El reloj de bolsillo, que yacía sobre el escritorio, precipitada y monótonamente tocaba dos notas. La diferencia entre esas notas era difícil de percibir incluso para un oído fino, y a su dueño, el hombre pálido sentado ante ese escritorio, el golpeteo de las horas le parecía toda una canción.
«Esta canción triste y melancólica —se dijo a sí mismo el hombre pálido— la canta el propio tiempo y, como si fuera para darme ejemplo, la canta con una monotonía sorprendente. Hace tres, cuatro, diez años, los relojes hacían tictac exactamente como ahora, y dentro de diez años harán tictac igual…, ¡exactamente igual!».
Y el hombre pálido le lanzó una mirada turbia, pero inmediatamente volvió los ojos allí donde, sin ver nada, miraba antes.
«Al compás de su velocidad ha pasado toda la vida con su aparente diversidad: con pena y alegría, con desesperación y entusiasmo, con odio y amor. Y sólo ahora, en esta noche, cuando todo duerme en la enorme ciudad y en la enorme casa, cuando no hay ningún ruido salvo los latidos del corazón (bueno, y el tictac del reloj), sólo ahora veo que todas esas amarguras, alegrías, arrobamientos y todo lo sucedido en la vida, todo son imágenes espectrales. Unas las perseguía sin saber para qué; de otras huía sin saber por qué. Yo entonces no sabía que en la vida existe en realidad un único ente, el tiempo. El tiempo que pasa despiadadamente con exactitud, que no se para allí donde hubiera querido detenerse la persona infeliz que vive un instante, que no añade al paso ni una pizca ni siquiera cuando la realidad es tan penosa que quisiera convertirla en un sueño pasado; el tiempo, conocedor de una única canción, esa que yo escucho ahora, tan dolorosamente precisa».
Él pensaba esto y el reloj hacía tictac, tictac, repitiendo importunamente la eterna canción del tiempo. Muchas eran las cosas que le recordaba esa canción.
Verdaderamente es extraño. Sé, sucede que cualquier olor particular, o un objeto de forma singular, o un tema llamativo traen a la memoria la imagen completa de algo vivido hace mucho. Recuerdo: moría ante mí una persona, un organillero italiano se paró ante la ventana abierta, y en aquel mismo instante, cuando el enfermo ya había dicho sus últimas e inconexas palabras y, con la cabeza echada hacia atrás, emitía los estertores propios de la agonía, se oía el último tema de Marta:
Donde las mocitas
Hay para las avecitas
Flechas candentes…
Y desde entonces, cada vez que escucho este tema, y sigo escuchándolo de vez en cuando (las trivialidades tardan en morir), ante mis ojos aparece inmediatamente la almohada arrugada y sobre ella el rostro lívido. Asimismo, cuando veo funerales o un pequeño organillo, inmediatamente empieza a sonar en mi oído:
Donde las mocitas hay para las avecitas…
«¡Fu, qué asco! ¿En qué demonios he empezado a pensar? Vaya, vaya: ¿por qué el reloj, a cuyo sonido parece que debería estar acostumbrado hace tiempo, me trae a la cabeza tantas cosas? Toda la vida. “Recuerda, recuerda, recuerda…”. ¡Recuerdo! Incluso demasiado bien recuerdo, hasta aquello que mejor sería no recordar. A causa de estos recuerdos el rostro se desencaja, y el puño se aprieta y golpea como loco en la mesa… Bien, ahora el golpe ha ahogado la canción del reloj, y por un instante no la oigo, pero sólo por un instante, después del cual se oirá de nuevo con insolencia, importuna y obstinadamente: “Recuerda, recuerda, recuerda…”».
—Oh, sí, recuerdo. No necesito que me hagan recordar. Toda la vida hela aquí, como en la palma de la mano. ¡Hay de qué admirarse!
Gritó esto en alto con voz desgarrada: le oprimía la garganta. Pensó que había visto toda su vida; recordó una serie de escenas indecentes y lúgubres protagonizadas por aquel que él había sido; recordó toda la suciedad de su propia vida, dio vuelta a toda la suciedad de su alma, sin encontrar en ella ni una partícula pura y brillante, y se convenció de que en su alma, salvo suciedad, no quedaba nada.
«No solo no queda, sino que nunca hubo nada», se corrigió.
Una voz débil, vacilante, desde un lejano rincón de su alma le dijo:
—Basta, ¿realmente no hubo nada?
No oyó con claridad esa voz, o al menos hizo para sí como que no la había oído, y continuó atormentándose.
«He examinado todo en mi memoria y me parece que estoy en lo cierto, que no hay nada en qué detenerse, no hay dónde poner el pie para dar el primer paso hacia delante. ¿Hacia dónde adelante? No sé, hacia donde sea, pero fuera de este círculo vicioso. En el pasado no hay apoyos, porque todo es mentira, todo es engaño. Y mentía y engañaba yo solo y a mí mismo, sin miramientos. Como engaña a los otros el estafador, haciéndose pasar por rico, hablando de sus riquezas, que están en algún lugar “allá”, “no recibidas”, pero existen, y tomando dinero prestado a diestro y siniestro. Yo toda la vida contraje deudas conmigo mismo. Ahora ha llegado el momento de saldar cuentas, y soy insolvente, fraudulento, un notorio…».
Dio vueltas a estas palabras incluso con cierto extraño deleite. Como si se sintiera orgulloso de ellas. No se percató de que, calificando toda su vida de engaño y mezclándose con la suciedad, incluso ahora mentía con la peor mentira del mundo: la mentira a sí mismo. Porque en realidad él no se tenía en tan baja estima. Si alguien le hubiera dicho siquiera la décima parte de todo lo que él había dicho de sí en esta larga noche, se habría puesto colorado no de vergüenza por la conciencia de la certeza del reproche, sino de la ira. Y habría sabido responder al ofensor que hubiera herido su orgullo, ese que él mismo, visto lo visto, tan despiadadamente pisoteaba.
¿Él mismo? Llegó a tal estado que ya no podía decir de sí mismo: «yo mismo». En su alma hablaban ciertas voces: hablaban de diferentes maneras, y no lograba comprender cuál de ellas le pertenecía precisamente a él, a su «yo». La primera voz de su alma, la más clara, lo fustigaba con frases precisas, incluso hermosas. La segunda voz, confusa pero fastidiosa e insistente, a veces ahogaba a la primera. «No te atormentes —le decía—, ¿para qué? Mejor engaña hasta el final, engáñalos a todos. Muéstrate como el que no eres y te irá bien». Había aún una tercera voz, la misma que había preguntado: «Basta, ¿realmente no hubo nada?», pero esa voz hablaba tímidamente y apenas era perceptible. Y él no se esforzaba por oírla.
«Engaña a todos… Haz de ti el que no eres… ¿Acaso no es lo que he tratado de hacer toda mi vida? ¿Acaso no he engañado, acaso no he interpretado una farsa? ¿Y acaso no me ha salido “bien”? Me ha salido tan bien que incluso ahora me comporto como un actor, ni siquiera ahora soy el que soy en realidad. Claro que ¿acaso sé quién soy en realidad? Me he embrollado demasiado como para saberlo. Pero, de todas formas, siento que llevo ya unas cuantas horas seguidas interpretando un papel y que me digo palabras lamentables que ni yo mismo me creo, las digo incluso ahora, en el umbral de la muerte. ¿Será posible que esté en el umbral de la muerte?».
—¡Sí, sí, sí! —gritó en voz alta, remarcando cada palabra con un puñetazo en el borde de la mesa—. Es hora de librarse de la confusión. El nudo está amarrado de tal forma que no hay quien lo deshaga: hay que cortarlo. ¿Qué necesidad había de tirar, de partirse el alma si ya estaba desgarrada, lacerada, hecha guiñapos? Una vez decidido, ¿qué necesidad había de estar sentado como una estatua desde las ocho de la tarde hasta ahora?
Y apresuradamente se dispuso a sacar del bolsillo lateral del abrigo de pieles un revólver.
Efectivamente, había estado sentado sin moverse del sitio desde las ocho de la tarde hasta las tres de la mañana.
A las siete de la tarde de este último día de su vida había salido de su piso, había contratado un cochero, se había sentado encorvándose en el trineo y había ido al otro extremo de la ciudad. Allí vivía un viejo amigo suyo, médico, que por lo que él sabía hoy había ido al teatro con su esposa. Sabía que no encontraría en la casa al dueño; de hecho no iba para verlo. Seguramente le dejarían pasar al despacho, como conocido cercano que era, y eso era lo único que necesitaba.
«Sí, seguramente me dejarán pasar. Diré que necesito escribir una carta. Ojalá a Duniasha no se le ocurra plantarse delante de mí en el despacho…».
—¡Vamos, abuelo, ve más deprisa! —gritó al cochero. El cochero, un hombre pequeño, con la espalda encorvada por la vejez, el cuello muy delgado envuelto en una bufanda de colores que sobresalía del amplísimo cuello del abrigo, con rizos canosos amarillentos que se le escapaban por debajo del enorme gorro redondo, chasqueó los labios, comenzó a tirar de las riendas, volvió a chasquear los labios y aceleradamente dijo con voz rota:
—Lo lograremos, padrecito; no lo dude, su excelencia. ¡Arre, arre…! ¡Vaya pillo! ¡Qué caballo, que el Señor me perdone! ¡Arre! —le arreó con el látigo, a lo que el caballo respondió con un ligero movimiento de la cola—. Estaría encantado de complacerle, pero el amo me ha dado un caballo…, sencillamente así… Los señores se ofenden, ¡qué puedes hacer con esto! Y el amo dice: «Tú —dice—, abuelo, eres viejo: pues para ti el animal viejo. Seréis coetáneos —dice». Y nuestros muchachos se ríen, encantados de reírse a carcajadas; a ellos qué más les da. Ya se sabe, ¿acaso entienden?
—¿No entienden? —preguntó el pasajero, que en ese momento pensaba en cómo impedir que Duniasha entrara en el despacho.
—No entienden, su excelencia, no entienden, ¡de qué van a entender! Son tontos, jóvenes. En nuestro patio soy el único anciano. ¿Acaso se puede ofender a un anciano? Ya voy por la octava década y ellos se ríen a carcajadas. Serví como soldado veintitrés años… Ya se sabe, tontos… ¡Venga, viejo animal! ¡Te has quedado pasmado! —De nuevo arreó al caballo con el látigo, pero como no reaccionó al golpe añadió—: Qué le vas a hacer, también debe de tener veinte años cumplidos. Vaya, mueve la cola…
En la esfera iluminada de un reloj colocado en una de las ventanas de un enorme edificio, las agujas señalaban las siete y media.
«Ya deberían haberse ido —pensó el pasajero en referencia al doctor y su esposa—. Pero puede ser que todavía no…».
—¡Abuelo, mejor no arrees! Ve despacio, no tengo por qué apresurarme.
—Ya se sabe, su excelencia, no hay por qué —se alegró el anciano—. Así mejor, despacio. ¡Arre, viejo!
Fueron algún tiempo en silencio. Después, el anciano se envalentonó.
—Tú, barín, dime —comenzó a decir de pronto, volviéndose hacia el pasajero y mostrando al tiempo su rostro surcado de arrugas con barba rala canosa y párpados rojos—, ¿de dónde le viene semejante desgracia a un hombre? Era cochero con nosotros, Iván lo llamaban. Joven, de unos veinticinco años, o puede que menos. ¿Y quién sabe por qué, a cuento de qué, el muchacho se quitó la vida?
—¿Quién? —preguntó con voz baja y ronca el pasajero.
—Un tal Iván, Iván Sídorov. Vivía con nosotros donde los cocheros. Era un joven alegre y trabajador, te lo digo sin rodeos. ¡Excelente! Pues bien, el lunes cenamos y nos echamos a dormir. Pero Iván se acostó sin cenar. Dijo que le dolía la cabeza. Nosotros nos dormimos y él por la noche se levantó y salió. Pero nadie lo vio.
«Por la mañana fuimos a enganchar los caballos, y estaba en la cuadra en un clavo. Había quitado los arreos del clavo, los había dejado cerca, había atado una cuerda… ¡Ay, Señor! Se te rompía el corazón. ¿Y qué razón puede haber para que un cochero se cuelgue? ¡Cómo es posible que un cochero se ahorque! ¡Un asunto sorprendente!».
—¿Por qué? —preguntó el pasajero, carraspeando y, con manos temblorosas, arrebujándose bien con el abrigo.
—Un cochero no tiene pensamientos de esos. El trabajo es duro, difícil: por la mañana, antes de que raye el alba, engancha y sal al patio. Ya se sabe: helada, frío. Así que sólo le interesa calentarse en la taberna y completar el salario, no menos de dos veinticinco para el alojamiento, y volver al piso para dormir. Aquí pensar es difícil. A los que son de su clase, barín, bueno, usted ya sabe, todo se les mete en la cabeza con la comida ésa.
—¿Qué comida?
—Con el pan fácilmente ganado. Porque un barín se levanta, se pone la bata, toma un té y, hala, a andar por la habitación. Anda, y algún pecado lo rodea. Yo también lo vi, lo conozco. En nuestro regimiento había, en Teguinski (entonces servía en el Cáucaso), había un barín, el teniente príncipe Vijliáev; me pusieron de asistente con él…
—¡Alto, alto! —dijo de pronto el pasajero—. Ahí, donde la farola. Aquí ya sigo a pie.
—Como quiera; a pie: pues a pie. Muy agradecido, su excelencia.
El cochero dio media vuelta y desapareció en la ventisca que arreciaba, y el pasajero siguió con paso abatido hacia delante. A los diez minutos, habiendo subido al tercer piso de la escalera principal de una casa acomodada, llamó a la puerta, tapizada con paño verde y adornada con una placa de cobre a la que habían sacado brillo. Los minutos hasta que se abrió la puerta se le hicieron eternos. Un desvanecimiento sordo se apoderó de él, todo desapareció: el pasado doloroso, la charlatanería del anciano bebido, tan extrañamente oportuna que le obligó a seguir a pie, e incluso la intención que le había llevado hasta allí. Ante los ojos tenía únicamente la puerta verde con cordoncitos negros clavados con tachuelas de bronce, y ella era lo único que había en el mundo.
—¡Vaya, Alexéi Petróvich!
Era Duniasha, quien había abierto la puerta con una vela en la mano.
—El barín y la barina acaban de irse, acaban de bajar por la escalera ahora mismo. Qué raro que no se haya cruzado con ellos.
—¿Se han ido? ¡Qué lástima, de verdad! —mintió con una voz tan extraña que la cara de Duniasha, que le miraba a los ojos, expresaba perplejidad—. Es que los necesitaba. Escuche, Duniasha, voy a pasar al despacho del barín un momento… ¿Puedo? —preguntó con voz incluso tímida—. Simplemente voy a escribir una nota… Es un asunto…
La miró de forma convincente, con una súplica en los ojos y sin quitarse el abrigo ni moverse del sitio. Duniasha estaba confusa.
—¡Qué dice, Alexéi Petróvich! ¿Acaso yo alguna vez…? ¡No es la primera vez! —dijo ofendida—. Por favor.
«En realidad, ¿a qué viene todo esto?, ¿por qué digo todo esto? De todas formas viene detrás de mí. Es necesario alejarla. ¿Adónde la mandas? Sospechará, seguramente sospechará; incluso ya sospecha ahora».
Duniasha no sospechaba nada, a pesar de que estaba extremadamente asombrada por el extraño aspecto y comportamiento del invitado. Se había quedado sola en el piso y se alegraba de estar aunque sólo fuera cinco minutos con una persona viva. Habiendo posado la vela sobre la mesa, se quedó junto a la puerta.
«Vete, por Dios, vete», la apelaba con el pensamiento Alexéi Petróvich.
Se sentó a la mesa, cogió una hoja de papel y comenzó a pensar qué escribir, sintiendo sobre sí la mirada de Duniasha, quien según le parecía a él leía su pensamiento.
«Piotr Nikoláyevich —escribió, parándose después de cada palabra—, he estado en tu casa por un asunto muy importante, el cual…».
—El cual, el cual —susurraba él, y ella seguía y seguía allí plantada—. ¡Duniasha! Váyame a por un vaso de agua —dijo de pronto alto y fuerte.
—Con permiso, Alexéi Petróvich —se dio la vuelta y salió.
Entonces el invitado se levantó de la silla y de puntillas se acercó rápido al sofá, sobre el que el doctor tenía colgados el revólver y el sable que le habían servido en la campaña contra los turcos. Con destreza y prontitud desabrochó el cierre de la pistolera, cogió de ella el revólver y se lo metió en el bolsillo lateral del abrigo. Después sacó del saquito cosido a la pistolera unos cuantos cartuchos y se los metió también en el bolsillo. A los tres minutos, el vaso de agua traído por Duniasha había sido bebido; la carta inconclusa, sellada, y Alexéi Petróvich se había ido a casa. «¡Poner fin es necesario, es necesario poner fin!», daba vueltas en su cabeza. Pero no se puso a poner fin nada más llegar: tras entrar en la habitación y cerrarla con llave, se tiró, sin quitarse el abrigo, en el sillón, miró una fotografía, un libro, el dibujo del papel pintado, escuchó el tictac del reloj que había olvidado en la mesa y se ensimismó.
Y estuvo sentado sin mover ni un músculo hasta avanzada la noche, hasta el minuto en que nosotros lo encontramos.
El revólver tardó en abrirse paso en el estrecho bolsillo; después, cuando ya estaba sobre la mesa, resultó que todos los cartuchos menos uno habían desaparecido por un pequeño agujero. Alexéi Petróvich se quitó el abrigo, e iba a coger un cuchillo para descoser el bolsillo y sacar los cartuchos cuando recapacitó, sonrió de medio lado por un extremo de sus labios abiertos y se paró.
—¿Para qué esforzarse? Uno es suficiente.
«Oh, sí, este trocito minúsculo será más que suficiente para que desaparezca todo para siempre. El mundo entero desaparecerá: no habrá lástima ni amor propio ofendido, ni reproches a uno mismo, ni gente que odia y finge ser buena y sencilla, gente a la que conoces a fondo y desprecias, y ante la que, no obstante, finges que la quieres y le deseas el bien. No habrá engaño a uno mismo ni a los demás; habrá verdad: la verdad eterna de la inexistencia».
Oía su voz; ya no pensaba, pero hablaba en voz alta. Y todo lo que decía le parecía aborrecible.
—Otra vez lo mismo… Mueres, te suicidas, y no es posible hacerlo sin hablar de ello. ¿Para quién, ante quién haces alarde? Ante ti mismo. Ay, basta, basta, basta… —repetía con voz agotada, decaída, y con manos temblorosas trataba de abrir el cerrojo rebelde del revólver.
El cerrojo obedeció y al final se abrió; el cartucho, untado en grasa, entró por el orificio del tambor; el gatillo se armó como por sí solo. Nada podía impedir la muerte: el revólver era perfecto, de oficial, la puerta estaba cerrada y nadie podía entrar.
—¡Bien, Alexéi Petróvich! —dijo tras apretar con fuerza la culata.
«¿Y una carta? —se le pasó de pronto por la cabeza—. ¿Es posible morir sin dejar ni una línea?».
«¿Para qué, para quién? Si todo desaparece, no va a haber nada: a mí qué más me da…».
«Tal que así. De todas formas escribiré. No es posible no manifestarse aunque sea una sola vez completamente libre sin avergonzarse de nada ni, lo que es más importante, de sí mismo. En efecto, es una ocasión infrecuente, muy infrecuente, única».
Posó el revólver, sacó del cajón un bloc de papel de cartas y, habiendo cambiado algunas plumillas que o no escribían o se rompían y estropeaban el papel, y habiendo echado a perder unas cuantas hojas, por fin escribió con aplicación: «Petersburgo, 28 de noviembre de 187*». Acto seguido, la mano corrió sola por el papel, escribiendo de un tirón palabras y frases que él mismo apenas comprendía en aquel momento.
Escribió que moría tranquilo, puesto que no tenía nada que lamentar: la vida es una continua mentira; que la gente a la que había amado, si es que realmente había amado a alguien y no había fingido para sí mismo que la amaba, no estaba en condiciones de hacerle vivir porque «se había desvanecido». Sí, y si no se había desvanecido, «no había nada que hubiera de desvanecerse»; simplemente había perdido interés para él una vez que la había comprendido. Que se había comprendido a sí mismo, que había comprendido que en él, salvo mentira, no había nada; que si había hecho algo en su vida, no había sido por bondad sino por vanidad; que si no había cometido actos ruines y deshonestos, no había sido por falta de maldad sino por temor pusilánime a la gente. Que con todo eso no se consideraba peor que «vosotros, que os quedáis a mentir a los vuestros hasta el final de los días», y que no les pedía perdón, y moría despreciando a la gente no menos que a sí mismo. Y una frase cruel y absurda se deslizó al final de la carta: «¡Adiós, gente! ¡Adiós, sanguinarios, monos melindrosos!».
Sólo faltaba firmar la carta. Pero cuando terminó de escribir sintió que tenía calor; la sangre le afluía a la cabeza y le golpeaba en las sudorosas sienes. Y olvidándose del revólver y de que al librarse de la vida se libraría del calor, se levantó, se acercó a la ventana y abrió el ventanillo. Humeando, una corriente helada sopló sobre él. Había dejado de nevar, el cielo estaba limpio. Al otro lado de la calle un deslumbrante jardín blanco, envuelto por la escarcha, brillaba a la luz de la luna. Algunas estrellas miraban desde el lejano cielo limpio, una de ellas brillaba más que las demás y ardía con un resplandor rojizo…
—Arturo —susurró Alexéi Petróvich—. ¿Cuántos años hace que no veía a este Arturo? Desde el gimnasio, cuando estaba estudiando…
No le apetecía apartar los ojos de las estrellas. Alguien pasó deprisa por la calle, golpeando fuerte los pies helados sobre las losas de la acera y encogiéndose en un abrigo ligero. Las ruedas de un carruaje rechinaron sobre la nieve helada, pasó un cochero con un gordo barín, y Alexéi Petróvich seguía de pie como petrificado.
—¡Venga, es necesario! —se dijo por fin.
Fue hacia la mesa. De la ventana a la mesa había en total dos sazhenes, pero a él le pareció que había andado muchísimo. Cuando, al llegar, cogió el revólver, en la ventana se oía lejos, pero claro, el vibrante sonido de una campana.
—¡Una campana! —dijo Alexéi Petróvich, que, sorprendido y dejando el revólver de nuevo sobre la mesa, se sentó en el sillón.
—¡Una campana! —repitió—. ¿Por qué suena una campana?
«¿Tocan a misa o qué? A la oración… Iglesia… Calor sofocante… Velas de cera… El viejo pope, el padre Mijaíl, oficia con voz lastimosa y cascada; el sacristán habla con voz de bajo. Apetece dormir. En la ventana apenas despunta el alba. Padre, de pie cerca de mí, inclina la cabeza, hace pequeñas cruces apresuradas; en la muchedumbre de campesinos y mujeres, detrás de nosotros, las reverencias son frecuentes… ¡Cuánto hace de eso…! Tanto que es difícil creer que eso fuera real, que yo mismo lo haya visto en algún momento y no lo haya leído en algún sitio o se lo haya oído a alguien. No, no; todo esto ocurrió, y entonces se estaba mejor. Sí, y no sólo mejor: se estaba bien. Si ahora fuera así, no habría hecho falta ir a por el revólver».
«¡Pon fin!», le susurró el pensamiento. Miró el revólver y tendió la mano hacia él, pero inmediatamente la echó para atrás.
«¿Te has acobardado?», le susurró el pensamiento.
—No, no me he acobardado; no es eso. No hay nada temible. Pero ¿a qué venía la campana?
Echó una mirada al reloj.
«Debe de ser por los maitines. Va la gente a la iglesia; a muchos les aliviará. Al menos eso dicen. Además, recuerdo que a mí me aliviaba. Entonces era un muchacho. Después esto pasó, murió. Y no hubo nada que me aliviara. Eso es verdad».
—Verdad. ¡Aparece la verdad en este momento!
Y el momento parecía inevitable. Volvió despacio la cabeza y miró de nuevo el revólver. El revólver era grande, de factura estatal, sistema Smith y Wesson, antaño pavonado, pero que se había aclarado por los largos vagabundeos en la pistolera del doctor. Reposaba en la mesa con la culata hacia Alexéi Petróvich, para quien eran visibles la culata de madera rozada con la argolla para el cordón, un trozo del tambor con el gatillo levantado y la punta del cañón, que apuntaba a la pared.
—He ahí la muerte. Hay que cogerlo, darle la vuelta…
En la calle todo estaba tranquilo: nadie iba en carruaje ni pasaba de largo caminando. Y de ese silencio surgió a lo lejos otra campanada; las ondas del sonido irrumpieron a través de la ventana abierta y llegaron hasta Alexéi Petróvich. Le hablaban en un idioma desconocido para él, pero le decían algo importante, fundamental y solemne. Se oían una campanada tras otra, y, cuando la campana sonó por última vez y el sonido, vibrante, se dispersó en el espacio, fue como si Alexéi Petróvich hubiera perdido algo.
La campana había cumplido su cometido: recordó a la persona confundida que hay algo más allá de su estrecho mundo particular, el cual lo había atormentado y conducido al suicidio. Con la impetuosa onda afluyeron a su memoria fragmentos inconexos, y todos como si fueran completamente nuevos para él. Esa noche ya había dado muchas vueltas al asunto y había recordado muchas cosas y se había figurado que recordaba toda su vida, que se veía a sí mismo con claridad. Ahora sentía que había otra parte en él, aquella de la que le hablaba con voz tímida su alma.
«¿Te acuerdas de cuando eras un niño pequeño, cuando vivías con padre en una perdida y olvidada aldea? Tu padre era un hombre desgraciado, y te quería a ti más que a nada en el mundo. ¿Recuerdas cómo os sentabais los dos juntos las largas tardes de invierno, él ocupado con las cuentas y tú con los libros? Una vela de sebo ardía con una llama roja que palidecía poco a poco hasta que tú, armado de unas despabiladeras, quitabas de ella el pabilo. Eso era obligación tuya, y tú cumplías tan majestuosamente, que tu padre, cada vez, levantaba los ojos del gran libro “doméstico” y con su habitual triste y cariñosa sonrisa te miraba. Vuestros ojos se encontraban».
«“Papa, mira cuánto he leído”, decías; y le enseñabas las páginas leídas apretándolas con los dedos».
«“¡Lee, lee, amiguito!”, aprobaba padre; y de nuevo se sumía en las cuentas».
«Te dejaba leerlo todo porque pensaba que sólo lo bueno se asentaría en el alma de su querido hijo. Y tú leías y leías, sin entender nada de los argumentos y asimilando vivamente, aunque fuera a tu modo, infantil, las imágenes».
«Sí, entonces todo era lo que parecía. Lo rojo era rojo, y no lo que refleja rayos rojos. Entonces no había para la imaginación imágenes ni ideas preconcebidas en las que la persona pudiera verter todo lo sentido, sin preocuparse de si es conveniente o no la forma, si presenta o no alguna fisura. Y si querías a alguien, entonces sabías que le querías; de eso no había duda».
Un hermoso rostro burlón le miró a los ojos y desapareció.
«¿Y a ésta? ¿También la quise? No hay nada que decir, bastante jugaron con los sentimientos. Y ya que, al parecer, hablaba y pensaba con sinceridad entonces… ¡Cuánta pena había! Y cuando llegó la felicidad, resultó no ser en absoluto felicidad, y, si yo hubiera podido ordenar al tiempo: “Espera, para, aquí se está bien”, aún habría dudado si ordenárselo o no. Y después, enseguida, hubiera hecho falta adelantar el tiempo… ¡Sí, no hay que pensar ahora en eso! Hay que pensar en lo que fue y no en lo que parecía».
Y fue muy poco: sólo la infancia. Y de ella en la memoria quedaron únicamente jirones inconexos que Alexéi Petróvich se puso a reunir con avidez.
Recuerda la pequeña casita, el dormitorio en el que dormía frente al padre. Recuerda el tapiz rojo que colgaba sobre la cama del padre; cada noche, al dormirse, miraba ese tapiz y encontraba en sus caprichosos dibujos nuevas figuras: flores, animales, pájaros, rostros humanos. Recuerda el olor por la mañana de la paja con la que calentaban la casa. Nikolái, el criado, había amontonado toda la paja en la antesala y brazados enteros de ella se agitaban en la boca de la estufa que ardía alegre y vivamente, y ahumaba con un olor agradable, un poco penetrante. Aliosha podía permanecer sentado ante la estufa una hora entera, pero el padre lo llamaba a tomar el té, y después comenzaba la clase. Recuerda cómo no entendía las fracciones decimales y cómo el padre se acaloraba e intentaba con todas sus fuerzas que las comprendiera.
«Creo que ni él mismo las conocía del todo bien entonces», pensó Alexéi Petróvich.
A continuación, la historia sagrada. A Aliosha le gustaba más. Personajes asombrosos, enormes y fantásticos. Caín, luego la historia de José, reyes y guerras. Cómo los cuervos llevaron pan al profeta Elías. Y el dibujo era sobre eso: Elías sentado en una roca con un gran libro, y dos pájaros vuelan hacia él sujetando en los picos algo redondo.
«Papa, mira: a Elías los cuervos le llevaban pan y Vorka a nosotros nos lo lleva todo».
Un cuervo domesticado, con el pico y las patas pintadas con pintura roja —eso lo ideó Nikolái—, salta de lado por el respaldo del sofá y, estirando el cuello, trata de quitar de la pared un marquito brillante de bronce. En ese marquito hay una acuarela de un retrato en miniatura de un joven campesino con tufos alisados, vestido de uniforme verde oscuro con charreteras, un cuello rojo altísimo y una cruz en el ojal. Era precisamente el padre hacía veinticinco años.
El cuervo y el retrato refulgieron y desaparecieron.
«Después, ¿qué? Después una estrella, un cobertizo y un pesebre. Recuerdo que “pesebre” era para mí una palabra completamente nueva, aunque ya conocía de antes el pesebre en la cuadra y el corral. Este pesebre parecía algo especial».
El Nuevo Testamento no lo estudiaban como el Antiguo, por un libro gordito con dibujos. El padre le hablaba a Aliosha de Jesucristo y a menudo le leía páginas enteras del Evangelio.
—Y al que te golpee en una mejilla, ofrécele la otra. ¿Lo entiendes, Aliosha?
Y el padre iniciaba una larga explicación que Aliosha no escuchaba. De pronto interrumpía a su maestro:
—Papa, ¿te acuerdas de cuando vino el tío Dmitri Ivánich? Fue exactamente así: pegó a su hijo Foma, y Foma permaneció de pie; y el tío Dmitri Ivánich le pegó en el otro lado; Foma no se movió. Me dio pena de él y me eché a llorar.
—Sí, entonces yo me eché a llorar —articuló Alexéi Petróvich levantándose del sillón y comenzando a andar de un lado a otro por la habitación—, yo, entonces, me eché a llorar.
Empezó a darle mucha pena de aquellas lágrimas del muchacho de seis años, pena por aquel tiempo en el que él era capaz de llorar porque en su presencia pegaban a una persona indefensa.
En la ventana seguía soplando un viento frío; el vapor que se elevaba en bocanadas se derramaba literalmente por la habitación, que a causa de ello se había enfriado. Una gran lámpara baja con pantalla opaca que estaba sobre el escritorio ardía con claridad, pero iluminaba sólo la superficie de la mesa y parte del techo, formando en él una temblorosa mancha redonda de luz; el resto de la habitación estaba en penumbra. Se podían distinguir un armario con libros, un gran diván y algún que otro mueble, un espejo en la pared con el reflejo del escritorio iluminado y una figura alta moviéndose impacientemente por la habitación de una esquina a otra, ocho pasos a un lado y ocho atrás, refulgiendo cada vez en el espejo. A veces Alexéi Petróvich se paraba en la ventana; el vapor frío le corría por la acalorada cabeza, el cuello abierto y el pecho. Temblaba pero no se refrescaba. Continuaba dando vueltas a los fragmentarios e inconexos recuerdos, rememorando centenares de pequeños detalles, se confundía en ellos y no podía comprender qué había en ellos de común e importante. Sólo sabía una cosa: que hasta los doce años, cuando el padre lo envió al gimnasio, había vivido una vida interior completamente diferente, y recordaba que entonces se estaba mejor.
«¿Qué tira de ti hacia allí, a una vida semiconsciente? ¿Qué hubo de bueno en esos años infantiles? Un niño solitario y un adulto solitario, un hombre “simple”, como tú mismo lo definiste tras su muerte. Tenías razón, era un hombre simple. La vida, enseguida y con facilidad, lo deformó, destrozando en él todo lo bueno de lo que se había ido abasteciendo en la juventud, pero no le aportó nada, ni siquiera malo. Y vivió su vida impotente, con un amor impotente, que prácticamente dirigió a ti en su totalidad…».
Alexéi Petróvich pensaba en su padre y por primera vez en muchos años sentía que le quería a pesar de toda su simpleza. Ahora deseaba, aunque sólo fuera por un minuto, regresar a su infancia, a la aldea, a la casita pequeña y hacerle mimos a esa persona apocada, hacerle mimos simplemente, como hacen los niños. Deseaba ese puro y sencillo amor que sólo conocen los niños y si acaso los adultos de naturaleza muy pura e intacta.
«¿Será posible que sea imposible volver a esa felicidad, a ese don de reconocer que hablas y piensas la verdad? ¡Cuántos años hace que no lo siento! Hablas ardientemente, como si fuera con sinceridad, pero en el alma siempre está el gusano que roe y chupa. El gusano ese es el pensamiento: “Qué, amigo mío, ¿no mientes tú al decir todo eso? ¿Piensas realmente lo que estás diciendo ahora?”».
En la cabeza de Alexéi Petróvich se formó aún una frase aparentemente ridícula: «¿Piensas realmente lo que estás diciendo ahora?». Era ridícula pero él no lo comprendió.
«Sí, entonces pensaba exactamente lo que pensaba. Quería a padre y sabía que lo quería. ¡Dios! ¡Aunque sea algún sentimiento auténtico, no artificial, que no esté muriendo en el interior de mi “yo”! ¡Es que existe un mundo! La campana me lo ha recordado. Cuando sonaba, he recordado la iglesia, he recordado la muchedumbre, he recordado la enorme masa de gente, he recordado la vida auténtica. He ahí adonde es necesario huir de uno mismo y donde es necesario amar. Y amar como aman los niños. Como niños… En verdad esto ha sido dicho aquí…».
Se acercó a la mesa, sacó uno de los cajones y empezó a rebuscar en él. Un pequeño libro verde oscuro, que había comprado hacía tiempo en una feria de muestras de toda Rusia como una baratija curiosa, reposaba en un rincón. Lo cogió con alegría. Las hojas, en dos estrechas columnas de impresión menuda, corrían bajo sus dedos, palabras y frases conocidas resucitaban en la memoria. Empezó a leer desde la primera página y lo leyó todo seguido, olvidando incluso la frase por la que había cogido el libro. Pero esa frase le era conocida desde hacía mucho tiempo, y desde hacía mucho tiempo la tenía olvidada. Cuando llegó a ella, lo sorprendió con la inmensidad de su contenido expresada en nueve palabras: «Si no os transformáis y no sois como niños…».
Le pareció que lo había entendido todo.
—¿Sé lo que significan estas palabras? ¡Transformarse y hacerse como niños! Eso significa no anteponerse uno a todo lo demás. Arrancar del corazón ese ídolo detestable, engendro con enorme panza, este repugnante Yo que como una lombriz chupa el alma y exige para sí nuevo alimento. ¿De dónde lo voy a sacar? Ya te lo has comido todo. Todas las fuerzas, todo el tiempo fueron dedicados a servirte. Yo te alimenté, yo te idolatraba; aunque te odiaba, aun así te idolatraba, sacrificando por ti todo lo bueno que me había sido dado. ¡Y así te idolatré hasta las últimas consecuencias, te idolatré hasta las últimas consecuencias, te idolatré hasta las últimas consecuencias…!
Repetía estas palabras mientras continuaba andando por la habitación, pero ya con un caminar cansado, balanceándose, bajando la cabeza sobre el pecho tembloroso por los sollozos y sin enjugar la cara mojada por las lágrimas. Las piernas se negaban a obedecerle; se sentó, acurrucándose en un rincón del diván, se acodó y, con la acalorada cabeza sobre la mano, lloró como un niño. Y este colapso se prolongó durante bastante tiempo, pero en él ya no había tormento. Se aplacó la cólera acumulada, fingida; las lágrimas corrían aliviándole, y no le avergonzaban; no habría contenido esas lágrimas que se llevaban consigo el odio ante nadie, fuera quien fuera quien hubiera entrado en ese momento. Ahora sentía que no todo había sido devorado por el ídolo, ante el que tantos años se había inclinado, que le quedaban todavía amor e incluso abnegación, que merecía la pena vivir para dar salida a estos restos. Dónde, en qué asunto, no lo sabía en ese instante, pero tampoco necesitaba saber adónde llevar su culpable cabeza. Recordó la pena y el sufrimiento que tuvo ocasión de ver en la vida, auténtica pena cotidiana ante la que todo su tormento aislado no significaba nada, y comprendió que necesitaba ir allí, a esa pena, tomar a su cargo parte de ella, y sólo entonces llegaría la paz a su alma.
—Es terrible; ya no puedo seguir viviendo por mi propio miedo e interés; es necesario, seguramente es necesario, vincularse a la vida común, sufrir y alegrarse, odiar y amar no por el propio «yo», que todo lo devora sin dar nada a cambio, sino por la verdad común de la gente, que está en el mundo grite yo lo que grite y que habla al alma a pesar de todos los intentos por ahogarla. ¡Sí, sí! —repetía con una extraña excitación Alexéi Petróvich—. Todo esto está dicho en el libro verde, dicho para siempre y con exactitud. Es necesario «renunciar a uno mismo», matar el propio «yo», abandonarlo en el camino…
—¿Qué beneficio obtienes tú, insensato? —susurró una voz.
Pero otra, otrora tímida y apenas perceptible, tronó como respuesta:
—¡Calla! ¿Qué beneficio va a obtener si él mismo se destroza?
Alexéi Petróvich se puso de pie y se estiró cuan largo era. Este argumento le había entusiasmado. Semejante entusiasmo nunca lo había sentido ni por el éxito vital ni por el amor de una mujer. Este entusiasmo nacía en el corazón, salía de él, brotaba como una ola caliente y ancha, se desbordaba por todos los miembros, y en un instante había calentado y revivido al entumecido ser infeliz. Miles de campanas comenzaron a sonar solemnemente. El sol se inflamó cegadoramente, iluminó el mundo entero y desapareció…
La lámpara, que había estado ardiendo durante la larga noche, iluminaba cada vez más y más débilmente y finalmente se apagó. Pero la habitación ya no estaba oscura: comenzaba el día. Su tranquila luz grisácea poco a poco fluía hacia el interior de la habitación e iluminaba pobremente el arma cargada y la carta con los insensatos improperios que estaba sobre la mesa, y en medio de la habitación, un cadáver humano con expresión de paz y felicidad en el lívido rostro.
Año 1880