Los pintores

I

Dedov

Hoy me siento como si me hubiera quitado un peso de encima. ¡La fortuna ha llegado de manera inesperada! ¡Fuera las hombreras de ingeniero, fuera las herramientas y los presupuestos!

Pero ¿no es vergonzoso alegrarse así de la muerte de una pobre tía sólo porque ha dejado una herencia que me permite abandonar el trabajo? Es verdad que ella, moribunda, me pidió que me entregara por completo a mi ocupación favorita, y ahora estoy contento, entre otras cosas porque cumplo su más ardiente deseo. Eso fue ayer… ¡Qué cara de asombro puso nuestro jefe cuando supo que dejo el trabajo! Y cuando le expliqué el motivo por el que hago esto, simplemente se quedó boquiabierto.

—¿Por amor al arte…? ¡Mmm…! Haga la solicitud.

Y no dijo nada más, se dio la vuelta y se fue. Pero yo no necesitaba nada más. ¡Libre, pintor! ¿No es el culmen de la felicidad?

Me apetecía irme a algún lugar muy lejos de la gente y de Petersburgo. Cogí una chalana y me dirigí a la costa. El agua, el cielo, la ciudad centelleante al sol en la lejanía, los bosques azulados que orlan las orillas del golfo, las partes superiores de los mástiles en la bahía de Kronstadt, las decenas de buques de vapor que pasaban a toda velocidad a mi lado y los barcos de vela que se deslizaban, y las grandes barcas bálticas, todo aparecía ante mí bajo una nueva luz. Todo esto es mío, todo esto está bajo mi poder, todo esto puedo cogerlo, lanzarlo sobre la tela y ponerlo ante la masa estupefacta por la fuerza del arte. Bueno, en realidad no se debe vender la piel del oso antes de cazarlo, que por ahora ni Dios sabe todavía qué gran pintor soy.

La chalana cortaba velozmente el cristal de agua. El chalanero, un muchacho alto, saludable y guapo, en camisa roja, remaba sin parar; ora se inclinaba hacia delante, ora se echaba hacia atrás, desplazando reciamente la barca con cada movimiento. El sol se estaba poniendo y producía tal efecto en su rostro y en la camisa roja, que me entraron ganas de hacer un bosquejo con colores. Siempre llevaba conmigo una pequeña caja con un lienzo, pinturas y pinceles.

—Deja de remar, siéntate tranquilamente un minuto: voy a dibujarte —dije.

Él soltó los remos.

—Tú ponte así, como si levantaras los remos.

Cogió los remos, los agitó, como agitan los pájaros las alas, y se quedó inmóvil en una hermosa pose. Esbocé rápidamente el contorno con el lápiz y comencé a pintar. Mezclaba los colores con un particular sentimiento de alegría. Sabía que ya nada me separaría de ellos en toda la vida.

El chalanero enseguida comenzó a cansarse; la atrevida expresión de su cara se tornó indolente y aburrida. Comenzó a bostezar y una vez incluso se limpió el rostro con la manga, para lo que tuvo que inclinar la cabeza hacia el remo. Los pliegues de la camisa desaparecieron completamente. ¡Qué lástima! No soporto que el modelo se mueva.

—¡Estate tranquilo, hermano!

Él esbozó una maliciosa sonrisa.

—¿De qué te ríes?

Con aire confuso sonrió maliciosamente y dijo:

—¡Es asombroso, barín!

—¿Qué te parece asombroso?

—Ni que yo fuera una rareza para que me pinte. Como si fuera algún cuadro.

—Y cuadro será, querido amigo.

—¿Para qué le sirve?

—Para aprender. Mira, pinto, pinto pequeños, y después pintaré grandes.

—¿Grandes?

—Como si quiero de tres sazhenes.

Se calló y después preguntó en serio:

—Entonces, ¿puede hacer iconos?

—Puedo hacer iconos, pero yo pinto cuadros.

—Ya.

Reflexionó y preguntó de nuevo:

—¿Y para qué sirven?

—¿El qué?

—Los cuadros esos…

Por supuesto, no me puse a darle una lección sobre el significado del arte, y sólo le dije que por esos cuadros pagan un buen dinero, mil rublos, dos mil y más. El chalanero quedó absolutamente satisfecho y no siguió la conversación. El estudio quedó precioso (muy bonitos esos tonos calientes de la tela roja de algodón iluminada por el sol poniente), y regresé a casa absolutamente feliz.

II

Riabinin

Ante mí está de pie en actitud tensa el viejo Tarás, un modelo al que el profesor N. ha ordenado poner «la mano en la cabesa» porque ésa es «una pose mu clásica». A mi alrededor hay un montón de compañeros, sentados frente a los caballetes con las paletas y los pinceles en las manos, igual que yo. Delante de todos, Dedov, a pesar de ser paisajista, pinta a Tarás con ahínco. En el aula huele a pintura, aceite, trementina y calma chicha. Cada media hora a Tarás se le da un descanso. Se sienta en el borde del cajón de madera que le sirve de pedestal, y de «modelo» pasa a ser un anciano desnudo ordinario, soba sus brazos y piernas, entumecidos por la prolongada inmovilidad, se suena la nariz sin usar moquero, etcétera. Los estudiantes se agolpan cerca de los caballetes, examinando los trabajos unos de otros. Junto a mi caballete siempre hay un gentío; soy un estudiante de la academia muy dotado y alimento grandes esperanzas de llegar a ser uno de «nuestros corifeos», según la afortunada expresión del crítico de arte don V. S[45]., quien ya hace tiempo dijo: «De Riabinin saldrá algo bueno». He ahí por qué todos miran mi trabajo.

Pasados cinco minutos, al tiempo que todos se sientan de nuevo en su sitio, Tarás se sube al pedestal, pone la mano en la cabeza, y nosotros pintarrajeamos, pintarrajeamos…

Y así todos los días.

Aburrido, ¿no? Efectivamente, yo mismo me convencí hace tiempo de que todo esto es muy aburrido. Pero así como a la locomotora con el tubo de la conducción de vapor abierto le espera, una de dos, o deslizarse por los raíles hasta que se termine el vapor o salirse de ellos y dejar de ser un armonioso monstruo de hierro-cobre para convertirse en un montón de escombros, así a mí… Yo estoy en los raíles, abrazan con fuerza mi rueda, pero ¿qué pasaría si me saliera de ellos? Cueste lo que cueste debo llegar a la estación, independientemente de que a mí esta estación se me represente como un agujero negro en el que no se distingue nada. Otros dicen que eso es la actividad artística. De que esto es algo artístico no hay discusión, pero que eso sea actividad…

Cuando voy a las exposiciones y miro los cuadros, ¿qué veo en ellos? Un lienzo en el que hay puestos colores, distribuidos de tal manera que forman una impresión, impresiones semejantes para diferentes temas. La gente va y se asombra: ¡cómo hacen para colocar los colores con tanta astucia! Y nada más. Hay escritos libros enteros, montañas enteras de libros sobre este tema; muchos de ellos los he leído. Pero de Taine[46], Carriére[47] y Kugler[48], pasando por todos los que escribieron sobre arte, a Proudhon[49] no se desprende ninguna conclusión definitiva. Todos discuten sobre eso, qué significado tiene el arte, pero en mi cabeza, después de leerlos, bulle un pensamiento: si lo tiene. Yo no he visto que los buenos cuadros ejercieran buena influencia en nadie; ¿de qué me sirve, pues, creer que lo tiene?

¿Para qué creer? Yo necesito creer en ello, es necesario, pero ¿cómo creer? ¿Cómo convencerse de que toda tu vida no vas a servir exclusivamente a la estúpida curiosidad de la masa (y ni tan mal si es sólo a la curiosidad, y no a cualquier otra cosa; a la excitación de bajos instintos, por ejemplo) y a la vanidad de cualquier enriquecido estómago con piernas, que se acercará sin prisa a mi vivido, sufrido, querido cuadro, pintado no con pincel y pinturas, sino con nervios y sangre, refunfuñará «Mmm…, no está mal», se meterá la mano en el abultado bolsillo, me lanzará unos cuantos cientos de rublos y lo alejará de mí? Se lo llevará con las preocupaciones, las noches insomnes, con las tristezas y las alegrías, con las ilusiones y los desengaños. Y de nuevo caminas solo entre la multitud. Mecánicamente pintas el modelo por la tarde, mecánicamente lo pintas por la mañana, suscitando el asombro de los profesores y los compañeros por los rápidos progresos. ¿Para qué haces todo esto? ¿Adónde vas?

He aquí que ya han pasado cuatro meses desde que vendí mi último cuadro, y todavía no tengo ninguna idea para uno nuevo. Si se me ocurriera algo, estaría bien… Algún tiempo de olvido total: me iría al cuadro como a un monasterio, pensaría únicamente en él; mientras trabajo, las preguntas «¿adónde?» y «¿para qué?» desaparecen: en la cabeza un solo pensamiento, un solo objetivo, y su ejecución procura placer. El cuadro es el mundo en el que vives y ante el que respondes. Aquí desaparece la moral cotidiana: te creas una nueva en tu nuevo mundo y en él sientes tu verdad, dignidad o nulidad, y tu mentira a tu manera, independientemente de la vida.

Pero estar siempre pintando es imposible. Por la tarde, cuando el crepúsculo interrumpe el trabajo, vuelves a la vida y de nuevo escuchas la eterna pregunta «¿para qué?», que no te deja dormir, te hace revolverte en la cama enfebrecido, mirar en la oscuridad como si en algún lugar de ella estuviera escrita la respuesta. Y al amanecer te duermes como un tronco para, despierto, de nuevo hundirte en otro mundo de sueño, donde sólo viven los personajes que salen de ti, tomando forma y esclareciéndose ante ti en la tela.

—¿Por qué no trabaja usted, Riabinin? —me preguntó en alto mi vecino.

Me había ensimismado de tal modo que, al escuchar esta pregunta, me estremecí. Dejé caer la mano con la paleta; el faldón de la levita dio con los colores y se ensució; los pinceles estaban en el suelo. Eché una mirada al estudio; estaba terminado, y bien terminado: el Tarás de la tela parecía vivo.

—He terminado —respondí a mi vecino.

La clase también había terminado. El modelo se bajó del cajón y se vistió; todos, susurrando, recogimos nuestras pertenencias. Subió el murmullo. Se acercaron a mí, me elogiaron.

—Medalla, medalla… El mejor estudio —decían algunos. Otros callaban: a los pintores no les gusta elogiarse unos a otros.

III

Dedov

Me parece que cuento con el respeto de mis compañeros estudiantes. Por supuesto, gracias a la influencia ejercida por mi edad avanzada en comparación con ellos: en toda la academia sólo Volski es mayor que yo. Desde luego, ¡el arte goza de una asombrosa fuerza de atracción! Este Volski es un oficial retirado, un señor de unos cuarenta y cinco años, con la cabeza cubierta de canas. Ingresar con esa edad en la academia, ponerse a estudiar de nuevo, ¿acaso no es eso una hazaña? Pero él trabaja con perseverancia: en verano, de la mañana a la noche pinta estudios haga el tiempo que haga, con cierta abnegación; en invierno, cuando está despejado, pinta continuamente, y por la tarde dibuja. En dos años ha hecho grandes progresos, a pesar de que la naturaleza no lo ha dotado de un gran talento.

Vaya, Riabinin es otra cosa: un extraordinario talento natural, pero terriblemente vago. No creo que de él salga nada serio, si bien todos los pintores jóvenes son admiradores suyos. A mí me parece especialmente extraña su pasión por los llamados argumentos realistas: pinta los lapti[50]. las polainas y las pellizas como si no los viéramos suficientemente en la realidad. Y lo que es más importante: casi no trabaja. A veces se pone, y en un mes termina un cuadrito sobre el que todos hablan mucho, como de un milagro, encontrando además que la técnica permite esperar algo mejor (en mi opinión, su técnica es muy, muy floja), y después deja de pintar incluso estudios, anda triste y no habla con nadie, ni conmigo, a pesar, tengo la impresión, de que de mí se aleja menos que de los otros compañeros. ¡Extraño joven! Me parecen raras estas personas que no son capaces de encontrar una satisfacción completa en el arte. No pueden comprender que no hay nada que eleve tanto a la persona como la creación.

Ayer terminé un cuadro, lo expuse, y hoy ya preguntaron por el precio. Por menos de 300 no lo doy. Ya daban 250. Soy de la opinión de que nunca se debe rebajar el precio establecido. Eso infunde respeto.

Y ahora cederé menos que nunca porque es seguro que el cuadro se venderá. El tema es de los vendibles y atractivo: invierno, puesta de sol; troncos negros en primer plano que destacan vivamente sobre el rojo resplandor. Así pinta K[51]., ¡y cómo vende! Sólo en este invierno dicen que ganó cerca de veinte mil. ¡No está mal! Se puede vivir. No entiendo cómo se las arreglan algunos pintores para estar en la miseria. Ahí está K., ni uno solo de sus lienzos desaparece de balde: todo se vende. Únicamente hace falta atender directamente el negocio: mientras pintas un cuadro eres un pintor, un creador; una vez pintado, eres un vendedor; y cuanto más astutamente lleves el negocio, mejor. El público a menudo también trata de pegársela al prójimo.

IV

Riabinin

Vivo en la línea Quince de la avenida Media y cuatro veces al día paso por el muelle, donde atracan los buques de vapor extranjeros. Me gusta este lugar por su mezcla de colores, animación, tumulto y algarabía, y porque me ha dado mucho material. Aquí, mirando a los jornaleros que llevan sacos, cambian de amura y carretel, arrastran carretones con todo tipo de mercancías, aprendí a dibujar a la gente trabajando.

Volvía a casa con Dedov, el paisajista… Un hombre bueno e ingenuo, como el propio paisaje, y apasionadamente enamorado de su arte. Para él no hay ninguna duda: pinta lo que ve. Ve un río, y pinta un río; ve una ciénaga con juncias, y pinta una ciénaga con juncias. ¿Qué falta le hacen ese río y esa ciénaga? Él nunca titubea. Parece una persona culta; por lo menos terminó los estudios de ingeniero. Dejó el trabajo gracias a no sé qué herencia que le permite sobrevivir sin trabajar. Ahora pinta y pinta: en verano está de la mañana a la noche en el campo o en el bosque buscando estudios, en invierno compone sin descanso atardeceres, amaneceres, mediodías, el principio y el final de la lluvia, inviernos, primaveras y demás. Olvidó su ingeniería y no siente pesar por ello. Solamente cuando pasamos delante del muelle a menudo me explica el significado de las enormes masas de hierro fundido y acero: piezas de máquinas, calderas y diversas cosas que descargan de los buques de vapor a tierra.

—Mire qué calderita han traído —me dijo ayer golpeando con el bastón en la sonora caldera.

—¿Es posible que no sepan hacerlas aquí? —pregunté yo.

—También las hacen aquí, pero pocas, no alcanzan. Mire qué montón han traído. Y mal trabajo; habrá que repararlas aquí. ¿Ve cómo se separan las juntas? Vaya, aquí también están desvencijados los remaches. ¿Sabe cómo se hace esta pieza? Éste, créame, es un trabajo infernal. Una persona se sienta en la caldera y sujeta la junta por dentro con pinzas, empujándolas con el pecho para hacer fuerza, y desde afuera el contramaestre golpea en las juntas con un martillo y hace esta cabeza.

Me señaló la larga hilera de círculos metálicos abombados que seguía la juntura de la caldera.

—Dedov, ¡pero eso es lo mismo que pegar en el pecho!

—Lo mismo. Yo una vez probé a meterme en la caldera, y después de cuatro remaches salí con dificultad, con el pecho completamente destrozado. Pero ellos de alguna manera se dan arte para acostumbrarse. Cierto que mueren como moscas: lo soportan un par de años, y después, incluso si sobreviven, rara vez son útiles en ningún sitio. Imagínese recibir golpes en el pecho con un fuerte martillo durante todo el día, y encima en una caldera, en un ahogadero, hecho un ovillo. En invierno el hierro se hiela, es frío, y él está sentado o tumbado sobre el hierro. Mire en esta caldera, hermosa, estrecha, no es posible ni sentarse en ella: túmbate de lado y acerca el pecho. Difícil trabajo el de estos urogallos[52].

—¿Urogallos?

—Pues sí, así los han apodado los trabajadores. Con frecuencia este retumbe los deja sordos. ¿Y piensa usted que ganan mucho por ese trabajo de presidiario? ¡Céntimos! Porque para esto ni experiencia ni práctica son necesarias, sólo carne… ¡Cuántas duras impresiones en todas estas fábricas, Riabinin, si usted supiera! Estoy encantado de haberme separado de ellas para siempre. Realmente al principio era duro vivir contemplando esos sufrimientos… Con la naturaleza es otra cosa. Ella no ofende, y no es necesario ofenderla para explotarla, como hacemos nosotros, los pintores… Vamos, mire, mire, ¡qué tono grisáceo! —se interrumpió de pronto a sí mismo, mostrando un rincón del cielo—. Por debajo, allí, bajo las nubes… ¡Es una preciosidad! Con un ligero matiz verdoso. ¡Es que si pintas así, exactamente así, no te creen! Y sin embargo no está mal, ¿no?

Asentí a pesar de que, a decir verdad, no vi ninguna preciosidad en un jirón verdusco del cielo petersburgués, e interrumpí a Dedov, que comenzaba a extasiarse con cierto «afiligranado» cerca de otra nube.

—Dígame, ¿dónde se puede ver a esos urogallos?

—Vayamos juntos a la fábrica, yo le mostraré cada pieza. Si quiere, ¡mañana mismo! ¿No pensará pintar a esos urogallos? Déjelo, no merece la pena. ¿De veras no hay nada más alegre? Pero a la fábrica, como si quiere ir mañana.

Hoy hemos ido a la fábrica y lo hemos mirado todo atentamente. Hemos visto también a un urogallo. Estaba sentado, hecho un ovillo, en un rincón de la caldera y ponía su pecho bajo los golpes del martillo. Estuve observándolo media hora; en esta media hora el martillo subió y bajó cientos de veces. El urogallo se contraía. Lo pintaré.

V

Dedov

Riabinin ha discurrido tal tontería que no sé qué pensar de él. Anteayer lo llevé a la fábrica metalúrgica.

Pasamos allí todo el día, lo vimos todo, le expliqué cada proceso de producción (para mi asombro, he olvidado muchas cosas de mi profesión), y al final lo llevé al departamento de las calderas. En ese momento estaban trabajando en una enorme caldera. Riabinin se metió en la caldera y estuvo media hora mirando cómo el trabajador sujetaba las pinzas de las juntas. Salió de allí pálido y desolado, e hizo todo el camino de vuelta callado. Y hoy me ha anunciado que ya había comenzado a pintar a ese trabajador-urogallo. ¡Vaya idea! ¡Qué poesía puede haber en la suciedad! Aquí puedo decir, sin sentir vergüenza de nadie ni de nada, algo que por supuesto no diría delante de todos: en mi opinión, toda esta banda de gañanes en el arte es una simple monstruosidad. ¿Quién necesita ese famoso repiniano Los sirgadores[53]? Están pintados magníficamente, no hay discusión; pero sólo eso. ¿Dónde están ahí la belleza, la armonía, la elegancia? ¿Y no es la reproducción de la elegancia en la naturaleza la razón de ser del arte?

¡Lo mío es otra cosa! Unos cuantos días de trabajo más y estará terminada mi serena Mañana de mayo. Apenas ondea el agua en el estanque, los sauces inclinan hacia él sus ramas, el oriente se enciende, pequeños cirros se tiñen de color rosa. Una figura de mujer viene del acantilado con un cubo a por agua, asustando con su presencia a los ánades. Eso es todo. Parece sencillo, y sin embargo yo siento claramente que un montón de poesía sale a la luz en el cuadro. ¡Eso es arte! Predispone a la persona a la serenidad, a una dulce meditación, suaviza el alma. Pero el riabiniano Urogallo no influirá en nadie porque todos tratarán de alejarse cuanto antes de él para no ofenderse la vista con esos trapos feos y esa jeta sucia. ¡Extraño asunto! En la música no se da paso a lo que hiere el oído, a los sonidos desagradables; ¿por qué en nuestro caso, el de los pintores, se puede reproducir obras escandalosas, repulsivas? Es necesario hablar de esto con L[54].: escribirá un artículo y de paso pondrá verde a Riabinin por su cuadro. Y se lo merece.

VI

Riabinin

Ya hace dos semanas que he dejado de ir a la academia: estoy en casa y pinto. El trabajo me ha agotado completamente a pesar de que progresa con éxito. No debería decir «a pesar», sino «tanto más cuanto que» progresa con éxito. Cuanto más cerca está del final, tanto más horrible y horrible me parece lo que he pintado. Y además me parece que éste será mi último cuadro.

Helo ahí sentado ante mí en un oscuro rincón de la caldera, hecho un ovillo, vestido con harapos, jadeando de cansancio. Sería imposible verlo si no fuera por la luz que entra a través de los agujeros redondos horadados para los remaches. Círculos de esa luz esmaltan su ropa y su rostro, resplandecen como manchas doradas sobre sus harapos, sobre la barba y los cabellos desgreñados y cubiertos de hollín, sobre la cara morada, por la que el sudor mezclado con la suciedad corre a chorros, sobre las manos nudosas destrozadas y sobre el machacado pecho, ancho y hundido. El terrible golpe constantemente repetido arremete contra la caldera y obliga al pobre urogallo a esforzarse al límite para mantenerse en su increíble pose. En la medida en la que es posible expresar ese esfuerzo intenso, lo he expresado.

A veces dejo la paleta y los pinceles, me alejo del cuadro y me siento frente a él. Estoy contento con él, nada me había salido tan bien como esta escalofriante obra. La pena es que esta satisfacción no me alegra, sino que me atormenta. Esto no es un cuadro pintado: es una enfermedad madura. Cómo se resolverá no lo sé, pero siento que después de este cuadro ya no tendré nada que pintar. Pajareros, pescadores, cazadores con todas las expresiones y fisonomías típicas, toda esta «rica rama de pintura de género», ¿qué me va a aportar ahora? Ya con nada produciré un efecto tal como con estos urogallos, si es que lo produzco…

Hice un experimento: invité a Dedov y le enseñé el cuadro. Sólo dijo: «Vaya, querido mío», y se quedó de una pieza. Se sentó, lo miró durante media hora; después, sin decir nada, se despidió y se fue. Parece que le hizo efecto… Pero es que, a pesar de todo, él es pintor.

Y yo me siento ante mi cuadro, y también actúa sobre mí. Miras y no puedes alejarte, te apiadas de esa extenuada figura. A veces hasta me parece oír el golpe del martillo… Me va a volver loco. Es necesario taparlo.

He cubierto con una tela el caballete con el cuadro, y aun así me siento ante él, pensando en lo indefinido y horrible que tanto me atormenta. El sol se pone y lanza rayos de luz amarilla a través del cristal polvoriento sobre el caballete, cubierto con una tela. Parece una figura humana. Exactamente el Espíritu de la Tierra en Fausto, como lo representan los actores alemanes.

Wer ruft mich[55]?

¿Quién te ha llamado? Yo, yo mismo te he creado aquí. Yo te he hecho venir, pero no de una «esfera» cualquiera, sino de una sofocante, oscura caldera, para que sobresaltaras con tu aspecto a la limpia, acicalada y detestable masa. Ven, oh, tú que por la fuerza de mi poder estás clavado a la tela, mira desde ella esos fracs y esas colas de vestido, grítales: «¡Soy una plaga creciente!». ¡Golpéales en el corazón, quítales el sueño, plántate ante sus ojos como un fantasma! Mata su tranquilidad, como mataste la mía…

¡Ni por esas…! El cuadro está terminado, colocado en un marco dorado, dos guardas van a llevarlo sobre la cabeza a la academia para la exposición. Y helo ahí entre mediodías y puestas de sol, cerca de una Niña con gato, no lejos de algún cuadro de tres sazhenes de Iván el Terrible clavando su báculo en el pie de Vaska Shivanov. No se podrá decir que no lo miraron: lo mirarán y hasta lo elogiarán. Los pintores comienzan a descifrar el dibujo. Los críticos, prestándoles oídos, escribirán deprisa a lápiz en sus blocs de notas. Uno de ellos, don V. S., ya mencionado, lo mira, lo aprueba, lo ensalza, me estrecha la mano. El crítico de arte L., lanzándose con furia sobre el pobre urogallo, gritará: «Pero ¿dónde está aquí la elegancia? ¡Dígame!: ¿dónde está aquí la elegancia?». Y me pondrá de vuelta y media.

El público… El público pasará por delante impasiblemente o con una mueca de desagrado, las damas dirán únicamente: «Ah, comme il est laid, ce[56] urogallo», y pasarán al siguiente cuadro, a Niña con gato, mirando el cual dirán: «Muy, muy tierno», o algo parecido. Los respetables señores con ojos de buey mirarán, bajarán la vista al catálogo, lanzarán un berrido o un bufido, y seguirán adelante tan felices. Y sólo algún que otro joven muchacho o muchacha se parará con atención y leerá en los agotados ojos, que con sufrimiento le miran desde el lienzo, un lamento dejado por mí en ellos…

Pero ¿y después? Expuesto, comprado y llevado el cuadro, ¿qué pasará conmigo? Lo que yo sufrí en los últimos días, ¿desaparecerá sin dejar huella? ¿Se reduce todo a una única preocupación tras la cual llega el descanso con la búsqueda de inocentes argumentos…? ¡Inocentes argumentos! De pronto se me vino a la memoria cómo un conocido, conservador de galería, componiendo el catálogo, gritó al escribano:

—¡Martínov, escribe!: «N.º 112. Primera escena de amor: una muchacha arranca una rosa».

¡Martínov, sigue escribiendo!: «N ° 113. Segunda escena de amor: una muchacha huele la rosa».

¿Volveré a oler yo una rosa como antes? ¿O descarrilaré?

VII

Dedov

Riabinin casi ha terminado su Urogallo y hoy me ha llamado para que fuera a verlo. Fui a su casa con una opinión preconcebida y debo decir que tuve que cambiarla. Una impresión muy fuerte. Un dibujo excelente. Modelado en relieve. Lo mejor de todo, esa fantástica y al mismo tiempo auténtica interpretación. El cuadro, sin duda, tendría mérito si no fuera por ese extraño y absurdo tema. L. está completamente de acuerdo conmigo, y la próxima semana aparecerá en la revista su artículo. Ya veremos qué dice entonces Riabinin. A L., por supuesto, le va a ser difícil analizar su cuadro desde el punto de vista de la técnica, pero sabrá referirse a su significado como producción artística, la cual no soporta que la reduzcan al servicio de ciertas ideas bajas y nebulosas.

Hoy L. ha venido a verme. Me ha elogiado. Ha hecho algunos comentarios sobre diferentes minucias, pero en general me ha elogiado mucho. ¡Si los profesores miraran mi cuadro con sus ojos! ¿Es posible que al final no consiga aquello por lo que se esfuerzan todos los alumnos de la academia, la medalla de oro? La medalla; cuatro años de vida en el extranjero, y además a cuenta del Estado; en un futuro, la cátedra… No, no me equivoqué al abandonar aquel triste trabajo cotidiano, trabajo sucio, en el que a cada paso tropiezas con alguno de los urogallos riabinianos.

VIII

Riabinin

El cuadro se vendió y fue llevado a Moscú. Recibí dinero por él, y a petición de los compañeros me vi obligado a organizarles una fiesta en el Viena[57]. No sé desde cuándo es costumbre, pero casi todas las francachelas de jóvenes pintores tienen lugar en el gabinete de la esquina de este hotel. Este gabinete es una amplia habitación de techos altos con una lámpara de araña, candelabros de bronce, alfombras y muebles oscurecidos por el tiempo y el humo del tabaco, con un piano de cola, muy trabajado en su época por dedos desatados de improvisados pianistas; sólo hay nuevo un enorme espejo, porque se cambia dos o tres veces al año, cada vez que en el gabinete de la esquina, en lugar de los pintores, están de juerga jóvenes comerciantes.

Se reunió un montón de gente: pintores de género, paisajistas y escultores, dos críticos de no sé qué periódicos de pequeña tirada y unos cuantos rostros desconocidos. Comenzamos a beber y conversar. A la media hora ya hablábamos todos a la vez, porque todos estábamos achispados. Yo también. Recuerdo que me bamboleaban y solté un discurso. Después me besé con un crítico y bebí con él el vaso de la amistad[58]. Bebimos, hablamos y nos besamos mucho, y nos fuimos, cada uno a su casa, a las cuatro de la mañana. Parece ser que dos hicieron noche en aquella misma habitación de la esquina del Hotel Viena.

Yo apenas conseguí llegar a casa y me tiré sobre la cama sin desvestirme; al mismo tiempo sentía algo así como el balanceo en un barco: me parecía que la habitación se balanceaba y daba vueltas con la cama y conmigo. Eso duró unos dos minutos, después me quedé dormido.

Me quedé dormido, dormí, y desperté muy tarde. Me duele la cabeza, como si me hubieran llenado el cuerpo de peltre. Me cuesta mucho abrir los ojos, y, cuando consigo abrirlos, veo el caballete, vacío, sin el cuadro. Me recuerda los días vividos, y he ahí que todo comienza de nuevo… ¡Ay, Dios mío, hay que acabar con todo esto!

La cabeza me duele más y más, estoy embotado. Me duermo, me despierto, y de nuevo me duermo. Y no sé si a mi alrededor hay un silencio mortal o un ruido ensordecedor, un caos de sonidos extraordinarios, desagradables para el oído. Puede ser que haya silencio, pero en él algo suena y golpea, gira y vuela. Como si una enorme bomba de gran potencia, extrayendo agua de un abismo sin fondo, oscilara e hiciera ruido, y se oyeran los sordos estallidos de la caída del agua y los golpes de la máquina. Y sobre todo esto una nota interminable, arrastrada, atormentada. Quiero abrir los ojos, levantarme, acercarme a la ventana, abrirla, oír sonidos vivos, la voz humana, el golpeteo de los drozhki[59], los ladridos de los perros, y librarme de esta algarabía eterna. Pero no tengo fuerzas. Ayer estaba borracho. Y debo permanecer tumbado y escuchar, escuchar sin fin.

Y me despierto y de nuevo me duermo. De nuevo golpea y retumba en algún lugar más bruscamente, más cerca y con más claridad. Los golpes se aproximan y baten al ritmo de mi pulso. ¿Están en mí, en mi cabeza, o fuera de mí? Sonora, viva, claramente… Un-dos, un-dos… Golpea en el metal y en algo más. Oigo claramente los golpes en el hierro colado; el hierro colado suena y vibra. Al principio el martillo tintinea sordamente como si cayera sobre una masa viscosa, pero después golpea más y más sonoramente, y al final la enorme caldera repica como una campana. Después se para, de nuevo el silencio; va subiendo el tono, y de nuevo un sonido insoportable, ensordecedor. Efectivamente es así: al principio baten en lo viscoso, en el hierro candente, y después se solidifica. Y la caldera suena cuando la cabeza del remache ya se ha endurecido. Comprendido. Pero los otros sonidos… ¿Qué son? Trato de comprender qué son, pero una ligera niebla me nubla el cerebro. Parece muy fácil de recordar, y sin embargo da vueltas en la cabeza, gira agobiantemente cerca, pero qué es concretamente no lo sé. No hay forma de captarlo… Que golpeen, dejemos eso. Lo sé, pero no lo recuerdo.

Y el ruido aumenta y disminuye, ora sobrecreciendo hasta alcanzar un agobiante tamaño monstruoso, ora como si desapareciera del todo. Y me parece que no desaparece él, sino que yo mismo durante ese tiempo desaparezco no sé dónde. No oigo nada, no puedo mover los dedos, levantar los párpados, gritar. El entumecimiento me atenaza, el miedo me domina, y despierto con un calor sofocante. No me despierto del todo, sino en algún otro sueño. Me sorprende que esté de nuevo en una fábrica, pero no en la que estuve con Dedov. Ésta es mucho más grande y sombría. Por todas partes hay gigantescos hornos de formas extrañas, extraordinarias. Por las gavillas escapa de ellos la llama y ahúma el techo y las paredes del edificio, hace ya tiempo negro como el carbón. Las máquinas oscilan y chirrían, y yo apenas paso entre las ruedas que giran y las correas que se mueven y vibran; ni un alma en ningún lado. En alguna parte, golpeteo y estrépito: allí donde están trabajando. Allí suenan un grito frenético y frenéticos golpes; me da miedo ir allá, pero me atrapa y me lleva, y los golpes más y más fuertes, y los gritos espantosos. Y he aquí que todo se funde en un rugido, y veo… Veo un ser extraño, deforme, retorcerse en el suelo por los golpes que llueven sobre él de todas partes. La muchedumbre entera golpea, cada uno con lo que tiene a mano. Todos mis conocidos con rostros furiosos golpean con martillos, barras, palos, con los puños, a ese ser para el que no he encontrado nombre. Sé que todo es cosa suya… Me lanzo hacia delante, quiero gritar: «¡Déjenlo! ¿A qué viene esto?». Y de pronto veo un rostro extraordinariamente pálido, descompuesto, terrible, terrible porque ese rostro es mi propio rostro. Veo cómo yo mismo, otro yo mismo, levanta amenazante el martillo para asestar un desaforado golpe.

Entonces el martillo cayó sobre mi cráneo. Todo desapareció. Aún tuve conciencia algún tiempo de las tinieblas, el silencio, el vacío y la inmovilidad, pero enseguida yo mismo desaparecí también en algún sitio…

Riabinin estuvo tirado sin conocimiento hasta por la tarde. Por fin, la casera careliana del pintor, al darse cuenta de que el inquilino no había salido de la habitación en todo el día, decidió entrar en ella, y al ver al pobre joven, desmadejado por una fuerte fiebre y murmurando todo tipo de tonterías, se asustó, lanzó cierta exclamación en su dialecto incomprensible y mandó a una muchacha a por el médico. Vino el médico, inspeccionó, palpó, auscultó, dijo algo en voz baja, se acercó a la mesa y, tras escribir una receta, se fue, y Riabinin continuó delirando y agitándose.

IX

Dedov

El pobre Riabinin ha enfermado después de la francachela de ayer. Me he acercado a verle y lo he encontrado tendido sin conocimiento. La casera lo cuida. He tenido que darle dinero porque en la mesa de Riabinin no había ni un kopek; no sé si lo habrá cogido todo la maldita mujer o, puede ser, si se habrá quedado todo en el Viena. La verdad es que ayer parrandeamos de lo lindo. Fue muy divertido. Bebí con Riabinin el vaso de la amistad. Bebí también con L. Un alma excelente este L., ¡y cómo entiende el arte! En su último artículo comprendió como nadie lo que yo quería expresar con mi cuadro, por lo que le estoy profundamente agradecido. Debería pintar alguna cosa pequeña, a la Kléver[60], y regalársela. Por cierto, se llama Alexandr; ¿no es mañana su onomástica?

Sin embargo, al pobre de Riabinin le puede ir muy mal; le falta mucho para terminar su enorme cuadro de concurso y el final del plazo está a la vuelta de la esquina. Si pasa el mes enfermo, no ganará la medalla. En cuyo caso, ¡ya puede olvidarse del extranjero! Me alegro mucho de una cosa: de que como paisajista no compito con él; pero sus compañeros deben estar frotándose las manos. Es tanto como decir: una plaza más.

Pero a Riabinin no se le puede dejar tirado a su suerte: hay que llevarlo al hospital.

X

Riabinin

Hoy, al volver en mí tras muchos días inconsciente, he tardado tiempo en darme cuenta de dónde estaba. Al principio ni tan siquiera podía comprender qué era ese largo rollo blanco tumbado ante mis ojos: mi propio cuerpo, envuelto en las sábanas. Girando con mucho trabajo la cabeza a derecha e izquierda, lo que hizo que comenzaran a zumbarme los oídos, vi una larga cámara levemente iluminada con dos filas de camas en las que estaban tumbadas figuras envueltas de enfermos; una especie de caballero de armadura metálica, que estaba de pie entre las grandes ventanas con cortinas blancas echadas y que al parecer era sólo un enorme lavabo metálico; un icono del Salvador en la esquina con una lamparilla que ardía levemente, y dos colosales estufas de azulejos. Escuché en silencio la respiración entrecortada del vecino, los borboteantes suspiros de un enfermo tumbado en algún lugar más alejado, el resoplido tranquilo de alguien más y el hercúleo ronquido del guarda, probablemente puesto para vigilar la cama de un enfermo peligroso, que quizá esté vivo, aunque puede ser que ya haya muerto y repose aquí como nosotros, vivos.

Nosotros, vivos… «Vivo», pensé, e incluso murmuré esta palabra. Y de pronto una extraordinaria sensación de bienestar, felicidad y paz que no experimentaba desde la infancia me invadió junto con la certeza de que estaba lejos de la muerte, de que tenía por delante toda una vida, que seguramente sabré reconducir (¡oh!, seguramente sabré); y aunque con dificultad, me puse de medio lado, doblé las piernas, coloqué la almohada debajo de la cabeza y me dormí, exactamente igual que en la infancia, cuando a veces, al despertar por la noche al lado de la madre dormida —mientras en la ventana golpea el viento, y en las tuberías lastimeramente aúlla la tormenta, y los troncos de la casa disparan como las pistolas, por el frío atroz—, comienzas a llorar en silencio, temiendo y deseando despertar a tu madre, y ella se despierta, y entre sueños te besa y te santigua, y, tranquilizado, te acurrucas y te duermes con tu pequeña alma consolada.

¡Dios mío, cómo me he debilitado! Hoy he intentado levantarme e ir de mi cama a la cama de mi vecino de enfrente, un estudiante que se está curando de una fiebre, y casi me caigo a medio camino. Pero la cabeza mejora más rápido que el cuerpo. Cuando recobré el conocimiento, no me acordaba de casi nada, y me costó trabajo recordar incluso los nombres de los conocidos más cercanos. Ahora todo ha vuelto, pero no como una realidad pasada, sino como un sueño. Ahora no me preocupa nada. El pasado pasó de manera irrevocable.

Dedov me ha traído hoy un montón de revistas en las que se ensalzan mi Urogallo y su Mañana. Sólo L. no me elogia. Ahora todo eso da igual. ¡Está tan lejos, tan lejos de mí! Estoy muy contento por Dedov; recibió una gran medalla de oro y pronto se irá al extranjero. Está extraordinariamente contento y feliz; tiene el rostro resplandeciente como un blini[61] de mantequilla. Me preguntó si estoy dispuesto a concursar el próximo año después de que éste me lo haya impedido la enfermedad. Había que ver los ojos que puso, como platos, cuando le dije «no».

—¿En serio?

—Completamente en serio —respondí.

—¿Qué va a hacer?

—Ya veré.

Se fue absolutamente perplejo.

XI

Dedov

Estas dos semanas he vivido en una nebulosa de preocupación e impaciencia, y sólo me he calmado ahora, sentado en un vagón del tren de Varsovia. Yo mismo no me lo creo: estoy becado por la academia, soy pintor, me voy cuatro años al extranjero a perfeccionar mi arte. Vivat Academia[62]!

Pero Riabinin… ¡Ay, Riabinin! Hoy me he encontrado con él en la calle, cuando estaba subiéndome al coche para ir a la estación. «Le felicito —me ha dicho—, y a mí felicíteme también». «¿Por qué?». «Acabo de pasar el examen para la escuela normal».

¡A la escuela normal! ¡Un pintor, un talento! Se perderá, morirá en un pueblo. ¿Acaso no está loco este hombre?

Esta vez Dedov tenía razón: Riabinin definitivamente no prosperó. Pero ésa es otra historia.

Año 1879