Sobre una decena de verstas se extendía una ancha y rielante franja plateada de luz lunar; el resto del mar estaba negro. Hasta quien se hallaba en lo alto llegaba el ruido regular y sordo de las olas que se deslizaban por la orilla arenosa, aún más negras que el propio mar. Las siluetas de los barcos cabeceaban en la rada. Un buque de vapor enorme —«probablemente inglés», pensó Vasili Petróvich— entró en la franja clara de la luna y silbó a causa de sus vapores, que soltaba en forma de mechones y se disipaban en el aire a chorros. Del mar soplaba un viento húmedo y salado. Vasili Petróvich, que hasta el momento no había visto nada parecido, contemplaba con gusto el mar, el claro de luna, los buques de vapor y los navíos, y alegremente, por primera vez en la vida, respiraba la brisa del mar. Disfrutó durante un buen rato de las, para él, nuevas sensaciones, volviéndose de espaldas a la ciudad, a la que acababa de llegar hoy y en la que debería vivir muchos, muchos años. Detrás de él, una heterogénea masa de gente paseaba por el bulevar; tan pronto se oía hablar ruso como cualquier otra lengua, tan pronto las voces bajas y ceremoniosas de las personas respetables locales como el gorjeo de las señoritas o las voces fuertes y alegres de los alumnos mayores del gimnasio, que iban en grupos de dos o tres. La explosión de carcajadas de uno de esos grupos hizo volverse a Vasili Petróvich. La alegre zaragalla pasaba de largo. Uno de los jóvenes contaba algo a una joven alumna del gimnasio; los compañeros alborotaban e interrumpían su apasionado y, al parecer, justificativo discurso.
—¡No lo crea, Nina Petrovna! ¡No dice más que mentiras! ¡Se lo inventa!
—¡De verdad, Nina Petrovna, no soy en absoluto culpable!
—Sheviriov, si en algún momento se le ocurre engañarme… —dijo una muchacha con voz joven forzadamente solemne.
Vasili Petróvich no llegó a oír el final porque la zaragalla pasó de largo. Al medio minuto, de nuevo surgió de la oscuridad una explosión de risas.
«He aquí mi futuro campo de acción, en el que trabajaré como un modesto labrador», pensó Vasili Petróvich; en primer lugar porque había sido nombrado profesor del gimnasio local, y en segundo porque le gustaba el pensamiento figurado, incluso cuando no lo expresaba en voz alta. «Sí, será preciso trabajar en esta modesta liza —pensó sentándose de nuevo en el banco de cara al mar—. ¿Dónde quedan los sueños de cátedra, de periodismo, de notoriedad? No hubo suficiente pólvora, hermano Vasili Petróvich, para todas esas empresas; ¡prueba a trabajar aquí!».
Y hermosos y agradables pensamientos bulleron en la cabeza del nuevo profesor del gimnasio. Pensó en cómo, desde las primeras clases, iba a intuir «el ángel» en los muchachos; cómo iba a apoyar las naturalezas «que se esforzaban por sacudir de sí el yugo de las tinieblas»; cómo bajo su vigilancia se desarrollarían los jóvenes, las fuerzas frescas, «ajenos a la suciedad cotidiana»; cómo finalmente, con el tiempo, de sus alumnos podía salir gente admirable… Incluso se dibujaron en su mente ciertas escenas: él, Vasili Petróvich, un profesor canoso, ya anciano, está sentado en su casa, en su modesto piso, y le visitan antiguos alumnos suyos; uno de ellos es profesor de cierta universidad, conocido «aquí y en Europa», otro es escritor, un famoso novelista, y el tercero es un hombre público, también conocido. Y todos le tratan con respeto. «Sus buenas semillas labradas en mi alma cuando yo era un muchacho hicieron de mí un hombre, querido Vasili Petróvich», dice el hombre público, y con sentimiento estrecha la mano de su viejo maestro…
Por lo demás, Vasili Petróvich no estuvo mucho tiempo ocupado con tan sublimes temas; enseguida su pensamiento pasó a los asuntos relacionados directamente con su situación actual. Se sacó del bolsillo una billetera nueva y, contando su dinero, se puso a calcular cuánto le quedaba después de cubrir todos los gastos necesarios. «Qué pena que haya gastado el dinero tan alegremente durante el viaje —pensó—. El piso…, a ver, pongamos veinte rublos al mes, comida, ropa blanca, té, tabaco… Por si acaso, apartaré mil rublos para medio año. Seguramente aquí se podrán conseguir clases particulares a buenos precios, por cuatro o cinco rublos, poco más o menos…». Se apoderó de él una sensación de bienestar, y le apeteció meter la mano en el bolsillo, en el que reposaban dos cartas de recomendación a nombre de dos hombres de fuste locales, y por vigésima vez releer sus direcciones. Sacó las cartas, abrió cuidadosamente el papel en el que venían envueltas, pero no consiguió leer las direcciones, ya que la luz de la luna no era suficientemente intensa como para darle a Vasili Petróvich este gusto. Con las cartas estaba envuelta una fotografía. Vasili Petróvich la volvió directamente hacia la luna y trató de mirar el rostro conocido. «¡Oh, mi Liza!», pronunció casi en alto, y suspiró no sin una sensación agradable. Liza era su novia, que se había quedado en Petersburgo esperando a que Vasili Petróvich reuniera los mil rublos que la joven pareja consideraba imprescindibles para el ajuar primordial.
Suspirando, se guardó en el bolsillo lateral izquierdo la fotografía y las cartas y se puso a soñar con la futura vida familiar. Y estos sueños le parecieron aún más agradables que los sueños sobre el hombre público que le visitaba para agradecerle que hubiera plantado en su corazón buenas semillas.
El mar hacía ruido a lo lejos, abajo; la brisa había refrescado. El buque inglés había salido de la franja del claro de luna y aquélla brillaba completa, y los miles de golpes de agua mate-brillante se alejaban en la lejanía infinita del mar en forma de visos cada vez más y más brillantes. No apetecía levantarse del banco, dejar atrás este cuadro e ir para la angosta habitación de hotel en la que paraba Vasili Petróvich. Sin embargo, ya era tarde; se levantó y se fue por el bulevar.
Un señor en traje ligero de seda cruda y con sombrero de paja, con una toalla de muselina enrollada en la copa (el traje de verano de los petimetres locales), se levantó del banco por delante del cual pasaba Vasili Petróvich y dijo:
—¿Me da fuego, por favor?
—Tenga la bondad —contestó Vasili Petróvich.
Un reflejo rojo iluminó el rostro que le resultaba conocido.
—¡Nikolái, amigo mío! ¿Eres tú?
—¿Vasili Petróvich?
—El mismo… ¡Ay, cómo me alegro! Vaya, no lo esperaba —dijo Vasili Petróvich, abrazando a su amigo y besándole tres veces—. ¿Qué haces por aquí?
—Muy sencillo: trabajar. ¿Y tú?
—A mí me han destinado aquí como profesor del gimnasio. Acabo de llegar.
—¿Dónde paras? Si es en un hotel, por favor, vamos a mi casa. Me alegro mucho de verte. ¿Es que no tienes conocidos aquí? Vayamos a mi casa; cenaremos, charlaremos y recordaremos viejos tiempos.
—Vayamos, vayamos —accedió Vasili Petróvich—. ¡Estoy muy, muy contento! Había llegado aquí como al desierto, y de pronto este feliz encuentro. ¡Cochero! —empezó a gritar.
—No hace falta, no grites. ¡Serguéi, vamos! —pronunció fuerte y con calma el amigo de Vasili Petróvich.
Se acercó a la acera un elegante carruaje; el patrón saltó dentro. Vasili Petróvich permanecía en la acera y miraba perplejo el coche, los caballos de color azabache y al cochero gordo.
—Kudriashov, ¿estos caballos son tuyos?
—¡Míos, míos!
—Asombroso… ¿De verdad eres tú?
—¿Quién si no? Vamos, sube al coche, ya tendremos tiempo para hablar.
Vasili Petróvich se metió en el coche, se sentó cerca de Kudriashov, y el coche echó a rodar, temblequeando y dando brincos por la calzada. Vasili Petróvich estaba sentado sobre mullidos cojines y, tambaleándose, se sonreía. «¿Cómo se come esto? —pensaba—. No hace tanto Kudriashov era el más pobre de los estudiantes, ¡y ahora tiene hasta carruaje!». Kudriashov, con las piernas estiradas apoyadas sobre el banco de enfrente, no decía nada y fumaba un cigarro. A los cinco minutos, el coche se paró.
—Vamos, amigo, sal. Te mostraré mi humilde choza —dijo Kudriashov, bajando del estribo y ayudando a Vasili Petróvich a apearse.
Antes de entrar en la humilde choza, el invitado le echó una mirada. La luna estaba detrás de ella y no la iluminaba; por eso sólo pudo advertir que la choza era de una planta, de piedra, con diez o doce ventanales. Una marquesina sobre columnas con volutas, doradas en algún que otro punto, estaba suspendida sobre la puerta de roble macizo con cristales de espejo, un tirador de bronce en forma de pata de pájaro, sujetando un poliedro de cristal, y una placa brillante de cobre con el apellido del dueño.
—¡Vaya choza que tienes, Kudriashov! Esto no es una choza; es…, cómo decir, un palazzo —dijo Vasili Petróvich cuando entraron en el recibidor con muebles de roble y abierto a la negra boca de una chimenea—. ¿De veras es propia?
—No, hermano, a esto todavía no hemos llegado. Es alquilada. No muy cara: mil quinientos.
—¡Mil quinientos!
—Es más rentable pagar mil quinientos que gastar el capital, que puede dar un interés mucho más alto que invertido en bienes inmuebles. Y haría falta mucho dinero: puestos a construir, que no sea esta birria.
—¡Birria! —exclamó estupefacto Vasili Petróvich.
—Por supuesto, es una casa insignificante. Pero pasemos, pasemos rápido…
Vasili Petróvich ya se había quitado el abrigo y siguió al anfitrión. La decoración de la casa de Kudriashov aumentó su sorpresa: una hilera de habitaciones con techos altos y suelos de parqué, empapeladas con caros papeles pintados estampados en oro; el comedor «en roble» con malos ejemplares de caza menor colgados por las paredes, un enorme aparador tallado y una gran mesa redonda sobre la cual se extendía un haz completo de luz de la lámpara colgante de bronce con pantalla mate; una sala con piano de cola, multitud de muebles diversos de haya alabeada, divancillos, escabeles, taburetes, sillas, caras litografías y malas oleografías en marcos dorados; una sala de estar al uso, con muebles de seda y un montón de cosas innecesarias. Parecía que el dueño de la casa se había enriquecido de pronto, que había ganado doscientos mil o algo así, y que rápidamente se había construido una casa a lo grande. Todo había sido comprado de golpe, comprado no porque eso fuera necesario, sino porque el dinero le quemaba en los bolsillos, encontrando salida en la compra de un piano de cola que, hasta donde Vasili Petróvich sabía, Kudriashov podía tocar sólo con un dedo; un cuadro viejo malo, uno de las decenas de miles atribuidos a un maestro flamenco de segunda fila, al que, seguramente, nadie había prestado atención; un ajedrez hecho en China, con el que era imposible jugar, de lo fino y aéreo que era, pero que tenía en las cabezas de sus fichas torneadas tres bolitas, recluidas unas en otras; y muchas más cosas innecesarias.
Los amigos entraron en el gabinete. Era un lugar más confortable. Un gran escritorio, repleto de baratijas de bronce y porcelana, lleno de papeles, instrumentos de dibujo y diseño, ocupaba el centro de la habitación. En las paredes había colgados enormes dibujos coloreados y mapas, y bajo ellos había dos pequeños divanes turcos con cojines alargados de seda. Kudriashov, cogiendo a Vasili Petróvich por la cintura, lo llevó directamente al diván y lo sentó sobre las blandas colchonetas.
—Bueno, estoy muy contento, estoy muy contento de haberme encontrado con un viejo camarada —dijo.
—Yo también… Ya sabes, llegué como quien llega al desierto, ¡y de pronto semejante encuentro! Si supieras, Nikolái Konstantínich, cuántas cosas se removieron dentro de mí al verte, cuántos recuerdos han revivido en mi memoria…
—¿De qué?
—¿Cómo que de qué? De los años estudiantiles, de los tiempos en los que se vivía tan bien, si no en lo material, al menos en lo relativo a la moral. ¿Recuerdas…?
—¿Recordar qué? ¿Que tú y yo jamábamos embutido de perro? Tranquilo, hermano, ya estoy aburrido… ¿Quieres un cigarro? Regalia Imperialia, o como se llame; sólo sé que cuesta cincuenta kopeks la unidad.
Vasili Petróvich cogió del cajón la joya ofrecida, se sacó del bolsillo un cuchillito, cortó el extremo del cigarro, dio una calada y dijo:
—Nikolái Konstantínich, decididamente estoy como en un sueño. Sólo han pasado unos cuantos años, y ya tienes esta casa.
—¡Qué casa! La casa, hermano, no es nada del otro mundo.
—¿Cómo? ¿Cuánto ganas?
—¿De qué? ¿De sueldo?
—Sí, de salario.
—De sueldo recibo, yo, ingeniero, secretario provincial[40] Kudriashov segundo, recibo mil seiscientos rublos al año.
A Vasili Petróvich le cambió la cara.
—¿Cómo es eso? ¿De dónde sale todo esto?
—Ay, hermano, ¡qué simple eres! ¿De dónde? Del agua y el terreno, del mar y la tierra. Pero lo principal, he aquí de dónde.
Y acercó el dedo índice a la frente.
—¿Ves los cuadros que están colgados por las paredes?
—Veo —respondió Vasili Petróvich—, ¿y qué?
—¿Sabes qué son?
—No, no lo sé.
Vasili Petróvich se levantó del diván y se acercó a la pared. Las pinturas azul, roja, parda y negra no decían nada a su mente, lo mismo que ciertas cifras misteriosas próximas a las finas líneas hechas con tinta roja.
—¿Qué son? ¿Planos?
—Planos, efectivamente, planos. Pero ¿de qué?
—Verdaderamente, amigo mío, no lo sé.
—Esos planos representan, gentil Vasili Petróvich, el futuro rompeolas. ¿Sabes qué es un rompeolas?
—Por supuesto. No dejo de ser profesor de lengua rusa. Un rompeolas es un…, cómo decir…, bueno, una presa, ¿no?
—Justamente, una presa. Una presa que sirve para formar un puerto artificial. En estos planos está dibujado el rompeolas que se está construyendo ahora. ¿Viste el mar desde arriba?
—¡Cómo no, por supuesto! ¡Un panorama extraordinario! Pero en la obra no reparé.
—Es difícil darse cuenta —dijo Kudriashov riéndose—. Prácticamente todo ese rompeolas, Vasili Petróvich, está aquí, en tierra firme, no en el mar.
—¿Dónde?
—Bueno, en mi casa y en casa del resto de los constructores: Knobloj, Puitsikovski y los demás. Esto, entre nosotros, por supuesto; te lo comento a ti como amigo. ¿Por qué me miras tan fijamente? Es un asunto de lo más habitual.
—¡Oye, esto, en último término, es horrible! ¿Es posible que estés diciendo la verdad? ¿Es posible que no te provoque repugnancia utilizar medios deshonestos para lograr este confort? No es posible que todo lo pasado ocurriera para conducirte hasta…, hasta… Y hablas de ello tan tranquilo…
—¡Para, para, Vasili Petróvich! Por favor, sin grandes palabras. ¿«Medios deshonestos», dices? Tú primero dime qué significan honesto y deshonesto. Yo no lo sé. Puede ser que lo haya olvidado, pero pienso que nunca lo consideré. Y me da que tú, a decir verdad, no lo consideras: simplemente adoptas cierta pose. De todas formas déjalo; ante todo, es descortés. Respeta la libertad de opinión. Dices «deshonesto»; di lo que quieras, por favor, pero no me injuries, ya que yo no te regaño a ti por no ser exactamente como te imaginaba. Todo depende, hermano, del criterio, del punto de vista, y, como hay muchos, mandemos a freír espárragos este asunto y pasemos al comedor a beber vodka y a hablar de temas agradables.
—Ay, Nikolái, Nikolái, me duele mirarte.
—Eso puedes, puedes sufrir con toda el alma, cuanto quieras. ¡Que duela: pasará! Te mirarás con atención, te observarás y tú mismo dirás: «Con todo, qué ñoño soy». Así lo dirás, recuerda mis palabras. Venga, vamos, tomemos unos tragos y olvidémonos de los ingenieros descarriados; para eso sirve también el cerebro, amiguito, para equivocarse… Porque tú, mi querido profesor, ¿cuánto vas a ganar?, ¿eh?
—No te importa.
—Venga, más o menos.
—Bueno, ganaré unos tres mil con clases particulares.
—Ya ves: ¡por tres mil deambular toda la vida de una clase a otra! Y yo estoy en mi casa y de vez en cuando echo una mirada: me apetece, lo hago; no me apetece, no lo hago. Incluso si tuviera el capricho de estar todo el día tumbado a la bartola, podría hacerlo. Y dinero…, hay tanto dinero que es «una cosa sin importancia para nosotros».
En el comedor, adonde pasaron, todo estaba preparado para la cena: rosbif frío apilado en una montaña rosada, latas de conserva abigarradas de inscripciones multicolores en inglés y dibujos brillantes, toda una hilera de botellas sobre la mesa. Los amigos tomaron un trago de vodka y se pusieron a cenar. Kudriashov comía lentamente y con pausas; estaba completamente absorto en su ocupación.
Vasili Petróvich comía y pensaba, pensaba y comía. Estaba muy confuso y decididamente no sabía cómo actuar. Según sus convicciones debería haberse ido inmediatamente de la casa de su antiguo compañero y no volver a asomar la cabeza por ella nunca más. «Es que este trozo es robado —pensó depositando en su boca el trozo y dando un trago del vino servido por el atento anfitrión—. Y lo que yo hago, ¿no es una infamia?». Muchas conclusiones semejantes bullían en la cabeza del pobre profesor, pero las conclusiones se quedaban en eso, conclusiones, y tras ellas se escondía cierta voz secreta que contrarrestaba cada conclusión: «Bueno, ¿y qué?». Y Vasili Petróvich sentía que no estaba en condiciones de responder a esa pregunta, y seguía en su sitio. «Venga, observaré», le pasó por la cabeza a modo de aprobación; después de lo cual dudaba hasta de sí mismo. «¿Para qué tengo yo que observar?, ¿acaso soy escritor, o qué?».
—Semejante carne —empezó Kudriashov—, presta atención, no la encuentras en toda la ciudad.
Y le contó a Vasili Petróvich una larga historia sobre cómo había comido en casa de Knobloj y cómo le había dejado estupefacto la calidad del rosbif servido, cómo había averiguado dónde conseguirlo y cómo al fin lo había conseguido.
—Has caído en el momento oportuno —dijo como conclusión al relato sobre la carne—. ¿Habías comido algo parecido?
—Desde luego, el rosbif es excelente —respondió Vasili Petróvich.
—¡Superior, hermano! Me gusta que todo sea como debe ser. ¿Por qué no bebes? Espera, que te echo vino.
Siguió una historia no menos larga sobre el vino, en la que participó incluso un capitán inglés, y un comercio de Londres, y el mismo Knobloj de antes, y la aduana. Contando la historia del vino, Kudriashov lo bebía a pequeños tragos, y conforme bebía se animaba. En las mejillas de su flácido rostro se dejaban ver manchas coloradas, el discurso se hizo más rápido y animado.
—¿Por qué no dices nada? —preguntó por fin a Vasili Petróvich, quien efectivamente se mantenía obstinadamente callado, escuchando las epopeyas sobre la carne, el vino, el queso y demás bienaventuranzas que adornaban su mesa de ingeniero.
—Así, hermano, no apetece decir nada.
—No apetece decir nada… ¡Pamplinas! Veo que te sigues avinagrando por culpa de mi confesión. Lo siento, siento mucho lo que dije; habríamos cenado muy a gusto si no fuera por ese maldito rompeolas… Tú mejor no pienses en eso, Vasili Petróvich, déjalo… ¿Eh? ¡Vásenka, de verdad, olvídalo! Qué se le va a hacer, no cumplí las expectativas. La vida no es la escuela. Es así, y no sé si tú te mantendrás mucho tiempo en tu sendero.
—Por favor, no hagas conjeturas sobre mí —dijo Vasili Petróvich.
—¿Te has ofendido…? Por supuesto que no te mantendrás. ¿Qué te ha dado tu desinterés? ¿Acaso estás tranquilo? ¿Acaso no piensas cada día sobre si tus actuaciones son coherentes con tus ideales, y no te convences cada día de que no son coherentes? ¿No? Bebe vino, buen vino.
Él también se sirvió una copa, lo miró a la luz, lo probó, chasqueó los labios y se lo bebió todo.
—¿Es que piensas, mi amable amigo, que no sé lo que estás pensando? Lo sé a ciencia cierta: «¿Qué hago aquí sentado con este hombre? ¡No lo necesito para nada! ¿Acaso no puedo pasar sin su vino y su cigarro?». ¡Espera, espera, déjame hablar! Yo no pienso en absoluto que tú estés aquí por mi vino y mi cigarro. En absoluto; incluso si los desearas mucho, no te pondrías a adular así. La adulonería es una cosa muy pesada. Estás en mi casa y hablas conmigo simplemente porque no puedes decidir si soy realmente o no un delincuente. No te indigno, eso es todo. Por supuesto, para ti esto es una lástima porque en tu cabeza las convicciones están colocadas bajo diferentes rúbricas, y, encajado en ellas, yo, tu antiguo compañero y amigo, resulto ser un canalla, y al mismo tiempo no puedes sentir ninguna hostilidad hacia mí. Las convicciones son convicciones, pero yo como tal soy compañero, buen chico, e incluso se puede decir que buena persona. Si sabes que no soy capaz de hacer daño a nadie…
—Espera, Kudriashov. ¿De dónde has sacado todo esto? —Vasili Petróvich señaló en redondo con la mano—. Tú mismo dices que no es tuyo: he aquí el ofendido, aquél al que se lo has robado.
—Es fácil decir «aquél al que se lo has robado». Y bien, yo le doy vueltas y pienso: «¿A quién he podido causar daños?», y no consigo comprender a quién. Tú no sabes cómo se hace este negocio; te lo voy a contar, y tal vez coincidas conmigo en que encontrar al ofendido no es tan sencillo.
Kudriashov llamó. Apareció una impasible figura servil en frac negro.
—Iván Pávlich, tráigame del gabinete el plano. Está colgado entre las ventanas. Ya verás, Vasili Petróvich, qué asunto tan grandioso: verdaderamente, yo he llegado a encontrar en él hasta poesía.
Iván Pávlich trajo con cuidado una hoja enorme pegada en calicó. Kudriashov la cogió, apartó los platos, las botellas y las copas que tenía cerca y desplegó el plano sobre el mantel salpicado de vino tinto.
—Mira aquí —dijo—. Ahí tienes una sección transversal de nuestro rompeolas, y aquí, una sección longitudinal. ¿Ves el color azul? Eso es el mar. Su profundidad aquí es tan grande que es imposible comenzar la construcción desde el fondo; por eso, antes que nada, preparamos para el rompeolas una cama.
—¿Una cama? —preguntó Vasili Petróvich—. Extraño nombre.
—Una cama de piedra, hecha de enormes cantos rodados, de no menos de un pie cúbico[41] de volumen —Kudriashov destornilló de la llavecilla del reloj un diminuto compás de plata y trazó con él en el plano una pequeña línea—. Mira, Vasili Petróvich, esto es un sazhén. Si medimos la cama transversalmente, entonces resultan casi cincuenta sazhenes de ancho. No es estrecha la camita, ¿no es cierto? Ese ancho de la masa pétrea se saca desde el fondo del mar hasta dieciséis pies por debajo de su superficie. Si comprendes la anchura de la cama y su enorme longitud, puedes hacerte una idea aproximada de la enormidad de esa masa de piedra. Imagínate: a veces, durante todo el día, una barcaza tras otra van hasta el rompeolas, una tras otra echan su carga, mides, y el incremento es de lo más insignificante. Como si tiraran la piedra al abismo… La cama está dibujada aquí en el plano en color gris sucio. La mueven hacia delante, y desde la orilla se comienza sobre ella otro trabajo. Mediante las grúas de vapor depositan en esa cama enormes piedras artificiales, bloques cúbicos, aglomerados de guijarros y cemento. Cada una de esas piezas es del tamaño de un sazhén cúbico y pesa varios cientos de pudos[42]. El vapor las levanta, las gira y las coloca unas al lado de otras. Experimentas una extraña sensación cuando con la ligera presión de la mano haces que semejante masa suba y baje según tu deseo. Cuando semejante masa te obedece, sientes el poder del hombre… Míralos aquí, esos cubos —los mostró con el compás—. La obra hecha con ellos se levanta casi hasta la superficie del agua, y sobre ella se empieza la obra superior de piedra, de piedra labrada. Así es esta obra; no tiene nada que envidiar a ninguna pirámide egipcia. Ése es a grandes rasgos el trabajo, que lleva ya varios años, y sabe Dios los que todavía durará. Sería deseable que cuantos más… Por cierto, si va como hasta ahora, entonces tal vez sea suficiente para toda nuestra vida.
—Y bien, ¿qué más? —preguntó Vasili Petróvich después de un largo silencio.
—¿Qué más? Bueno, nos quedamos en nuestros sitios y recibimos lo que corresponde.
—Yo todavía no veo en tu relato la posibilidad de recibir nada.
—¡Eres joven, eso es lo que pasa! Aunque diría que somos coetáneos; sólo que la experiencia que a ti te falta a mí me ha hecho sabio y me ha envejecido. He aquí el quid de la cuestión: ¿sabías que en todos los mares suele haber tempestades? Las hay y actúan. Cada año ellas erosionan la cama, y nosotros colocamos una nueva.
—Así y todo no veo la posibilidad…
—La colocamos —continuó tranquilamente Kudriashov— en el papel, aquí está, en el plano, porque sólo en el plano la tormenta la erosiona.
Vasili Petróvich se quedó perplejo.
—Porque, en la realidad, las olas, que alcanzan sólo ocho pies de altura, no pueden erosionar la cama. Nuestro mar no es un océano, y además los muelles de allí, que son como los nuestros, aguantan; y aquí, en dos sazhenes y pico de profundidad, donde termina la cama, hay una calma casi mortal. Escucha, Vasili Petróvich, cómo se hacen los negocios. Por primavera, después del mal tiempo del otoño y el invierno, nos reunimos y planteamos una cuestión: ¿cuánto se ha erosionado este año la cama? Cogemos el plano y lo marcamos. Y entonces escribimos adonde corresponde: se erosionaron, al parecer, por las borrascas tantos y cuantos sazhenes cúbicos del trabajo iniciado. De allí responden: construyan, reparen, ¡maldita sea!
Y bien, nosotros reparamos.
—¿Y entonces qué reparáis?
—Nuestros bolsillos reparamos —soltó Kudriashov, y él mismo se rió de su agudeza.
—¡No, eso no es posible! —gritó Vasili Petróvich, levantándose de un salto de la silla y corriendo por la habitación—. Escucha, Kudriashov, es que te estás hundiendo a ti mismo… Eso por no hablar de la inmoralidad… Yo simplemente quiero decir que os cogerán a todos en esto y te arruinarás, acabarás yendo por la Vladímirka[43]. ¡Dios, Dios, helas aquí, las esperanzas, las expectativas! Un joven capaz y honrado, y de pronto…
Vasili Petróvich entró en éxtasis y habló larga y acaloradamente. Pero Kudriashov, absolutamente tranquilo, fumaba un cigarro y contemplaba a su desatado amigo.
—¡Sí, seguramente irás por la Vladímirka! —completó Vasili Petróvich su filípica.
—La Vladímirka todavía está muy lejos, amigo mío. Eres una persona extraña, no entiendes nada. ¿Acaso soy el único (¿cómo decir esto lo más cortésmente posible?) que lo consigue? Todos alrededor, hasta el mismísimo aire parece que hurta. No hace mucho apareció entre nosotros un novato y empezó a escribir sobre la honradez de la correspondencia. ¿Y bien? Lo tapamos… Y siempre tapamos. Todos para uno, uno para todos. ¿Piensas que el hombre es su propio enemigo? ¿Quién va a decidirse a tocarme si eso mismo puede hacerle tambalearse?
—¿Así que, como dijo Krylov[44], aquí todos tienen manchadas las manos?
—Manchadas, manchadas. Todos cogen de la vida lo que pueden, y no se relacionan con ella de manera platónica… ¿De qué es de lo que empezamos a hablar? Ah, sí, de aquél al que yo causo daños. Dime, ¿a quién? ¿A los subalternos? ¿Con qué? Es que yo no saco nada directamente de la fuente: cojo el producto elaborado, el que ya ha sido cogido, y, si no se me entrega a mí, entonces puede ser que se le dé a alguien aún peor. Al menos yo no vivo como un cerdo, también tengo algunas aspiraciones intelectuales: escribo en un montón de periódicos y revistas. Se habla mucho de la ciencia, de la civilización, pero ¿en qué se aplicaría esa civilización si no fuera por nosotros, la gente con posibles? Y esos posibles hay que cogerlos de alguna parte. Por las llamadas vías honradas…
—¡Ay, no termines, no pronuncies siquiera la última palabra, Nikolái Konstantínich!
—¿Palabra? ¿Acaso habría sido mejor para tu alma tortuosa que me hubiera puesto a mentir, a justificarme? Robamos, ¿lo oyes? Sí, y, a decir verdad, tú estás robando ahora.
—Escucha, Kudriashov…
—No tengo por qué escucharte —dijo riéndose Kudriashov— Tú, hermano, eres igual de saqueador bajo una máscara de virtud. Vamos, ¿qué tipo de ocupación es esa tuya del magisterio? ¿Acaso tú saldas con tu trabajo hasta el último céntimo de los que te pagan ahora? ¿Prepararás tú aunque sólo sea a una persona decente? Tres cuartas partes de tus alumnos saldrán como yo, y una cuarta igual que tú: una persona apocada, bienintencionada. Vamos, dilo sinceramente: ¿no es un regalo el dinero que coges? ¿Te has alejado mucho de mí? ¡Vaya, se envalentona, predica honestidad!
—¡Kudriashov! Créeme, esta conversación me resulta extraordinariamente penosa.
—Pues a mí nada en absoluto.
—No esperaba encontrar en ti lo que he encontrado.
—No es extraño: la gente cambia, y yo he cambiado de tal manera que no te lo puedes ni imaginar. No eres profeta, ¿no?
—No hace falta ser profeta para esperar que un joven honesto se convierta en un ciudadano honesto.
—Ay, déjalo, no me digas tú esas palabras. ¡Ciudadano honesto! ¿Y de dónde, de qué manual sacaste esa antigualla? Es hora de dejarse de sentimentalismos, ya no eres un muchacho… ¿Sabes qué, Vasia? —y para decir esto Kudriashov cogió a Vasili Petróvich del brazo—. Haz el favor, dejemos esta maldita cuestión. Mejor bebamos como camaradas. ¡Iván Pávlich! Amigo, dame una botella de esto.
Iván Pávlich apareció inmediatamente con una nueva botella. Kudriashov llenó los vasos.
—Venga, bebamos por la prosperidad… ¿de qué? Bueno, da igual: por nuestra prosperidad.
—Bebo —dijo Vasili Petróvich con emoción— por que recapacites. Ése es mi más vivo deseo.
—Ten la bondad, no menciones… Porque si hay que recapacitar, entonces tampoco se podrá beber: no vamos a tener dónde caernos muertos. Ya ves qué lógica la tuya. Bebamos simplemente, sin ningún tipo de deseo. Dejemos este aburrido enredo. De todas formas, no nos pondremos de acuerdo en nada: tú a mí no me pondrás en el camino verdadero, y yo a ti no te disuadiré. Y no vale la pena intentarlo: por tu propia inteligencia llegarás a mi filosofía.
—¡Nunca! —exclamó con fervor Vasili Petróvich, golpeando con el vaso sobre la mesa.
—Bueno, ya lo veremos. ¿Qué es esto de que yo lo cuente todo sobre mí, y tú de ti no digas nada? ¿Qué has hecho?, ¿qué piensas hacer?
—Ya te he dicho que he sido nombrado profesor.
—¿Es este tu primer destino?
—Sí, el primero; antes me dedicaba a dar clases particulares.
—¿Y ahora piensas seguir dándolas?
—Si encuentro. ¿Por qué?
—¡Las conseguiremos, hermano, las conseguiremos! —Kudriashov dio unas palmadas en los hombros a Vasili Petróvich—. Pondremos a todos los jóvenes locales a estudiar contigo. ¿A cuánto cobrabas la hora en Petersburgo?
—A poco. Era muy difícil conseguir buenas clases. Uno o dos rublos, no más.
—¡Y por semejantes céntimos se tortura una persona! Vamos, aquí no se te ocurra pedir menos de cinco. Es un trabajo difícil: yo mismo recuerdo cómo en el primer curso y en el segundo corría de clase en clase. A veces cobraba medio rublo, y gracias. Es el más desagradecido y difícil de los trabajos. Te presentaré a todos los nuestros: hay familias muy buenas, y con señoritas. Si te comportas con inteligencia, te arreglo un matrimonio, si quieres. ¿Eh, Vasili Petróvich?
—No, gracias, no lo necesito.
—¿Ya estás prometido? ¿De verdad? —Vasili Petróvich puso cara de desconcierto—. Por los ojos veo que es verdad. Vaya, hermano, te felicito. ¡Mira qué rápido! ¡Ay, sí, Vasia! ¡Iván Pávlich! —gritó Kudriashov.
Iván Pávlich, con rostro soñoliento y enfadado, apareció en la puerta.
—¡Trae champán!
—No hay champán, ya se acabó todo —respondió lúgubremente el lacayo.
—En otra ocasión, Kudriashov; ¿para qué?, ¡de verdad!
—Calla, no te he preguntado. ¿Quieres ofenderme o qué? Iván Pávlich, sin champán no vuelvas, ¿has oído? ¡Anda, vete!
—Si es que estará cerrado, Nikolái Konstantínich.
—No me repliques. Tienes dinero, ¿no? Pues vete y tráelo.
El lacayo se fue refunfuñando.
—¡Vaya con el animal, todavía replica! Y encima tú: «No hace falta». Si no bebemos por semejante acontecimiento, entonces, ¿para qué existe el champán? Bueno, ¿y quién es ella?
—¿Quién?
—Venga, ella, la novia… ¿Pobre?, ¿rica?, ¿mona?
—De todas formas tú no la conoces, ¿para qué te la voy a apellidar? Posición no tiene, y la hermosura es una cosa convencional. A mí me parece guapa.
—¿Tienes una fotografía? —preguntó Kudriashov—. Probablemente la llevas pegada al corazón. ¡Enséñamela!
Y alargó la mano.
Rojo del vino, el rostro de Vasili Petróvich enrojeció aún más. Sin saber por qué, se desabotonó la levita, sacó su agenda y cogió la preciada fotografía. Kudriashov la agarró y se puso a mirarla.
—¡No está mal, hermano! Tú sabes lo que es bueno.
—¿No podemos pasar sin ese tipo de expresiones? —dijo bruscamente Vasili Petróvich—. Dámela, que la guardo.
—Espera, deja disfrutar. Bueno, que Dios os dé amor y ventura. Anda, cógela, colócala otra vez cerca del corazón. ¡Ay, tú, original, original! —exclamó Kudriashov, y se echó a reír.
—No lo entiendo, ¿qué te hace tanta gracia?
—Así es, hermano, me ha hecho gracia. Te me has representado dentro de diez años: tú en bata, tu afeada mujer embarazada, siete niños y muy poco dinero para comprarles zapatos, pantalones, gorros y todo lo demás. Vamos, prosaico. ¿Llevarás entonces esta fotografía en el bolsillo del costado? ¡Ja, ja, ja!
—Tú mejor di qué poesía te espera a ti en el futuro. ¿Recibir dinero y vivirlo?, ¿comer, beber y dormir?
—Comer, beber y dormir, no: vivir. Vivir con conciencia de la propia libertad e incluso de algún poder.
—¡Poder! ¿Qué poder tienes tú?
—La fuerza está en el dinero, y yo tengo dinero. Hago lo que quiero… Si quiero comprarte, te compro.
—¡Kudriashov…!
—No te envalentones en vano. No es posible que seamos viejos amigos y no podamos gastamos bromas entre nosotros. Por supuesto, no pretendo comprarte. Vive tu vida a tu manera. Pero así y todo, hago lo que quiero. ¡Qué tonto soy, qué tonto! —exclamó de pronto Kudriashov, golpeándose la frente—. Llevamos juntos no sé cuánto tiempo, y no te he enseñado la curiosidad más importante. ¿Dices «comer, beber y dormir»? Te voy a enseñar ahora mismo una cosa que te hará renegar de tus palabras. Vamos. Coge una vela.
—¿Adónde vamos? —preguntó Vasili Petróvich.
—Sígueme. Ya verás adónde.
Vasili Petróvich, al levantarse de la silla, sintió que no se encontraba completamente bien. Las piernas no le obedecían del todo, y no podía sujetar la palmatoria de forma que la estearina no goteara sobre la alfombra. No obstante, dominando un poco los desobedientes miembros, siguió a Kudriashov. Dejaron atrás varias habitaciones y un estrecho pasillo y fueron a dar a una estancia húmeda y oscura. Los pasos golpeaban sordamente el suelo de piedra. El sonido de un chorro de agua que caía en alguna parte sonaba como un acorde sin fin. Del techo colgaban estalactitas de toba y cristal azulado fundido; rocas artificiales enteras se alzaban aquí y allá. Una masa de vegetación tropical las cubría, y en algunos puntos brillaban espejos negros.
—¿Qué es esto? —preguntó Vasili Petróvich.
—Un acuario en el que he invertido dos años de tiempo y mucho dinero. Espera, voy a iluminarlo.
Kudriashov se ocultó tras el verde, y Vasili Petróvich se acercó a uno de los cristales de espejo y se puso a mirar qué había detrás de él. La débil luz de la vela no podía penetrar mucho en el agua, pero los peces, grandes y pequeños, atraídos por el punto de luz, se habían reunido en el lugar iluminado y tontamente miraban a Vasili Petróvich con ojos redondos, abriendo y cerrando la boca, moviendo las branquias y las aletas. A lo lejos se divisaban los contornos de las algas. Cierto reptil se movía entre ellas; Vasili Petróvich no podía discernir su forma.
De pronto, un torrente de luz cegadora le obligó a cerrar los ojos por un instante, y, cuando los abrió, entonces no reconoció el acuario. Kudriashov había encendido en dos sitios faroles eléctricos. Su luz pasaba a través de la masa de agua azulada, llena de peces y otros animales, repleta de plantas, destacando ostensiblemente sus siluetas rojo sangre, pardas y verduscas sobre el fondo indefinido. Las rocas y las plantas tropicales, haciéndose aún más oscuras por el contraste, enmarcaban hermosamente los gruesos cristales de espejo, a través de los cuales se veía el interior del acuario. En él todo comenzó a hormiguear, a agitarse, asustado por la luz cegadora: todo un banco de pequeñas «japutas» cabezudas corrían de aquí para allá, dando la vuelta exactamente al unísono; los acipenseres se retorcían, pegando el hocico al cristal, y tan pronto subían hasta la superficie del agua como bajaban hasta el fondo: seguramente querían pasar a través de la firme barrera transparente; una tersa anguila negra se escondía en la arena del acuario y levantaba una nube de sedimento; una ridícula jibia rabicorta se desprendió de la roca en la que se sujetaba, cruzó el acuario nadando a impulsos, de atrás adelante, arrastrando tras de sí sus largos tentáculos. Todo junto era tan hermoso y nuevo para Vasili Petróvich que se quedó pasmado.
—¿Qué tal, Vasili Petróvich? —preguntó Kudriashov saliendo hacia él.
—¡Es maravilloso, hermano, asombroso! ¡Cómo has construido todo esto! ¡Qué gusto!, ¡cuánto efecto!
—Añade también: y sabiduría. Fui expresamente a Berlín a ver el prodigio de aquel lugar, y sin vanagloriarme digo que el mío, aunque desmerezca por supuesto en tamaño, en lo que se refiere a elegancia e interés, en absoluto… Esto es mi orgullo y mi consuelo. En cuanto aparece el aburrimiento, vienes aquí, te sientas y observas durante horas enteras. Me gustan todas estas criaturas porque son sinceras, no como nuestro hermano, el hombre. Se zampan unas a otras y no se confunden. Mira allí, mira: ¿ves?, lo alcanza.
Un pequeño pez se movía impetuosamente arriba, abajo y hacia los lados, salvándose de cierto carnívoro alargado. Muerto de miedo, salió del agua al aire, se escondió bajo el escalón de una roca, pero los afilados dientes lo alcanzaban por todas partes. El pez carnívoro ya estaba dispuesto para atraparlo cuando, de pronto, otro, saltando de lado, interceptó la pesca: el pez desapareció en su bocaza. El perseguidor se paró perplejo, y el captor se escondió en un rincón oscuro.
—¡Se lo han birlado! —dijo Kudriashov—. El tonto se ha quedado como estaba. ¡Le ha merecido la pena perseguir para que le quiten el bocado delante de las narices! Si supieras cuánto tragan estos pequeños peces… Les pones hoy un montón de comida, y mañana está todo comido. Comen y no piensan en la inmoralidad. ¿Y nosotros? Yo hace muy poco que he dejado esas nimiedades. ¡Vasili Petróvich! ¿Acaso no estás de acuerdo, al cabo, en que esto es una nimiedad?
—¿El qué? —preguntó Vasili Petróvich, sin quitar la vista del agua.
—Sí, bueno, los remordimientos. ¿De qué sirven? Remorderse, no remorderse, pero si cae algo… Y bien. Yo los he anulado, los remordimientos esos, y trato de imitar a este ganado.
Señaló el acuario con el dedo.
—El libre albedrío —dijo con un suspiro Vasili Petróvich—. Escucha, Kudriashov, parecen plantas y animales marinos, ¿no?
—Marinos. Y es que el agua que tengo es agua de mar. Construí un conducto de agua ex profeso.
—¿Es posible que desde el mar…? Pero si eso debe costar una suma colosal…
—No pequeña. Mi acuario vale cerca de treinta mil.
—¡Treinta mil! —exclamó horrorizado Vasili Petróvich—. ¡Con un salario de mil seiscientos rublos!
—¡Venga, deja esos espantos! Si ya has mirado bastante, vamos. Iván Pávlich habrá traído lo que se le ha exigido… Espera, que desconecto la corriente.
El acuario se sumió de nuevo en la oscuridad. La vela, que seguía ardiendo, se mostró a Vasili Petróvich débil, fuliginosa por la llamita.
Cuando salieron al comedor, Iván Pávlich tenía ya preparada, envuelta en una servilleta, la botella.
Año 1879