—¡Desvístete! —le dijo el doctor a Nikita, quien permanecía de pie, inmóvil, fijando la vista en un ignoto punto lejano.
Nikita se estremeció y empezó a desvestirse precipitadamente.
—¡Más rápido, amigo! —gritó impaciente—. Ya ves cuántos sois.
Señaló la multitud que llenaba la dependencia.
—Date la vuelta…, chiflado… —dijo en su ayuda un suboficial designado para tomar las tallas.
Nikita comenzó a apresurarse, se quitó la camisa y los pantalones y se quedó completamente desnudo. Que no hay nada más hermoso que el cuerpo humano ha sido dicho muchas veces por alguien en algún momento y en algún lugar; pero si aquel que por primera vez pronunció esta sentencia hubiera vivido en los años setenta de este siglo y hubiera visto desnudo a Nikita, seguramente habría retirado sus palabras.
Ante el comité de reclutamiento del servicio militar obligatorio estaba un hombre bajo, con un vientre desproporcionadamente grande, heredado de decenas de generaciones de antepasados que no habían comido pan limpio, con largos e indolentes brazos, provistos de enormes manos negras y callosas. Su largo y desgarbado tronco lo sujetaban unas piernas muy cortas y torcidas, y toda la figura la coronaba la cabeza… ¡Qué cabeza! Cada uno de los huesos se había desarrollado de manera individual, absolutamente en detrimento del cráneo: la frente, estrecha y baja; los ojos, sin cejas ni pestañas, apenas hendidos; sobre la gran cara plana, como huérfana, una minúscula nariz redonda que, aunque levantada, no solo no confería al rostro una expresión de arrogancia, sino que, por el contrario, lo hacía aún más lamentable; la boca, al contrario que la nariz, era grande y exhibía una abertura informe, alrededor de la cual, a pesar de los veinte años de edad de Nikita, no había ni un pelo. Nikita permanecía de pie, agachando la cabeza, moviendo los hombros, dejando caer los brazos como látigos y metiendo las puntas de los pies un poco hacia dentro.
—Un mono —dijo un avispado coronel metido en carnes, el jefe militar, inclinándose hacia un joven enjuto de hermosa barba miembro del Consejo del zemstvo[63]—. Un perfecto mono.
—Una excelente confirmación de la teoría de Darwin —dijo entre dientes el consejero, a lo que el coronel calló aprobatoriamente y se dirigió al doctor.
—¡Por supuesto, apto! El joven está sano —dijo éste.
—Pero a la Guardia no irá. ¡Ja, ja, ja! —Bondadosa y sonoramente, el coronel estalló en carcajadas. Después, dirigiéndose a Nikita, añadió con tono sosegado—: Preséntate dentro de una semana. Siguiente, Parfén Semiónov, ¡desvístete!
Nikita comenzó a vestirse lentamente; los brazos y las piernas no le obedecían y no acertaban a entrar allí donde debían. Musitaba algo, pero qué exactamente con toda probabilidad ni él mismo lo sabía; sólo había comprendido que lo consideraban apto para el servicio y que en un par de semanas lo arrearían de casa para unos cuantos años. Eso era lo único que tenía en la cabeza, únicamente ese pensamiento se abría paso a través de la niebla y el estupor en los que se encontraba. Al final dominó las mangas, se ciñó y salió de la habitación donde tenía lugar el reconocimiento. Un anciano de unos sesenta y cinco años, pequeño, totalmente encorvado, lo esperaba en el zaguán.
—¿Te han reclutado? —preguntó.
Nikita no respondió, y el anciano comprendió que lo habían reclutado, así que no insistió. Salieron del Consejo a la calle. Era un día claro, helado. Un gentío de hombres y mujeres, que habían venido con los jóvenes, permanecía a la espera. Muchos sacudían los pies contra el suelo y daban palmas; la nieve crujía bajo los lapti y las botas. El vaho salía de las abrigadas cabezas y de los pequeños jamelgos hirsutos; el humo se elevaba de las chimeneas de la ciudad en rectas y altas columnas.
—¿Han cogido al tuyo, Iván? —preguntó al anciano un hombre robusto con un abrigo nuevo de piel vuelta, un gran gorro de piel de cordero y buenas botas.
—Lo han cogido, Iliá Savélich, lo han cogido. El señor nos ha querido privar…
—¿Qué vas a hacer ahora?
—Qué voy a hacer… La voluntad divina… Había una ayuda en la familia, y ya ni eso…
Iván hizo un gesto de impotencia…
—Tendrías que haberlo adoptado antes —dijo con aire imponente Iliá Savélich—. Y el muchacho se habría librado.
—¡Quién lo sabía! Nosotros no sabíamos nada de esto. Además, ocupa el lugar de mi hijo, es el único trabajador de la familia… Pensé que los señores lo tendrían en consideración. «Nada —dice—, no es posible, es la ley». «¿Cómo puede ser, su señoría —digo—, la ley, cuando su esposa está grávida? Además —digo—, su señoría, solo me será imposible…». «Nada —dice—, nosotros eso no lo sabemos, anciano, y por ley, como es huérfano, está solo, debe ir al servicio militar. ¿Quién tiene la culpa —dice— de que tenga esposa y un hijo?; si por vosotros fuera los casaríais con quince años». Yo quería decirle algo más, pero dejó de escucharme. Se enfadó. «Ya basta —dijo—. Aquí, incluso sin ti, tenemos mucho trabajo». Qué vas a hacer… ¡Es la voluntad de Dios!
—Tu muchacho es tranquilo.
—Tranquilo y trabajador. ¡Dios! ¡Nunca le oí una mala palabra! Yo, Iliá Savélich, así lo digo: si fuera mío, no sería mejor. Ésa es nuestra desgracia… Dios nos lo envió, Dios nos lo quita… Adiós, Iliá Savélich; al suyo probablemente lo examinarán pronto, ¿no?
—¡Como diga la jefatura! Sólo que al mío no lo pueden declarar apto: es cojo.
—Es una suerte para usted, Iliá Savélich.
—¡Que Dios te perdone el disparate! ¿Qué suerte puede haber en que un hijo nazca cojo?
—Bueno, Iliá Savélich, pues ha sido para mejor: con todo, el muchacho se quedará en casa. Adiós, salud.
—Adiós, amigo… ¿Qué?, ¿olvidas la deudilla aquélla, o qué?
—De ningún modo, imposible, Iliá Savélich. ¿Cómo decirlo…?, ¡no hay manera! Espere un poco. ¡Vaya desgracia tenemos!
—Bueno, está bien, está bien, ya hablaremos. Adiós, Iván Petróvich.
—Adiós, Iliá Savélich. Salud.
Mientras tanto, Nikita había soltado el caballo del guardacantón. Se sentó con su padre adoptivo en el trineo y se fueron. Hasta su aldea había unas quince verstas. El jamelgo corría animosamente, golpeando con los cascos las bolas de nieve, que se dispersaban al vuelo salpicando a Nikita. Y Nikita, echándose junto a su padre, envuelto en un armiak[64], callaba. El anciano le habló un par de veces, pero él no contestó. Estaba completamente helado y miraba fijamente la nieve, como si buscara en ella un punto olvidado por él en las salas de la oficina pública.
Llegaron, entraron en la isba y lo contaron. La familia, compuesta, además de por los hombres, por tres mujeres y tres niños, huérfanos del hijo de Iván Petróvich, fallecido el año anterior, comenzó a dar alaridos. Paraskovia, la esposa de Nikita, se desmayó. Las mujeres estuvieron dando alaridos toda una semana.
Cómo pasó esta semana para Nikita sólo Dios lo sabe, ya que él estuvo todo el tiempo callado, manteniendo siempre en su rostro la misma expresión helada de resignada desesperación.
Finalmente, todo terminó: Iván condujo al recluta a la ciudad y lo entregó en el punto de reclutamiento. Dos días más tarde, Nikita caminaba con el grupo de reclutas por los montones de nieve del camino principal hacia la capital de provincia, donde estaba el regimiento al que había sido destinado. Iba vestido con una pelliza corta nueva, zaragüelles de grueso paño negro, botas de fieltro nuevas, gorro y manoplas. En su macuto, además de dos mudas y un bizcocho, escrupulosamente envuelto en un pañuelo iba un billete de un rublo. De todo ello lo había dotado su padre adoptivo, Iván Petróvich, quien había pedido a Iliá Savélich otro préstamo más con el fin de vestir a Nikita para el servicio militar.
Nikita resultó ser el peor de los nuevos soldados. El mentor al que fue entregado para su instrucción básica estaba desesperado. A pesar de todos los intentos posibles para hacer entrar en razón a Nikita, entre los que algún papel desempeñaban los cogotazos y los cachetes, su alumno no alcanzaba a comprender completamente ni tan siquiera la simple sabiduría del doblamiento de filas. La figura de Nikita vestida con el uniforme de soldado era la más lamentable: en posición de firmes, le sobresalía la barriga, y eso que la metía y sacaba el pecho, inclinando todo el cuerpo y arriesgándose a caer de bruces sobre la tierra. A pesar de lo mucho que se esforzaron los mandos, no consiguieron hacer de Nikita ni tan siquiera el más mediocre de los combatientes. Durante los ejercicios de la compañía, el comandante, regañando a Nikita, reñía al suboficial de la sección, y el jefe de sección castigaba por ello a Nikita. El castigo consistía en ponerle a hacer guardias fuera de tumo. Sin embargo, el suboficial enseguida se dio cuenta de que las guardias extras no eran para Nikita un castigo sino un placer. Era un trabajador excelente, y cumplir con la obligación de la guardia, consistente en llevar leña y agua al fogón de los hornos, y sobre todo mantener limpio el cuartel, es decir, rozar el suelo continuamente con el escobón mojado, le gustaba. Mientras trabajaba, por lo menos no tenía la obligación de pensar en no desviarse y en no torcer a la izquierda cuando mandaban a la derecha y, además, se sentía completamente liberado de las extrañas cuestiones sobre la compleja ciencia que los soldados llamaban «literatura»: «¿Qué es un soldado? ¿Qué es la bandera?».
Nikita sabe muy bien qué es un soldado y qué es la bandera; está preparado para cumplir con todo el celo posible sus obligaciones de soldado, y probablemente daría incluso la vida defendiendo la bandera. Pero exponer al pie de la letra, detalladamente, tal y como exige la «literatura», qué es una bandera, eso es superior a sus fuerzas.
—La bandera es, la cual estandio…, estandorio… —balbucea, procurando enderezar lo más posible su torpe cuerpo, levantando la mandíbula y moviendo repetidamente los párpados desprovistos de pestañas.
—¡Imbécil! —grita el suboficial tísico que enseña «literatura»—. ¿Qué estáis haciendo conmigo, áspides? ¿Tendré que mortificarme mucho tiempo con vosotros, pedazo de adoquines, campesinos estúpidos? ¡Fu! ¿Cuántas veces hay que repetírtelo? A ver, repite lo que yo digo: la bandera es un estandarte sagrado…
Nikita no puede repetir ni tan siquiera estas seis palabras. El aspecto severo del suboficial y su grito actúan sobre él aturdiéndolo: le zumban los oídos, ante los ojos le saltan banderas y chispas, no oye la complicada definición de bandera, sus labios no se mueven. Permanece de pie y calla.
—Di de una vez, maldita sea: la bandera es un estandarte sagrado…
—La bandera…
—¿Sí…?
—Estandior… —continúa Nikita. Su voz tiembla y los ojos se le llenan de lágrimas.
—Es un estandarte sagrado —grita rabioso el suboficial.
—Sagrado, el cual…
El suboficial corre de un lado a otro, escupe y blasfema. Nikita permanece en el mismo lugar y en la misma pose siguiendo con los ojos al irritado jefe. No le turban los improperios ni las ofensas; lo único que le apena el alma es su incapacidad para «ser digno» del jefe.
—¡Tres guardias extras! —dice con voz ronca y decaída el agotado suboficial, y Nikita agradece a Dios que le haya librado, aunque sólo sea temporalmente, de la odiosa «literatura» y la instrucción.
Cuando los mandos se dieron cuenta de que el castigo impuesto a Nikita no solo no le causaba aflicción, sino que incluso le proporcionaba alegría, Nikita pasó a ser arrestado. Finalmente, habiendo probado todos los medios para la enmienda del infeliz, lo dejaron por imposible.
—Con Ivanov, su excelencia, no hay nada que hacer —dice casi cada mañana en el informe matinal al comandante de la compañía el sargento.
—¿Con Ivanov…? Ya, ya… ¿Qué es lo que hace? —responde el capitán, sentado en batín, con un cigarrillo y sorbiendo té de un vaso en un portavasos de cuproníquel.
—No hace nada, su excelencia; es un hombre tranquilo, sólo que sin luces.
—Inténtalo de alguna manera —dice el capitán de compañía pensativo, expulsando de la boca un anillito de humo de tabaco.
—Ya probamos, su excelencia, pero no se consigue nada.
—Y bien, ¿qué puedo hacer con él? Porque estarás de acuerdo, Shitkov, en que yo no soy Dios, ¿no? Vale, es tonto, ¡qué le vas a hacer…! ¡Hala, vete!
—¡Quede usted con Dios, su excelencia!
Al final, el jefe de compañía se hartó de escuchar todos los días las quejas del sargento sobre Nikita.
—¡Déjame en paz ya con tu Ivanov! —gritó—. Venga, no le lleves a la instrucción, no te ocupes más de él. Haz con él lo que quieras, pero no vuelvas a importunarme con él…
El sargento intentó traspasar a Nikita Ivanov a una compañía de servicio auxiliar, pero había demasiada gente en ella. Tampoco consiguió colocarlo como asistente porque todos los oficiales tenían ya asistente. Entonces cargaron a Nikita con todo el trabajo no especializado, abandonando cualquier intento de convertirlo en un soldado. Así vivió un año, hasta que fue destinado a la compañía un nuevo oficial subalterno, el alférez Stebelkov[65]. Le entregaron a Nikita como «ordenanza permanente»; dicho llanamente, asistente.
Alexandr Mijáilovich Stebelkov, el nuevo patrón de Nikita, era un joven bondadoso, de estatura media, con la barbilla afeitada y bigotes magníficamente estirados, como agudas varillas que de vez en cuando, no sin deleite, se tocaba ligeramente con la mano izquierda. Acababa de terminar el curso de la academia militar, sin haber mostrado durante el mismo una especial afición por la ciencia, pero con un cabal conocimiento del servicio activo. Estaba absolutamente feliz con su situación actual. Los dos años pasados en la academia a cuenta del Estado, bajo la estrecha vigilancia de los jefes, en total ausencia de conocidos, con los que habría podido descansar los días de fiesta de la vida cuartelaria de la academia, sin dinero propio, con cuya ayuda habría podido procurarse alguna diversión, le habían fastidiado más de la cuenta. Y ahora, viéndose oficial, persona, recibiendo hasta cuarenta rublos al mes de salario, con mando sobre media compañía de soldados y con un asistente a su completa disposición, de momento no deseaba nada más. «Bien, muy bien», pensaba al dormirse y al despertarse; y sobre todo recordaba que ya no era cadete sino oficial, que ya no estaba obligado a saltar inmediatamente de la cama y vestirse bajo el temor infundido por el oficial de turno, y que incluso podía remolonear en la cama, recrearse y fumar un cigarrillo.
—¡Nikita! —grita.
Nikita, en camisa de percal rosa desteñida, pantalones negros de paño y unos profundos chanclos de goma viejos, que no se sabía de dónde habían salido, sobre los pies desnudos, aparece en el umbral de la puerta que conduce de la única habitación del piso de Stebelkov a la antesala.
—¿Hace frío hoy?
—No puedo saberlo, su excelencia —responde tímidamente Nikita.
—Vete a mirar y dímelo.
Nikita se dirige rápidamente a la helada y al cabo de un minuto aparece de nuevo en el umbral de la antesala.
—Hace un frío que pela, su excelencia.
—¿Hay viento?
—No puedo saberlo, su excelencia.
—Imbécil, ¿cómo que no puedes saberlo? Si has estado en el patio…
—En el patio no hay, su excelencia.
—¡«No hay, no hay»! ¡Ve a la calle!
Nikita va a la calle y vuelve con el informe de que «hay viento fuerte».
—No va a haber instrucción, su excelencia: lo ha dicho Sídorov —se atreve a añadir.
—Está bien, vete —dice Alexandr Mijáilovich.
Se hace un ovillo, tira hacia sí de la frisa caliente y medio dormido comienza a soñar bajo el crujido de la estufa al rojo vivo, encendida por Nikita. La vida de cadete le parece un mal sueño. «Es que no fue hace tanto: el tambor te toca en la mismísima oreja, pegas un salto, tiemblas de frío…». A estos recuerdos siguieron otros, tampoco especialmente agradables. La escasez, la miserable situación de los funcionarios inferiores, la madre siempre amargada, una mujer alta y enjuta con expresión severa en el delgado rostro, como si constantemente dijera: «¡No permitiré que nadie me ofenda!». Un montón de hermanos y hermanas, las discusiones entre ellos, las quejas de la madre por su suerte y los improperios entre ella y el padre cuando éste aparecía borracho… El gimnasio, donde era tan difícil estudiar a pesar de todo el empeño; los compañeros que le acosaban y por razones desconocidas le llamaban por un nombre extremadamente ofensivo: «arenque»; el flojo examen de lengua rusa; la dura y humillante escena cuando, expulsado del gimnasio, llegó a casa deshecho en lágrimas. El padre dormía borracho en el sofá de hule, la madre estaba ocupada en la cocina con la estufa preparando la comida. Al ver entrar a Sasha con los libros y llorando, comprendió lo que había ocurrido y se lanzó sobre el rapaz soltando juramentos; después se abalanzó sobre el padre, lo despertó, le hizo comprender lo que pasaba, y el padre pegó al muchacho.
Sasha tenía entonces quince años. Dos años más tarde se alistó en calidad de voluntario en el servicio militar, y para los veinte estaba hecho un auténtico hombre, alférez de un regimiento de infantería…
«Bien —piensa bajo las sábanas—. Esta noche en el club…, baile…».
Y a Alexandr Mijáilovich se le representa la sala de oficiales, llena de luz, calor sofocante, música y señoritas, las cuales están sentadas como macizos de flores a lo largo de las paredes y simplemente esperan que un astuto joven oficial las invite a unas cuantas vueltas de vals. Y Stebelkov, entrechocando los talones —«¡Diantre, es una pena no llevar espuelas!»—, se inclina hábilmente ante la atractiva hija del mayor y, tendiéndole graciosamente la mano, dice: «Permettez[66]», y la hija del mayor le pone la mano cerca de la charretera, y se deslizan, se deslizan…
«Sí, esto no es ser un arenque. Y qué tontería, ¿por qué habría de ser yo un arenque? Bueno, los que no eran arenques están donde sea en el primer curso de la universidad, pasando hambre, y yo… ¿Y por qué tenían que ir obligatoriamente a la universidad? Supongamos que los salarios de juez de instrucción y doctor sean superiores al mío, pero ¿cuánto tiempo hay que luchar para conseguir…?, y todo por cuenta propia. Aquí es otra cosa: basta con que ingreses en la academia; lo demás es coser y cantar; si sirves bien, puedes llegar incluso a general… ¡Uy, entonces ya daría yo…!». Alexandr Mijáilovich no se dijo ni a sí mismo a quién daría, pero en ese instante el recuerdo de los «no arenques» atravesó su alma.
—Nikita —grita—, ¿tenemos té?
—Ni una gota, su excelencia; se ha acabado todo.
—Ve a por una ochava.
Saca un monedero nuevo de debajo de la almohada y da dinero a Nikita.
Nikita va a por el té. Alexandr Mijáilovich continúa con sus reflexiones, y, para cuando Nikita regresa con el té, el barín se ha dormido de nuevo.
—¡Su excelencia, su excelencia! —susurra Nikita.
—¿Qué? ¿Y? ¿Lo has traído? Bien, ahora me levanto… Ayúdame a vestirme.
Alexandr Mijáilovich ni en casa ni en la academia se había vestido de otra forma que no fuera por sí mismo (excluyendo, se entiende, cuando era pequeño), pero, al recibir un asistente a su disposición, en dos semanas se olvidó completamente de cómo se ponía y se quitaba la ropa. Nikita le pone los calcetines en los pies, le calza las botas, le ayuda a ponerse los pantalones y le echa sobre los hombros el capote de verano, que utiliza en lugar de bata. Alexandr Mijáilovich, sin lavarse, se sienta a tomar el té.
Traen una orden litografiada para el regimiento, y Stebelkov, leyéndola de principio a fin, ve con gusto que su turno para hacer guardia está todavía lejos. «Pero ¿qué clase de noticia es esta?», piensa al leer:
Con el fin de mantener el nivel de conocimiento de los señores oficiales, propongo al capitán ayudante Yermolin y al teniente Petrov segundo dar clases a partir de la próxima semana, al primero sobre táctica y al segundo sobre fortificación. En cuanto a la duración de las clases, que tendrán lugar en una sala del círculo de oficiales, conocerán mi resolución por una orden especial para el regimiento.
«Vamos, lo único que me faltaba: ¡asistir a clases de táctica y fortificación! —piensa Alexandr Mijáilovich—. ¡Como si no hubieran importunado bastante en la academia! Y además no dirán nada nuevo, darán clases por apuntes viejos…».
Al terminar de leer la orden y acabar de beber el té, Alexandr Mijáilovich le ordena a Nikita limpiar el samovar y sentarse a rellenar emboquillados, continuando él con su interminable reflexión sobre su pasado, presente y futuro, el cual le promete charreteras frondosas, si no de general, gruesas, por lo menos de oficial de estado mayor. Y cuando todos los emboquillados están rellenos, se echa en la cama y lee un Niva[67] del año anterior, examinando los dibujos ya revisados hace tiempo y no perdiéndose ni una línea de texto. Al final, como consecuencia de estar tanto tiempo tumbado y de la larga lectura del Niva, comienza a enturbiársele la cabeza.
—¡Nikita! —grita.
Nikita salta del capote extendido en el suelo de la antesala junto a la estufa, que le sirve de cama, y corre hacia el barín.
—Mira a ver qué hora es… No, mejor tráeme acá el reloj.
Nikita coge cuidadosamente de la mesa el reloj de plata con cadena de oro nuevo y, dándoselo al barín, se va otra vez a la antesala a tumbarse sobre su capote…
«La una y media… ¿No será ya hora de ir a comer?», piensa Stebelkov dando cuerda al reloj con una llavecilla de bronce que acaba de adquirir, en cuya cabeza hay engastada una pequeña estampa fotográfica que se ve ampliada al mirarla al trasluz. Alexandr Mijáilovich mira la estampa, amusgando el ojo izquierdo, y se sonríe. «¡Ciertamente, qué cosas tan estupendas hacen ahora! —se le vino a la cabeza—. ¿Y cómo se las arreglarán… en una vista tan pequeña? Vaya, es hora de ir…».
—¡Nikita! —grita.
Nikita aparece.
—Ayúdame a lavarme.
Nikita trae a la habitación un taburete sin pintar y sobre él una cubeta con el lavamanos. Alexandr Mijáilovich comienza a lavarse. Apenas su mano toca el agua helada, lanza un grito:
—¿Cuántas veces te he dicho, tarugo, que dejes el agua en la habitación por la noche? Es que así te congelas la jeta…, imbécil…
Nikita calla, convencido de su culpabilidad, y celosamente echa agua en las palmas del irritado caballero.
—¿Has limpiado la levita?
—Efectivamente, su excelencia, la he limpiado —dice Nikita, y le da al barín la levita nueva con brillantes hombreras doradas adornadas con una cifra y una estrella plateada que está colgada en el respaldo de la silla.
Antes de ponérsela, Alexandr Mijáilovich examina atentamente el paño verde oscuro y encuentra una pelusa.
—¿Qué es esto? ¿Acaso llamas a esto limpiar? ¿Así cumples con tus obligaciones? Andando, imbécil, límpiala mejor.
Nikita va a la antesala y comienza a sacar del cepillo, con ayuda de la levita, sonidos conocidos bajo el nombre de frufrú. Stebelkov, con la ayuda de un espejo montado en un marco de madera amarilla y pommade-hongroise[68], comienza a llevar sus bigotes hacia la mayor perfección posible. Por fin, los bigotes fueron puestos en perfecto orden, pero en la antesala aún continuaba el frufrú.
—Dame la levita, no vas a estar limpiándola hasta el segundo advenimiento… Todavía llegaré tarde por tu culpa, imbécil…
Se abrocha cuidadosamente la levita, después se pone el sable, los chanclos y el capote, y sale a la calle, haciendo resonar la vaina por las placas heladas de la acera.
El resto del día se le va en la comida, la lectura del Russki invalid[69], las conversaciones con compañeros de servicio, la promoción, el entretenimiento. Por la noche, Alexandr Mijáilovich se dirige al club y se mueve rápidamente «en el torbellino del vals» con la hija del mayor. Vuelve a casa avanzada la noche, cansado y ligeramente borracho a causa de unas cuantas copas bebidas durante la velada, pero satisfecho… Lo único que aporta variación a su vida son los estudios, las guardias, los campamentos de verano, a veces las maniobras y raramente las clases de fortificación y táctica, a las que no se puede faltar. Y se prolonga así durante años, sin dejar en Stebelkov ninguna huella; sólo el color de la cara cambia, una calvita comienza a abrirse paso, y sí, en lugar de una estrella en las hombreras aparecen dos, después tres, después cuatro…
¿Qué hace en ese tiempo Nikita? Pues Nikita la mayor parte del tiempo está tumbado sobre su capote junto a la estufa, levantándose bruscamente ante las demandas incesantes del barín. Por la mañana tiene bastante trabajo: hay que encender la estufa, poner el samovar, traer agua, limpiar las botas y la ropa, vestir al barín, y, cuando se levanta, barrer la habitación, arreglarla. (Si bien es cierto que lo último no requiere mucho tiempo: en la habitación no hay más muebles que una cama, una mesa, tres sillas, un estante y una maleta). Así y todo, tal y como es, para Nikita supone por lo menos algo que recuerda al trabajo. Cuando el barín se va, comienza un día interminable, consistente en una ociosidad obligatoria, interrumpida únicamente por la expedición al cuartel para recoger la comida de la cocina de la compañía. Cuando todavía vivía en el cuartel, Nikita aprendió a apañárselas como zapatero (poner remiendos, echar suelas, clavar tacones), y al mudarse con Stebelkov tuvo la intención de continuar con el oficio, escondiendo el saco detrás de la puerta en el zaguán en cuanto alguien llamaba a la puerta. El barín, que percibió durante varios días que en la antesala olía fuertemente a algún producto sucio, buscó hasta encontrar la causa del olor y echó a Nikita una severa reprimenda; después ordenó: «Que esto no se repita nunca más». Entonces a Nikita sólo le quedó estar tumbado en su capote y pensar. Y estaba tumbado en él y pensaba toda la tarde, durmiéndose al fin hasta aquel instante en el que se oía un golpe en las puertas anunciando la llegada del barín. Nikita lo desvestía, y rápidamente la pequeña habitación se sumía en la oscuridad. El oficial y el asistente dormían.
Silba y aúlla el viento, golpea con copos de nieve en la ventana. Y al dormido alférez Stebelkov, por el estruendo, le parece música de baile. Ve en sueños una sala brillantemente iluminada, como no había visto nunca, llena de gente peripuesta desconocida para él. Pero no se siente un extraño, sino, al contrario, el héroe de la fiesta. También está la sociedad que él conoce; se relacionan con él no como hasta ahora, sino con cierto entusiasmo: el coronel, en lugar de saludarle con dos dedos, le estrecha la mano con las dos gordas manos; el mayor Jlobushin, que siempre había visto con ojeriza que cortejara a su hija, se la trae él mismo saludándole rendidamente. Qué ha hecho glorioso, por qué lo encumbran, no lo sabe, pero algo ha hecho, eso es evidente. Se mira los hombros y ve en ellos charreteras de general. Resuena la música, los vapores flotan, y él mismo flota hacia algún lugar más y más lejos, más y más alto. La brillante sala queda lejos de él y le parece únicamente un pequeño punto luminoso. A su alrededor hay una multitud de gente en diferentes uniformes; todos vienen a recibir órdenes suyas. No sabe sobre qué le preguntan, pero da una orden, los ordenanzas se mueven rápido hacia él y desde él. Una salva de cañón se oye a lo lejos; suenan las marchas; los regimientos siguen a los regimientos. Todo se mueve hacia algún lugar con él. Los cañones retumban cerca y a Stebelkov le entra miedo. «¡Me van a matar!», piensa. Y un extraño grito se propaga desde todas partes. Corren hacia él gentes raras, monstruosas y furiosas como nunca había visto. Se acercan más y más. El corazón de Stebelkov se encoge por un horror inenarrable, como sólo existe en sueños, y grita: «¡Nikita!».
Silba y aúlla el viento, golpea con copos de nieve en la ventana. Y al dormido Nikita le parece auténtico viento, mal tiempo. Sueña que está acostado en su isba, solo; no están cerca de él ni la esposa, ni el padre, ni nadie de la familia. No sabe cómo fue a parar a casa y teme haber huido del regimiento. Le parece que se ha organizado una persecución para seguirle, y siente que están cerca, y quiere correr y esconderse donde sea, pero no puede mover ni un dedo. Entonces grita, y la isba se llena de gente; todos son aldeanos conocidos, pero sus rostros son extraños. «Hola, Nikita —le dicen—. De los tuyos, hermano, no queda nadie, ¡a todos se los ha llevado Dios! Todos han fallecido. ¡Aquí los tienes, echa una mirada!». Y Nikita ve a toda su familia entre la muchedumbre: Iván, la esposa, la tía Paraskovia y los chiquillos. Y comprende que aunque estén con todos ya están muertos, y todos los aldeanos también están muertos: ¿qué les hace estar tan maravillosamente y reírse? Van hacia él, lo agarran, pero él se suelta y echa a correr por los montones de nieve, tropezando y cayendo; ya no le persiguen los muertos sino el alférez Stebelkov con soldados. Y corre más y más lejos, y el alférez le grita: «¡Nikita, Nikita, Nikita…!».
—¡Nikita! —grita efectivamente Stebelkov. Despertándose, Nikita da un salto y va a ciegas a la habitación, golpeando con los pies descalzos—. ¿Qué pasa contigo, maldita sea?, ¿te ríes de mí o qué? ¡Cuántas veces te he dicho que me dejes cerillas cerca! ¡Cómo duerme el zoquete! ¡Hace media hora que te estoy llamando, y como si nada! ¡Dame fuego!
El soñoliento Nikita rebusca por la mesa y las ventanas y encuentra las cerillas. Enciende una vela colocada en un candelabro mohoso de cobre y, entornando los ojos, se la da al barín. Alexandr Mijáilovich fuma un cigarrillo, y un cuarto de hora más tarde el oficial y el asistente ya están otra vez dormidos como troncos.
Año 1880