Cómo ha sucedido que yo, que he estado casi dos años sin pensar en nada, comience a pensar es algo que no puedo entender. Verdaderamente ese señor no puede empujarme a estas reflexiones. Porque estos señores se encuentran con tanta frecuencia, que ya estoy acostumbrada a sus sermones.
Sí, casi todos ellos, excepto los realmente acostumbrados o los muy inteligentes, tratan infaliblemente de entablar conversación sobre cosas innecesarias para ellos, e incluso para mí. En primer lugar preguntan cómo me llamo, cuántos años tengo; después, gran parte de ellos, con un aire bastante triste, comienza a hablar de si «no sería posible de una u otra forma dejar semejante vida». Al principio tales preguntas me hacían sufrir, pero ahora estoy acostumbrada. A todo te acostumbras.
Pero hace ya dos semanas que, cada vez que no estoy contenta, o sea, que no estoy borracha (porque, ¿acaso tengo yo posibilidad de alegrarme si no es emborrachándome?), y cuando me quedo completamente sola, empiezo a pensar. Y no querría, pero no puedo evitarlo: estas penosas reflexiones no me dejan en paz. Un remedio para olvidar sería huir adonde sea, adonde haya mucha gente, adonde se emborrachen, adonde armen escándalo. Yo también empiezo a beber y a armar escándalo, los pensamientos se enredan, no te acuerdas de nada… Entonces te sientes mejor. ¿Por qué antes, desde el mismo día en que decidí dejarlo todo de lado, esto no sucedía? Hace más de dos años que vivo aquí, en esta inmunda habitación; paso todo el tiempo igual, y de igual manera frecuento diferentes Eldorado[17] y Palacio-de-Cristal[18], y, si no era divertido, en ningún momento pareció triste; pero ahora es totalmente, totalmente diferente.
¡Qué aburrido y tonto es esto! De todas formas no me mudaré a ninguna parte, no me mudaré sencillamente porque no quiero. Me he acostumbrado a esta vida, conozco mi camino. Ya en Strekoza[19] (que me trae un conocido a menudo, y sin falta cuando aparece en ella cualquier cosa «picante»), en Strekozavi un dibujo[20]: en el medio, una niña pequeña muy mona con una muñeca y a su lado dos filas de figuras. Hacia arriba, alejándose de la niña, van: una pequeña escolar o pupila, después una chica joven sencilla, una madre de familia y, por último, una anciana respetable; y hacia el otro lado, hacia abajo, una muchacha con una caja de una tienda, después yo, yo y más yo. La primera, yo tal y como soy ahora; la segunda barre la calle con una escoba, y la tercera, esta absolutamente odiosa, es una vieja repugnante. Pero yo no me abandonaré hasta ese punto. Dos o tres años más, si soporto semejante vida, y después, a Ekaterinovka[21]. Para eso tendré suficiente, no tengo miedo.
¡Qué extraño es, no obstante, este artista! ¿Por qué literalmente sin falta, si se es pupila o gimnasta, ya se va a ser una muchacha sencilla, una madre respetable y una abuela? ¿Y yo qué? Gracias a Dios, ¡hasta yo podría brillar en cualquier lugar de la Nevsky[22] en francés o alemán! Y pintar flores creo que todavía no lo he olvidado, y «Calipso ne pouvait se consoler du départ d’Ulysse[23]» recuerdo. Y Pushkin recuerdo, y Lérmontov, y todo, todo: y los exámenes, y aquel fatídico, horrible tiempo, cuando me convertí en tonta, en tonta de capirote, sola en casa de los buenos parientes, convencidos de que «albergaban a una huérfana», y las ardientes e insulsas conversaciones de aquel niñato, y cómo yo me divertía irreflexivamente, y todas las mentiras y la suciedad de aquel lugar, en «la limpia sociedad», de donde vine a caer aquí, donde ahora me atonto con vodka… Sí, ahora he empezado a beber incluso vodka. «Horreur[24]!», habría gritado la prima Olga Nikoláievna.
Sí, y ¿acaso no es realmente un horreur? Pero ¿soy la única culpable en este asunto? Si yo, una muchacha de diecisiete años, encerrada desde los ocho entre cuatro paredes, viendo siempre a las mismas chicas, iguales a mí, y también a ciertos niños de mamá, me hubiera tropezado no con uno como aquél, con un peinado a la Capoule[25], gentil amigo mío, sino con otro, un buen hombre, entonces tal vez las cosas habrían sido de otra manera…
¡Estúpido pensamiento! ¿Acaso existen ellas, las buenas personas?, ¿acaso las he visto antes o después de mi catástrofe? ¿Debería yo pensar que hay hombres buenos cuando entre las decenas que conozco no hay ni uno solo al que pueda no odiar? ¿Y puedo creer que existen cuando por aquí pasan maridos de jóvenes esposas, y niños (casi niños de catorce o quince años) de «buenas familias», y ancianos calvos, paralíticos, decrépitos?
Y, por último, ¿puedo yo no odiar, no despreciar, aunque yo misma sea un ser despreciable y desdeñable, cuando veo entre ellos a gente como cierto joven alemán con un monograma grabado en el brazo, por encima del codo? Él mismo me explicó que era el nombre de su novia. «Jetzt aber bist du, meine liebe, allerliebstes Liebchen[26]!», dijo mirándome con ojos mantecosos, y además recitó unos versos de Heine. E incluso me explicó con orgullo que Heine era un gran poeta alemán, pero que ellos, los alemanes, tienen poetas aún más grandes, Goethe y Schiller, y que sólo en el genial y gran pueblo alemán pueden nacer semejantes poetas.
¡Cómo me hubiera gustado poner mis garras en su detestable, grasienta y albina jeta! Pero en lugar de eso bebí de un trago un vaso de oporto que él me sirvió, y lo olvidé todo.
¿Para qué voy a pensar en mi futuro cuando sin pensar en él ya lo conozco suficientemente bien? ¿Para qué voy a pensar en el pasado cuando allí no hay nada que pueda reemplazar mi vida actual? Sí, es verdad. Si hoy me propusieran volver allí, al ambiente elegante, con gente con elegantes rayas, moños y frases, no volvería, y me quedaría a morir en mi puesto.
¡Sí, hasta yo tengo mi puesto! Hasta yo soy necesaria, imprescindible. No hace mucho vino a verme un joven muy hablador, y me recitó de memoria una página entera de no sé qué libro. «Éste es nuestro filósofo, nuestro filósofo ruso», dijo. El filósofo decía algo nebuloso y para mí lisonjero del tipo de que nosotras somos «válvulas para las pasiones públicas…». Las palabras eran ruines y el filósofo debía de ser detestable, pero lo peor de todo era el muchacho este repitiendo lo de las «válvulas» esas.
Por lo demás, no hacía mucho, a mí también se me había ocurrido esa idea. Estaba ante el juez de paz que me había puesto una multa de quince rublos por conducta indecorosa en lugar público.
En el mismo instante en que estaba leyendo la sentencia, al mismo tiempo que todos se ponían de pie, pensé: «¿Por qué todo este público me mira con tanto desprecio? Tal vez desempeñe una ocupación sucia, execrable, quizá ocupe el puesto más despreciable, ¡pero es un puesto! Este juez también ocupa un puesto. Y pienso que nosotros dos…».
No pienso nada, siento que bebo, que no recuerdo nada y me confundo. En mi cabeza todo se ha mezclado: esa detestable sala en la que hoy por la tarde bailaré sin vergüenza, la fortaleza de Litovsk, esta detestable habitación, en la que sólo se puede vivir borracha. Me laten las sienes, me zumban los oídos, en la cabeza todo bota y va deprisa a algún lugar, yo misma me deslizo a alguna parte. Desearía pararme, agarrarme a lo que sea, aunque sea a un clavo ardiendo, pero no tengo ni un clavo ardiendo.
¡Miento: tengo uno! E, incluso si no es un clavo ardiendo, puede que sea algo más esperanzador, pero yo misma me he dejado ir hasta tal punto que no quiero alargar la mano para agarrarme a ningún apoyo.
Me parece que esto sucedió a finales de agosto. Recuerdo que era una estupenda tarde otoñal. Yo paseaba por el jardín de verano, y allí conocí a este «apoyo». Aquel hombre no exhibía nada especial, excepto tal vez cierta bondadosa charlatanería. Me habló de casi todos sus asuntos y conocidos. Tenía veinticinco años, se llamaba Iván Ivánovich. No era ni guapo ni feo. Charló conmigo como lo haría con cualquiera de sus conocidos, me contó incluso anécdotas sobre su jefe y me explicó el aspecto de sus compañeros de departamento.
Se fue y me olvidé de él. Al mes, sin embargo, apareció. Y apareció sombrío, triste, enflaquecido. Cuando entró, incluso me asusté un poco del desconocido carifruncido.
—¿Me recuerda?
En ese momento me acordé de él y le dije que sí, que lo recordaba.
Se ruborizó.
—No sé por qué pensé que no me recordaría, que seguramente muchos…
La conversación se cortó. Nos sentamos en el diván: yo en un extremo, él en el otro, como si fuera la primera vez que iba de visita, recto, estirado; incluso sostenía en las manos el sombrero de copa. Estuvimos sentados bastante tiempo; al final se levantó y se inclinó.
—Bueno, hasta la vista, Nadezhda Nikoláievna —pronunció con un suspiro.
—¿Cómo ha averiguado mi nombre? —grité yo, estallando. El nombre por el que me conocían todos no era Nadezhda Nikoláievna, sino Yevguenia.
Grité a Iván Ivánovich con tanto enfado que él incluso se asustó.
—Nada malo, Nadezhda Nikoláievna… Yo ni a una sola persona… Pero conozco a Piotr Vasílevich, el comisario de policía; así que él me lo contó todo sobre usted, cómo sucedió. Yo quería llamarla Yevguenia, pero la lengua no me ha obedecido, y he pronunciado su verdadero nombre.
—Está bien, dígame, ¿por qué ha venido a visitarme? —calló y me miró con tristeza a los ojos—. ¿Para qué? —continué yo, completamente acalorada—. ¿Qué interés tengo para usted? No, mejor no venga a verme, no voy a mantener una amistad con usted, porque no tengo conocidos. ¡Ya sé para qué ha venido a verme! Le interesó el relato de ese policía. Pensó: vaya, una rareza, una muchacha educada que ha caído en semejante vida… ¿Se ha propuesto salvarme? ¡Aléjese de mí, no necesito nada! Déjeme en paz, mejor morir sola que…
En ese punto miré su cara y me paré. Vi que le había golpeado con cada palabra. Él no dijo nada, pero su aspecto bastó para hacerme callar.
—Adiós, Nadezhda Nikoláievna —dijo—. Siento mucho haberla afligido. Y a mí también. Adiós.
Me tendió la mano (yo no pude darle la mía) y se fue con pasos lentos. Oí cómo bajaba la escalera y vi por la ventana cómo encorvando el cuello atravesó el patio con pasos lentos y vacilantes. En la puerta volvió la cabeza, miró hacia mi ventana y desapareció.
Y bien: este hombre puede ser mi «apoyo». Me bastaría con una palabra, y me convertiría en una esposa legítima. Esposa legítima de un hombre pobre pero noble, e incluso le convertiría en un pobre pero noble progenitor, si el Señor en su cólera me enviara un bebé.
Hoy, Yevséi Yevseich me ha dicho:
—Escúcheme, Iván Ivánovich, lo que yo, un anciano, le digo. Usted, querido mío, ha comenzado a comportarse de manera insensata: ¡procure que no se enteren en la jefatura!
Todavía habló durante mucho rato del servicio, del respeto a los superiores, de nuestro general, de mí (procurando hablar sobre la propia esencia del asunto con rodeos), y por fin comenzó a acercarse a mi desgracia. Estábamos sentados en la taberna que Nadezhda Nikoláievna frecuenta con sus conocidos.
Hace tiempo que Yevséi Yevseich se dio cuenta de todo y tiempo hace que me sonsacó muchos detalles. No pude sujetar la estúpida lengua y se lo conté todo, y para más señas casi cojo y me echo a llorar.
Yevséi Yevseich se enojó.
—Ay, usted, mujercita, ¡mujercita sentimental! Joven, buen funcionario, ¡y de una tontería mira qué historia ha formado! ¡Olvídela! ¿Para qué la necesita? Bueno, si fuera una señorita decente… Pero ésa, dicho sea con perdón…
Yevséi Yevseich incluso escupió.
Después de este incidente volvía con frecuencia al tema de sus amarguras (Yevséi Yevseich se afligía sinceramente por mí), pero ya no reñía, porque se dio cuenta de que eso a mí no me agradaba. Por lo demás, no podía contenerse mucho rato, y, aunque al principio se iba por las ramas, al final siempre llegaba a la misma conclusión: que era necesario dejarlo, «pasar» y demás.
Yo mismo comparto, hablando en rigor, lo que él me repite cada día. ¡Cuántas veces pensé yo también que era necesario dejarlo y pasar! ¡Sí, cuántas veces! Y cuántas veces después de esos pensamientos salí de casa y las piernas me llevaron a aquella calle… Y he ahí que viene ella, pintada, con las cejas ennegrecidas, abrigo de terciopelo y un elegante gorro de nutria, directamente hacia mí; y yo tuerzo hacia el otro lado para que no se percate de mis persecuciones. Ella llega a la esquina y da media vuelta, mirando descaradamente y con orgullo a los transeúntes y a veces hablando con ellos; la vigilo desde el otro lado de la calle, procurando no perderla de vista, y sin esperanza miro su pequeña figura hasta que cualquier… canalla se le acerca y entabla conversación. Ella le responde, se da la vuelta y se va con él… Y yo tras ellos. Si el camino estuviera cubierto de afilados clavos, no me dolería más. Camino sin oír ni ver nada, excepto dos figuras…
No miro bajo los pies ni alrededor de mí, camino con la mirada fija, tropezando con los transeúntes, recibiendo recriminaciones, juramentos y empujones. Una vez tiré a un bebé…
Tuercen a la derecha y a la izquierda, entran por la portezuela. Primero ella, después él. Casi siempre con una extraña cortesía él le cede el paso a ella. Después también entro yo. Frente a dos ventanas, bien conocidas por mí, hay un cobertizo con un pajar; al pajar lleva una ligera escalerilla de hierro que termina en una plataforma sin barandilla. Me siento en esa plataforma y miro hacia los blancos visillos echados…
Hoy también he estado en mi extraño puesto, aunque en el patio hacía mucho frío. Tenía muchísimo frío, no sentía los pies, pero así y todo allí he estado, de pie. Salía vaho de mi cara, el bigote y la barba se habían congelado, las piernas empezaban a entumecerse. Por el patio pasaba gente, pero no se percataba de mi presencia, y hablando fuerte pasaba de largo ante mí. De la calle llegaban una canción de borrachos (¡alegre, esta calle!), una especie de riña, el ruido de un rascador sobre la acera que estaba limpiando el barrendero. Todos estos sonidos zumbaban en mis oídos, pero yo no les prestaba atención, igual que hacía con el frío, la cara que me pinchaba por el hielo y los pies helados. Todo eso, los ruidos, los pies y el frío, era como si estuviera lejos, muy lejos de mí. Los pies me dolían mucho, pero en mi interior algo me dolía aún mucho más. No tenía fuerzas para ir adonde ella. ¿Sabe ella que hay un hombre que consideraría una suerte sentarse a su lado en una habitación sin tocarle ni siquiera las manos para sólo mirarla a los ojos? ¿Que hay un hombre que se tiraría al fuego si eso la ayudara a salir del infierno, si ella quisiera salir? Pero no quiere… Y yo todavía no sé por qué no quiere. Es que no puedo creer que esté completamente echada a perder; no puedo creer eso, porque sé que eso no es así, porque la conozco, porque la amo, la amo a ella…
El camarero se acercó a Iván Ivánovich, quien había puesto los codos sobre la mesa y sobre los codos, la cara, y de vez en cuando se estremecía, y le sacudió por los hombros:
—¡Señor Nikitin! Esto no puede ser… Delante de todos… ¡El dueño está lanzando improperios, señor Nikitin! Aquí no se puede tener semejante conducta en público. ¡Haga el favor de levantarse!
Iván Ivánich levantó la cabeza y miró al camarero. En realidad no estaba borracho, y el camarero así lo comprendió en cuanto vio su abatido rostro.
—No es nada, Semión. Es así. Tú dame una garrafita pura.
—¿Con qué lo desea?
—¿Con qué? Con una copa. Y que sea grande, que no sea una garrafita: que sea un garrafón. Toma, cóbralo todo y quédate con dos monedas de veinte kopeks. Dentro de una hora mándame a casa en un coche de punto. Sabes dónde vivo, ¿no?
—Lo sé… Pero, caballero, ¿cómo puede estar así?
Era evidente que no lo entendía: era la primera vez que le ocurría algo semejante en sus muchos años de experiencia.
—No, deja, mejor yo solo.
Iván Ivánich salió a la antesala, se puso el abrigo y, ya en la calle, entró en un establecimiento en cuya ventana inferior relucían con fuerza botellas con etiquetas multicolores iluminadas por gas, colocadas con esmero y buen gusto en un lecho de musgo. Al cabo de un minuto salió llevando en las manos dos botellas, llegó hasta su casa de alquiler en las habitaciones amuebladas Tsukerberg, y cerró tras de sí la puerta con llave.
Otra vez me he amodorrado y otra vez me he dormido. ¡Tres semanas de callejeo diario! ¡Cómo puedo soportar esto! Hoy me duelen la cabeza, los huesos, todo el cuerpo. Aburrimiento, tedio, razonamientos inútiles y dolorosos. ¡Ojalá viniera alguien!
Como en respuesta a su pensamiento, en el recibidor sonó el timbre.
—¿Está en casa Yevguenia?
—En casa, tenga la bondad —respondió la voz de la cocinera.
Pasos irregulares y apresurados hacían ruido por el pasillo, la puerta se abrió de par en par y en ella apareció Iván Ivánich.
Desde luego, no se parecía a aquel hombre tímido y vergonzoso que había venido dos meses atrás. La gorra ladeada, corbata de colores, mirada segura, insolente. Y con ello, andares tambaleantes y un fuerte olor a vino.
Nadezhda Nikoláievna dio un brinco.
—¡Hola! —comenzó él—. He venido a verte.
Y se sentó en una silla al lado de la puerta, sin quitarse la gorra y arrellanándose. Ella no dijo nada, y él se calló. Si él no hubiera estado borracho, ella habría comenzado a decir algo, pero ahora estaba perdida. Mientras pensaba qué hacer, él empezó a hablar de nuevo.
—¡Nida! Bueno, he venido… ¡Tengo derecho! —gritó de pronto con rabia, y se estiró cuan largo era.
La gorra se le cayó de la cabeza, los negros cabellos cayeron desordenadamente sobre su rostro, los ojos brillaban. Era tal la rabia que expresaba toda su figura, que Nadezhda Nikoláievna por un momento se asustó.
Probó a hablar con él afectuosamente:
—Escuche, Iván Ivánich, me alegrará mucho que vuelva a visitarme, pero ahora váyase a casa. Ha bebido más de la cuenta. Tenga la bondad, querido mío, váyase a casa.
—¡Tienes miedo! —musitó como para sí Iván Ivánich, sentándose otra vez en la silla—. ¡Te refrenas! ¿Por qué me echas? —empezó a gritar de nuevo desesperadamente—. ¿Por qué? ¡Si he empezado a beber por ti, que yo era abstemio! ¿Con qué tiras de mí hacia ti?, dímelo.
Se echó a llorar. Las borrachas lágrimas lo ahogaban, le corrían por la cara y le caían en la boca. Encorvado por el llanto, apenas podía hablar.
—Es que cualquier otra se sentiría feliz de abandonar este infierno. Yo trabajaría como un burro. Vivirías sin preocupaciones, tranquila, honrada. Dime, ¿qué he hecho para merecer tu odio?
Nadezhda Nikoláievna no decía nada.
—¿Por qué no dices nada? —gritó—. ¡Habla! Di lo que quieras, pero di algo. Estoy borracho, eso es verdad… Si no estuviera borracho, no habría venido aquí. ¿Sabes cómo te temo cuando estoy en mi sano juicio? Puedes hacer conmigo lo que quieras. Si me dices «roba», robo. Si me dices «mata», mato. ¿Lo sabías? Seguramente lo sabes. Eres inteligente, te das cuenta de todo. Si no sabes… ¡Nadia, querida mía, apiádate de mí!
Y se arrastró de rodillas por el suelo delante de ella. Pero ella permanecía inmóvil acodada en la pared, con la cabeza echada hacia atrás y las manos a la espalda. Tenía la mirada fija en algún punto indeterminado del espacio. ¿Había visto algo?, ¿había oído algo? ¿Qué sentía al ver a este hombre arrastrándose a sus pies y suplicando su amor? ¿Lástima? ¿Desprecio? Quería compadecerse de él, pero sentía que no podía compadecerse. Lo único que despertaba en ella era aversión. ¿Y podía suscitar otro sentimiento con aquella pinta: borracho, sucio, humillantemente implorante?
Hacía ya días que había dejado de ir al trabajo. Bebía a diario. Al encontrar consuelo en el vino, empezó a no dejarse llevar tanto por su pasión y estaba todo el tiempo en casa y bebía, reuniendo fuerzas para ir adonde ella y contárselo todo. Qué debía contarle ni él mismo lo sabía. «Se lo contaré todo, le abriré mi alma»: he aquí lo que centelleaba en su cabeza. Al fin se decidió, fue, y empezó a hablar. Incluso a través de la neblina de la resaca comprendía que decía y hacía cosas que no suscitaban amor hacia él, y aun así hablaba, sintiendo que con cada palabra caía más y más bajo, apretando más y más fuerte el nudo alrededor de su cuello.
Todavía habló mucho rato y sin coherencia. El discurso se fue haciendo más y más lento, y al final sus párpados inflamados de borracho se cerraron, y, echando la cabeza hacia atrás sobre el respaldo de la silla, se durmió.
Nadezhda Nikoláievna seguía en la misma postura, mirando sin más a algún lugar del techo y tamboreando con los dedos en el papel pintado de la pared.
«¿Me da pena de él? No, no me da pena. ¿Qué puedo hacer por él? ¿Casarme con él? ¿Acaso me atrevería? ¿Y acaso eso no sería una especie de venta? ¡Señor, no, eso es todavía peor!».
No sabía por qué era peor, pero era lo que sentía.
«Ahora más o menos soy sincera. Cualquiera puede golpearme. ¿Acaso soporto pocos insultos? ¡Entonces! ¿En qué voy a estar mejor? ¿Acaso no va a haber libertinaje, sólo que no manifiesto? Ahí está, dormido, y la cabeza se le ha caído hacia atrás. La boca abierta, la cara pálida, como la de un cadáver. El traje manchado: debió de arrastrarse en alguna parte… Qué pesadamente respira… A veces incluso ronca… Sí, esto pasará y él volverá a ser decente, discreto. ¡No, no será así! Me parece que este hombre, si le diera poder sobre mí, me amargaría con el recuerdo… Y yo no lo soportaría. No, que me quede como estoy… Y que no me quede así mucho tiempo».
Se echó sobre los hombros una pelerina y salió de la habitación dando un portazo. Iván Ivánich se despertó por el ruido, miró a su alrededor con ojos inexpresivos y, considerando que la silla no era cómoda para dormir, con dificultad se movió hasta la cama, se subió a ella y se durmió profundamente. Se despertó con dolor de cabeza pero sobrio, ya tarde por la tarde, y al ver dónde estaba inmediatamente salió corriendo.
He salido de casa sin saber ni yo misma adónde iba. Hacía muy mal tiempo, un día encapotado, oscuro, la nieve mojada me caía sobre la cara y las manos. Mucho mejor habría sido quedarme en casa; pero ¿podía permanecer allí? Se está hundiendo completamente. ¿Qué puedo hacer para apoyarle? ¿Podría cambiar mi actitud hacia él? Ay, todo en mi alma, todo mi interior arde. Yo misma no sé por qué no quiero aprovechar la oportunidad de abandonar esta terrible vida, liberarme del horror. ¿Y si me casara con él? Nueva vida, nuevas esperanzas… ¿Acaso este sentimiento de lástima que, sin embargo, siento por él no podría transformarse en amor?
¡Ay, no! Ahora está dispuesto a adularme, pero entonces…, entonces me pondrá el pie encima y dirá: «¡Ah! ¡Y todavía te resistías, bestia despreciable! ¡Me despreciabas a mí!».
¿Dirá esto? Creo que lo dirá.
Tengo un excelente medio de salvarme, de librarme, por el que me he decidido hace ya tiempo y al que seguramente acabaré recurriendo, pero me parece que ahora todavía es temprano. Soy demasiado joven y demasiado vital. Me apetece vivir. Me apetece respirar, sentir, oír, ver; me apetece tener la posibilidad aunque sólo sea de vez en cuando de mirar a las nubes, al Neva.
He ahí la orilla. De un lado, edificios enormes, y del otro, el renegrido Neva. Pronto comenzará el deshielo, el río volverá a ser azul. El parque del otro lado verdeará. La isla también se cubrirá de verde. Aunque sea petersburguesa, de todas formas es primavera.
Y de pronto me vino a la memoria mi última primavera feliz. Entonces era una niña de siete años, vivía con mi padre y mi madre en la aldea, en la estepa. Me vigilaban poco y yo corría adonde quería y cuanto quería. Recuerdo cómo a primeros de marzo, por los barrancos de la estepa, empezaban a correr, a hacer ruido, ríos de agua derretida, cómo se oscurecía la estepa, qué increíble se hacía el aire, tan húmedo y placentero. Al principio, se descubrían las cumbres de los montecillos, comenzaba a verdear en ellos la hierba. Después toda la estepa comenzaba a verdear aunque en los barrancos quedara todavía nieve moribunda. Rápido, en unos días, con precisión, de debajo de la tierra, completamente preparadas, brotaban, crecían matas de peonías, y en ellas fastuosas flores de color púrpura brillante. Las alondras empezaban a cantar…
Dios, ¿qué he hecho para merecer ya en vida ser lanzada al infierno? ¿Acaso no es peor que cualquier infierno lo que yo padezco?
La pendiente de piedra conduce directamente al agujero. Algo me ha empujado a bajar y mirar el agua. Pero ¿no es pronto todavía? Claro que es pronto. Esperaré algo más.
Y aun así habría estado bien colocarse en ese borde resbaladizo, mojado, del agujero. De esa manera yo misma me habría escurrido. Sólo que está frío… Un segundo y estás nadando bajo el hielo río abajo, lucharás alocadamente contra el hielo con las manos, con las piernas, con la cabeza, con el rostro. Una curiosidad: ¿clarea allí la luz del día?
Estuve sobre el agujero inmóvil y mucho rato y llegué a ese estado en el que la persona no piensa en nada. Hacía rato que me había mojado los pies, pero no me había movido del sitio. El viento no era frío, pero me atravesaba de parte a parte, de manera que toda yo tiritaba, y sin embargo seguía allí. No sé cuánto tiempo se prolongó este entumecimiento, ni si alguien desde la orilla me gritó:
—¡Eh, dama! ¡Señora!
Yo no me volví.
—¡Señora, por favor, venga al pavimento!
Alguien detrás de mí comenzó a bajar por la escalera. Además del ruido de los pies sobre los escalones enarenados, oía cierto sonido sordo. Me volví: bajaba un guardia municipal, hacía ruido su sable. Al ver mi cara, cambió de inmediato la solemne expresión de su fisonomía y se volvió grosero e insolente, se acercó a mí y me tiró del hombro:
—¡Largo de aquí, no eres más que basura! ¡Por todas partes andáis pendoneando! ¡Te meterás en el agujero por una tontería, y después, a responder por vosotros, por unos granujas!
Supo por mi cara quién era.
Siempre lo mismo y lo mismo… No hay posibilidad de quedarse sola ni un minuto para que la angustia no me encoja el alma. ¿Qué puedo hacer conmigo para olvidar?
Annushka me ha traído una carta. ¿De dónde? Hace mucho que no recibía una carta de nadie.
¡Mi querida señora, Nadezhda Nikoláievna! Aunque he comprendido perfectamente que para usted no significo nada, no obstante, creo que usted es una señorita de buen corazón y que no desea ofenderme. Por primera y última vez en la vida le pido que venga a visitarme, ya que hoy es mi onomástica. No tengo parientes ni conocidos. Se lo suplico, venga. Le doy mi palabra de que no le diré nada ofensivo ni desagradable. Apiádese de su leal
Iván Nikitin
P. D. No puedo recordar sin sentir vergüenza mi comportamiento de no hace tanto en su casa. Por favor, venga a mi casa a las 6. Adjunto la dirección. I. N.
¿Qué significa esto? Se ha decidido a escribirme. Aquí hay algo más complejo de lo que parece. ¿Qué quiere hacer conmigo? ¿Ir o no ir?
Es extraño pensar si ir o no ir. Si quiere tenderme una trampa, para eso o para, para matarme, o… Pero si me mata, todo habrá acabado.
Voy.
Me vestiré de manera sencilla y recatada, me quitaré de la cara el colorete y el blanco. A él de todas formas le resultará agradable. Me peinaré de manera sencilla. ¡Qué poco pelo me queda! Me he peinado, me he puesto un vestido negro de lana, una bufanda negra, un cuello blanco y unos manguitos y he ido a mirarme al espejo.
Casi me echo a llorar al ver en él una mujer en absoluto parecida a aquella Yevguenia que tan «bien» baila bailes indecentes en diferentes antros. No he visto en absoluto la ramera indecente y pintarrajeada, de rostro sonriente, con un pretencioso moño ahuecado y las pestañas pintadas. Esta mujer apocada y sufridora, pálida, que mira melancólicamente con grandes ojos negros con ojeras, es algo totalmente nuevo, ni en lo más mínimo soy yo. Pero ¿puede ser que ésta sea yo? He ahí a la Yevguenia que todos ven y conocen, esa que es algo ajeno, instalado en mí, que me oprime, me presiona, me asesina.
Y me he echado a llorar y he llorado de verdad mucho tiempo y con fuerza. Tras las lágrimas todo es más llevadero, me repetían desde la más tierna infancia; sólo que eso no debe de ser igual para todos. Yo no me he encontrado mejor sino peor. Cada sollozo redundaba en dolor, y cada lágrima, en amargura. Puede ser que las lágrimas de aquellos que todavía tienen alguna esperanza de curación y paz alivien. Pero ¿dónde la tengo yo?
Me he secado las lágrimas y me he puesto en camino.
Encontré sin dificultad las habitaciones de la señora Tsukerberg, y la doncella chujonka[27] me señaló la puerta de Iván Ivánich.
—¿Se puede?
En el cuarto se oyó el ruido de un cajón cerrado a toda prisa.
—¡Pase! —gritó enseguida Iván Ivánich.
Entré. Él estaba sentado al escritorio y cerraba un sobre. Respecto a mí era incluso como si no se alegrara.
—Hola, Iván Ivánich —dije.
—Hola, Nadezhda Nikoláievna —respondió levantándose y tendiéndome la mano.
Un rastro de ternura apareció en su rostro cuando le tendí la mía, pero en ese preciso instante desapareció. Estaba serio y hasta hosco.
—Le agradezco que haya venido.
—¿Por qué me ha invitado? —pregunté.
—¡Dios mío, no es posible que usted no sepa lo que significa para mí verla! Por otra parte, esta conversación no es agradable para usted…
Nos sentamos y estuvimos callados. La chujonka trajo un samovar. Iván Ivánich me dio té y azúcar. Después puso en la mesa mermeladas, galletas, bombones y media botella de vino dulce.
—Discúlpeme por el agasajo, Nadezhda Nikoláievna. Tal vez no le guste, pero no se enfade. Tenga la bondad, prepare el té, sírvalo. Coma: ahí tiene bombones, vino.
Yo me puse a hacer de ama de casa y él se sentó frente a mí de manera que la cara le quedó en sombra, y se puso a mirarme. Yo sentía en mí su mirada constante y fija, y sentía que me ruborizaba.
Por un momento levanté los ojos, pero enseguida los bajé otra vez, porque él seguía mirándome con seriedad directamente a la cara. ¿Qué significa esto? ¿Es posible que esta situación decente, el vestido negro, la ausencia de personas insolentes, de palabras chabacanas, hayan actuado con tanta fuerza sobre mí que de nuevo me haya convertido en la chica decente y tímida que era hace dos años? Empezó a resultarme enojoso.
—Dígame, por favor, ¿por qué me ha clavado los ojos? —pronuncié con esfuerzo, pero con viveza.
Iván Ivánich se levantó bruscamente y comenzó a andar por la habitación.
—¡Nadezhda Nikoláievna! No hable con tanta rudeza. Permanezca aunque sólo sea una hora tal y como era al llegar.
—Pero no entiendo para qué me ha llamado. ¿Acaso sólo para estar callado y mirarme?
—Sí, Nadezhda Nikoláievna, sólo para eso, ya que para usted no tiene nada de mortificante y para mí es un consuelo verla por última vez. Ha sido usted muy amable al venir, y con ese vestido, tal como está ahora. No lo esperaba, y por ello le estoy aún más agradecido.
—¿Por qué por última vez, Iván Ivánich?
—Es que me voy.
—¿Adónde?
—Lejos, Nadezhda Nikoláievna. En realidad hoy no es mi onomástica. Yo mismo no sé por qué escribí eso. Simplemente quería volver a mirarla una vez más. Al principio quería ir y esperar a que usted saliera, y de alguna manera me decidí a pedirle que viniera. Y usted ha sido tan buena que ha venido. Que Dios le dé por esto todo lo mejor.
—Poco bueno tengo por delante, Iván Ivánich.
—Sí, para usted poco bueno. Por lo demás, usted sabe mejor que yo qué le espera en el futuro… —la voz de Iván Ivánich comenzó a temblar—. A mí me irá mejor, porque me marcho.
Y su voz tembló aún más.
Me dio mucha pena de él. ¿Era justo todo lo malo que yo había sentido contra él? ¿Por qué lo había rechazado de una forma tan ruda y tajante? Pero ahora ya era tarde para lamentarlo.
Me levanté y comencé a vestirme. Iván Ivánich se levantó bruscamente como alma que lleva el diablo.
—¿Ya se va? —preguntó con voz emocionada.
—Sí, es preciso…
—Para usted es preciso… ¡Otra vez allí! ¡Nadezhda Nikoláievna! ¡Mejor la mato yo ahora! —dijo esto en un susurro, cogiéndome por el brazo y mirándome con grandes y desconcertados ojos—. ¿Acaso es mejor? ¡Dígame!
—Tal vez para usted, Iván Ivánich, esto suponga ir a Siberia. Y yo no quiero eso en absoluto.
—¡A Siberia…! ¿Acaso no soy capaz de matarla porque temo Siberia? No es por eso… No puedo matarla porque… ¿Cómo la mato? Sí, ¿cómo te mato? —pronunció ahogándose—. Es que yo…
Y me agarró, me levantó en el aire como a un bebé, estrechándome entre los brazos y cubriéndome de besos la cara, los labios, los ojos, los cabellos. Y súbitamente, como súbitamente había ocurrido esto, me dejó en el suelo y comenzó a decir atropelladamente:
—Bueno, váyase, váyase… Discúlpeme, pero es la primera y última vez. No se enfade conmigo. Váyase, Nadezhda Nikoláievna.
—No me enfado, Iván Ivánich…
—¡Váyase, váyase! Le agradezco que haya venido.
Me acompañó a la salida e inmediatamente se cerró con llave. Empecé a bajar la escalera. El corazón me dolía todavía más que antes.
Que se vaya y me olvide. Me quedo a acabar de vivir mi vida. Basta de sentimentalismos. Me voy a casa.
Di un paso más y ya estaba pensando en qué vestido me pondría y adónde me dirigiría por la noche. ¡He ahí el fin de mi novela, una pequeña rémora en el escurridizo camino! Ahora ruedo libre, sin rémoras, más y más abajo.
«¡Sí, en efecto, ahora se pega un tiro!», gritó de pronto algo en mi interior. Me quedé clavada; se me nubló la vista, la espalda me hormigueaba, el aire no me alcanzaba… ¡Sí, ahora él se suicida! Cerró bruscamente el cajón porque estaba examinando el revólver. Estaba escribiendo una carta… Por última vez… ¡Corre! Es posible que todavía llegue a tiempo. ¡Dios, retenlo! ¡Dios, déjamelo a mí!
Un miedo mortal, desconocido, se apoderó de mí. Corrí de vuelta como una loca, abalanzándome sobre los transeúntes. No recuerdo cómo subí a la carrera las escaleras. Sólo recuerdo el rostro idiota de la chujonka, que me dejó pasar; recuerdo el largo y oscuro pasillo con muchas puertas; recuerdo cómo me tiré contra su puerta. Y cuando agarré su manilla, al otro lado de la puerta sonó un disparo. De todas partes salió gente corriendo; rabiosamente empezaron a dar vueltas a mi alrededor, junto con el pasillo, las puertas, las paredes. Y me caí…, y en mi cabeza también todo comenzó a dar vueltas y desapareció.
Año 1878