(A la memoria de Iván Serguéievich Turguénev)
—¡En nombre de su alteza imperial el soberano emperador Pedro I, ordeno la inspección de este manicomio!
Estas palabras fueron dichas con voz fuerte, clara y estridente. El escribano del hospital, que había apuntado al enfermo en el enorme y estropeado libro sobre la mesa cubierta de tinta, no contuvo la sonrisa. Pero los dos jóvenes que acompañaban al enfermo no se rieron: ellos apenas se sostenían sobre las piernas después de dos días sin dormir, solos con el loco, al que acababan de traer por vía férrea. En la penúltima estación, el ataque de cólera se había agudizado; de algún sitio sacaron una camisa de fuerza y, habiendo llamado a conductores y gendarmes, se la pusieron al enfermo. Así lo trajeron a la ciudad, así lo llevaron al hospital.
Estaba furioso. Encima del traje gris desgarrado en jirones durante la crisis, una cazadora de áspera loneta con grandes agujeros ceñía su talle; las largas mangas, atadas a la espalda, le apretaban contra el pecho los brazos en cruz. Los ojos inflamados, muy abiertos (llevaba diez días sin dormir), echaban fuego con inmóviles brillos abrasadores; un espasmo nervioso contraía el borde del labio inferior; los revueltos cabellos crespos le caían como una melena sobre la frente; con pasos rápidos y firmes iba de un rincón al otro de la oficina, mirando con ojos escrutadores el viejo armario con papeles y las sillas de hule, y echando una mirada de vez en cuando a sus compañeros de viaje.
—Llévenle a su sección. A la derecha.
—Yo sé, sé. Estuve aquí con ustedes el año pasado. Inspeccionando el hospital. Lo sé todo, y será difícil engañarme —dijo el enfermo.
Se volvió hacia la puerta. El guarda la abrió delante de ellos. Con el mismo paso rápido, firme y decidido, levantando alta la cabeza de loco, salió de la oficina y casi corriendo torció a la derecha, hacia la sección de los dementes. Los acompañantes apenas podían seguirlo.
—Llama. Yo no puedo. Me habéis atado los brazos.
El conserje abrió las puertas, y los viajeros entraron en el hospital.
Era un gran edificio de piedra construido a la antigua con fondos del Estado. Dos grandes salas (una, el comedor; la otra, un local común para los enfermos tranquilos), un amplio corredor con puerta de cristal que daba salida al jardín con parterre y dos decenas de habitaciones individuales, donde vivían los enfermos, ocupaban el piso inferior; en él también se habían construido dos habitaciones oscuras, una forrada de colchones, otra de tablas, en las que metían a los violentos; y una habitación enorme y tenebrosa con bóvedas, los baños. El piso superior lo ocupaban las mujeres. Un ruido disonante, con aullidos y gemidos entrecortados, se deslizaba desde allí. El hospital había sido construido para ochenta personas, pero, como daba servicio a unas cuantas provincias vecinas, en él se volvían locas hasta trescientas. En pequeños cuartuchos había hasta cuatro y cinco camas; en invierno, cuando no dejaban a los enfermos salir al jardín y todas las ventanas con rejas de hierro estaban cerradas herméticamente, en el hospital el aire se volvía irrespirable.
Al nuevo enfermo lo condujeron a la habitación donde estaban los baños. Si a una persona sana podía causarle una impresión agobiante, a una alterada, con la imaginación exaltada, le causaba una mucho más agobiante. Era una gran habitación abovedada, con un pegajoso suelo de piedra, iluminada por una única ventana abierta en un rincón; las paredes y las bóvedas estaban pintadas con pintura al aceite roja oscura; a ras del suelo ennegrecido por la suciedad había encajadas dos bañeras de piedra, como dos hoyos ovalados llenos de agua. Una enorme estufa de cobre con una caldera cilíndrica para calentar el agua y un sistema completo de tuberías de cobre y grifos ocupaban el rincón opuesto a la ventana. Todo tenía un extraordinario carácter lóbrego y fantasioso para una cabeza alterada, y el guarda encargado de los baños, un ucraniano gordo y eternamente callado, aumentaba con su lúgubre fisonomía la impresión.
Cuando llevaron al enfermo a esta terrible habitación para bañarlo y, de acuerdo con el plan de tratamiento del doctor jefe del hospital, aplicarle un gran emplasto de cantáridas en la nuca, se horrorizó y se enfureció. Pensamientos disparatados, a cual más monstruoso, empezaron a girar en su cabeza. ¿Qué es esto? ¿La inquisición? ¿El lugar de la ejecución secreta donde sus enemigos habían decidido acabar con él? ¿Tal vez el mismísimo infierno? Por fin, se le vino a la cabeza que esto podía ser algún tipo de experimento. Lo desnudaron a pesar de la encarnizada resistencia. Con la fuerza duplicada por la enfermedad se soltó con facilidad de las manos de varios guardas, de manera que ellos cayeron al suelo; al final, lo tumbaron entre cuatro y, sujetándolo por los brazos y las piernas, lo metieron en el agua templada. A él le pareció que estaba hirviendo, y en su cabeza de loco brilló la idea inconexa y fragmentada de un experimento con agua hirviendo y hierro candente. Ahogándose por el agua y forcejeando febrilmente con brazos y piernas, por donde lo sujetaban fuertemente los guardas, voceó jadeando un discurso inconexo, del cual es imposible hacerse una idea si no se escuchó en el momento. En él había plegarias y maldiciones. Gritó hasta que no pudo más, y al final, tranquilo, con ardientes lágrimas, pronunció una frase absolutamente desligada del discurso anterior:
—¡Gran maestro San Jorge! En tus manos dejo mi cuerpo. Pero el espíritu, no. ¡Oh, no!
Los guardas aún lo sujetaban, aunque se había tranquilizado. El agua templada y la bolsa de hielo puesta en la cabeza dieron sus frutos. Pero cuando, casi inconsciente, lo sacaron del agua y lo sentaron en un taburete para ponerle el emplasto de cantáridas, las fuerzas restantes y los pensamientos demenciales le hicieron explotar de nuevo.
—¿Por qué? ¿Por qué? —gritaba—. Yo no deseé nada malo a nadie. ¿Por qué me van a matar? ¡Oh-h-h! ¡Oh, Dios! ¡Oh, vosotros, atormentados antes que yo! A vosotros ruego, liberadme…
El contacto ardiente en la nuca le hizo darse golpes desesperadamente. La sirvienta no podía con él, y no sabía qué hacer.
—No se puede hacer nada —dijo el soldado que ejecutaba la operación—. Hay que limpiar.
Estas simples palabras conmocionaron al enfermo. «¡Limpiar…! ¿Limpiar qué? ¿Limpiar a quién? ¡A mí!», pensó; y muerto de miedo cerró los ojos. El soldado cogió por los dos extremos una áspera toalla y, apretando fuerte, se la pasó rápidamente por la nuca, arrancándole el emplasto de cantáridas y la capa superficial de la piel, dejándole una excoriación roja y desnuda. El dolor resultante de esta operación, insoportable incluso para una persona tranquila y sana, le pareció al enfermo el final. Tiró desesperadamente con todo el cuerpo, liberándose de las manos del guarda, y su cuerpo desnudo rodó por las baldosas. Pensó que le habían cortado la cabeza. Quería gritar, y no podía. Lo llevaron al catre con un desmayo que se convirtió en un profundo, mortal y largo sueño.
Recobró el conocimiento por la noche. Todo estaba tranquilo; en la habitación grande contigua se oía la respiración de los enfermos dormidos. En algún lugar alejado, con voz monótona y rara, hablaba consigo mismo un enfermo, al que habían metido en la habitación oscura durante la noche; y arriba, en la sección de mujeres, un contralto ronco cantaba una canción absurda. El enfermo escuchó con atención estos sonidos. Sentía una terrible debilidad y todos los miembros descoyuntados; el cuello le dolía mucho.
«¿Dónde estoy? ¿Qué me pasa?», se le vino a la cabeza. Y de pronto, con una claridad inhabitual se le representó el último mes de su vida, y comprendió que estaba enfermo y de qué estaba enfermo. Recordó una serie de pensamientos, palabras y actos disparatados que le hicieron estremecerse todo él.
—¡Pero eso se acabó, gracias a Dios, se acabó! —murmuró, y se durmió de nuevo.
La ventana abierta con rejas de hierro daba a un pequeño callejón entre los edificios grandes y la cerca. Por este callejón no pasaba nunca nadie, y estaba cubierto de una espesa maleza con cierto tipo de arbusto salvaje y lilas, que florecían pomposamente en esta época del año… Detrás de los arbustos, justo enfrente de la ventana, se distinguía una elevada cerca; las altas copas de los árboles del jardín grande, bañadas e impregnadas por la luz lunar, miraban desde detrás de ella. A la derecha se levantaba el edificio blanco del hospital con ventanas con rejas de hierro iluminadas desde dentro; a la izquierda, la pared blanca, brillante por la luna, del depósito de cadáveres. La luz de la luna caía a través de la reja de la ventana en el interior de la habitación, en el suelo, e iluminaba parte de la cama y del atormentado y pálido rostro del enfermo con los ojos cerrados; ahora no había en él nada demencial. Era el sueño profundo y pesado de un hombre extenuado, sin visiones oníricas, sin el más mínimo movimiento y casi sin respiración. En varias ocasiones se despertó un instante con la memoria totalmente recobrada, como si estuviera sano, para levantarse por la mañana con la misma locura de antes.
—¿Cómo se siente? —le preguntó al día siguiente el doctor.
El enfermo, que acababa de despertarse, aún estaba entre las sábanas.
—¡Muy bien! —respondió, saltando de la cama, calzándose las pantuflas y cogiendo la bata—. ¡Perfectamente! Sólo una cosa: ¡mire!
Le mostró su nuca.
—No puedo mover el cuello sin sentir dolor. Pero eso no es nada. Todo está bien si lo entiendes; y yo lo entiendo.
—¿Sabe dónde está?
—¡Por supuesto, doctor! Estoy en el manicomio. Pero es que, si lo entiendes, esto categóricamente da igual. Categóricamente da igual.
El doctor lo miraba fijamente a los ojos. Su hermoso rostro bien cuidado con barba dorada perfectamente peinada y tranquilos ojos azules, que miraban a través de unas gafas doradas, permanecía inmóvil e impenetrable. Observaba.
—¿Por qué me mira tan fijamente? Usted no lee lo que hay en mi alma —continuó el enfermo—, ¡pero yo leo con claridad en la suya! ¿Por qué hace mal? ¿Por qué cogió a este montón de infelices y los retiene aquí? A mí me da igual: yo lo entiendo todo y estoy tranquilo, pero ¿ellos? ¿A fin de qué estas torturas? Al hombre que lo consigue, que tiene en el alma una gran idea, una idea esencial, a ése le da igual dónde vivir, qué sentir. Incluso vivir o no vivir… ¿No?
—Puede ser —respondió el doctor, sentándose en una silla en un ángulo de la habitación para ver al enfermo, que caminaba rápido de un rincón a otro, chancleteando las enormes pantuflas de piel de caballo y agitando los faldones de la bata de celulosa con anchas rayas rojas y grandes flores. El enfermero y el celador que acompañaban al doctor continuaban de pie en posición firme junto a la puerta.
—¡Y yo la tengo! —exclamó el enfermo—. Y cuando la encontré, me sentí regenerado. Desde entonces, las sensaciones se hicieron más agudas, el cerebro trabaja como nunca. Lo que antes alcanzaba tras un largo camino de razonamientos y suposiciones, ahora lo concibo intuitivamente. Alcancé realmente lo elaborado por la filosofía. Me emociono con mi gran idea de que el espacio y el tiempo son en esencia una ficción. Vivo en todos los siglos. Vivo sin espacio, en todas partes o en ninguna, como quiera. Y por eso todo me da igual, que me retenga aquí o que me deje en libertad, estar libre o atado. Me he dado cuenta de que aquí hay algunos más como yo. Pero para el resto de la masa semejante situación es horrorosa. ¿Por qué no los libera? A quién le hace falta…
—Usted dijo —le interrumpió el doctor— que usted vive fuera del tiempo y del espacio. Sin embargo, es imposible no estar de acuerdo en que usted y yo estamos en esta habitación y en que ahora —el doctor sacó el reloj— son las diez y media del 6 de mayo de 18**. ¿Qué piensa sobre esto?
—Nada. Me da igual dónde estar y cuándo vivir. Si a mí me da igual, ¿no significa esto que yo estoy en todas partes y siempre?
El doctor se sonrió.
—Rara lógica —dijo, poniéndose en pie—. Tal vez esté usted en lo cierto. Hasta luego. ¿Le apetece un cigarrillo?
—Se lo agradezco —se paró, cogió el cigarrillo y mordisqueó nerviosamente un extremo del mismo—. Esto ayuda a pensar —dijo—. Esto es el mundo, el microcosmos. En un extremo los álcalis, en el otro los ácidos… Tales son el equilibrio y la paz en los que se neutralizan los principios opuestos. ¡Adiós, doctor!
El doctor siguió adelante. Gran parte de los enfermos le esperaban tendidos en sus camas. Ningún jefe cuenta con tanto respeto de sus subordinados como el psiquiatra de sus locos.
Y el enfermo, al quedar solo, siguió caminando impetuosamente de un rincón a otro de la celda. Le trajeron té. Sin sentarse, de dos tragos vació una gran taza y en un abrir y cerrar de ojos se comió un gran trozo de pan blanco. Después salió de la habitación y durante varias horas anduvo sin parar con su paso rápido y firme de un extremo al otro de su edificio. El día era lluvioso, y no dejaban a los enfermos salir al jardín. Cuando el enfermero se puso a buscar al nuevo enfermo, le indicaron el final del pasillo; estaba parado, con la cara pegada contra la puerta acristalada del jardín, mirando fijamente las flores. Una extraña flor escarlata, un tipo de amapola, había atraído su atención.
—Tenga la bondad de ir a pesarse —dijo el enfermero tocándole los hombros.
Y cuando volvió hacia él el rostro, casi se echó para atrás del susto: tanta rabia salvaje y odio ardían en sus ojos dementes. Pero viendo al enfermero, inmediatamente cambió la expresión de la cara y dócilmente lo siguió, sin decir ni una palabra, como si estuviera inmerso en una profunda meditación. Fueron al gabinete médico; el propio enfermo se subió a la plataforma de pequeños pesos decimales; el enfermero, una vez lo hubo pesado, apuntó en un libro junto a su nombre 109 libras[70]. Al día siguiente fueron 107; el tercero, 106.
—Si sigue así, no sobrevivirá —dijo el doctor, y ordenó que se le alimentara lo mejor posible.
Pero, a pesar de esto y del extraordinario apetito del enfermo, adelgazaba día tras día, y el enfermero cada día apuntaba en el libro una cifra de libras menor que la anterior. El enfermo casi no dormía y pasaba todo el día en continuo movimiento.
Reconoció que estaba en el manicomio; reconoció incluso que estaba enfermo. A veces, como la primera noche, se despertaba en medio del silencio después de todo un día de movimiento frenético, sintiendo agujetas en todos los miembros y la cabeza terriblemente pesada, pero completamente consciente. Tal vez la falta de impresiones en el silencio de la noche y la penumbra, tal vez la débil actividad del cerebro en la persona que hacía un momento estaba dormida, hicieran que en ese instante él comprendiera con claridad su situación y fuera como si estuviera sano. Pero amanecía; con la luz y el despertar de la vida en el hospital, de nuevo se apoderaban del enfermo las impresiones; el cerebro del enfermo no podía dominarlas y de nuevo enloquecía. Su estado era una extraña mezcla de juicios correctos y disparatados. Entendía que alrededor de él todos estaban enfermos, pero al mismo tiempo veía en cada uno de ellos a alguien oculto en secreto o algún rostro camuflado que le resultaba familiar o sobre el que había leído u oído hablar. El hospital estaba poblado por gentes de todos los tiempos y todos los países. Había vivos y muertos. Había famosos y poderosos y soldados muertos en la última guerra y resucitados. Se veía a sí mismo en una especie de círculo mágico, encantado, que acumulaba toda la fuerza de la tierra, y en su arrogante exaltación se consideraba a sí mismo el centro del círculo. Todos ellos, sus compañeros de hospital, se habían reunido aquí para ocuparse de un asunto que a él vagamente se le figuraba como una gigantesca empresa dirigida a aniquilar el mal en la tierra. Él no sabía en qué iba a consistir, pero se sentía con fuerza suficiente como para hacerlo. Podía leer el pensamiento de las otras personas; veía en las cosas toda su historia; los grandes olmos del jardín le contaban la leyenda entera de lo vivido; el edificio, realmente construido hacía bastante tiempo, lo consideraba una construcción de Pedro el Grande y estaba seguro de que el zar había vivido en él en la época de la batalla de Poltava. Había leído esto en las paredes, en el enlucido que se caía, en los trozos de ladrillo y azulejo que encontraba en el jardín: toda la historia de la casa y el jardín estaba escrita en ellos. Habitaba el pequeño edificio del depósito de cadáveres con decenas y centenares de personas muertas hacía mucho tiempo, y examinaba con atención el ventanuco que se abría de su sótano a un rincón del jardín, viendo en el reflejo irregular de la luz en el viejo, irisado y sucio cristal facciones conocidas que había visto tiempos atrás en la realidad o en retratos.
Mientras tanto empezó a hacer buen tiempo, despejado; los enfermos pasaban el día entero al aire libre en el jardín. Su sección de jardín no era muy grande, pero estaba cubierta de árboles y había por todas partes, absolutamente por todas, flores plantadas. El celador hacía trabajar en él a todos los que tenían alguna capacidad de trabajo; se pasaban el día barriendo y enarenando el sendero, desherbando y regando los bancales de flores, pepinos, sandías y melones cavados por ellos con sus propias manos. La esquina del jardín se había cubierto con un frondoso guindo; a lo largo de él se extendía una alameda de olmos; en el medio, en una pequeña montaña artificial, estaba plantado el macizo de flores más bonito de todo el jardín: flores brillantes crecían en los límites de la glorieta superior, y en el centro la embellecía una grande, voluminosa y rara dalia amarilla con pintas rojas. Constituía el centro de todo el jardín, elevada sobre él, y se podía apreciar que muchos enfermos le atribuían algún significado sobrenatural. Al nuevo enfermo también le pareció algo no del todo corriente, una especie de talismán del jardín y del edificio. Todos los senderos habían sido plantados también a mano por los enfermos. Allí había todo tipo de flores de las que se encontraban en los jardincitos pequeñorrusos[71]: altas rosas, brillantes petunias, arbustos de buen tabaco con pequeñas flores rosas, menta, tagetes, capuchinas y amapolas. Aquí mismo, cerca del soportal, crecían tres matas de amapola de una especie singular, mucho más pequeña que la común y diferenciada de ella por un raro y brillante color escarlata. Era la flor que había dejado estupefacto al enfermo cuando al día siguiente del ingreso en el hospital contemplaba el jardín a través de la puerta de cristal.
Cuando salió al jardín por primera vez, antes de nada, sin bajar el escalón del porche, miró estas brillantes flores. Sólo había dos; casualmente habían crecido separadas del resto y en un lugar no escardado, de manera que un frondoso armuelle y una especie de malas hierbas las rodeaban.
Un enfermo tras otro salían por las puertas, en las que había apostado un guarda que daba a cada uno un grueso gorro cónico blanco hecho de papel con una cruz roja sobre la frente. Estos gorros habían estado en la guerra y habían sido comprados en una subasta. Pero el enfermo, para sí mismo se entiende, dio a esta cruz roja un misterioso significado. Se quitó el gorro y miró la cruz, y después la amapola. Las flores estaban más brillantes.
—Él vence —dijo el enfermo—, pero veremos.
Y salió del porche. Mirando alrededor y sin percatarse del guarda, que estaba detrás de él, atravesó el bancal y alargó la mano hacia la flor, pero no se decidió a cogerla. Sintió calor y punzadas en la mano estirada, y después en todo el cuerpo, como si una especie de corriente de una fuerza para él desconocida saliera de los rojos pétalos y atravesara todo su cuerpo. Se acercó más y alargó la mano hasta la misma flor, pero la flor, según le pareció a él, se defendió, soltando un venenoso, mortal aliento. La cabeza le daba vueltas; hizo un último esfuerzo desesperado, y ya se había agarrado al tallo cuando de pronto una mano fuerte se apoyó en su hombro. Era el guarda, que le sujetaba.
—No se puede arrancar —dijo el viejo ucraniano—. Y al bancal no entres. Aquí estáis muchos locos: si cada uno cogiera una flor, acabaríais con todo el jardín —dijo convincente, sin soltarle el hombro.
El enfermo lo miró a la cara, en silencio se libró de su mano e inquieto se fue por el sendero. «¡Oh, infelices! —pensó—. No veis, estáis tan ciegos que la defendéis. Pero cueste lo que cueste acabaré con ella. No hoy, pero mañana mediremos nuestras fuerzas. Y si muero, qué más da…».
Paseó por el jardín hasta la noche, entablando amistades y manteniendo extrañas conversaciones, en las que cada uno de sus interlocutores escuchaba sólo respuestas a sus ideas disparatadas, expresadas con palabras absurdas y misteriosas. El enfermo paseaba ora con un compañero, ora con otro, y al final del día estaba aún más convencido de que «todo estaba preparado», como se había dicho a sí mismo. Pronto, pronto se desintegrarán las verjas de hierro, todos estos encerrados saldrán de aquí y echarán a correr por todos los rincones de la tierra y todo el mundo se estremecerá, se quitará la vieja envoltura y aparecerá de nuevo una asombrosa belleza. Casi se había olvidado de la flor, pero, al salir del jardín y subir al porche, de nuevo vio, en la espesura oscurecida y en la hierba que había empezado a cubrirse de rocío, dos trozos de carbón encendido. Entonces el enfermo se salió del grupo y, dando la espalda al guarda, esperó el momento oportuno. Nadie vio cómo saltó a través del bancal, agarró la flor y apresuradamente la ocultó en el pecho bajo la camisa. Cuando las hojas frescas, cubiertas de rocío, tocaron su cuerpo, palideció como la muerte y horrorizado abrió desmesuradamente los ojos. Un sudor frío comenzó a cubrirle la frente.
En el hospital encendieron las lámparas. A la espera de la cena, gran parte de los enfermos se tumbó en las camas, excepto algunos, inquietos, que caminaban apresuradamente por los corredores y las salas. El enfermo con la flor estaba entre ellos. Caminaba con los brazos cruzados espasmódicamente contra el pecho: parecía que quería aplastar, machacar la flor escondida en él. Al encontrarse con otros, se alejaba de ellos, temeroso de que le rozaran el borde de la ropa. «¡No se acerquen, no se acerquen!», gritaba. Pero en el hospital pocos prestaban atención a aquellas exclamaciones. Y él caminaba cada vez más y más rápido, daba los pasos más y más largos; anduvo una hora, dos, con exasperación.
—¡Te agotaré! ¡Te ahogaré! —decía sordamente y con maldad.
A veces rechinaba los dientes.
En el comedor dieron la cena. Sobre las mesas sin mantel del hospital pusieron unas cuantas escudillas pintadas y doradas con gachas líquidas; los enfermos se sentaron en los bancos; les dieron un trozo de pan negro a cada uno. Comían con cucharas de madera ocho personas de cada escudilla. A algunos, con alimentación mejorada, les daban de comer aparte. Nuestro enfermo se comió rápido su ración, llevada a su habitación por el guarda que le había llamado; no se conformó con esto y pasó al comedor común.
—Permítame sentarme aquí —dijo al guarda.
—¿Es que no ha cenado? —preguntó el celador, echando una porción adicional de gachas en la escudilla.
—Tengo mucha hambre. Y necesito reconstituirme. Mi único apoyo es la comida; ya sabe que prácticamente no duermo.
—Coma, buen hombre, a su salud. Tarás, dale una cuchara y pan.
Se sentó cerca de uno de los tazones y se comió todavía una gran cantidad de gachas.
—Vale, está bien, está bien —dijo al fin el celador, cuando todos habían acabado de cenar y nuestro enfermo aún seguía con el tazón, con una de las manos negra de gachas y la otra fuertemente apretada contra el pecho—. Hártese.
—Ay, si usted supiera cuánta fuerza necesito, ¡cuánta fuerza! Adiós, Nikolái Nikolaich —dijo el enfermo levantándose de la mesa y apretando con fuerza la mano del celador—. Adiós.
—¿Adónde va? —preguntó con una sonrisa el celador.
—¿Yo? A ninguna parte. Yo me quedo. Pero puede ser que mañana no nos veamos. Le agradezco su bondad.
Y otra vez apretó con fuerza la mano del celador. La voz le temblaba, los ojos se le llenaron de lágrimas.
—Tranquilícese, hombre, tranquilícese —respondió el celador—. ¿A fin de qué esos negros pensamientos? Váyase a la cama y duerma bien. Le conviene dormir más; si duerme bien, se recuperará pronto.
El enfermo sollozó. El celador se dio la vuelta para ordenar a los guardas que recogieran lo más rápido posible los restos de la cena. Media hora más tarde, en el hospital todo dormía, excepto un hombre, tumbado sin desvestirse sobre su cama en la habitación de la esquina. Temblaba como si tuviera fiebre y espasmódicamente se apretujaba el pecho, totalmente impregnado, según le parecía a él, del inauditamente mortal veneno.
No durmió en toda la noche. Arrancó esta flor porque vio en esa acción la hazaña que estaba obligado a realizar. Desde el primer vistazo a través de la puerta de cristal, los pétalos escarlatas llamaron su atención, y le pareció que en ese mismo momento había comprendido completamente qué era lo que tenía que hacer en la tierra. En esta brillante flor roja se había concentrado todo el mal del mundo. Sabía que de la amapola se saca el opio; puede ser que este pensamiento sobrecreciera y alcanzara una forma monstruosa que le forzara a crear una terrible visión quimérica. La flor a sus ojos significaba en sí misma todo el mal; había absorbido toda la sangre derramada inocentemente (por eso era tan roja), todas las lágrimas, toda la hiel de la humanidad. Era un ser terrible, misterioso, contrario a Dios, Ahrimán[72], que había tomado un aspecto sencillo e inocente. Había que arrancarla y matarla. Pero eso no era suficiente: había que impedir que con su aliento vertiera todo su mal en el mundo. Por eso la había escondido en su pecho. Esperaba que para por la mañana la flor hubiera perdido toda su fuerza. Su mal pasaría a su pecho, a su alma, y ahí sería derrotado o vencería, en cuyo caso él perecería, moriría, pero moriría como un honrado guerrero y como el primer guerrero de la humanidad, porque hasta el momento nadie se había atrevido a luchar contra todo el mal del mundo de una vez.
—Ellos no lo han visto. Yo lo he visto. ¿Puedo dejarle vivir? Mejor la muerte.
Y permanecía acostado, perdiendo fuerzas en una guerra inexistente, quimérica, pero en cualquier caso perdiendo fuerzas. Por la mañana el enfermero lo encontró más muerto que vivo. Pero a pesar de esto, al cabo de un rato, la excitación le pudo y saltó de la cama y comenzó a correr como antes por el hospital, hablando con los enfermos y consigo mismo más alto e incoherentemente que nunca. No le dejaban salir al jardín. El doctor, al ver que su peso menguaba y que no dormía y caminaba y caminaba, ordenó que se le inyectara una gran dosis de morfina subcutánea. Él no se opuso: por suerte, en ese momento sus dementes pensamientos coincidieron con el sentido de esa intervención. Se durmió enseguida. Cesó el frenético movimiento y desapareció de sus oídos el fuerte ruido que lo acompañaba continuamente debido al compás de sus pasos. Se adormeció y dejó de pensar en todo, incluso en la segunda flor que era necesario arrancar.
Sin embargo, la arrancó a los tres días, ante los ojos de un anciano que no alcanzó a llamarle la atención. El guarda salió tras él. Con un fuerte grito triunfal, el enfermo entró corriendo al hospital y, metiéndose en su habitación, la escondió en el pecho.
—¿Por qué cortas las flores? —preguntó el guarda que llegaba corriendo tras él.
Pero el enfermo, tumbado ya en la cama en su pose habitual con los brazos cruzados, comenzó a decir tales disparates que el guarda se limitó a quitarle en silencio el gorro con la cruz roja que en su apresurada huida había olvidado entregar, y se fue. Y la quimérica batalla comenzó de nuevo. El enfermo sentía que el mal se retorcía mediante flujos largos y rastreros, como serpientes, que salían de la flor y lo enredaban, lo apretaban, le oprimían las extremidades y le impregnaban todo el cuerpo con su horrible sustancia. Lloraba y rezaba a Dios entre maldiciones dirigidas a su enemigo. Al atardecer, la flor se había marchitado. El enfermo pisoteó la ennegrecida planta, recogió los restos del suelo y los llevó al baño. Tirando el ovillo verde deforme en la candente estufa de piedra del rincón, contempló durante un buen rato cómo su enemigo chisporroteaba, mudaba y por fin se convertía en delicados copos níveos de ceniza. Sopló y todo desapareció.
Al día siguiente, el enfermo empeoró. Terriblemente pálido, con las mejillas hundidas, los ojos ardientes profundamente hundidos en el interior de las órbitas, él, que ya tenía un andar errático y tropezaba con frecuencia, continuaba con su antiguo caminar y hablaba y hablaba sin parar.
—No quisiera llegar a la violencia —dijo el doctor jefe a su ayudante.
—Pero es que es necesario parar esta actividad. Hoy pesa noventa y tres libras. Si sigue así, en dos días muere.
El doctor jefe se puso a pensar.
—¿Morfina? ¿Cloral? —dijo medio preguntando.
—Ayer la morfina ya no le hizo efecto.
—Ordene que lo aten. Pero dudo que salga de esta.
Y ataron al enfermo. Yacía vestido con la camisa de fuerza, en su cama, fuertemente atado con anchas bandas de cañamazo a los travesaños de hierro de la cama. Pero el movimiento frenético no disminuyó; incluso es posible que aumentara. Durante muchas horas se esforzó obstinadamente en librarse de sus ataduras. Al final, tirando con fuerza, rompió una de las vendas, liberó las piernas y, deslizándose por debajo de las otras, comenzó a pasearse por la habitación con las manos atadas, voceando salvajemente un discurso incomprensible.
—¡Ay, tú[73]! —gritó el guarda que entraba— ¡Qué demonio viene en tu ayuda[74]! ¡Gritsko! ¡Iván! ¡Venid rápido, que se ha soltado!
Los tres a la vez se lanzaron sobre el enfermo y comenzó la batalla, penosa para los atacantes y dolorosa para la persona que se defendía, que gastaba el resto de sus exiguas fuerzas. Por fin, lo tumbaron en la cama y lo ataron más fuerte que antes.
—¡Vosotros no sabéis lo que estáis haciendo! —gritaba el enfermo, sin aliento—. ¡Moriréis! He visto la tercera, apenas abierta. Ahora ya está preparada. ¡Dejadme terminar el asunto! ¡Es necesario matarla, matar! ¡Matar! Entonces todo habrá acabado, todo habrá sido salvado. Podría enviaros a vosotros, pero esto únicamente puedo hacerlo yo solo. Vosotros moriríais al primer contacto.
—¡Calle, señorito[75], calle! —dijo el guarda mayor, que se había quedado de servicio al lado de la cama.
El enfermo de repente se calló. Había decidido engañar a los guardas. Lo retuvieron atado todo el día y lo dejaron de la misma manera por la noche. Una vez le hubo dado la cena, el guarda extendió algo al lado de la cama y se echó. Al minuto estaba profundamente dormido, y el enfermo se puso a la tarea.
Encorvó todo el cuerpo para tocar el travesaño longitudinal de hierro de la cama y, palpándolo con la mano oculta en la larga manga de la camisa de fuerza, comenzó a frotar rápido y fuerte la manga sobre el hierro. Al cabo de un rato la gruesa lona cedió y él liberó el dedo índice. A partir de entonces la cosa fue más rápida. Con una habilidad y flexibilidad absolutamente increíbles incluso para una persona sana, deshizo el nudo de la espalda que tensaba las mangas, desató la camisa y después prestó atención durante un largo rato a los ronquidos del guarda. Pero el anciano dormía profundamente. El enfermo se quitó la camisa y se soltó de la cama. Era libre. Intentó abrir la puerta: estaba cerrada por dentro, y la llave, probablemente, reposaba en el bolsillo del guarda. Por temor a despertarlo, no se atrevió a registrarle los bolsillos y decidió huir de la habitación por la ventana.
Era una noche tranquila, templada y oscura; la ventana estaba abierta; las estrellas brillaban en el cielo negro. Las miró, distinguiendo las constelaciones conocidas y alegrándose de que ellas, según le parecía a él, le entendieran y compartieran sus ideas. Entornando los ojos, vio los infinitos rayos que le enviaban, y su loca decisión se acrecentó. Era necesario retirar la gruesa barra de la verja de hierro, colarse por el estrecho agujero hacia el callejón cubierto de arbustos, saltar la alta cerca de piedra. Allí tendría lugar la última batalla, aunque después llegara la muerte.
Probó a doblar la gruesa barra con las manos desnudas, pero el hierro no cedía. Entonces, retorciendo las resistentes mangas de la camisa de fuerza como una cuerda, la enganchó a la punta de lanza forjada al final de la barra y colgó de ella todo el cuerpo. Después de esfuerzos desesperados, casi agotadores de sus últimas fuerzas, la punta de lanza se encorvó; se había abierto un estrecho paso. Se metió a través de él; arañándose los hombros, los codos y las rodillas desnudas, pasó entre los arbustos y se paró ante el muro. Todo estaba tranquilo, las luces de las lamparillas iluminaban débilmente desde el interior de las ventanas del edificio grande; no se veía en ellas a nadie. Nadie lo había visto; el anciano, de guardia al lado de su cama, a buen seguro dormía profundamente. Los rayos de las estrellas titilaban cariñosamente, penetrando hasta su mismo corazón.
—Me voy con vosotras —susurró mirando al cielo.
Habiendo caído tras el primer intento, con las uñas rotas, las manos y las rodillas ensangrentadas, se puso a buscar un lugar más cómodo. Allí donde la cerca se unía con la pared del depósito de cadáveres, de la cerca y de la pared habían caído algunos ladrillos. El enfermo los palpó y se aprovechó de ellos. Escaló la cerca, se agarró a las ramas del olmo que crecía al otro lado y silenciosamente bajó por el árbol a la tierra.
Se lanzó hacia un lugar conocido cerca del porche. La flor había oscurecido su cabeza, plegando los pétalos y diferenciándose claramente en la hierba cubierta de rocío.
—¡La última! —susurró el enfermo—. ¡La última! Hoy victoria o muerte. Pero eso a mí ya me da igual. Esperad —dijo mirando al cielo—, pronto estaré con vosotras.
Arrancó la planta, la deshizo, la aplastó y, sujetándola en la mano, se volvió por el mismo camino a su habitación. El anciano dormía. El enfermo, apenas hubo llegado a la cama, cayó sobre ella sin sentido.
Por la mañana lo encontraron muerto. Su rostro estaba tranquilo y luminoso; los rasgos exhaustos, con los labios finos y los ojos cerrados profundamente hundidos, expresaban una especie de orgullosa felicidad. Cuando lo pusieron en la camilla, trataron de abrirle la mano y quitarle la flor roja. Pero la mano estaba entumecida, y se llevó su trofeo a la tumba.
Año 1883