—El juego ha terminado… por ahora —dijo el golem, y se disolvió. Harry cayó. Cayó de bruces sobre los restos, que olían a tierra húmeda y fértil.
Frente a su cara había una mano de tierra, similar a la que habían visto en el bungalow de Ricky, aunque más grande. Dos dedos se movían con un vestigio de energía sobrenatural, como deseando tocarle la nariz. Harry descargó un puñetazo que pulverizó esa monstruosidad.
Bailarines aullantes tropezaron con él y rodaron al suelo. Apartó los cuerpos caídos, se puso de pie.
Un muchacho enfurecido con una camiseta de Batman le embistió y trató de pegarle. Harry le esquivó, le asestó un derechazo en el vientre, le lanzó un uppercut con la izquierda, le tumbó y buscó a Connie.
Connie estaba cerca. Acababa de derribar a una adolescente pendenciera con un golpe de kárate y ahora giraba sobre un pie para asestar un codazo en el plexo solar de un joven musculoso que parecía sorprendido de caer, como si hubiera pensado que Connie sería una contrincante fácil de dominar.
Si se sentía tan mal como Harry, tal vez Connie no pudiera resistir. Aún le dolían las articulaciones por el frío que habían sentido durante la Pausa, y estaba cansado como si hubiera cargado un gran peso durante kilómetros.
Reuniéndose con ella, gritó para hacerse oír en medio de la música y los demás ruidos.
—¡Ya no tenemos edad para esto! ¡Larguémonos de aquí!
En casi todas partes los puñetazos y empellones reemplazaban el baile, como consecuencia de los empellones que había dado Tic-tac al avanzar entre la muchedumbre. Pero no todos parecían comprender que la fiesta había desembocado en una peligrosa trifulca, porque algunos empujaban a los demás riendo como si se tratara de una danza violenta pero inofensiva.
Harry y Connie estaban demasiado lejos del frente del edificio como para salir de allí antes de que la multitud comprendiera la situación. Aunque no era tan peligroso como un incendio, la muchedumbre aterrada reaccionaría ante la violencia como si hubiera visto llamas. Algunos incluso creerían haber visto fuego.
Harry cogió la mano de Connie para que la turbulencia no les separase y la condujo hacia la pared trasera, donde sin duda habría otras puertas.
En esa atmósfera caótica, era comprensible que los más juerguistas confundieran la violencia real con una broma, aunque no estuvieran drogados. Los focos barrían el techo de metal, los haces láser abrían cortes de color en la sala, las luces estroboscópicas palpitaban, sombras fantasmagóricas brincaban en medio de la desaforada muchedumbre, cuyos rostros jóvenes eran extraños y misteriosos detrás de esas cambiantes máscaras de luz. Imágenes psicodélicas vibraban en las dos grandes paredes, el disc jockey aumentaba el volumen de esa música demencial y tan sólo la algarabía de la gente habría desorientado a cualquiera. Los sentidos estaban sobrecargados y podían confundir un estallido de violencia con una broma.
A espaldas de Harry se elevó un grito diferente de los demás, tan estridente e histérico que perforó el rugido de fondo y llamó la atención a pesar de la cacofonía reinante. No había transcurrido un minuto desde el final de la Pausa, y Harry supuso que quien gritaba era esa muchacha de pelo negro, saliendo del shock y descubriendo que su hombro terminaba en un muñón sangriento, o bien alguien que de pronto había visto el brazo arrancado.
Aunque ese gemido estremecedor no hubiera llamado la atención, la multitud no pasaría mucho más tiempo sumida en su ignorancia. No había nada mejor que un puñetazo en la cara para ahuyentar la fantasía y regresar a la realidad. Cuando el cambio de ánimo afectara a la mayoría, la carrera hacia las salidas sería potencialmente mortal, aunque no hubiera incendio.
El sentido del deber y su conciencia de policía instaron a Harry a regresar, hallar a la muchacha que había perdido el brazo y tratar de administrarle los primeros auxilios. Pero sabía que sería difícil encontrarla en medio de esa muchedumbre y que no podría ayudar aunque la encontrara en ese creciente remolino humano que ya parecía haber alcanzado una fuerza huracanada.
Aferrando la mano de Connie, Harry se abrió paso entre los bailarines y los espectadores, con sus botellas de cerveza y sus globos de óxido nitroso, hasta llegar a la pared del fondo del depósito, que estaba debajo del altillo. Más allá de las luces. El lugar más oscuro del edificio.
Miró a la izquierda y derecha. No encontró ninguna puerta.
Eso no era sorprendente, considerando que un rave era una fiesta ilegal en un depósito abandonado y no un festejo en la pista de baile de un hotel, con letreros de salida bien iluminados. Pero sería exasperante haber sobrevivido a la Pausa y los golems para morir pisoteado por cientos de chicos drogados que procuraban atravesar una puerta al mismo tiempo.
Harry decidió ir a la derecha, aunque lo mismo daba ir hacia el otro lado. En el suelo yacían jóvenes inconscientes que se recobraban de sus bocanadas de gas hilarante. Harry trató de no pisar a nadie, pero debajo del altillo había tan poca luz que no veía a los que vestían ropa más oscura hasta que tropezaba con ellos.
Una puerta. Casi no la vio.
En el depósito la música continuaba tronando, pero los ruidos de la multitud habían cambiado. Ya no era un rugido de juerga, sino un rumor erizado de chillidos de pánico.
Connie aferraba la mano de Harry con tal fuerza que le trituraba los nudillos.
En la penumbra Harry empujó la puerta con los hombros. No cedió. No. Debía abrirse hacia dentro. Tiró hacia dentro, pero tampoco obtuvo resultados.
La multitud corría hacia las paredes. La ola de gritos crecía, y Harry sentía el calor y el terror de la turba que avanzaba hacia la pared del fondo. Debían de estar demasiado desorientados para recordar dónde estaban las entradas principales.
Tanteó el picaporte, aldabón o lo que fuere, y rogó que no estuviera cerrado con llave. Encontró una maneta vertical con un pestillo, apretó, oyó un chasquido.
Los primeros fugitivos les empujaron desde atrás, Connie gritó, Harry devolvió el empellón tratando de apartarles para poder abrir la puerta: «por Dios, que no sea un baño ni un guardarropa porque nos aplastarán», mantuvo el pulgar sobre el pestillo, tiró de la puerta hacia dentro gritando a la multitud que aguardara, que aguardara, por amor de Dios, y de pronto la puerta se abrió de par en par y él y Connie fueron impulsados hacia el fresco aire de la noche por una marejada de gente desesperada.
Más de una docena de chicos estaban en un aparcamiento, reunidos detrás de una camioneta Ford blanca. La camioneta estaba adornada con dos hileras de luces navideñas verdes y rojas, que operaban con su propia batería y brindaban la única iluminación en la noche cerrada, entre la parte trasera del edificio y el barranco cubierto de malezas. Un hombre de pelo largo llenaba globos con un tanque de presión de óxido nitroso que estaba amarrado a un carro detrás de la camioneta y un sujeto calvo juntaba billetes de cinco dólares. Tanto los vendedores como los clientes se volvieron asombrados cuando una muchedumbre histérica cruzó la puerta trasera del depósito.
Harry y Connie se separaron, sorteando a los que rodeaban la camioneta. Connie se dirigió hacia una puerta del vehículo y Harry hacia otra.
Abrió la puerta y subió.
El sujeto de la cabeza rapada le cogió del brazo, le detuvo y le arrastró hacia fuera.
—Oye, amigo, ¿qué estás haciendo?
Harry metió la mano en la chaqueta y desenfundó el revólver. Apoyó el arma en los labios de su adversario.
—¿Quieres que te saque los dientes por la nuca?
El calvo abrió unos ojos como platos, retrocedió, alzó ambas manos para demostrar que no iba armado.
—No, amigo, cálmate. Llévate la camioneta, es tuya, pásalo bien.
Aunque los métodos de Connie fueran desagradables, había que admitir que eran eficientes.
Harry se sentó al volante, cerró la puerta, enfundó el revólver.
Connie ya estaba sentada.
Las llaves estaban puestas, y el motor estaba encendido para mantener cargadas las baterías de las luces navideñas. Luces navideñas, por Dios, esos traficantes de óxido nitroso eran gente festiva.
Soltó el freno de mano, encendió los faros, movió la palanca y apretó el acelerador. Por un instante las llantas giraron y humearon, chillando en el asfalto como cerdos furiosos, y los festejadores se dispersaron. Luego la goma mordió el asfalto, la camioneta se lanzó hacia la parte trasera del depósito y Harry tocó bocinazos de advertencia.
—Dentro de un par de minutos tendremos un atasco de tráfico —dijo Connie, aferrándose del salpicadero mientras doblaban la esquina del depósito casi sobre dos ruedas.
—Sí —respondió Harry—, todos tratarán de largarse antes de que llegue la policía.
—Los policías son unos aguafiestas.
—Estúpidos.
—Nunca se divierten.
—Mojigatos.
Bajaron como bólidos por la calzada, donde no había puerta de salida y en consecuencia tampoco había gente asustada que esquivar. La camioneta respondía bien, con potencia y buena suspensión. Harry sospechó que estaba trucada para escapar deprisa cuando aparecía la policía.
Frente al depósito la situación era diferente y tuvo que usar el freno y la bocina, zigzagueando para esquivar a los fugitivos. La mayoría de la gente había escapado del edificio con mayor rapidez de la que creía posible.
—Los promotores tuvieron la astucia de abrir una de las puertas para camiones para que saliera la gente —dijo Connie, volviéndose para mirar por la ventanilla.
—Me sorprende que funcione —comentó Harry—. Dios sabrá cuánto hace que ese lugar está abandonado.
Al aliviarse la presión, la cantidad de víctimas sería mucho menor.
Girando para entrar en la calle, Harry rozó un coche aparcado con el parachoques trasero pero siguió adelante, dispersando a bocinazos a los pocos festejadores que habían llegado tan lejos y corrían por el medio de la calle como la gente aterrada huye del lagarto gigante en las películas de Godzilla.
—Amenazaste con tu arma a ese sujeto atrapado —dijo Connie.
—Sí.
—¿Te oí decirle que le volarías la cabeza?
—Algo parecido.
—¿No le mostraste la placa?
—Supuse que respetaría más un arma que una placa.
—Empiezas a gustarme, Harry Lyon.
—No hay futuro en ello… a menos que sobrevivamos a este amanecer.
En segundos dejaron atrás a los festejadores que habían abandonado el depósito a pie, y Harry hundió el acelerador. Dejaron atrás el vivero, los talleres y el depósito de vehículos que habían visto al llegar, y pronto también dejaron atrás los coches aparcados de los festejadores.
Quería estar lejos de allí cuando llegara la policía de Laguna Beach, que no tardaría. Si les sorprendían en medio de ese tumulto sufrirían una demora que tal vez les quitara la única oportunidad de localizar a Tic-tac.
—¿Adónde vas? —preguntó Connie.
—Al Green House.
—Sí. Tal vez Sammy aún esté allí.
—¿Sammy?
—El vago. Así se llamaba.
—Ah, sí. Y el perro parlante.
—¿Perro parlante?
—Bien, tal vez no hable, pero tiene algo que contarnos y necesitamos saberlo, eso es seguro. Y tal vez hable, por qué no, quién puede saberlo en este mundo de locos, en esta noche de locos. Hay animales parlantes en los cuentos de hadas, ¿por qué no puede haber un perro parlante en Laguna Beach?
Harry notó que estaba devaneando, pero conducía a tal velocidad que no quería apartar los ojos del camino para comprobar si Connie lo miraba con escepticismo.
Ella no parecía preocupada por su cordura cuando dijo:
—¿Cuál es el plan?
—Creo que tenemos una pequeña oportunidad.
—Porque Tic-tac necesita descansar. Como te dijo por la radio del coche.
—Sí. Especialmente después de algo como esto. Hasta ahora siempre hubo una hora o más entre cada una de sus… apariciones.
—Manifestaciones.
—Como quieras llamarlas.
Pronto estuvieron de vuelta en los vecindarios residenciales y atravesaron Laguna dirigiéndose a la carretera de la costa.
Un coche de policía y una ambulancia pasaron por una calle perpendicular haciendo relampaguear las luces intermitentes. Sin duda respondían a una llamada del depósito.
—Reacción rápida —dijo Connie.
—Alguien debió llamar al 911 desde el teléfono de su coche.
Tal vez la ayuda llegara a tiempo para salvar a la chica que había perdido el brazo. Tal vez hasta pudieran salvarle el brazo y cosérselo. Sí, y tal vez existiera el hada madrina.
Harry estaba exaltado porque habían escapado de la Pausa y del rave. Pero su adrenalina se disolvió deprisa cuando recordó el salvajismo con que el golem había arrancado el esbelto brazo de la joven.
Sintió el acoso de la desesperación.
—Si existe una pequeña oportunidad mientras él descansa o duerme —dijo Connie—, ¿cómo podremos encontrarle?
—No con los retratos de Nancy Quan, eso es seguro. Ya no tenemos tiempo para eso.
—Creo que la próxima vez que se manifieste nos matará. Ya no habrá juegos.
—Estoy de acuerdo.
—O al menos me matará a mí. Y a ti la vez siguiente.
—Al alba. Estoy seguro de que nuestro amiguito cumplirá esa promesa.
Ambos callaron un instante, angustiados.
—¿Qué nos queda entonces? —preguntó Connie.
—Tal vez el vago del Green House…
—Sammy.
—Tal vez él sepa algo que pueda ayudarnos. De lo contrario… bien, no sé, parece que no hay esperanzas, ¿verdad?
—No —replicó ella—. Siempre hay esperanza. Mientras hay vida hay esperanza. Mientras hay esperanza, vale la pena intentarlo, seguir adelante.
Harry viró bruscamente en otra esquina, entró en otra calle, oscura, enderezó la camioneta, aflojó un poco el acelerador y la miró asombrado.
—¿Siempre hay esperanza? ¿Qué te ha sucedido?
Connie sacudió la cabeza.
—No sé. Todavía está sucediendo.