EL EXTRAÑO ACCIDENTE QUE LE SUCEDIÓ A MR. ALLWORTHY A SU REGRESO A CASA. LA DECENTE CONDUCTA DE MRS. DEBORAH WILKINS, JUNTO CON ALGUNAS REFLEXIONES SOBRE LOS BASTARDOS.
En el capítulo anterior he dicho que Mr. Allworthy heredó una gran fortuna, que poseía un excelente corazón y que carecía de sucesores. De esto muchos sacarán la consecuencia de que vivía como un perfecto hombre honrado, que no debía un cuarto a nadie, que mantenía una excelente casa, que invitaba a sus vecinos de buen grado a su mesa, que, Caritativo con los pobres, es decir, con las gentes que prefieren mendigar a trabajar, les entregaba las sobras de aquélla, y que al cabo murió inmensamente rico y, además, construyó un hospital.
Sin duda hizo muchas de estas cosas. Pero si no hubiera realizado nada más, el recuerdo de sus méritos hubiera quedado reducido a alguna bella lápida colocada sobre la puerta del hospital. El tema de esta historia son sucesos mucho más extraordinarios, pues, de lo contrario, yo perdería el tiempo lamentablemente, escribiendo una obra tan voluminosa.
Mr. Allworthy había permanecido en Londres durante todo un trimestre, obligado por un asunto en extremo particular, aunque ignoro en absoluto de qué se trataba. Pero su gran importancia podía deducirse del tiempo que permaneció fuera de casa, siendo así que desde hacía muchos años no había permanecido fuera de su hogar más de un mes seguido. Mr. Allworthy llegó a su casa a hora avanzada de la tarde, y luego de una frugal cena tomada en compañía de su hermana, se retiró a su cuarto, pues se sentía de veras cansado. Luego de haber permanecido unos minutos arrodillado, hábito que por nada del mundo quebrantaba, se disponía a meterse en el lecho cuando al levantar las sábanas se encontró, con la sorpresa que es de suponer, ante una criatura envuelta en ropas muy bastas, pero sumida en un suave y profundo sueño. Mr. Allworthy permaneció algunos minutos contemplando, perplejo y asombrado, lo que tenía ante sus ojos. Mas como su natural bondad ejercía siempre un gran ascendiente sobre su espíritu, no tardó en comenzar a experimentar una serie de sentimientos compasivos hacia el desgraciado ser que ocupaba su lecho. Inmediatamente tiró de la campanilla, ordenando que una criada de edad madura saltara inmediatamente de la cama y acudiera a su cuarto. Pero mientras Mr. Allworthy contemplaba arrobado la belleza de la inocencia, representada por los vivos colores que la infancia y el sueño realzaban, no cayó en la cuenta de que se encontraba en camisa cuando su ama de llaves entró en la habitación, y esto que la mujer había concedido a su amo más del tiempo necesario para que pudiera vestirse, pues aparte de la cuestión de la decencia, la mujer había perdido bastantes minutos peinándose ante el espejo, pesé a la prisa con que había sido requerida por el criado y al temor de que su amo podía encontrarse en aquellos instantes bajo los efectos de un ataque de apoplejía o de otra clase cualquiera.
No debe sorprender, por tanto, a nadie que una persona tan severa en las cuestiones de decencia en lo que a ella se refería, se sintiera profundamente sorprendida a la menor alteración que descubría en los demás. Por esta razón, en cuanto abrió la puerta y vio a su amo de pie junto a la cama, en camisa y con una vela en la mano, retrocedió poseída por un terrible espanto, y sin duda se hubiera desmayado de no haber caído su amo en la cuenta de que se encontraba en paños menores, ordenándole entonces que permaneciera en el otro lado de la puerta hasta que él se hubiera puesto alguna ropa y estuviera en condiciones de no ofender los pudibundos ojos de Deborah Wilkins, que aunque ya se encontraba en sus cincuenta y dos años, solía decir que jamás había visto a un hombre sin su casaca. Los ingenios que gustan de escarnecer ciertas cosas quizá se burlen de su susto. Sin embargo, mi grave lector, si tenemos presente la hora de la noche en que fue arrancada del lecho y la situación en que encontró a su amo, aplaudirás y considerarás más que justificado su proceder, a no ser que la prudencia que debe suponerse propia de las doncellas de la edad que había alcanzado Mrs. Deborah, haga que disminuya tu admiración.
Cuando Mrs. Deborah penetró de nuevo en el dormitorio y su amo le contó lo del encuentro del niño, la consternación que sintió el ama de llaves superó en mucho a la sentida por él, a tal punto que no pudo contenerse y gritó con profunda expresión de horror, tanto en su voz como en su mirada:
—Señor… ¿qué hacemos?
Mr. Allworthy contestó a su ama de llaves que debía cuidar de la criatura aquella noche, y que a la mañana siguiente él daría órdenes para que le procuraran un ama.
—Sí, señor —repuso Mrs. Deborah—, y confío que el señor tomará sus medidas para que detengan a la madre, que sin duda será una vecina. ¡Cuánto me gustaría que la dieran una buena paliza! Esas asquerosas mujeres deben ser castigadas con dura severidad. Por el descaro que demuestra al dejarlo aquí, apostaría a que éste no es su primer hijo.
—¡Dejemos eso, Deborah! —contestó el dueño de la casa—. No puedo creer que lo haya hecho con intención. Supongo que ha obrado de este modo para que cuidemos del niño, y me alegro infinito de que no haya actuado de peor forma.
—No sé de qué peor forma podía actuar esa ramera —repuso el ama de llaves—, tras de haber arrojado sus pecados a la puerta de un hombre honrado, pues aunque nadie como una misma conoce su propia inocencia, la gente es muy aficionada a criticar, y ha habido muchos hombres que pasaron a los ojos del vulgo por padres de hijos que no tuvieron jamás, y si el señor se decide a proteger a la criatura, con mayor fundamento lo creerán. Además… ¿por qué ha de cargar el señor con lo que la parroquia tiene la obligación de mantener? Por lo que a mí respecta, no tengo el menor deseo de tocar a estos hijos ilegítimos, a quienes no considero seres como yo. ¡Oh! ¡Cómo huele! No huele como un cristiano, se lo aseguro. Si osara dar mi opinión, aconsejaría al señor que lo metiera en una cesta y ordenase que lo dejaran en la puerta de la sacristía de la iglesia. Hace una buena noche, salvo que llueve y sopla un poco el viento. Pero si se le abrigara bien y le meten en una cesta bien acondicionada, creo que hay dos probabilidades contra una de que mañana por la mañana aún le encontraran con vida. Pero aunque así no fuera, nosotros habríamos cumplido nuestro deber cuidándolo como es debido. Y quizá sea mejor para esos seres que mueran en perfecto estado de inocencia, que no que al crecer acaben imitando a sus madres, pues nada bueno puede esperarse de ellos.
En la larga perorata del ama de llaves hubo algunas salidas de tono que quizá hubieran molestado a Mr. Allworthy, si el caballero las hubiera escuchado. Pero acababa de colocar uno de sus dedos en la mano del infante, que con aquella suave presión parecía implorar auxilio, y esto sin duda sobrepujó a la elocuencia de Mrs. Deborah, aunque hubiese sido diez veces más poderosa de lo que era. Entonces el caballero dio órdenes concretas a su ama de llaves para que se llevase al niño a su cama y llamase a una criada que le preparase un biberón y todo lo que fuera necesario. Al propio tiempo ordenó que le procuraran las ropitas adecuadas a primera hora de la mañana y que lo llevasen a su presencia en cuanto se despertase.
Tal era la inteligencia de Mrs. Wilkins y el respeto que le infundía su amo, gracias al cual disponía de un excelente empleo, que todos sus escrúpulos se esfumaron ante las órdenes perentorias que acababa de recibir, y cogiendo al niño entre sus brazos, sin el menor disgusto aparente ante la ilegalidad de su nacimiento, se lo llevó a su propia alcoba, no sin antes afirmar que era una criatura muy linda.
Allworthy se sumió entonces en uno de esos sueños ligeros y apacibles que todo corazón bondadoso y puro es capaz de gozar cuando se siente de veras satisfecho consigo mismo. Como éste es posiblemente más dulce que el producido por cualquier otro alimento del corazón, con gusto me tomaría la molestia de describírselo al lector. Pero ignoro si tal manjar le resultaría apetitoso.