Connie tuvo el impulso de apartarse de la baranda, para que el golem no la viera al mirar hacia arriba, pero reprimió ese acto instintivo y se quedó inmóvil. En la insondable quietud de la Pausa, incluso el susurro de las suelas contra el suelo, o el crujido de un tablón, llamarían al instante la atención de la criatura.
Harry también contuvo su reacción instintiva y se quedó tan quieto como la mayoría de los festejadores atrapados en la Pausa. Gracias a Dios.
Si esa cosa miraba hacia arriba, tal vez no les viera. La mayor parte de la luz estaba abajo, y el altillo quedaba en penumbras.
Connie comprendió que se aferraba a la estúpida esperanza de que Tic-tac de veras les rastreara sólo con sus sentidos comunes, cumpliendo su promesa. Como si se pudiera confiar en la promesa de un asesino sociópata, dotado o no de poderes paranormales. Estúpido, indigno de ella, pero Connie se aferraba a esa posibilidad. Si el mundo podía caer en un hechizo tan profundo como el de un cuento de hadas, ¿por qué sus propias esperanzas y deseos no podían surtir cierto efecto?
¿Y no era extraño que ella tuviera semejante idea tan tarde en el tiempo?, ¿cuándo había abandonado toda esperanza en la niñez?, ¿cuándo jamás había pedido ningún regalo, ninguna bendición, ningún alivio?
Todos cambiamos, decían. Connie nunca lo había creído. Había cambiado muy poco a lo largo de su vida; no esperaba nada del mundo sin deslomarse para ganarlo, y hasta sentía un perverso deleite en no recibir dádivas del cielo.
«A veces la vida es amarga como lágrimas de dragón. Pero las lágrimas de dragón sólo son dulces o amargas según el modo en que cada hombre perciba su sabor».
O cada mujer.
Ahora sentía una agitación interior, un cambio importante, y deseaba vivir para ver qué sucedía.
Pero abajo merodeaba ese golem acechante.
Connie respiró por la boca abierta, despacio y en silencio.
Moviéndose entre los bailarines fosilizados, la maciza criatura volvió su enorme cabeza a derecha e izquierda, inspeccionando metódicamente la multitud. Cambiaba de color mientras se desplazaba a través de los láseres y los focos, de rojo a verde, de verde a amarillo, de amarillo a rojo a blanco a verde, gris y negro cuando pasaba entre haces de luz. Pero los ojos eran siempre azules, relucientes y extraños.
Cuando se redujo el espacio entre los bailarines, el golem apartó de un empellón a un joven de tejanos y chaqueta de pana azul. El bailarín cayó hacia atrás, pero la resistencia de la Pausa le impidió llegar al suelo. Se detuvo en un ángulo de cuarenta y cinco grados y quedó precariamente suspendido, siempre en medio de su danza, con su expresión festiva, listo para completar la caída en cuanto el tiempo reanudara su curso.
Mientras recorría la cavernosa sala, el enorme golem empujó a otros bailarines, iniciando caídas que no concluirían hasta que cesara la Pausa. Abandonar el edificio cuando regresara el tiempo real sería difícil, porque los alarmados festejadores, al no haber visto a la bestia que pasaba entre ellos durante la Pausa, culparían a quienes les rodeaban por los empellones. Varias riñas estallarían en el primer minuto. Se armaría un pandemónium, y la confusión desembocaría inevitablemente en pánico. Mientras la luz de los láseres y los focos barría a la muchedumbre y la palpitante música tecno sacudía las paredes, se multiplicarían los estallidos de violencia y la gente se amontonaría ante las puertas; sería un milagro que muchos no murieran pisoteados.
Connie no simpatizaba con esos individuos, que a fin de cuentas habían acudido a un rave burlándose de la ley y la policía. Pero aunque fueran revoltosos, destructivos y antisociales, eran seres humanos, y Tic-tac les trataba con una crueldad exasperante, sin pensar en las consecuencias cuando el mundo se pusiera en marcha.
Miró de soslayo a Harry y vio una furia similar en su rostro y sus ojos. Harry apretaba los dientes con tal fuerza que los músculos de la mandíbula formaban un bulto.
Pero nada podían hacer para impedir lo que sucedía abajo. Las balas no surtían efecto y era improbable que Tic-tac accediera a un ruego.
Además, al hablar sólo revelarían su presencia. El golem no había mirado hacia el altillo, y todavía no había motivos para pensar que se valía de algo más que sus sentidos normales para buscarles ni que supiera que estaban en el depósito.
Entonces Tic-tac cometió un acto que revelaba que se «proponía» causar un barullo y dejar una estela de sangrientos incidentes. Se detuvo frente a una muchacha de pelo negro que alzaba sus esbeltos brazos en una arrobada expresión de esa alegría que el movimiento rítmico y una música primitiva podían inducir aun sin asistencia de drogas. Se irguió sobre ella un instante, estudiándola como cautivado por su belleza. Luego le aferró un brazo con sus manazas, lo sacudió con violencia y lo arrancó del hombro. Soltó una carcajada húmeda mientras arrojaba el brazo, que quedó suspendido en el aire entre otros dos bailarines.
La mutilación fue tan limpia como si hubiera desconectado el brazo de un maniquí, la sangre no brotaría hasta que el tiempo fluyera de nuevo. Entonces la locura de ese acto y sus consecuencias resultarían demasiado evidentes.
Connie cerró los ojos, temiendo ver lo que Tic-tac haría a continuación. Como policía de homicidios, había presenciado muchos actos de barbarie insensata, o sus consecuencias, y había compilado montones de recortes sobre crímenes diabólicos; también había visto lo que ese canalla le había hecho al pobre Ricky Estefan, pero el feroz salvajismo del acto cometido en la pista de baile la conmocionó como nunca antes.
Tal vez la absoluta indefensión de esa joven víctima fue lo que más angustió a Connie, haciéndola temblar de helado horror. Todas las víctimas estaban indefensas en cierto modo, por eso se convertían en blancos de los salvajes que acechaban entre ellas. Pero la indefensión de esa bonita joven era infinitamente más terrible, pues no había visto venir a su atacante, no le vería irse ni conocería su identidad, recibiría un golpe tan repentino como un ratón de campo perforado por las garras de un halcón al que ni siquiera había visto descender del cielo. Aun después de la mutilación, ignoraba el ataque; congelada en el último momento de pura felicidad y despreocupación que quizá conocería, la risa aún pintada en su cara aunque la habían mutilado para siempre y quizá condenado a muerte; y ni siquiera conocía su pérdida ni sentía el dolor ni gritaría hasta que el atacante le hubiera devuelto la capacidad de sentir y reaccionar.
Connie sabía que para ese monstruoso enemigo ella era tan vulnerable como la joven bailarina. Indefensa. Por mucho que corriera, por astuta que fuera, ninguna defensa serviría y ningún escondrijo sería seguro.
Aunque nunca había sido muy religiosa, comprendió que un fundamentalista cristiano temblara ante la idea de que Satanás abandonara el infierno para recorrer el mundo y desatar el Armagedón. Su pasmoso poder. Su crueldad. Su arrolladora, burlona y despiadada brutalidad.
Las náuseas le revolvieron el estómago y tuvo miedo de vomitar.
A su lado, Harry soltó un suave bufido de aprensión, y Connie abrió los ojos. Estaba dispuesta a afrontar la muerte cara a cara, tratando de resistir aunque la resistencia fuera en vano.
En los bajos del depósito, el golem llegó al pie de la escalera por donde Connie y Harry habían subido al altillo. Titubeó como si pensara en marcharse para buscar en otra parte.
Connie esperaba que el silencio que ambos habían guardado, aun cuando había razones para gritar, hubiera inducido a Tic-tac a creer que no podían estar escondidos allí.
Tic-tac habló con esa voz áspera y demoníaca:
—Vaya, vaya —dijo, subiendo la escalera—, huelo sangre de polizonte.
La risa era gélida e inhumana como un gruñido de cocodrilo, pero trasuntaba un perturbador deleite infantil.
Desarrollo atrofiado.
Un niño psicótico.
Recordó que Harry le había contado que el vagabundo en llamas, mientras destruía el apartamento, había dicho: «es divertido jugar con la gente». Era su juego, con reglas impuestas por él, o sin reglas si lo prefería, ella y Harry sólo eran juguetes. Había sido una necia al creer que cumpliría su promesa.
El estrépito de sus pisadas retumbó en las vigas de madera. El suelo del altillo temblaba. Subía deprisa: BUM, BUM, BUM.
Harry le aferró el brazo.
—¡Pronto, la otra escalera!
Se apartaron de la baranda y corrieron hacia el otro extremo del altillo.
Ante la segunda escalera se erguía un segundo golem, idéntico al primero. Enorme. Una melena de pelo enmarañado. Barba hirsuta. Impermeable negro y ondeante. Sonreía. Llamas azules bailaban en cuencas profundas.
Ahora sabían algo más sobre los poderes de Tic-tac. Podía crear y controlar por lo menos dos criaturas artificiales al mismo tiempo.
El primer golem terminó de subir la escalera de la derecha. Avanzó hacia ellos, abriéndose paso a puntapiés entre los amantes abrazados del suelo.
A la izquierda, el segundo golem se aproximaba tratando a la gente tendida a su paso con la misma desconsideración. Cuando el mundo reanudara su marcha, los gritos de furia y dolor cundirían de un extremo al otro del altillo.
Sin soltar el brazo de Connie, apoyándola contra la baranda, Harry jadeó:
—¡Salta!
BUM-BUM-BUM-BUM-BUM, el estrépito de las pisadas de los golems gemelos sacudía el altillo, y BUM-BUM-BUM-BUM-BUM, las palpitaciones de su corazón sacudían a Connie, y los dos ruidos se confundían.
Siguiendo el ejemplo de Harry, se apoyó de espaldas en la baranda y se alzó para sentarse en el pasamanos.
Los golems patearon con más fuerza los obstáculos humanos que se interponían entre ellos y sus presas, aproximándose rápidamente desde ambos lados.
Connie alzó las piernas y se dio la vuelta para ponerse de cara al depósito. Una caída de seis metros. Suficiente para partirse una pierna o el cráneo.
Cada golem estaba a menos de seis metros y se acercaban con el ímpetu de trenes de carga, los ojos llameantes como fuegos del infierno, tendiendo sus manazas.
Harry saltó.
Con un grito de resignación, Connie se dio impulso con los pies y las manos, lanzándose al vacío…
… y cayó sólo un par de metros antes de detenerse en el aire, junto a Harry. Miraba hacia abajo, los brazos y las piernas tendidas en una imitación inconsciente de la posición de caída libre, y debajo estaban los bailarines petrificados, tan indiferentes a ella como a todo lo demás desde que la Pausa les había sorprendido.
Mientras corrían por Laguna Beach, el creciente frío en los huesos y el rápido agotamiento de sus energías les habían indicado que en el mundo de la Pausa el desplazamiento era más difícil que en el mundo normal. El hecho de que no crearan ráfagas al correr, en el cual también Harry había reparado, parecía respaldar la idea de que había resistencia a sus movimientos aunque no fueran conscientes de ella, y ahora la caída suspendida lo demostraba. Podían desplazarse si se esforzaban, pero el mero impulso y la atracción gravitatoria no les llevarían muy lejos por sí mismos.
Mirando por encima del hombro, Connie vio que había logrado lanzarse a sólo dos metros de la baranda, aunque se había impulsado con todas sus fuerzas. Sin embargo esto, junto con una caída vertical de dos metros, le había permitido ponerse fuera del alcance de los golems.
Estaba en la baranda del altillo, inclinándose, tendiendo las manos, tratando de agarrarla, pero sólo tanteaban el aire.
—¡Puedes moverte si lo intentas! —gritó Harry.
Connie vio que él usaba los brazos y las piernas como un nadador, dirigiéndose hacia el suelo, avanzando centímetro a centímetro, como si el aire fuera agua.
Pronto comprendió que lamentablemente no carecía de peso como un astronauta en órbita y que no disfrutaba de las ventajas motrices de un entorno de gravedad cero. Un breve experimento le reveló que no podía desplazarse con la facilidad de un astronauta ni cambiar de rumbo a voluntad.
Cuando imitó a Harry, sin embargo, descubrió que podía deslizarse por ese aire de melaza si era metódica y resuelta. Por un instante le pareció aun mejor que la caída libre porque el período de caída en que se tenía la ilusión de volar como un pájaro era a gran altitud y, como los objetos del suelo crecían deprisa, la ilusión nunca era del todo convincente. Aquí, en cambio, estaba encima de la cabeza de otras personas y suspendida dentro de un edificio, lo cual, a pesar de las circunstancias, le daba una eufórica sensación de poder, como en esos jubilosos sueños de vuelo que rara vez tenía.
Connie habría disfrutado de una extraña experiencia si Tictac no hubiera estado presente con sus dos golems y ella no estuviera huyendo para salvarse. Oyó el BUM-BUM-BUM-BUM-BUM de sus rápidas pisadas en el altillo de madera, y al mirar por encima del hombro notó que se dirigían hacia ambas escaleras.
Aún estaba a tres metros del suelo y «nadando» hacia abajo con una lentitud exasperante, centímetro a centímetro por los haces de luz de los focos y los láseres. Jadeando de fatiga. Cada vez más helados.
Si hubiera contado con algo sólido para empujar, como una pared o una columna, habría podido propulsarse más. Pero sólo había aire, y estaba a merced de sus propias fuerzas.
A la izquierda, Harry le llevaba la delantera, pero avanzaba con igual lentitud. Sólo estaba más lejos porque había saltado antes.
Patada. Brazada. Jadeo.
La sensación de libertad y euforia pronto fue reemplazada por una sensación de ahogo.
BUM-BUM-BUM-BUM-BUM. Las pisadas de sus perseguidores retumbaron en la vasta sala.
Connie estaba a un par de metros del suelo, avanzando hacia un claro entre los bailarines. Pateó. Braceó. Avanzó penosamente. Sentía frío.
Miró por encima de su hombro, aunque temía que ese movimiento le restara velocidad.
Uno de los golems había llegado a una escalera. Bajaba los peldaños de dos en dos. Con su impermeable ondeante, los hombros encorvados, la cabezota gacha, brincando como un simio, le recordó una ilustración de un viejo libro de cuentos, la figura de un gnomo maligno de una leyenda medieval.
Temiendo que el corazón le estallara de fatiga, Connie logró aproximarse al suelo. Pero estaba de cabeza; tendría que girar laboriosamente mientras descendía hasta el cemento, que le brindaría la primera superficie sólida para recobrar el equilibrio y ponerse de pie.
BUM-BUM-BUM-BUM-BUM.
El golem llegó al pie de la escalera.
Connie estaba exhausta. Congelada.
Harry maldijo el frío y la resistencia del aire.
El agradable sueño de vuelo se transformó en una clásica pesadilla donde el soñador huye en cámara lenta mientras el monstruo le persigue con una aterradora velocidad y agilidad.
Concentrándose en el suelo, ahora a sólo dos metros, Connie vio un movimiento por el rabillo del ojo izquierdo y oyó el grito de Harry. Un golem le había alcanzado.
Una penumbra más oscura cubrió las sombras del suelo. De mala gana, se volvió hacia la derecha.
Suspendida en el aire, con los pies hacia arriba, como un ángel descendiendo para batallar con un demonio, se encontró cara a cara con el otro golem. Lamentablemente no era un ángel y no iba armada con una espada flamígera, un rayo o un amuleto bendecido por Dios capaz de devolver los demonios a los fuegos y la brea ardiente del averno.
Sonriendo, Tic-tac le aferró la garganta. La mano del golem era tan enorme que los gruesos dedos se juntaron sobre su nuca, rodeándole el cuello por completo, aunque no le cortó de inmediato el gaznate dejándola sin aliento.
Connie recordó a Ricky Estefan, con la cabeza torcida sobre los hombros, y la bailarina de pelo negro, con el brazo arrancado sin esfuerzo.
Un relampagueo de furia sofocó su terror. Connie escupió en esa cara enorme y terrible.
—Suéltame, idiota.
Un hálito inmundo la envolvió y el golem de cara deforme dijo:
—Felicitaciones, puta. El tiempo ha terminado.
Los ojos azules llamearon y se apagaron, dejando cuencas profundas y negras donde parecía vislumbrarse el final de la eternidad. La espantosa cara del vagabundo, tallada en gran tamaño en ese golem desmesurado, se transformó abruptamente en un semblante pardo y monocromo que parecía esculpido en arcilla o barro. Una intrincada telaraña de cortes cruzó el puente de la nariz, trazando una espiral en el rostro, y en un santiamén los rasgos se disolvieron.
El cuerpo del vagabundo se derrumbó y con una brusca detonación de música tecno que se reinició estruendosamente en medio de una nota, el mundo arrancó de nuevo. Connie cayó dos metros hasta el suelo del depósito, aterrizando de bruces en el húmedo montículo de tierra, arena, hierba, hojas muertas e insectos que habían formado el cuerpo del golem, y esa masa blanda amortiguó el impacto pero la hizo escupir de asco.
Alrededor, aun en medio de esa música tonante, oyó alaridos de alarma, terror y dolor.