportara con tanta tranquilidad todas las injurias que llovían sobre su castidad. Pero tal vez se le había agotado la paciencia, ya que se trata de una virtud que suele fatigarse con el ejercicio.
Tras de haber logrado tan enorme triunfo en sus investigaciones, que sobrepasaban sus más grandes esperanzas, Mrs. Deborah regresó a casa de sus amos en pleno triunfo, y a la hora señalada hizo un completo informe a Mr. Allworthy, que se mostró muy sorprendido al oír el relato, pues con frecuencia había tenido noticias de las extraordinarias dotes y cultura de aquella muchacha, a la que se proponía dar en matrimonio, junto con una modesta renta, a un párroco de la vecindad. Por este motivo, su interés era cuando menos igual a la satisfacción que resplandecía en el rostro de Mrs. Deborah, y quizá a muchos lectores esto les parezca del todo razonable.
Por su parte, miss Bridget se hizo cruces y aseguró que «en el futuro jamás formaría buena opinión de ninguna mujer», puesto que Jane era una muchacha que le había caído en gracia.
La prudente ama de llaves fue enviada de nuevo al pueblo con el encargo de conducir a la desgraciada ante Mr. Allworthy, no para ser enviada a una casa de corrección, como algunos pretendían y todos esperaban, sino para recibir una amonestación y un reproche, todo lo cual podrán leer en el siguiente capítulo aquellos que gusten de esta clase de instructivas lecciones.