Acerca de Vsévolod Garshin
La imagen más conocida de Vsévolod Mijáilovich Garshin (1855-1888) es la del retrato que le pintó en 1884, cuatro años antes de su muerte, Iliá Yefímovich Repin. El cuadro se halla en la actualidad en el Metropolitan Museum, de Nueva York, donde el retratado está con los brazos clavados en la mesa de trabajo, llena de papeles, a la vez que mira de hito en hito al eventual espectador con una mezcla de intensidad, sorpresa y ensoñación, revuelto el abundante pelo negro que se extiende hacia una barba descuidada casi confundida con la levita oscura que cubre el torso inclinado sobre la mesa de trabajo.
Repin (1844-1930) fue ucraniano, como Garshin, y el más representativo de los pintores rusos de su tiempo. Es indudable que había leído el relato «Los pintores» (1879), donde —como verá el lector de las páginas que siguen— Garshin contrapuso con su habitual vehemencia dos modelos de artista: Riabinin, el pintor de paisaje y éxito fácil, y Dedov, obsesionado por reflejar el alma y el dolor de su país. Como Dedov, Repin había sido un pintor rebelde que en los años setenta formó parte del grupo de «Itinerantes» (peredvizhniki), que, en gran medida, siguieron las consignas del crítico Vladímir V. Stásov, el más encendido defensor del nacionalismo artístico: bajo su influjo, Modest Músorgski escribió su ópera Boris Godunov (1872) y Repin pintó el más patético y conocido de sus cuadros, Los sirgadores del Volga (1873). La vida popular rusa y la reinterpretación crítica de la historia nacional se habían convertido en el programa estético de los años setenta, al término de los cuales se fecharon los primeros escritos de nuestro Garshin, que fueron —ya en el decenio de los ochenta— legítimos herederos de aquellos dos impulsos. Aunque le llevara diez años de edad, a Repin le impresionaron siempre los rasgos físicos del escritor, que parecían labrados por el sufrimiento y que, no por casualidad, al pintar su cuadro Iván el Terrible y su hijo, finalizado en 1885, fueron los que dio al zarevich que fue asesinado por su padre en un acceso de furor: vino a ser otro cuadro de Repin que marcó toda una época y que se conserva en el Museo Tretiakov, de Moscú. Hoy podemos pensar que tuvo algo de premonición del dramático destino de Garshin, su modelo, que como el hijo del zar fue víctima de una sociedad tan apasionada como dura y difícil. No fue una casualidad, por supuesto, que un poeta y crítico coetáneo, P. F. Yabukóvich, llamara a Garshin «el Hamlet de nuestro tiempo[1]».
Hablar del dramatismo y la violencia de la vida rusa del siglo XIX puede parecer —y en cierta medida lo es— un tópico barato. Y, sin embargo, la corta vida de nuestro escritor fue verdaderamente terrible. Nació en la finca de su abuela, en la provincia de Yekaterinoslav, pero la situación familiar, aunque holgada en lo económico, fue áspera y difícil: su madre abandonó el hogar en 1863, cuando el muchacho tenía apenas ocho años, y su padre, hombre autoritario, lo envió a estudiar a la Escuela de Minas de San Petersburgo ese mismo año. La muerte del progenitor en 1870 no resolvió los problemas y en 1872 su hermano mayor se suicidó, como harían sucesivamente otros dos (incluido el mismo escritor), y nuestro Garshin hubo de ser internado en un centro psiquiátrico por vez primera. Sin ninguna vocación decidida ni empleo estable, lector voraz de una literatura fuertemente crítica y desesperanzada, Garshin fue un batín desorientado, como muchos de sus personajes: aquél era el término de respeto que el pueblo daba a los de su clase y que se mezclaba —cualquier lector de literatura rusa lo sabe— con la frecuencia de expresiones afectivas —padrecito, tío…— que parecían mitigar, pero de hecho consolidaban, los fuertes rasgos de una sociedad estamental muy cerrada. La servidumbre había sido abolida por Alejandro II en 1860, a la vez que las expectativas de una reforma política se dividían entre quienes soñaban en la europeización del país como remedio y quienes defendían la profundización de las instituciones comunitarias, la fe y las esencias del pueblo ruso como único camino de salvación. Como casi todos los jóvenes escritores rusos de su edad (Nikolái Garin nació en 1852; Vladímir Korolenko, en 1853, y Antón Chejov, en 1860), nuestro escritor compartió las dos inquietudes y, en medio de esa intolerable tensión, una pulsión de desánimo y negatividad.
Años antes de que la familia de Garshin se rompiera, tres influyentes novelas plasmaron con singular eficacia estos dilemas que vinieron a serlo de toda una generación: en 1862, Iván Turguénev publicó Padres e hijos, el primer retrato de un joven intelectual, Yevgueni Bazárov, que encarnaba la poderosa corriente nihilista de aquellos años, una explosiva mezcla de cientificismo y romanticismo; en 1864, Dimitri Chernichevski dio a conocer Qué hacer, un complejo drama de adulterio que hablaba con elocuencia de los arcaísmos de la vida social rusa y que, en cierto modo, respondía críticamente a la piedad de Turguénev. Y unos años antes, Iván Goncharov había plasmado en el joven aristócrata que protagonizaba Oblómov (1859) cómo la desidia y la inacción —estigmas rusos— podían anular un carácter que había sido generoso y emprendedor.
La llegada de Garshin al mundo había coincidido con un breve armisticio en la guerra de Crimea, la primera gran contienda europea por la hegemonía desde la desaparición del meteoro bonapartista en 1815. La habían encendido las pretensiones de Napoleón III, emperador de Francia, decidido a ser el protector de los intereses de la iglesia ortodoxa bajo la administración del gobierno turco, y la política imperial británica, que recelaba de la vertiginosa expansión de Rusia en el Cáucaso y Asia Central, demasiado cerca de la India, joya de la Corona. Por eso las dos grandes potencias occidentales (y luego Italia) apoyaron a Turquía en la defensa de sus intereses balcánicos, que la enfrentaban directamente con Moscú. La guerra estalló en septiembre de 1854, cuando se formalizó el cerco de Sebastopol, y tras un breve periodo de negociaciones en Viena se reanudó en 1855 y concluyó en 1856 con un largo congreso de paz en París. La memoria imperial continental retuvo nombres como Balaklava, lugar de la carga de la caballería británica que cantaron los versos de Alfred Tennyson, y Malakoff, el episodio más brillante de la intervención francesa (que persiste todavía en la toponimia urbana de París), pero la retórica no alcanzó a ocultar los cadáveres de veinte mil soldados británicos, noventa mil franceses y cien mil rusos. Y las cifras dramáticas y las palabras huecas se repitieron en tierras italianas en 1859 (donde nativos y franceses lucharon contra los austriacos); en 1866, cuando lo hicieron los ejércitos de Prusia y Austria, y en 1870, cuando se enfrentaron Francia y Prusia: todos fueron síntomas de la contienda de 1914 y, como veremos, la turbadora experiencia militar de Garshin le llevó a una certera premonición de este ciclo de horrores.
Las escoceduras rusas de Crimea determinaron el rumbo de los años siguientes. En 1870 se procedió al rearme del puerto de Sebastopol, en contra de las disposiciones del tratado de paz que prevenía la neutralidad del Mar Negro. Y, a la vez, la inquietud de los habitantes de los Balcanes determinó una poderosa corriente de intervencionismo ruso de signo paneslavista: primero fueron las atrocidades de las milicias turcas en el Exarcado de Bulgaria; en 1875, el levantamiento de Herzegovina contra los turcos; en 1876, los fuertes disturbios en Rumania y el ataque del independiente reino de Serbia a Turquía, repelido por los otomanos. La inevitable guerra ruso-turca estalló en 1877 cuando Rumania facilitó el paso del Danubio a los ejércitos rusos y, proclamada la independencia de aquel principado, rusos y rumanos invadieron Bulgaria. El asedio de Plevna, que cayó en manos de los aliados el 10 de diciembre, fue el episodio más brillante de aquella contienda que cerró el Tratado de San Stéfano en marzo del año siguiente: Bulgaria y Rumania confirmaron su independencia y Rusia se consolidó como la potencia hegemónica de la zona, frente a Turquía, por más que una nueva conferencia de paz en Berlín rectificara algo las cosas. La ambiciosa Serbia —aliado de última hora— incorporó nuevos territorios mientras que los perdieron Rumania y Bulgaria, y Bosnia-Herzegovina se incorporó al rompecabezas imperial austrohúngaro (allí precisamente, en Sarajevo, un terrorista serbio asesinó al heredero del Imperio en el malhadado verano de 1914: fue el lugar donde pareció acabar toda una época pero donde también se hicieron manifiestas sus culpas).
A finales del azaroso año de 1877, el relato de Vsévolod Garshin «Cuatro días» le hizo famoso de la noche a la mañana, al registrar la experiencia de un soldado ruso que padece las cuatro jornadas titulares, herido y en tierra de nadie, al lado del cadáver de un soldado turco, seguramente un felaj reclutado en Egipto, al que había dado muerte poco antes. Sin embargo, ni estas dramáticas páginas ni los otros relatos que Garshin escribió sobre sus recuerdos militares alcanzan a darnos una explicación sencilla de cómo el escritor tomó la decisión más importante de su vida: la de incorporarse como voluntario al Regimiento de Infantería 138 «Boljov», que fue uno de los que cruzó el Danubio, de donde regresó herido —aunque no de gravedad— a finales de 1877. De los relatos militares de Garshin, están escritos en primera persona el citado cuento «Cuatro días», «De las memorias del soldado Ivanov» y «El cobarde», además de «Una novela muy breve», que es una abreviatura satírica del cuento «El cobarde», al que superpuso el final de «Cuatro días»; sin embargo, en «El asistente y el oficial» adoptó un punto de vista más distante que reflejaba —al margen de la guerra y con impresionante hondura— la humillación de la vida de cuartel, a través de la desventura y la resignación del soldado Nikita.
En «De las memorias del soldado Ivanov», el capitán Ventsel —un oficial culto, receloso y exigente hasta la cicatería, pero capaz de sollozar por sus subordinados muertos en combate— le pregunta al protagonista por qué se enroló. E Ivanov responde que fue «por el deseo de tener diversas experiencias, de mirar», a lo que el amostazado Ventsel apostilla con desconfianza: «¿Y tal vez por estudiar al pueblo en su representante, el soldado?». Lo cierto es que Ivanov no es el populista emotivo y llorón que soliviantaba a los enemigos de la inteligentsia (una palabra que, por cierto, patentó la Ojrana, la policía política de los zares), sino el hombre que ha abrazado un destino colectivo, más allá de sí mismo. Pocas páginas antes, Ivanov ha resumido su sentimiento de soldado voluntario en la sensación de que «nos arrastraba una misteriosa fuerza secreta […]. Cada uno por separado se habría ido a su casa, pero la masa marchaba, obedeciendo no a la disciplina, no a la certeza de que se trataba de una causa justa, no al sentimiento de odio contra un enemigo desconocido, sino a eso misterioso e inconsciente que aún conducirá durante mucho tiempo a la humanidad a la guerra sangrienta, la causa más grande de todo tipo de desgracias y sufrimientos humanos».
Se advertirá que en el corazón de Ivanov conviven las convicciones de pacifismo y el impulso de fidelidad a lo colectivo. Y esa refinada experiencia del populismo, una intuición que se convierte en conciencia y voluntad, tenía un poderoso antecedente. A comienzos de los años sesenta, impresionado por el regreso de los prisioneros de la revolución liberal de 1825 (los decembristas), Lev Tolstói había decidido narrar la experiencia nacional de la lucha contra la invasión napoleónica tal como la veía en aquel momento de esperanza en una nueva Rusia: una confusa mezcla de grandes derrotas y pequeñas victorias, de desgarrones íntimos y de explosiones de fe, cuyo resultado había sido la articulación moral de la sociedad rusa y, sobre todo, la sensación de que la Historia con mayúscula se inscribía por encima de los designios, los egoísmos y las vacilaciones de los seres individuales. Y, en tal sentido, Guerra y paz fue, a la par, una obra nacionalista y universal, fatalista y lúcida, profundamente pacifista y visceralmente patriótica.
Garshin la leyó con aprovechamiento y proyectó buena parte del espíritu tolstoiano en aquella otra «guerra nacional» de 1877, aunque con matices mucho más pesimistas y contradictorios. En el cuento «El cobarde» convirtió a nuestro conocido soldado Ivanov en una suerte de Pierre Bezujov, el héroe de Tolstói, que vive su acercamiento a la guerra a partir de su inicial resistencia a combatir y de la vivencia del dolor ajeno. No es exactamente un cobarde sino un hombre que teme la invasión de su destino («soy un joven tranquilo, de buen corazón») por el mundo externo («¿Dónde se meterá tu “yo”?», se interpela) y que sospecha que «la guerra actual es sólo el principio de las futuras, de las cuales no nos libraremos ni yo, ni mi hermano pequeño, ni el hijo de pecho de mi hermana». Y, sin embargo, le mueven a participar el heroísmo de su amiga María Petrovna, que desea incorporarse al frente como enfermera, y, sobre todo, la enfermedad y muerte de un amigo común, Kuzma, víctima de una infección de las muelas que termina en gangrena. «Por su enfermedad y sus sufrimientos —consigna Ivanov en su diario—, trato de medir el mal causado por la guerra». Y cuando el médico augura el final del enfermo, deja de tener dudas: «Algo en mi interior, que no consigo definir, cuestiona mi actitud y me prohíbe eludir la guerra». Y a esa certidumbre incipiente sucede el «síndrome de Bezujov», la seguridad del destino: «Ya no me pertenezco —piensa al alistarse—, sigo la corriente; ahora lo mejor es no pensar, no razonar y aceptar sin críticas todas las casualidades de la vida y tal vez aullar cuando duela». Un segundo narrador de «El cobarde» nos cuenta los primeros combates de Ivanov y su trágica muerte por una bala enemiga. Pero antes, en sus últimas reflexiones, el protagonista se había recordado a sí mismo que «al enorme y para ti desconocido organismo, del cual eres una parte insignificante, le apeteció cortarte y tirarte».
Conviene tener presente la presencia de aquel «enorme y para ti desconocido organismo» a la hora de leer el relato anterior, «Cuatro días», que dio fama al escritor y cuya trama he expuesto muy brevemente líneas más arriba. El soldado turco muerto anticipa al pobre amigo Kuzma porque uno y otro son víctimas del «enorme y desconocido organismo». Inmerso en él, el Ivanov de «Cuatro días» se halla en un mundo del que, muy significativamente, sólo tiene una visión reducida, una suerte de metonimia de un todo inabarcable e impredecible: la hierba que tiene más cerca, los insectos que pululan en ella, el dolor y la sed que siente, el hedor y la hinchazón del cadáver del turco a quien ha dado muerte con su bayoneta. Y encima de uno y de otro, las estrellas que brillan por la noche o el sol que le deslumbra y quema desde el amanecer. En ese lugar fijo e inmutable anida su sufrimiento, como el de Kuzma se hace presente en la dramática escena de la cura de la gangrena cuando advertimos —otro primer plano…— la carne desgarrada, la vena palpitante y la blanca clavícula al aire, como si se viera un modelo anatómico… El presunto misterio del sufrimiento y la muerte no se entiende sino que se acepta como una parte de un mecanismo superior, de una fisiología autónoma. Y la guerra, como revelación de ese destino, pasa a ser un tercer ámbito individual, también intolerablemente cercano: Ivanov sabe ahora que la batalla no es sino un asesinato multiplicado, cuyo primer elemento fue el que cometió en la persona de quien casualmente era su enemigo. Y por eso pagará su tributo al «enorme y desconocido organismo» con la pérdida de su «piernecilla», como dice sarcásticamente el cirujano que se la amputa. Como ya indiqué, esta mutilación pasó a la cómica versión de «Una novela muy breve», donde el soldado pierde además a la novia que le impulsó al alistamiento y ahora se casa con otro; en «De las memorias del soldado Ivanov», sin embargo, la muerte es el final más congruente de quien descubre, a la vez, la verdad de la vida y su absoluta arbitrariedad.
Los años ochenta fueron eufóricos en Rusia. La muerte en atentado de Alejandro II dio pasó en 1881 al gobierno reformador de Alejandro III, a los buenos negocios y a la consolidación del imperio asiático y de una presencia cada vez mayor en Europa. La generación de grandes escritores de los años setenta cedió paso a los nuevos: Turguénev, el gran maestro de todos, murió en 1883; Dostoievski, el explorador de una nueva humanidad pero también la encarnación viva de la vetusta tradición rusa, había fallecido en 1881; Tolstói siguió vivo hasta 1910 pero ya no escribió novelas (salvo Resurrección, 1899) porque su influencia se ejerció a través del tolstoísmo, una suerte de culto personal, religión sociopolítica y saneado negocio de allegados del autor. Fiel a su tiempo, Garshin (que en 1880 había escrito bastante de lo más significativo de su obra) visitó al autor de Guerra y paz en su propiedad de Yásnaia Poliana, a primeros de año, y por entonces escribió también una carta al ministro Loris-Melikov pidiendo gracia para el terrorista polaco Mlodestki, que ha hecho estallar una bomba en el Palacio de Invierno, de San Petersburgo. Su tolstoísmo ideológico, sin embargo, se manifestó más tardíamente, como veremos. Y en la segunda mitad del año experimentó lo que los médicos llamaban un «colapso mental» que forzó un nuevo internamiento hasta 1882.
A este año clave de 1880 corresponde la aparición de dos cuentos significativos: «La noche» (que el lector encontrará en las páginas siguientes) y la fábula simbólica «Attalea Princeps», que narra la triste historia de una palmera que logra llevar su copete más allá del techo de su invernadero y es afrentosamente talada por sus cuidadores. Si este apólogo desolador expresa el destino del artista rebelde, «La noche» resulta un fascinante monodiálogo (como hubiera dicho Unamuno) que parece anticipar el estado mental que le llevó al manicomio y en el que vuelve a expresarse la lancinante paradoja entre la conciencia del absurdo y la añoranza de la plenitud vital alcanzada a través de la sencillez de espíritu. El arranque del cuento —la reflexión sobre el tictac del reloj— es inolvidable: la única realidad es el tiempo, que enlaza los aconteceres y que sustenta nuestra conciencia, a la vez que nos destruye inexorablemente. Al borde de ese vacío amenazante, Alexéi Petróvich se entrega a una actividad inútil en la última noche de su vida: toma un coche de punto, con cuyo conductor conversa; va a casa de un amigo, sabedor de que está ausente, con el único motivo de escribir una carta donde consignará las razones de su suicidio. Pero no concluye la misiva y toma un revólver para acabar con su vida. No lo hace, sin embargo, y el cuento alcanza entonces un final desconcertante: el protagonista muere, víctima de una suerte de tormenta cerebral, precisamente cuando algún recuerdo de su infancia, el sonido de una campanilla y el brillo de la estrella Arturo le hacían intuir una solución para su destino. Quizá sea una versión más amable del «enorme y desconocido organismo» que tres años antes le había hecho enrolarse en la guerra: «Es necesario, seguramente es necesario, vincularse a la vida común, sufrir y alegrarse, odiar y amar no por el propio “yo”, que todo lo devora sin dar nada a cambio, sino por la verdad común de la gente». Y el resultado es «el cadáver de un hombre que lleva en su cara pálida una expresión de felicidad y paz».
En una carta personal, Garshin hubo de pormenorizar a su admirado Iván Turguénev ese final tan confuso que había alarmado al gran escritor. Posiblemente, la mejor explicación se halle en el famoso relato simbólico «La flor roja» (precisamente dedicado a Turguénev), que escribió en el verano de 1883, salido ya de su internamiento. Su marco es un enorme y ruinoso manicomio rural, concebido para ochenta enfermos aunque encierra tres centenares de alienados; su protagonista es uno de ellos, que se hace pasar como inspector de sanidad (por cuenta del zar Pedro I el Grande) y cuya obsesión única es destruir unas flores rojas, unas modestas amapolas, que cree que encierran en su llamativo color todo el mal que aflige a los seres humanos. Logra destruir dos de ellas, pero el final de la tercera le cuesta su propia vida. Por supuesto, esta arbitraria objetivación del mal universal en algo que, a la par, es hermoso propone una solución al sufrimiento que hasta entonces no había sido capaz de comprender y, por la vía de ese explícito maniqueísmo, el escritor se atribuye una misión redentora que ineluctablemente exige su sacrificio. Pero también conviene apuntar que ese hospital deteriorado aunque organizado por meticulosos reglamentos se convierte en todo un símbolo del fracaso de la historia moderna rusa, más frondosa de burocracia y de rutinas que de soluciones.
Precisamente, la primera narración publicada por Garshin, «La verídica historia de la asamblea provincial de Ensk» (1876), fue una crónica satírica y agria de la aplicación de las reformas de 1860 en una pequeña e imaginaria capital de provincia. Y diez años después de «La flor roja», una memorable y conocida novela breve de Antón P. Chejov, «El pabellón número 6», usó la misma metáfora de aquel relato y apuntó a la misma dificultad de salir del atolladero nacional, trenzado por la pasividad y el ordenancismo: el doctor Ragin, estoico e indiferente desde un principio, ha llegado para dirigir el caduco establecimiento psiquiátrico y, precisamente cuando intenta reformarlo, acaba por morir como un internado más de él.
No hubo cambios en la vida de Garshin después de 1882. Al año siguiente obtuvo un modesto empleo en una compañía de ferrocarriles y contrajo matrimonio; publicó con asiduidad, aunque nunca una obra de gran empeño, y se convirtió en un referente de la nueva literatura de su país. Continuaron sus episodios depresivos y en 1887 hubo de abandonar su trabajo; en marzo de 1888 se arrojó por las escaleras de su casa en San Petersburgo, desde el quinto piso en el que habitaba. Murió, tras seis días de agonía, en el hospital de la Cruz Roja, y su fallecimiento produjo fuerte impresión en aquella ciudad (a la que amaba y había dedicado en 1882 unas divertidas «Cartas petersburguesas») y también en la sociedad literaria de todo el país. Se le dio tierra en el cementerio de Volkovo, no lejos de las tumbas de Turguénev y del crítico Belinski, el gran valedor del realismo ruso; años después, no lejos de él, se enterraron cerca de sus restos los de Leonid Andreiev, quizá su continuador más fiel.
El prestigio y el aprecio de su obra sobrevivieron a la revolución de octubre, que no fue nada generosa con sus contemporáneos. Uno de los grandes creadores de la escena revolucionaria soviética, Vsévolod Meyeijold, adoptó su insólito onomástico en homenaje suyo y abandonó el originario (y alemán) de Karl Theodor Casimir. Pero Meyerjold murió, como es sabido, en una de las innumerables purgas stalinianas. Un descendiente de Garshin, el médico Vladímir Garshin, fue el jefe de sanidad de Leningrado durante el cerco de la ciudad por los nazis, pero es más conocido por haber sido amante de la poeta Ana Ajmátova, que fue evacuada de la ciudad en 1942. Cuando acabó la guerra, no quiso saber nada de una de las más grandes escritoras de su tiempo y víctima incesante de la intolerancia soviética; la huella de su relación con ese último (y poco airoso) Garshin quedó, sin embargo, en el extenso Poema sin héroe que Ajmátova dedicó a su experiencia de la «guerra patria» y que sólo pudo publicar íntegro en 1976.
La obra de Garshin fue una rapsodia de grandes temas de la literatura rusa de los años anteriores a 1880 pero con una sensibilidad más desoladora y patética, que parece abrirse hacia las letras de los noventa y de los principios de siglo que no llegó a conocer, el momento que los manuales de historia literaria denominan «Edad de Plata».
De aquella literatura que salió de «El capote» de Gogol, según la frase consagrada, vino, sin duda, su fuerte compromiso social. Nuestro ya conocido cuento «Los pintores» (1879), donde se alternan las historias de dos jóvenes artistas —Dedov y Riabinin—, constituye una buena muestra del nivel de discusión en la crítica coetánea y, por supuesto, de las preferencias del autor. Ya hemos recordado que Riabinin es su predilecto y que Garshin hace suya la idea de que «el cuadro es el mundo en el que vives y ante el que respondes. Aquí desaparece la moral cotidiana: te creas una nueva en tu nuevo mundo y en él sientes tu verdad, dignidad o nulidad, tu mentira a tu manera, independientemente de la vida». Para uno y otro, ese compromiso con la realidad se convierte en una manifestación superior del masoquismo moral —todo compromiso comporta elevadas dosis de tal cosa— y por eso, mientras Dedov pinta su almibarada Mañana de mayo, que obtendrá la primera medalla de la exposición y el disfrute de una beca en Europa, Riabinin convierte en una auténtica enfermedad la pintura de una escena que Dedov precisamente le había mostrado como una curiosidad: el destino de los trabajadores que acaban sordos y enfermos al actuar como verdaderos moldes humanos cuando otros operarios baten con sus mazas el metal de las calderas.
Repuesto de su fracaso y su dolencia, el pintor perdedor acaba como un modesto profesor de dibujo en una escuela normal. Su situación como empleado público de mínimo nivel es el punto de partida del protagonista de otro importante relato de 1879, «El encuentro», mucho más crítico con la estructura social vigente. Vasili Petróvich es un profesor de gimnasio que acaba de llegar a su destino en una ciudad balnearia del Mar Negro. Y allí se tropieza con un antiguo condiscípulo, Nikolái Kudriashov, convertido en ingeniero del Estado y que vive con la ostentación de un potentado; no tiene el menor pudor de revelarle el secreto de su riqueza, e incluso animarle a seguir su ejemplo, porque todo deriva de las gigantescas estafas que realiza por cuenta de la construcción de un dique en el puerto de la ciudad. El inmenso acuario que Kudriashov ha instalado en su casa es una consecuencia más de sus delitos (dispone de una tubería para alimentarlo de agua marina) pero también una muestra de la violencia del mundo que se está formando de ese modo: Vasili parece ser el único en advertir cómo los peces del acuario se devoran unos a otros, con la misma furia con que los sinvergüenzas se tragan a los débiles o se comen entre sí.
La primera redacción de «Nadezhda Nikoláievna», que tiene las dimensiones de una novela breve, se escribió en 1878-1879 pero apareció en 1885. No se ha reproducido en este volumen porque el mismo personaje —y una historia parecida— figura en «Un suceso», narración más breve, elíptica e intensa que se fecha en 1878. El primero de los relatos citados se presenta como las memorias que escribe un joven pintor, Andréi Lopatin, en los últimos días de su vida. Como el Riabinin de «Los pintores», es un artista ambicioso cuya obsesión es pintar a la magnicida Charlotte Corday, asesina de Marat, en los momentos anteriores a su ejecución. Un amigo, el corrupto y brutal Bessonov, le presenta a la modelo ideal, Nadezhda, que ha sido su amante y de la que Andréi se enamora fervientemente, pese al cariño mutuo que mantiene con su abnegada prima Sonia. Las páginas alternadas de los diarios de Bessonov y Lopatin (un recurso al que Garshin fue muy aficionado) permiten confrontar las actitudes de los dos rivales: la entrega y la mala conciencia del segundo y el egoísmo y la violencia de los celos del primero. En la violenta escena final, Bessonov asesina a Nadezhda de un disparo y Andréi, también herido de bala, golpea a su enemigo con un hierro con el que ya en una escena muy anterior le había amenazado.
«Un suceso», como verá el lector de estas páginas, es un relato mucho más complejo y también menos romántico, donde la narración en tercera persona complementa la alternancia de los monólogos de los personajes. Si en «Nadezhda Nikoláievna» ésta era una presencia muda, de cuyos sentimientos sabíamos muy poco, ahora la parte más significativa del relato se focaliza en su conciencia, mientras que el apasionado Lopatin es reemplazado por un Iván Ivánich, mucho más nebuloso aunque no menos dado a la desesperación. En el monólogo de arranque la identidad de la muchacha es mucho más explícita: una demi-mondaine a la que no falta cierto barniz de educación pero cuyo descontento consigo misma sólo se refleja en el cinismo fatalista y su tendencia a la bebida. Iván, a despecho de los consejos de sus amigos, se ha entregado totalmente a esta mujer que ignora sus declaraciones de amor y hasta sus propuestas de matrimonio. En su última entrevista, que tiene lugar en casa de Iván, llega a amenazarla de muerte y ella se va ofendida. Pero ya en la calle regresa con una sospecha que se confirmará: al poner la mano en el picaporte, escucha el disparo que pone fin a la vida de su enamorado.
Las dos encamaciones de Nadezhda pertenecen a una progenie de mujeres marcadas por una infracción de la moral sexual que poblaron copiosamente la literatura narrativa europea del siglo XIX. Su presencia proporcionó un aliciente de escándalo a los dos géneros que reinaron en el siglo —la novela y el drama (y su hermana, la ópera)—, pero, en buena parte de los casos, fueron también una resuelta reflexión sobre la hipocresía de la sociedad, la insatisfacción del mundo femenino y los límites de la libertad individual en la vida conyugal. No nos extrañará que el adulterio femenino fuera el tema más universalmente tratado, pero al lado de él asomaron otros: las dificultades de las mujeres señaladas de por vida a causa de un amor ilícito o el destino de las dedicadas al amor mercenario que, sin embargo, son capaces de amar y entregarse. Nuestra Nadezhda pertenece, sin duda, a este último apartado, que abundó en la literatura popular folletinesca —el modelo fue la protagonista de La dama de las camelias, novela y drama de Dumas hijo— pero que también tuvo una singular presencia en la novela rusa, nada favorable a la franqueza erótica (como observó con sagacidad Pardo Bazán) pero muy sensible a las temáticas donde la redención y la esperanza podían iluminar un fondo de catástrofe. Es indudable que en la concepción de su gran personaje femenino, Garshin había tomado muy en cuenta a la inolvidable Sonia Semionovna Marmeladova, la protagonista de Crimen y castigo, de Dostoievski, marcada por el infamante «carnet amarillo» de las prostitutas que había recibido a temprana edad, víctima de un padre borracho y, sin embargo, enamorada de Raskolnikov, a quien acompaña en su calvario y asistirá en el destierro a Siberia. Años después, la última novela de Lev Tolstói, Resurrección (1899), tan salpicada de referencias evangélicas, narró la historia de una redención que comenzaba en el triste patio de la prisión provincial donde la prostituta Katiusha Máslova iba a ser juzgada por asesinato y donde, entre sus jueces, se hallaba su antiguo seductor, el príncipe Dmitri Nejliúdov, quien también acabará por seguirla en su destino siberiano.
La dignidad moral del remordimiento y la pasión por la justicia social de los relatos de Garshin tienen alguna coincidencia con el pensamiento de Dostoievski pero reconocen más deudas con el de Tolstói. Para Peter Henry, los dos relatos más tolstoianos de nuestro autor fueron tardíos y significativamente alejados de su visita a Yásnaia Poliana en 1880. No se ha incluido en esta antología «La leyenda del orgulloso Agguei» (1886), con aire de cuento popular, donde narró el destino de un poderoso regente del reino cuya soberbia era tan grande que hizo arrancar del evangelio la frase que recuerda que «los ricos se harán pobres y los pobres, ricos». Persiguiendo un día a un ciervo, el regente se extravió y no supo encontrar el camino de regreso, lo que un ángel aprovechó para tomar sus ropas regias, ir a la Corte y hacerse pasar por el tirano perdido. Cuando Agguei, mucho tiempo después, logró encontrar su ciudad, nadie le reconoció bajo su miserable aspecto, sufrió toda clase de humillaciones y acabó por hacerse lazarillo de ciegos. Ya arrepentido de sus culpas pasadas, el ángel le comunicó el perdón de Dios pero él decidió perseverar en su trabajo. Mientras, bajo sus atributos de poder, el mismo enviado había logrado el respeto y la devoción de todos sus súbditos, y, cuando decidió abandonar su envoltorio mortal, todos le aclamaron como un santo mientras quien fue el orgulloso Agguei proseguía su abnegada tarea.
En cambio, los lectores de este libro disponen de «La señal» (1887), el último cuento de Garshin y uno de los más conmovedores que escribió. Semión, su protagonista, es —como el autor— un antiguo combatiente de la guerra de 1878 al que la contienda no cambió su vida miserable. El encuentro fortuito con un antiguo oficial le depara, sin embargo, la oportunidad de convertirse en peón ferroviario, al cuidado de una solitaria caseta en una vía de provincias. Pero la arbitrariedad y la injusticia prosiguen, y, si no se ceban en él, lo hacen en Vasili, su compañero, que ejerce su mismo oficio en la caseta contigua. La escena clave nos muestra el sacrificio de Semión, que intenta salvar la responsabilidad de Vasili pero, sobre todo, preservar las vidas de los viajeros del convoy que va a descarrilar. La moral tolstoiana —que denunciaba la miseria pero exaltaba la solidaridad y proscribía la violencia— impregnó este impresionante cuento que ofrecía a sus lectores la otra cara, la más cruel, de una sociedad cuyos avances técnicos y cuyo optimismo no bastaban a ocultar la injusticia sobre la que se fundamentaba.
La recepción de la literatura rusa en Europa fue un fenómeno que marcó poderosamente la segunda mitad del siglo XIX y buena parte del pasado siglo XX. La admiración sincera tuvo también mucho que ver con los prejuicios, pero la mayoría de éstos fueron positivos. Tras la dolorosa purga de los últimos reductos del romanticismo occidental, lo ruso ofrecía un regreso al romanticismo más bárbaro y genuino, con algo de primitivo (y el primitivismo, no lo olvidemos, fue una de las grandes tentaciones redentoras del decadentismo europeo). Cuando se hablaba de la muerte de Dios y de una sociedad hipócrita, la aureola de fe (incluso de la fe paradójicamente depositada en el nihilismo) que se respiraba en la novela rusa y su indiscutible atención a los desposeídos parecían encerrar el secreto de un nuevo renacimiento espiritual. Pero, sobre todo, fueron aquellas psicologías dubitativas y tremendas, capaces de todas las miserias y de todos los sacrificios, las que enseñaron mucho a una literatura universal que buscaba ansiosamente y por doquier una determinación más estable de lo que decíamos al mentar el pronombre personal yo.
Los ensayos de la perspicaz Emilia Pardo Bazán, La revolución y la novela en Rusia (1887), primer acercamiento sistemático de un español a las letras rusas, suelen desdeñarse, a menudo, como una mera glosa del libro de Melchor de Vogüe que le antecedió en Francia. Pardo lo había leído, sin duda, pero también había experimentado por sí misma la lectura de muchas traducciones francesas, y, recordando la de Crimen y castigo, escribía que «malos libros los de Dostoievski para leídos durante la digestión o de noche al acostarse, cuando en la alcoba solitaria cada prenda de ropa toma formas raras y un soplo invisible estremece las cortinas». Y es que, continúa, «por experiencia propia conozco el diabólico poder del análisis psicológico de Dostoievski», y por eso confiesa que quedó subyugada cuando «me llamó la Esfinge: puse mis ojos en los suyos. Hondos como el abismo; sentí el dulce vértigo de lo desconocido, interrogué y, como el poeta alemán, aguardo, sin gran esperanza, a que el rumor del oleaje me traiga la respuesta[2]».
Pero, en tanto, alguna conclusión valiosa acerca de la Esfinge rusa había obtenido, y una de ellas coincide asombrosamente con la que sustentaría el crítico George Steiner, setenta años después, en un capítulo del valioso ensayo Tolstói o Dostoievski: «Dos grandes pueblos hay en el mundo […] que aún no acabaron de sentar su piedra en el edificio de la historia: la gran República transatlántica y el Imperio colosal, los Estados Unidos y Rusia». No ve claro el porvenir literario de la primera porque «su literatura, donde resplandecen nombres como el de Edgardo Poe, es prolongación de la inglesa y nada más», pero «Rusia es actualmente el pueblo joven de Europa, el último que llega al convite» y que nos ofrece «la súbita revelación de una nacionalidad literaria[3]».
Tres años después, entre febrero y abril de 1890, el joven Pío Baroja —tenía dieciocho años a la sazón y cursaba cuarto de Medicina en Valencia— publicó en el periódico La Unión Liberal, de su natal San Sebastián, la serie de artículos «Literatura rusa», nada originales ni demasiado valiosos pero indicio de una devoción por «la Esfinge» que aumentaría con el tiempo[4]. El escrutinio de autores universales que incluye Juventud, egolatría (1917) refleja su admiración por Tolstói («para mí, Tolstói es un griego —decía yo una vez—; es sereno, claro, sus personajes parecen dioses; no se ocupan más que de sus amores, de sus pasiones; no tienen ese problema agudo del vivir, para nosotros primordial») y por Dostoievski («dentro de cien años se hablará de la aparición de Dostoievski en literatura como uno de los acontecimientos más extraordinarios del siglo XIX. En la fauna espiritual europea, será algo como el diplodocus»), conceptos que repitió y explayó en ensayos posteriores[5].
Pero las informaciones de Pardo Bazán y Baroja no incluyeron a Garshin, a quien nunca mencionan, pese a que Peter Henry citó a Baroja, junto a Ernesto Sábato, entre los escritores del ámbito hispánico que habían reflejado su influencia. La mención de Baroja obedece, de seguro, a un curioso error. En 1930, un entusiasta, desconocido e interesante libro del crítico Francisco Pina dedicó un capítulo a la influencia de un contemporáneo de Garshin, Nikolái Garin, y su tetralogía La primavera de la vida, Los colegiales, Los estudiantes y Los ingenieros (1892-1893) en la trilogía barojiana Agonías de nuestro tiempo, llevado de la similitud que cree observar entre el héroe español, José Larrañaga, y el ruso, Tioma Kartashiov[6]. A esto se refiere, sin duda, un párrafo de las memorias de Baroja donde, sin mayores explicaciones, desmiente varias de las influencias que se le han achacado: Gorki, en primer lugar, y también Ganivet, y por supuesto Dickens, Poe, Balzac, Stendhal, Dostoievski y Tolstói, e incluso los ensayos de Francis Bacon, el Ubu rey de Jarry, La intrusa de Maeterlink, «y un ruso, Garin», que cita de pasada al lado de «Korolenko, de Mirbeau y de otros autores[7]».
La similitud de los apellidos Garin y Garshin debió de engañar a los informadores del estudioso británico, aunque Baroja pudo haber leído a nuestro autor en una traducción española bastante deficiente, nada menos que de 1903. La publicó la mítica imprenta del librero Francisco Sempere, de Valencia, al que asesoraba todavía Vicente Blasco Ibáñez, en el marco de la colección popular que fue lectura predilecta de la pequeña burguesía radical y de los «obreros conscientes» de comienzos de siglo. Bajo el título La guerra se recogieron los relatos de Garshin referidos a la contienda de 1877-1878, a los que acompañaba un «Prólogo» pacifista de Guy de Maupassant, que no hace ninguna alusión a Garshin, y un «Estudio preliminar» del crítico asturiano Pedro González Blanco que se extiende sobre quien «vivió en una época desconsoladora, en una de esas épocas de crisis moral, de abatimiento, de desilusiones, de angustia, de todo un conjunto de tristezas que determinan el retraso intelectual de Rusia, ese momento de estancación, de dejadez profunda, de disgusto por la vida». Ciertos ecos galicistas de esta cita —la sintaxis enfáticamente cadenciosa y sobre todo el calco lingüístico estancación/stagnation— revelan las fuentes de información del laborioso prologuista que también aparece como firmante de la traducción, bastante descuidada.
El editor Sempere fue tan fiel a su fuente francesa que llamó al escritor «Garchine». En la siguiente comparecencia de nuestro autor en los catálogos españoles ya apareció como Garchin. Tal sucedió en la memorable y ya citada Colección Universal, de CALPE, cuyo volumen 1135, impreso en 1930, ofrecía una selección de cuatro cuentos que forman el título del libro, Cobarde. Cuatro días. Attalea Princeps. Las flores rojas. La traducción es directa del ruso y a cargo de Félix Díaz Mateo.
La popularidad de esta serie, adelantada europea del moderno libro de bolsillo, garantizó una notable circulación del volumen, que, por otra parte, hacía compañía en su catálogo a muchos títulos de la novela clásica rusa y a no pocos de escritores de la «Edad de Plata», como Gorki, Korolenko, Andreiev o Bunin. La última gran oleada de lectores fascinados por «la Esfinge» fue gozosa tributaria de aquellos tomitos de cubiertas amarillas (y luego, como fue el caso de Cobarde, de color grisáceo, decorados con una sencilla orla). A uno de estos lectores ávidos y con no poco reproche se dirigía el novelista Ramón Ledesma Miranda en un curioso artículo que publicó la revista monárquica Acción Española: «Usted busca en la literatura alicientes insólitos, pasiones descomunales, patología, misterio… Hace tiempo que el repertorio común de sucesos novelescos no consigue despertarle el menor interés. Este hambre de lo inaudito ha querido Vd., aplacarla en las palabras de Andreiev, de Gorki, y cuando no, en libros de Psicología y Ocultismo[8]». El novel Ramón J. Sender fue, sin duda, uno de aquellos jóvenes, aunque no es fácil que hubiera leído el volumen de la Colección Universal, sino el más antiguo de Sempere, cuando publicó su novela Imán, un gran éxito de 1930 y quizá la mejor de las nuevas «narraciones sociales» españolas. La dramática historia del soldado Viance, al que sus compañeros llaman «imán» porque atrae todas las desgracias, podría tener algún eco de «Cuatro días» e incluso de «De las memorias del soldado Ivanov», cuando el personaje sufre la irracionalidad de la vida cuartelera en Marruecos, participa en la terrible derrota de Annual, vagabundea sin rumbo durante varias jornadas y una noche halla refugio en las entrañas de un caballo muerto y desventrado. Aunque más que en la peripecia concreta, la huella estaría en la observación minuciosa de aquel primer plano de la realidad en la que Ivanov entendía «el enorme y desconocido organismo» que es la vida y en cuyo horizonte Viance llega a pensar que «su propia materia no es distinta de lo que le rodea, que sólo hay un tipo de materia y que todo está animado por los mismos impulsos ciegos, sometidos a la misma ley[9]».
Quien, con certeza, siguió la Colección Universal fue también el joven Francisco Ayala, que en 1930 suspendió su creación literaria de vanguardia para dedicarse profesionalmente al Derecho Político. Luego, ya en el exilio, reanudó aquella veta creativa con dos preciosas colecciones de cuentos, Los usurpadores y La cabeza del cordero (ambas de 1949), que desarrollaban complejas metáforas acerca de la ilegitimidad y la violencia inherentes al poder, en el primer título, y de la guerra civil española, en el segundo. «El tajo» es un cuento de la segunda colección citada que quizá conserve el recuerdo inconsciente de una lectura de «Cuatro días», muy diferente en todo caso de la de Sender. El escritor aragonés había atendido a la experiencia individual del absurdo de la guerra y cómo, a través de ella, se alcanzaba una cierta intuición del orden —arbitrario pero obligatorio— del mundo; Ayala ha preferido fijarse en la muerte concreta que ha desencadenado la acción. Si Ivanov ha matado de un bayonetazo a un soldado turco al que jamás había visto, el joven oficial sublevado que protagoniza «El tajo» ha matado de un tiro, por un reflejo automático, a un soldado enemigo que había ido a aliviarse en tierra de nadie y a comer de las tentadoras uvas de una parra próxima, igual que él mismo había pensado hacer.
Ninguno de los dos ecos señalados me parece demasiado seguro, ni mucho menos: siempre hay más coincidencias que influencias. Pero ojalá, tantos decenios después, algún lector español joven —escritor o no— descubra la personalidad y la literatura de Vsévolod Garshin y por ese camino escrute de nuevo el rostro de «la Esfinge» que, desde hace siglo y medio, ha desvelado a tantos lectores europeos.
JOSÉ-CARLOS MAINER