La señal

Semión Ivanov servía como guarda en las líneas del ferrocarril. De su casilla a una estación había doce verstas; a otra, diez. A unas cuatro verstas habían abierto una hilandería el año anterior, detrás del bosque negreaba su alta chimenea. Cerca, excepto las casillas vecinas, no había viviendas.

Semión Ivanov era un hombre enfermo y roto. Nueve años antes había estado en la guerra: sirvió como asistente de un oficial y con él hizo una campaña entera. Pasó hambre, se heló de frío y se tostó al sol, e hizo marchas de cuarenta y cincuenta verstas con un calor sofocante y con heladas; tuvo ocasión incluso de verse bajo las balas, pero, gracias a Dios, ni una sola le rozó. Una vez, su regimiento estuvo en primera línea; durante toda una semana intercambiaron disparos con los turcos. Nuestra fila estaba tumbada a un lado del valle y la turca al otro, y disparaban de la mañana a la noche. El oficial de Semión también estaba en la fila. Tres veces al día, Semión le llevaba de las cocinas del regimiento, del barranco, un samovar caliente y comida. Iba con el samovar por un lugar abierto; las balas silbaban, chocaban contra las piedras, y Semión tenía miedo, lloraba, pero seguía caminando. Los señores oficiales estaban muy contentos con él: siempre tenían té caliente. Volvió intacto de la campaña, pero empezaron a dolerle los brazos y las piernas. Desde entonces, se vio obligado a soportar no pocas penas. Cuando regresó a casa, su anciano padre había muerto. Su hijito, que iba por el cuarto año, también había muerto por una afección de garganta. Semión y su esposa se quedaron solos los dos. No les dio resultado la hacienda, y es que es realmente difícil labrar la tierra con los brazos y las piernas hinchados. Su aldea llegó a hacérseles insoportable, así que se fueron a un lugar nuevo a buscar la felicidad. Semión y su esposa estuvieron en la Línea[76], y en Jerson, y en Donshina; en ninguna parte encontraron la dicha. La esposa se fue a servir, y Semión, como en el pasado, lo único que hacía era vagar. En una ocasión tuvo que viajar en una máquina de tren, y el jefe de una estación le resultó conocido. Semión le miró, y el jefe también se fijó en la cara de Semión. Se reconocieron mutuamente: era un oficial de su regimiento.

—¿Eres Ivanov? —dijo.

—A sus órdenes, su excelencia, yo mismo.

—¿Qué te trae por aquí?

Semión se lo contó todo de pe a pa.

—¿Adónde vas ahora?

—No lo puedo saber, su excelencia.

—¿Cómo que no lo puedes saber, bruto?

—Así es, su excelencia, porque no tengo adónde ir. Necesito encontrar un trabajo, el que sea, su excelencia.

El jefe de estación se le quedó mirando pensativo y dijo:

—Verás, hermano, de momento quédate aquí, en la estación. Me parece que estabas casado, ¿no? ¿Dónde está tu esposa?

—Así es, su excelencia, casado; mi esposa está en la ciudad de Kursk, sirviendo en casa de un comerciante.

—Entonces escribe a tu esposa para que venga. Yo le consigo un billete gratuito. Aquí, en nuestra estación, va a quedar libre una casilla de guardavía: se la pediré para ti al jefe de sección.

—Muy agradecido, su excelencia —respondió Semión.

Se quedó en la estación. Ayudaba en la cocina del jefe, cortaba leña, barría el patio y los andenes. A las dos semanas llegó su esposa, y Semión se fue en la carretilla a su casilla. La casilla era nueva, caliente, con patio para dar y tomar, un pequeño huerto que había quedado de los guardas anteriores y media desiatina[77] de tierra de labor a ambos lados de la vía. Semión se alegró. Empezó a pensar en cómo llevar su finca, en comprar una vaca y un caballo.

Le dieron todos los utensilios necesarios: una bandera verde, una bandera roja, linternas, una corneta, un martillo, una llave para apretar tuercas, una barra, una azada, escobas, tornillos, grapones y dos librillos con las normas y los horarios de los trenes. Al principio, Semión no dormía: se dedicaba a repetir los horarios para aprenderlos de memoria. Dos horas antes de que pasara un tren, él ya daba una vuelta por su sector, se sentaba en un banco donde la casilla y no dejaba de mirar y escuchar si temblaban o no las vías, si se oía o no el tren. Y aprendió las reglas de memoria. A pesar de no leer muy bien, silabeando, las aprendió de memoria.

Era verano. El trabajo no era duro, no hacía falta quitar la nieve y por esa vía pasaban pocos trenes. Semión recorría su línea un par de veces al día. Aquí y allá probaba a apretar un tornillo, igualaba los ripios, examinaba las tuberías del agua, y después se iba a casa a ocuparse de su hacienda. En la hacienda sólo tenía un problema: para cualquier cosa que se le ocurría que podría hacer debía solicitar permiso al contramaestre del ferrocarril, y éste se lo comunicaba al jefe de sección, y para cuando llegaba la respuesta ya era tarde. Semión y su esposa incluso empezaron a aburrirse.

Pasados unos dos meses, Semión comenzó a conocer a los guardas vecinos. Uno era un anciano muy viejo al que estaban a punto de sustituir. Apenas salía de la casilla. Su esposa hacía la ronda por él. El otro guarda, que estaba más cerca de la estación, era un hombre joven, delgado y fibroso. Semión y él se encontraron por primera vez en la vía, a medio camino entre las casillas, durante la ronda. Semión se quitó la gorra y se inclinó.

—¡Le deseo mucha salud, vecino! —dijo.

El vecino le miró de reojo.

—¡Hola! —dijo.

Se dio la vuelta y se alejó. Después, también se encontraron las mujeres. La de Semión, Arina, saludó a la vecina, pero esta tampoco entabló mucha conversación, y se fue. Semión la vio una vez.

—¿Qué pasa, joven, tu marido no es muy hablador?

La mujer permaneció callada, y después dijo:

—¿Qué tiene él que hablar contigo? Cada uno a lo suyo… Vete con Dios.

A pesar de todo, al mes trabaron relación. Semión y Vasili se encontraron en la vía, se sentaron en la orilla y se pusieron a fumar sus pipas y a hablar de su vida cotidiana. Vasili estaba más callado, pero Semión hasta cosas de su pueblo y de la campaña le contó.

—No he sufrido poco en mi vida… —dijo—. Y eso que mi vida no es ninguna cosa del otro mundo. Dios no me dio felicidad. Aquél al que el Señor le da talento, suerte, ése es el que lo tiene. Así es, hermano Vasili Stepánich.

Vasili Stepánich sacudió la pipa en la vía, se levantó y dijo:

—No es la vida la que nos devora el talento, la suerte, sino la gente. No hay en el mundo fiera más depredadora y ruin que el ser humano. El lobo no come lobo, y el hombre al hombre se lo come vivo.

—Vamos, hermano, no digas eso: el lobo come lobo.

—Tal como me ha venido a la cabeza lo he dicho. De todas formas, no hay bestia más cruel. Si no fueran propias de la gente la maldad y la avaricia, se podría vivir. Todo el mundo pretende cogerte vivo, morder un bocado, zampar.

Semión se quedó pensativo.

—No sé, hermano. Puede que sea así —dijo—, pero, si es así, así es por disposición de Dios.

—Y si es así —dijo Vasili—, tú y yo no tenemos nada que hablar. Si todo lo malo se lo cargamos a Dios y nosotros nos limitamos a aguantar, eso, hermano, no es vivir como las personas, sino como el ganado. No tengo más que decir.

Se dio la vuelta y se fue sin despedirse. También Semión se levantó.

—Vecino —gritó—, ¿por qué te enfadas?

El vecino no se dio la vuelta, siguió caminando. Semión lo miró durante largo rato, hasta que, en el hoyo de la curva, Vasili se perdió de vista. Volvió a casa y le dijo a su esposa:

—Vaya vecino que tenemos, Arina: es veneno, no persona.

No obstante, no se enemistaron. Volvieron a encontrarse, y de nuevo se pusieron a charlar, y otra vez sobre lo mismo.

—Eh, hermano, si no fuera por la gente…, tú y yo no estaríamos en estas casillas —dijo Vasili.

—Qué pasa con las casillas… No están mal, se puede vivir.

—«Se puede vivir», «se puede vivir»… ¡Ay, tú! Mucho viviste, poco conseguiste; mucho miraste, poco viste. Para un hombre pobre, en la casilla o donde sea, ¡qué vida hay! Los desolladores estos te comen. Te sacan todo el jugo y, cuando llegas a viejo, te tiran como vulgares mondas de patata para alimento de los cerdos. ¿Cuánto recibes de salario?

—Vale, demasiado poco, Vasili Stepánovich. Doce rublos.

—Y yo, trece cincuenta. ¿Te atreves a preguntar por qué? Según el reglamento, corresponde a todos lo mismo: quince rublos al mes, calefacción y luz. ¿Quién decidió que te correspondían doce a ti y trece cincuenta a mí? ¿Qué tripa engordan?, ¿a qué bolsillo van a parar los tres rublos y el rublo y medio restantes? ¿Te atreves a preguntar? Y tú dices: «¡Se puede vivir!». Entiéndeme, la cuestión no son el rublo y medio o los tres rublos. Ni aunque pagaran los quince. El mes pasado estuve en la estación, y llegó el director; así que le vi. Tuve ese honor. Viaja en un vagón independiente. Salió al andén y se quedó plantado con su cadena de oro suelta sobre la barriga, las mejillas rojas como si estuviera bebido… Se había emborrachado con nuestra sangre. ¡Ay, si todo fuera fuerza y poder! No me quedaré aquí mucho tiempo, me iré adonde el viento me lleve.

—¿Adónde vas a ir tú, Stepánich? Quien bien tiene y mal escoge, del mal que le venga no se enoje. Aquí tienes casa, calor, un pequeño trozo de tierra. Tu mujer es trabajadora…

—¡Un trozo de tierra! Tenías que haber visto mi trozo de tierra. En ella no crece absolutamente nada. Estaba a punto de plantar repollos en primavera cuando apareció un contramaestre del ferrocarril. «¿Qué es esto? —dijo—. ¿Por qué no tienes autorización? ¿Por qué lo hiciste sin permiso? Arráncalo y que no quede ni la muestra». Estaba borracho. En otra ocasión no habría dicho nada, pero esta vez le dio por ahí… «¡Tres rublos de multa!».

Vasili se quedó callado, chupó la pipa y dijo en voz baja:

—Un poco más, y lo mato a golpes.

—Vamos, vecino, estás caliente, te lo digo.

—No estoy caliente; hablo y pienso francamente. ¡Todavía me va a conocer el jeta roja ése! Me voy a quejar al jefe de sección en persona. ¡Y ya veremos!

Y, en efecto, se quejó.

Una vez fue el jefe de sección a inspeccionar la vía. Tres días después, unos importantes señores de Petersburgo debían pasar por allí. Hicieron la revisión, puesto que había que ponerlo todo en orden antes de su viaje. Echaron más balasto, lo igualaron, examinaron las traviesas, fijaron los grapones, apretaron las tuercas, pintaron los postes y ordenaron echar más arena amarilla en los pasos a nivel. La vecina guarda hasta mandó a su viejo a ramonear la hierba. Semión trabajó una semana entera. Lo puso todo en buen estado e incluso se arregló un caftán[78], lo limpió y frotó la placa de cobre con un ladrillo hasta dejarla resplandeciente. Incluso Vasili trabajó. El jefe de sección llegó en una dresina. Cuatro obreros hacían girar el manubrio. Los engranajes zumbaban y el vagón se movía rápido, a unas veinte verstas por hora. Las ruedas rugían. Volaba hacia la casilla de Semión. Semión se levantó de un salto y dio parte como lo haría un soldado. Todo estaba en perfecto estado de revista.

—¿Hace mucho que estás aquí? —preguntó el jefe.

—Desde el dos de mayo, su excelencia.

—De acuerdo. Gracias. ¿Quién está en el número ciento sesenta y cuatro?

El contramaestre del ferrocarril, que iba con él en la dresina, respondió:

—Vasili Spíridov.

—Spíridov, Spíridov… Ah, ¿ése es aquel al que usted amonestó el año pasado?

—El mismo.

—Está bien, veamos a Vasili Spíridov. Arranca.

Los trabajadores hicieron presión sobre el manubrio y la dresina echó a andar.

Observándola, Semión pensó: «Pues van a tener diversión con el vecino».

Dos horas más tarde se fue a hacer la ronda. Vio que del hoyo, por la vía, venía alguien con algo blanco en la cabeza. Semión miró atentamente y reconoció a Vasili. En la mano llevaba un palo; a los hombros, un pequeño hatillo; la mejilla, vendada con un pañuelo.

—Vecino, ¿adónde vas? —gritó Semión.

Vasili se le acercó. Blanco como la greda, tenía la cara descompuesta y los ojos hoscos. Empezó a hablar, pero la voz se le cortaba.

—A la ciudad —dijo—, a Moscú…, a la jefatura.

—A la jefatura… ¡Mira tú! Conque vas a quejarte. Déjalo, Vasili Stepánich, olvídalo…

—No, hermano, no lo olvido. Es tarde para olvidar. Ya lo ves: me ha pegado en la cara, me ha hecho sangrar. Mientras viva, no lo olvidaré, y no lo dejaré así. Es necesario darles una lección… Chupasangres.

Semión le cogió por un brazo:

—Déjalo, Stepánich, te lo digo de corazón; mejor no lo hagas.

—¡Qué hay en eso de mejor! Ya sé que es mejor no ir, tenías razón cuando hablabas del talento-suerte. Para mí es mejor no hacerlo, pero la verdad, hermano, hay que defenderla.

—Pero, dime, ¿a qué viene todo esto?

—A causa de que… Lo ha revisado todo. Ha salido de la dresina, ha echado un vistazo a la casilla. Yo sabía que me iba a examinar con dureza, así que lo puse todo en orden como corresponde. Se quería ir ya, y yo le he expuesto mi queja. Inmediatamente se ha puesto a gritar. «Esto es —me dice— una inspección gubernamental pura y dura, ¡y tú quieres exponer una queja relacionada con el huerto! Se trata de consejeros privados, ¡y tú me sales con el repollo!». No me he aguantado y he dicho algunas palabras, de manera que no fueran muchas, pero que le resultaran ofensivas. ¡Cómo me ha dado! ¡La paciencia es nuestra maldición! Tenía que haberle… Pero me he quedado parado, como si así debiera ser. Ellos se han ido; yo he vuelto en mí, me he lavado la cara y me he puesto en camino.

—¿Qué pasa con la casilla?

—Se queda mi mujer. Estará atenta. Que se vayan al diablo con su vía.

Vasili se levantó y se dispuso a irse.

—Adiós, Ivánich. No sé si encontraré o no justicia para mí.

—¿Y piensas ir a pie?

—En la estación pediré permiso en un tren de mercancías. Mañana estaré en Moscú.

Los vecinos se despidieron. Vasili se fue, y estuvo fuera durante mucho tiempo. Su esposa trabajaba por él. No dormía ni de día ni de noche. Estaba consumida de esperar al marido. Al tercer día pasó la inspección: una locomotora, un vagón de equipaje y dos de primera clase. Y Vasili aún no había vuelto. Al cuarto día, Semión vio a su mujer: tenía el rostro hinchado de tanto llorar; los ojos, rojos.

—¿Ha vuelto tu marido? —preguntó.

La mujer agitó las manos y, sin decir nada, siguió su camino.

Semión había aprendido en algún momento, cuando todavía era un niño, a hacer caramillos de mimbre. Quemaba el corazón del palo de mimbrera, agujereaba donde era necesario, hacía una lengüeta para el extremo y la ajustaba tan bien que se podía tocar lo que se quisiera. En su tiempo libre hacía muchos caramillos y los mandaba al mercado de la ciudad por medio de conductores conocidos de los mercancías. Le daban dos kopeks por unidad. El tercer día después de la inspección dejó sola en casa a su esposa para que recibiera al tren de las seis de la tarde, y él cogió un cuchillo y se fue al bosque a cortar palos. Llegó hasta el final de su zona —en ese punto el camino se desviaba abruptamente—, descendió por el terraplén y se fue cuesta abajo hacia el bosque. A media versta había un gran pantano y cerca de él crecían arbustos perfectos para sus caramillos. Cortó un manojo de palos y volvió para casa. En el bosque el sol ya estaba bajo. Había un silencio sepulcral. Sólo se oía cómo piaban los pájaros y cómo crujían las ramas caídas bajo sus pies. Semión estaba ya cerca de la vía cuando le pareció oír algo, como si en algún sitio resonara hierro contra hierro. Semión aceleró el paso. En aquel momento no había reparaciones en su zona. «¿Qué ha sido eso?», pensó. Salió a la orilla. Ante él ascendía el terraplén del ferrocarril. Arriba, en la vía, había un hombre en cuclillas haciendo algo. Semión empezó a subir hacia él sigilosamente; pensaba que era alguien que venía a robar tuercas. Miró y vio que el hombre se había puesto de pie. Tenía en las manos una barra. Levantó un raíl enganchándolo con la barra y lo movió hacia un lado. A Semión se le nubló la vista. Quería gritar pero no podía. Vio que era Vasili. Se lanzó tras él a la carrera, pero Vasili, con la barra y la llave, bajaba ya rodando por el otro lado del terraplén.

—¡Vasili Stepánich! ¡Querido amigo, por Dios, vuelve! ¡Dame la barra! Colocamos el raíl y nadie lo sabrá. Vuelve, salva tu alma del pecado.

Vasili no se volvió y huyó por el bosque.

Semión está parado al lado del raíl levantado. Deja caer sus palos. Está en camino un tren, y no de mercancías: de pasajeros. Y no hay con qué pararlo: no hay bandera. Tampoco hay manera de poner el raíl en su sitio; con las manos desnudas no hay quien clave los grapones. Es preciso correr, correr sin falta a la casilla a por alguna herramienta. ¡Dios, ayúdanos!

Semión se va corriendo a su casilla. Jadea. Corre, casi cae. Salió corriendo del bosque, hasta la casilla había cien sazhenes, no más. Oye que en la fábrica zumba la sirena. Son las seis. Y a las seis y dos minutos pasa el tren. ¡Dios! ¡Ten piedad de los inocentes! Así lo ve ante sí Semión: basta con que la locomotora, con la rueda izquierda sobre el corte del raíl, vacile, se incline y avance arrancando las traviesas para hacerse mil añicos, y aquí la curva, la vuelta, y el terraplén, caerse desde una altura de once sazhenes, y allí, en tercera clase, lleno de gente hasta los topes, niños pequeños… Ahora están todos sentados sin sospechar nada. ¡Dios, ilumíname! Es imposible correr hasta la casilla y volver a tiempo…

Semión no corrió hasta la casilla. Dio la vuelta, iba más rápido que antes. Corre casi sin sentido; él mismo no sabe todavía qué puede llegar a pasar. Llegó hasta el raíl levantado. Su manojo de palos seguía allí tirado. Se inclinó, cogió uno, sin saber ni él mismo para qué, y siguió corriendo. Le parece que ya viene el tren. Oye el silbido a lo lejos. Escucha. Los raíles poco a poco comenzaron a vibrar rítmicamente. No tiene fuerzas para seguir corriendo. Se paró a unos cien sazhenes del lugar fatídico, y ahí realmente tuvo una iluminación. Se quitó la gorra, le sacó el pañuelo de papel, sacó el cuchillo de la caña de la bota y se persignó: ¡que Dios nos bendiga!

Se clavó el cuchillo en el brazo izquierdo por encima del codo, y brotó la sangre. Empezó a caer un chorro caliente. Empapó en ella su pañuelo, lo extendió, lo estiró, lo ató a un palo y mostró su bandera roja.

Permaneció parado, moviendo su bandera. Ya se veía el tren. El maquinista no lo veía a él, seguía acercándose. ¡Y en cien sazhenes no puede parar un tren pesado!

La sangre fluía y fluía. Pegó la herida al costado, quería taparla, pero la hemorragia no se cortaba. Evidentemente, la herida que se había hecho en el brazo era profunda. La cabeza le daba vueltas, en los ojos empezaron a volar moscas negras. Después, todo se volvió absolutamente negro; en los oídos, toque de campanas. No veía el tren ni oía el ruido; sólo tenía un pensamiento en la cabeza: «No aguantaré de pie, me voy a caer, soltaré la bandera, el tren me pasará por encima… Ayúdame, Señor, envíame un relevo…».

Y se hizo la oscuridad en sus ojos y el vacío en su alma, y dejó caer la bandera. Pero no cayó la enseña ensangrentada al suelo: la mano de alguien la cogió y la levantó en alto al encuentro del tren que se acercaba. El maquinista la vio, cerró el regulador y dio contravapor. El tren se paró.

La gente saltó de los vagones. Se formó una aglomeración. Vieron que había tumbado un hombre cubierto de sangre, sin conocimiento; otro estaba cerca de él con un trapo ensangrentado en un palo.

Vasili echó una mirada alrededor, al gentío, y bajó la cabeza.

—Prendedme —dijo—, yo levanté el raíl.

Año 1887