Al principio, mantenerse en marcha en ese mundo inmóvil parecía lo más aconsejable. Si Tictac cumplía su promesa y sólo se valía de sus ojos, oídos y cerebro para rastrearles, estarían más seguros cuanto más se alejaran de él.
Mientras Harry corría con Connie de una calle solitaria a la otra, sospechó que era muy probable que ese maniático respetara su palabra y les persiguiera sólo con medios normales y les dejara libres si no podía atraparles en una hora de tiempo real. A fin de cuentas, era un hijoputa inmaduro a pesar de su increíble poder, un niño jugando; y a veces los niños se tomaban los juegos más seriamente que la vida real.
Desde luego, si lograban escapar, serían la una y veintinueve de la mañana cuando los relojes comenzaran a andar de nuevo. Faltaban cinco horas para el alba. Y aunque Tic-tac jugara este juego según las reglas que él había establecido, aún querría matarlos al amanecer. Si sobrevivían a la Pausa, sólo ganarían la dudosa probabilidad de encontrarle y destruirle cuando el tiempo reanudara su marcha.
Y aunque Tic-tac rompiera su promesa y usara un sexto sentido para rastrearles, convenía mantenerse en movimiento. Tal vez les hubiera marcado con emisores de señales psíquicas, como Harry sospechaba; en ese caso, si hacía trampa, podría encontrarles dondequiera que fuesen. Al permanecer en movimiento, al menos estaban a salvo siempre y cuando él no se les adelantara valiéndose de sus poderes.
Corrieron de calle en calle, cruzando jardines silenciosos, trepando cercas, atravesando el patio de una escuela con pasos metálicos. Cada sombra parecía sólida como el hierro y el fijo resplandor de las luces de neón pintaba un arco iris eterno en el asfalto. Pasaron frente a un hombre que paseaba su perro escocés, ambos estaban inmóviles como estatuas de bronce.
Avanzaron a lo largo del cauce de un arroyo donde las aguas de la tormenta estaban congeladas en el tiempo pero no parecían hielo: más claras que el hielo, reflejaban la negrura de la noche y chispeaban con luces plateadas en vez de cristales blancos. La superficie no era chata como un riachuelo congelado en invierno, sino ondulante, espiralada y turbulenta. Cuando el agua saltaba sobre guijarros, el aire quedaba constelado de salpicaduras inmóviles y relucientes, como esculturas realizadas con esquirlas y abalorios de vidrio.
Aunque permanecer en movimiento era aconsejable, la fuga continua pronto se volvió impracticable. Ya estaban rígidos de cansancio y dolor cuando iniciaron su carrera; cada esfuerzo adicional los dejaba agotados.
En ese mundo petrificado parecían moverse tan fácilmente como en el de costumbre, pero Harry notó que no creaban viento al correr. El aire se desplazaba como mantequilla en torno de un cuchillo, pero no surgían turbulencias, lo cual indicaba que el aire era objetivamente más denso de lo que parecía subjetivamente. Tal vez su velocidad fuera mucho menor de lo que les parecía, en cuyo caso el movimiento requería más esfuerzo del que pensaban.
Para colmo, el café, el coñac y la hamburguesa se le revolvían en el estómago. La acidez de una indigestión le quemaba el pecho.
Además, mientras escapaban por esa ciudad transformada en mausoleo, una inexplicable inversión de su respuesta biológica aumentó sus infortunios. Aunque esa carrera extenuante tendría que haberles calentado, sentían cada vez más frío. Ni siquiera podían sudar. Harry sentía los dedos de los pies y las manos helados como si estuviera corriendo por un glaciar de Alaska, no por una zona costera del sur de California.
La noche no parecía más fresca que antes de la Pausa. Tal vez menos, pues la brisa marina se había aquietado junto con todo lo demás. La causa de ese extraño frío interior era algo más misterioso y profundo que la temperatura del aire. Algo más temible.
Parecía que el mundo circundante, con su abundante energía atrapada en una éxtasis, se hubiera convertido en un agujero negro que succionaría la energía de ellos dos hasta dejarles tan inertes como todo lo demás. Era imperativo ahorrar las fuerzas que les quedaban.
Cuando decidieron detenerse para hallar un buen escondrijo, acababan de abandonar una zona residencial para entrar en el lado este de un barranco con cuestas pobladas de maleza. Era una calle de tres carriles iluminada por faroles de gas de sodio que transformaban la noche en un lienzo bicolor amarillo y negro; el terreno chato estaba ocupado por empresas semiindustriales del tipo que las localidades pretenciosas como Laguna Beach mantenían alejadas de las principales rutas turísticas.
Ahora caminaban, tiritando. Connie se abrazaba el cuerpo. Harry se subió el cuello de la chaqueta y juntó las solapas.
—¿Cuánto falta para que termine la hora? —preguntó Connie.
—No tengo ni idea. He perdido todo sentido del tiempo.
—¿Media hora?
—Quizá.
—¿Más?
—Quizá.
—¿Menos?
—Quizá.
—Mierda.
—Quizá.
A la derecha, en un depósito protegido por una cerca de metal coronada por alambre espinoso, hileras de remolques descansaban en la penumbra como elefantes dormidos.
—¿Qué hacen aquí todos estos coches? —preguntó Connie.
Había automóviles aparcados a ambos lados de la calle, la mitad en el angosto borde y la mitad en el asfalto, reduciendo los tres carriles a dos. Era raro, porque ninguno de esos comercios debía de estar abierto cuando se produjo la Pausa. Todos estaban a oscuras y habían cerrado siete u ocho horas antes.
A la derecha, una compañía jardinera ocupaba un edificio de hormigón detrás del cual había un vivero de árboles y arbustos, en la pared del barranco.
Bajo uno de los faroles, llegaron a un coche donde había una pareja de jóvenes abrazados. Ella tenía la blusa entreabierta y él metía la mano, una palma de mármol sobre un seno de mármol. Para Harry, esas congeladas expresiones de pasión ardiente, teñidas de amarillo sodio y atisbadas por las ventanillas del coche, eran tan eróticas como un par de cadáveres tendidos en una cama.
Pasaron frente a dos talleres de reparación de automóviles que se especializaban en modelos extranjeros. Al lado tenían sus depósitos de chatarra, con montones de vehículos desmantelados y rodeados por una alta cerca.
Había más coches en la calle, bloqueando la calzada de las empresas. Un chico de dieciocho o diecinueve años sin camisa, en tejanos y Rockports tan sorprendido por la Pausa como todos los demás, estaba tendido sobre el capó de un Camaro deportivo modelo 86, los brazos a los costados, mirando el cielo nublado como si allí hubiera algo que ver, con la estúpida expresión de éxtasis de un adicto.
—Esto es raro —dijo Connie.
—Raro —convino Harry, flexionando las manos para impedir que el frío le entumeciera los nudillos.
—¿Pero sabes qué?
—En cierto modo me es familiar.
—Sí.
En el tramo final de la calle, de tres carriles, todos los edificios eran depósitos. Algunos estaban construidos de hormigón revestido de estucado polvoriento, manchados de herrumbre por el agua que había bajado por los ondulados techos metálicos durante un sinfín de estaciones lluviosas. Otros eran de metal, como casetas prefabricadas.
Los coches eran más numerosos en el extremo de la calle, que terminaba en el barranco. Algunos estaban aparcados en doble fila, reduciendo la calle a un solo carril.
El último edificio era un gran depósito que no llevaba el nombre de ninguna compañía. Era uno de esos estucados, con techo de acero ondulado. Un gigantesco letrero de SE ALQUILA colgaba del frente, con el número telefónico de una inmobiliaria.
Las luces alumbraban la fachada, en la que había puertas metálicas de tamaño suficiente para tractores y trailers. En el rincón sudoeste del edificio había una puerta más pequeña vigilada por dos sujetos recios y jóvenes, con cuerpos musculosos en los que los esteroides habían logrado más de lo que podían conseguir las pesas y la dieta.
—Un par de guardianes —dijo Connie mientras se acercaban.
De pronto Harry comprendió.
—Es un rave.
—¿En un día entre semana?
—Tal vez sea el cumpleaños de alguien o algo parecido.
Los raves, un fenómeno importado de Inglaterra años atrás, eran fiestas delirantes en las que los adolescentes y los jóvenes podían parrandear hasta el amanecer sin que ninguna autoridad les estorbara.
—¿Es un buen escondrijo? —sugirió Connie.
—Tan bueno como cualquiera, y mejor que muchos.
Los promotores de los raves alquilaban depósitos y edificios industriales por una o dos noches, desplazando el evento de un lugar a otro para evitar que la policía los detectara. La celebración de los futuros raves se anunciaba en periódicos juveniles y en octavillas que se entregaban en las tiendas de discos, los clubes nocturnos y las escuelas, todos escritos en el código de la subcultura, con frases como «El Expreso Mickey Mouse», «Dale un porrazo a Mickey», «Rayos X para todos», «Explicaciones sobre cirugía dental», «Globos gratis para los chicos». Mickey Mouse y X eran apodos de una potente droga más conocida como «éxtasis», mientras que la referencia a la odontología y los globos significaban que se vendía óxido nitroso, gas hilarante.
Era esencial evitar la detección policial. El sexo, las drogas y la anarquía eran la fuerza impulsora de estas fiestas ilegales, mucho más desenfrenadas que las dóciles versiones de los clubes legítimos.
Harry y Connie dejaron atrás a los vigilantes, atravesaron la puerta y entraron en el corazón del caos, pero un caos al cual la Pausa imponía un orden frágil y artificial.
La cavernosa sala estaba iluminada por media docena de luces láser rojas y verdes, una docena de focos amarillos y rojos y lámparas estroboscópicas, todas las cuales habían parpadeado sobre la multitud hasta que la Pausa las aquietó. Ahora haces de coloridas luces fijas alumbraban a algunos concurrentes y dejaban a otros entre las sombras.
Cuatrocientas o quinientas personas, la mayoría de dieciocho a veinticinco años, pero algunas de quince, estaban petrificadas en el acto de bailar o contorsionarse. Como los disc jockeys de los raves ponían música tecno de alta energía con un ritmo estentóreo que sacudía las paredes, muchos de esos jóvenes estaban detenidos en embelesadas contorsiones, el cuerpo arqueado, el cabello ondeante. Los varones usaban pantalones informales, con camisa de franela y gorras de béisbol puestas al revés; o chaquetas deportivas sobre camisetas; aunque algunos vestían totalmente de negro. Las mujeres usaban ropa más variada, pero todas las indumentarias eran provocativas: ceñidas, cortas, escotadas, translúcidas, reveladoras; a fin de cuentas, los raves eran celebraciones de la carne. Un silencio sepulcral había reemplazado la música atronadora y los gritos de los asistentes; la turbadora luz se combinaba con la quietud para impartir un aire cadavérico y antierótico a las curvas expuestas de pantorrillas, muslos y pechos.
Mientras se desplazaban entre la multitud, Harry notó que la cara de los bailarines se estiraba en expresiones grotescas que tal vez comunicaban excitación y frenesí cuando estaban animadas. Al congelarse la imagen, en cambio, quedaban transformadas en máscaras de rabia, odio y dolor.
En el crudo fulgor de los láseres y los focos, y bajo las imágenes psicodélicas que un par de aparatos proyectaban en dos enormes paredes, era fácil imaginar que esto no era una fiesta sino un diorama del infierno, con los condenados retorciéndose de dolor y suplicando que les liberasen de sus desgarradores tormentos.
Al eliminar el ruido y el movimiento del rave, la Pausa parecía haber capturado la realidad del evento. Tal vez el desagradable secreto, por debajo del relámpago y el trueno, era que estos festejadores, en su búsqueda obsesiva de sensaciones, no se divertían, sino que sufrían penas íntimas para las cuales buscaban frenéticamente un alivio que no hallaban.
Harry guio a Connie hacia los espectadores que estaban reunidos en torno del perímetro de esa inmensa sala abovedada. La Pausa había sorprendido a algunos en grupos pequeños mientras hablaban a gritos o reían exageradamente, el rostro tenso y los músculos del cuello anudados mientras procuraban competir con la atronadora música.
Pero la mayoría parecían estar solos, lejos de los demás. Algunos, con el rostro flojo, miraban obtusamente a la multitud. Otros estaban tensos como resortes, con ojos febriles. Tal vez fuera el efecto de esa cruda iluminación y esas sombras de contraste, pero tanto unos como otros evocaban zombis de película paralizados en medio de una tarea macabra.
—Es un desfile de monstruos —dijo Connie con inquietud, pues evidentemente había percibido en esa escena un aire amenazador que quizá no fuera tan obvio si hubieran entrado allí antes de la Pausa.
—Bienvenida a los noventa.
Varios zombis de la periferia de la pista de baile sostenían globos de colores brillantes, aunque sin cordeles ni palillos. Un chico pelirrojo y pecoso había estirado el cuello de un globo amarillo y se lo había sujetado al índice para impedir que se desinflara. Un joven con bigote a lo Pancho Villa apretaba con firmeza el cuello de un globo verde entre el pulgar y el índice, al igual que una rubia de vacíos ojos azules. Los que no usaban los dedos utilizaban esas grapas que se podían comprar a cajas en cualquier papelería. Algunos tenían el cuello del globo entre los dientes, respirando el óxido nitroso que le habían comprado a un vendedor que sin duda atendía en una camioneta detrás del edificio. Con esas miradas vacías o intensas y los globos brillantes, parecían cadáveres ambulantes que hubieran invadido una fiesta infantil.
Aunque la escena era extraña y fascinante por efecto de la Pausa, resultaba sombríamente familiar para Harry. A fin de cuentas, era detective de homicidios y la muerte repentina no era desconocida en estas juergas.
A veces era por sobredosis de droga. Ningún dentista sedaba a un paciente con una concentración de óxido nitroso mayor del ochenta por ciento, pero el gas que se conseguía en los raves a menudo era puro, sin mezcla de oxígeno. Quien inhalaba la sustancia pura en poco tiempo, o sorbía una bocanada excesiva, no sólo daba un espectáculo con sus risotadas sino que sufría un ataque fatal; pero aún, quizá no fuera sino que le causara lesiones cerebrales irreparables y la víctima se quedara boqueando como un pez en el suelo, o en estado catatónico.
Harry descubrió un altillo que abarcaba la parte trasera del depósito, seis metros por encima del piso principal. Una escalinata de madera conducía hacia allí desde ambas puntas.
—Allá arriba —le dijo a Connie, señalando.
Podrían ver todo el depósito desde la parte alta y detectar a Tic-tac si le oían entrar por cualquiera de las puertas. Las dos escaleras les permitirían escapar sin importar de qué lado viniera él.
Internándose en el edificio, pasaron junto a dos chicas jóvenes de busto grande que lucían prendas con frases provocativas. Tuvieron que sortear a tres muchachas tendidas en el suelo, dos de ellas con globos medio desinflados y petrificadas en arrebatos de risa. La tercera estaba inconsciente, boquiabierta, con un globo desinflado sobre el pecho.
Cerca del fondo, a poca distancia de la escalera de la derecha, había una enorme X pintada en la pared, tan grande que era visible desde todos los rincones del depósito. Dos sujetos con camisetas de Mickey Mouse, uno de ellos con la gorra de orejas de ratón, estaban petrificados en medio de su próspero comercio, recibiendo billetes de veinte dólares de sus clientes a cambio de cápsulas de éxtasis o bizcochos empapados con la sustancia.
Se toparon con una chica quinceañera de ojos ingenuos e inocente rostro de monja. Petrificada, se llevaba un bizcocho a la boca.
Connie sacó el bizcocho de los rígidos dedos de la muchacha y de sus labios entreabiertos. Lo arrojó al suelo. El bizcocho no tenía impulso suficiente para llegar abajo, así que Connie lo empujó con el pie y lo aplastó.
—Chica estúpida.
—Esto es raro en ti —dijo Harry.
—¿Qué?
—Ser una adulta entrometida.
—Tal vez alguien deba serlo.
La metilenodioximetanfetamina, o éxtasis, una anfetamina con efectos alucinógenos, infundía energía e inducía euforia. También generaba una falsa sensación de intimidad con los extraños en cuya compañía estuviera el que la consumía.
Aunque en los raves a menudo circulaban otras drogas, el óxido nitroso y el éxtasis predominaban. El óxido nitroso no era adictivo y te hacía reír, ¿verdad? El éxtasis te ponía en armonía con tus congéneres y te comunicaba con la Madre Naturaleza, ¿verdad? Eso se decía. Era la droga escogida por los pacifistas y ecologistas, consumida generosamente en las manifestaciones para salvar el planeta. Claro, era peligrosa para los que tenían problemas cardíacos, pero su uso no había provocado ninguna muerte oficialmente registrada en Estados Unidos. Claro, los científicos habían descubierto que el uso continuo de éxtasis abría cientos o miles de orificios del tamaño de agujas en el cerebro, pero no había pruebas de que estos orificios redujeran la capacidad mental, así que tal vez sólo permitieran entrar los rayos cósmicos para contribuir a una iluminación mental, ¿verdad?
Subiendo al altillo, Harry miró a través de los peldaños, pues no había contraescalones, y vio parejas petrificadas manoseándose bajo la escalera.
Una pastilla de éxtasis acababa con toda la educación sexual del mundo, con todos los panfletos gráficos sobre el uso de preservativos, si es que el usuario experimentaba una reacción erótica, como ocurría con muchos. ¿Cómo podías preocuparte por un posible contagio cuando el extraño a quien acababas de conocer era tu pareja ideal, el yin de tu yang, radiante y puro ante tu tercer ojo, perfectamente sintonizado con tus necesidades y deseos?
Cuando Harry y Connie llegaron a la galería, la luz era más tenue que en el piso principal, pero Harry vio parejas tendidas en el suelo o sentadas con la espalda contra la pared. Se abrazaban más frenéticamente que los de las escaleras, congelados en duelos de lengua, las blusas desabotonadas, los pantalones entreabiertos, hurgándose con las manos.
Aparentemente dos o tres parejas, en el éxtasis del éxtasis, habían perdido toda noción del lugar y del decoro y estaban haciendo el amor cuando les alcanzó la Pausa.
Harry no deseaba confirmar esa sospecha. Al igual que el triste circo del piso principal, la escena del altillo era deprimente. No sólo resultaba poco erótica para cualquier mirón con unas mínimas exigencias, sino que inspiraba pensamientos lúgubres, como los ámbitos y criaturas infernales pintadas por el Bosco.
Mientras Harry y Connie caminaban entre las parejas hacia la baranda del altillo desde donde podrían observar el piso principal, él dijo:
—Cuidado con lo que pisas.
—Eres repulsivo.
—Sólo trataba de ser caballeroso.
—Bien, eso es excepcional en este lugar.
Desde la baranda, tenían una buena vista de la multitud petrificada en su fiesta eterna.
—Dios, qué frío tengo —exclamó Connie.
—Yo también.
Se rodearon la cintura con los brazos, compartiendo el calor de sus cuerpos.
Rara vez Harry se había sentido tan cerca de alguien como en ese momento. No en un sentido erótico. Las parejas drogadas que se manoseaban en el suelo eran tan desagradables como para sofocar cualquier sentimiento romántico, no era la atmósfera apropiada. Sentía en cambio la cercanía platónica de la amistad entre dos compañeros que habían compartido los peores peligros y que quizá muriesen juntos antes del alba, y aquí venía lo importante, sin que ninguno de ambos hubiera decidido qué quería de la vida, ni qué significaba.
—Dime que no todos los chicos de hoy vienen a estos lugares y se saturan los sesos de sustancias químicas —dijo Connie.
—No todos. Ni siquiera la mayoría. La mayoría son bastante sensatos.
—Porque no quiero pensar que esta gentuza representa a «los líderes de nuestra próxima generación», como suele decirse.
—No es así.
—Porque en caso contrario, el cotillón posmilenario va a ser bastante más escalofriante de lo que hemos vivido en estos últimos años.
—El éxtasis abre orificios en el cerebro —dijo Harry.
—Lo sé. Imagínate cuánto más inepto sería el gobierno si el Congreso estuviera lleno de gente que consumiera esta droga.
—¿Qué te hace pensar que ya no lo está?
Connie rio amargamente.
—Eso explicaría muchas cosas.
El aire no estaba frío ni caldeado, pero tiritaban más que nunca.
El depósito seguía mortalmente quieto.
—Lamento lo de tu apartamento —dijo Connie.
—¿Qué?
—Se incendió, ¿recuerdas?
Harry se encogió de hombros.
—Sé que te gustaba mucho —siguió Connie.
—Tengo un seguro.
—Aun así, era bonito, acogedor, con todo en su sitio.
—¿De veras? La única vez que lo visitaste dijiste que era una «cárcel perfecta» y que yo era «un brillante ejemplo para todos los maniáticos obsesivos más chiflados de este país».
—No dije eso.
—Sí lo dijiste.
—¿En serio?
—Bueno, estabas enfadada conmigo.
—Supongo que sí. ¿Por qué?
—Fue el día en que arrestamos a Norton Lewis. Nos hizo correr bastante, pero no permití que le disparases.
—En efecto. Tenía muchas ganas de dispararle.
—No era necesario.
Connie suspiró.
—Estaba muy acelerada.
—Le capturamos de todos modos.
—Pero pudo haber salido mal. Tuviste suerte. De todos modos, ese hijo de puta se merecía un balazo.
—En eso tienes razón —dijo Harry.
—Bien, no lo dije en serio… lo del apartamento.
—Sí, lo dijiste en serio.
—Bien, de acuerdo, pero ahora lo veo de otro modo. Éste es un mundo desquiciado y todos tenemos nuestro modo de hacerle frente. El tuyo es mejor que el de la mayoría. De hecho, es mejor que el mío.
—¿Sabes qué está sucediendo aquí? Creo que esto es lo que los psicólogos llaman «vinculación».
—Dios mío, espero que no.
—Creo que sí.
Connie sonrió.
—Sospecho que eso ya sucedió hace semanas o meses, pero sólo ahora lo admitimos.
Pasaron un rato compartiendo esa silenciosa camaradería.
Harry se preguntó cuánto tiempo habría transcurrido desde que habían escapado del golem en la carretera de la costa. Le parecía que habían huido durante una hora, pero era difícil calcular el tiempo cuando uno estaba fuera del tiempo.
Cuanto más duraba la Pausa, más propenso era Harry a creer que el enemigo cumpliría con su promesa. Sospechaba (tal vez instinto de policía, tal vez expresión de deseos) que Tic-tac no era tan todopoderoso como parecía, que sus habilidades tenían un límite, y que forjar esa Pausa era tan agotador que no podría sostenerla mucho tiempo.
El creciente frío interior que ambos sentían quizá fuera un signo de que para Tic-tac era cada vez más difícil eximirles del hechizo que había detenido el resto del mundo. A pesar de los esfuerzos de su perseguidor para controlar la realidad que había creado, quizá Harry y Connie se estuvieran transformando en rasgos fijos del tablero de juego, en vez de ser piezas móviles.
Recordó su sobresalto al oír esa grave voz hablándole desde la radio del coche la noche anterior, cuando viajaba desde su incendiado apartamento al apartamento de Connie en Costa Mesa. Pero era ahora cuando comprendía la importancia de las palabras del golem-vagabundo: «Ahora tengo que descansar, héroe… muy cansado… una pequeña siesta». Había dicho otras cosas, principalmente amenazas, y al fin la voz áspera se había diluido en la estática y el silencio. Sin embargo, Harry comprendió de pronto que lo más importante del incidente no era el hecho de que Tic-tac pudiera controlar el éter y hablarle desde una radio, sino la revelación de que incluso esta criatura, con los poderes de una deidad, tenía limitaciones y necesitaba descansar como cualquier mortal.
Al pensar en ello, Harry comprendió que las manifestaciones más espectaculares de Tic-tac siempre iban seguidas por un período de una hora o más durante el cual interrumpía sus tormentos.
«Tengo que descansar, héroe… muy cansado… una pequeña siesta…».
En el apartamento de Connie había sugerido que incluso un sociópata con enormes poderes paranormales debía tener flaquezas, puntos vulnerables. Durante las horas intermedias, Tic-tac había realizado triquiñuelas cada vez más asombrosas y Harry era cada vez más pesimista.
Ahora volvía a sentir su antiguo optimismo.
«Tengo que descansar, héroe… muy cansado… una pequeña siesta…».
Estaba por comunicarle estos pensamientos esperanzados a Connie cuando notó que ella se ponía tensa. Harry aún le rodeaba la cintura con el brazo y advirtió que repentinamente dejaba de tiritar. Por un instante temió que el frío le hubiera hecho sucumbir a la entropía y ahora formara parte de la Pausa.
Entonces vio que ella había ladeado la cabeza al oír un ruido que él, sumido en sus cavilaciones, no había captado.
De nuevo. Un chasquido.
Un rasguño.
Un estrépito.
Eran sonidos chatos, truncados, como los que ellos mismos hicieran durante su larga carrera desde la carretera de la costa.
Alarmada, Connie soltó la cintura de Harry, quien también se separó.
En el piso principal del depósito, el golem-vagabundo se desplazaba entre sombras de hierro y rendijas de luz escarchada entre los espectadores zombis y los bailarines petrificados. Tic-tac había entrado por la misma puerta que ellos habían usado, siguiéndoles el rastro.