La Pausa había parado en el aire una piña que caía, como un adorno navideño pendiente de un hilo. Un gato pardo y blanco se había detenido mientras saltaba de la rama de un árbol a una pared estucada, las patas delanteras estiradas, las traseras tensas. Una rígida e inmutable filigrana de humo se elevaba desde una chimenea.
Mientras se internaba con Harry en el callado corazón de esa ciudad paralizada, Connie pensaba que no escaparían con vida; aun así elaboraba y desechaba frenéticamente estrategias para eludir a Tic-tac por una hora. Bajo su dura costra de cinismo abrigaba, como todos los pobres tontos del mundo, la esperanza de ser diferente y de vivir para siempre.
Antes le habría avergonzado hallar dentro de sí misma esa fe estúpida y animal en su propia inmortalidad, pero ahora la aceptaba. La esperanza podía infundir una confianza traicionera, pero una pizca de optimismo no empeoraría la situación.
En una noche había aprendido muchas cosas sobre sí misma. Sería una lástima no vivir el tiempo suficiente para iniciar una vida mejor a partir de esos hallazgos.
Pero, aunque se devanaba los sesos, sólo se le ocurrían unas ideas lamentables. Sin aminorar el paso, resollando, sugirió que cambiaran de calle a menudo, girando aquí y allá, con la débil esperanza de que un trayecto sinuoso fuera más difícil de detectar que uno recto. Y avanzaban cuesta abajo, para recorrer más distancia que subiendo una cuesta empinada.
A su alrededor, los inertes residentes de Laguna Beach ignoraban que ellos corrían para salvar el pellejo. Y si Connie y Harry eran capturados, sus gritos no despertarían a esos durmientes hechizados ni traerían ayuda.
Sabía por qué los vecinos de Ricky Estefan no habían oído el estallido del suelo ni su violenta muerte. Tic-tac había detenido el tiempo en todo el mundo excepto en ese bungalow. Había torturado y asesinado a Ricky con el deleite de un sádico, mientras el tiempo cesaba para el resto de la humanidad. Asimismo, cuando Tic-tac les atacó en la casa de Ordegard y arrojó a Connie por la puerta del balcón del dormitorio, los vecinos no habían oído el estrépito ni los disparos porque la confrontación se desarrollaba en el no-tiempo, en una dimensión alejada de la realidad.
Mientras corría con todas sus fuerzas, Connie contaba tratando de mantener el ritmo lento con que contaba Tic-tac. Llegó a cincuenta antes de lo que deseaba, y dudó que hubieran recorrido suficiente distancia para estar a salvo.
Si hubiera seguido contando, habría llegado a cien antes de que tuvieran que detenerse. Se apoyaron en una pared de ladrillo para recobrar el aliento.
Sentía un terrible peso en el pecho, el corazón a punto de estallar. Cada bocanada la quemaba por dentro, como si actuara en un circo y exhalara vaharadas de gasolina encendida. Tenía la garganta seca. Le dolían los músculos de los tobillos y los muslos, y su acelerada circulación renovaba el dolor de todos los golpes y magulladuras que había sufrido esa noche.
Harry se veía peor de lo que ella se sentía. Desde luego, había recibido más golpes porque se había enfrentado más veces a Tic-tac y estaba huyendo desde tiempo antes.
—¿Y ahora qué? —dijo cuando pudo hablar.
Harry habló entrecortadamente.
—Qué… dices… si… usamos… granadas.
—¿Granadas?
—Como Ordegard.
—Sí, sí, recuerdo.
—Las balas no funcionan con un golem…
—Lo he notado —respondió Connie.
—… pero si lo volamos en pedazos…
—¿Dónde hallaremos granadas, eh? ¿Conoces una servicial tienda de explosivos que provea a los hogares de la zona?
—Tal vez un arsenal de la Guardia Nacional, algo así.
—Vuelve a la realidad, Harry.
—¿Por qué? El resto del mundo está fuera de ella.
—Si volamos en pedazos una de esas cosas, él recogerá más lodo para fabricar otra.
—Pero le demorará.
—Un par de minutos.
—Cada minuto cuenta. Sólo tenemos que aguantar una hora.
Connie le miró incrédulamente.
—¿Estás diciendo que crees que cumplirá su promesa?
Harry se enjugó el sudor con la manga de la chaqueta.
—Tal vez.
—No lo hará.
—Tal vez sí —insistió Harry.
Connie se sintió avergonzada por desear creerle.
Escuchó. Nada. Eso no significaba que Tic-tac no estuviera cerca.
—Tenemos que seguir andando —dijo.
—¿Hacia dónde?
Connie ya no necesitaba apoyarse en la pared. Miró en torno y descubrió que estaban en el aparcamiento de un banco. A treinta metros había un coche detenido cerca del cajero automático. Dos hombres estaban ante la máquina bajo el fulgor azulado de una lámpara de seguridad.
Algo en la postura de ambos llamó la atención de Connie. No sólo que estuvieran quietos como estatuas. Algo más.
Echó a andar hacia ellos.
—¿Adónde vas? —preguntó Harry.
—Mira esto.
Su instinto era acertado. La Pausa había llegado en medio de un asalto.
El primer hombre estaba usando su tarjeta para sacar trescientos dólares de la máquina. Era un cincuentón canoso de bigote blanco, con un rostro bondadoso ahora surcado por arrugas de temor. El paquete de billetes nuevos comenzaba a salir por el cajero cuando todo se había detenido.
El asaltante era un joven rubio y guapo, con Nikes, tejanos y camiseta. Era uno de esos chicos de playa que merodeaban todo el verano por las calles de Laguna, con sandalias y pantalones recortados; vientre chato, tez bronceada, pelo aclarado por el sol. Al mirarle tal como estaba en ese momento o como estaría al llegar el verano, uno podía sospechar que carecía de ambiciones y amaba el ocio, sin imaginar que ese aspecto saludable ocultara intenciones delictivas. Incluso mientras efectuaba el asalto tenía aire de querubín y una sonrisa simpática. Empuñaba una pistola calibre 32 en la mano derecha y hundía el cañón en la espalda del hombre mayor.
Connie giró en torno de ambos, estudiándoles pensativamente.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó Harry.
—Tenemos que remediar esto.
—No hay tiempo.
—Somos policías, ¿verdad?
—¡Nos están persiguiendo, por amor de Dios!
—¿Quién se encargará de que el mundo no se vaya al demonio, si no lo hacemos nosotros?
—Espera un minuto —dijo Harry—. Creí que realizabas este trabajo porque era emocionante y para demostrarte algo a ti misma. ¿No fue eso lo que dijiste antes?
—¿Y tú no estás en esto para preservar el orden y proteger a los inocentes?
Harry inhaló como disponiéndose a discutir, pero sólo soltó un bufido de exasperación. No era la primera vez que ella le provocaba esa reacción en los últimos seis meses.
A ella le resultaba atractivo cuando se enfadaba; era agradable que perdiera su tediosa compostura habitual. Más aún, le gustaba el aspecto que Harry tenía esa noche, desaliñado y sin afeitar. Nunca le había visto así y nunca había esperado verle así, y le parecía más rudo que sucio, más peligroso de lo que hubiera creído.
—De acuerdo —dijo Harry, acercándose para inspeccionar al asaltante y la víctima—. ¿Qué quieres hacer?
—Modificar algunas cosas.
—Podría ser peligroso.
—¿Por la velocidad? Bien, la mariposa no se desintegró.
Cautelosamente, apoyó un dedo en la cara del asaltante. La piel era gomosa, y la carne más firme de lo que esperaba. Cuando apartó el dedo, dejó en la mejilla un hoyuelo que evidentemente no desaparecería hasta que cesara la Pausa.
Mirándole a los ojos, le dijo:
—Alimaña.
Para él Connie era invisible, inexistente. Cuando el tiempo reanudara su curso, ni siquiera sabría que Connie había estado allí.
Ella tiró del arma del asaltante. Se movió, pero con cierta resistencia.
Connie actuó con paciencia porque temía que el tiempo reanudara su curso en cualquier momento, que su presencia sobresaltara al delincuente reanimado, y que apretara accidentalmente el gatillo y matara al hombre mayor, aunque sólo se había propuesto atracarlo.
Cuando el cañón de la 32 se apartó de la espalda de la víctima, Connie lo empujó hacia la izquierda para que apuntara inofensivamente hacia la noche.
Harry apartó los dedos del malhechor de la pistola.
—Parecemos niños jugando con figuras de tamaño natural.
La 32 quedó suspendida en el aire.
Connie descubrió que era más fácil mover la pistola que al pistolero, aunque aún presentaba cierta resistencia. Se la dio al hombre del cajero automático, se la puso en la mano derecha y le cerró los dedos encima. Cuando cesara la Pausa, empuñaría una pistola que una fracción de segundo antes no tenía, y no sabría cómo había llegado allí. Connie tomó el fajo de billetes de la bandeja de la máquina y lo puso en la mano izquierda del cliente.
—Ya entiendo cómo ese billete de diez dólares regresó mágicamente a mi mano cuando se lo di a ese vagabundo comentó Connie.
Escrutando temerosamente la noche, Harry dijo:
—Y cómo llegaron a mi bolsillo las cuatro balas que le disparé.
—La cabeza de esa estatua religiosa del altar de Ricky Estefan en mi mano —siguió Connie, frunciendo el ceño—. Da escalofríos pensar que estábamos como esta gente, congelados en el tiempo y ese bastardo jugaba así con nosotros.
—¿Has terminado?
—Todavía no. Vamos, ayúdame a alejar a este desgraciado del cajero.
Juntos le hicieron girar ciento ochenta grados, como si fuera una estatua de jardín. Cuando terminaron, la víctima no sólo empuñaba la pistola sino que tenía dominado al asaltante.
Como escenógrafos de un museo de cera manejando maniquíes demasiado reales, habían alterado la escena dándole un nuevo toque de dramatismo.
—Bien, larguémonos de aquí —dijo Harry, disponiéndose a marcharse del aparcamiento del banco.
Connie titubeó, examinó su obra.
Él se volvió al ver que ella no le seguía.
—¿Y ahora qué?
Sacudiendo la cabeza, Connie dijo:
—Esto es demasiado peligroso.
—El chico bueno tiene el arma ahora.
—Sí, pero se sorprenderá cuando la encuentre en su mano. Tal vez la suelte. Tal vez este cretino la recoja de nuevo y entonces estarán tal como les encontramos.
Harry regresó ceñudo.
—¿Te has olvidado de un caballero sucio, lunático y lleno de cicatrices con impermeable negro?
—Aún no le oigo llegar.
—Connie, por Dios, podría detener el tiempo para nosotros también, y luego buscarnos sin prisa antes de reiniciar el juego. Así que no le oirías hasta que te arrancara la nariz y te preguntara si necesitabas un pañuelo.
—Si piensa hacer trampa…
—¿Hacer trampa? ¿Por qué no iba a hacer trampa? —rezongó Harry, aunque dos minutos antes había sostenido que tal vez Tic-tac cumpliera su promesa—. ¡No estamos hablando de la Madre Teresa!
—Entonces no importa que terminemos este trabajo o huyamos. Nos pillará de un modo u otro.
Las llaves del coche del hombre canoso estaban en el encendido. Connie las sacó y abrió el maletero. La tapa no se abrió automáticamente. Connie tuvo que empujarla como si alzara la tapa de un ataúd.
—Esto es anal-retentivo —le dijo Harry.
—¿Sí? ¿Tal como tú lo harías normalmente, eh?
Harry pestañeó.
Finalmente, cogió al asaltante por los brazos mientras Connie le asía los pies. Le llevaron hacia la parte trasera del coche y le metieron en el maletero. El cuerpo parecía más pesado de lo que hubiera sido en tiempo real. Connie trató de bajar la tapa de un golpe, pero en esta realidad alterada su presión no tenía fuerza suficiente; tuvo que apoyarse en la tapa para que se cerrara.
Cuando terminara la Pausa y el tiempo reanudara su marcha, el asaltante se encontraría en el maletero sin recordar cómo había terminado en esa infortunada posición. En un abrir y cerrar de ojos habría pasado de asaltante a prisionero.
—Creo entender cómo terminé tres veces en la misma silla en la cocina de Ordegard —dijo Harry—, con el cañón de mi arma en la boca.
—Te sacaba una y otra vez del tiempo real para ponerte allí.
—Sí. Un niño haciendo travesuras.
Connie se preguntó si así habrían llegado también esas serpientes y tarántulas a la cocina de Ricky Estefan. Durante una Pausa anterior, tal vez Tic-tac las hubiera recogido en tiendas de animales, laboratorios, o de sus nidos, y luego las hubiera puesto en el bungalow. Y el tiempo, al menos para Ricky, tal vez se hubiera reiniciado entonces, sorprendiendo al pobre hombre con esa plaga repentina.
Connie se alejó del coche y se detuvo en el aparcamiento, donde se paró a escuchar ese silencio antinatural.
Era como si todo hubiera muerto, desde el viento hasta el género humano; dejando un cementerio planetario donde la hierba, las flores, los árboles y los deudos estaban hechos del mismo granito que las lápidas.
A veces había pensado en renunciar a la policía y mudarse a una cabaña barata que lindara con el Mojave, tan lejos de la gente como fuera posible. Vivía tan austeramente que tenía mucho dinero ahorrado; viviendo como una rata del desierto podría estirar el dinero mucho tiempo. Los áridos y despoblados arenales, chaparrales y pedregales le resultaban atractivos en comparación con la civilización moderna.
Pero la Pausa era muy distinta de la paz de un desierto cuarteado por el sol, donde la vida aún formaba parte de un orden natural y donde la civilización, con todas sus chifladuras, aún existía más allá del horizonte. Al cabo de diez minutos de silencio y quietud, Connie echaba de menos la desbordante locura del circo humano. La especie humana era adicta a las mentiras, los engaños, la envidia, la ignorancia, la autocompasión, la mojigatería y las visiones utópicas que siempre desembocaban en matanzas colectivas; pero mientras no se destruyera, tenía el potencial para ennoblecerse, para responsabilizarse de sus actos, para vivir y dejar vivir, y para ganarse el derecho de cuidar la tierra.
Esperanza. Por primera vez en su vida, Connie Gulliver comenzaba a creer que la esperanza era una razón para vivir y para tolerar la civilización tal como era.
Pero Tic-tac, mientras viviera, era el final de la esperanza.
—Odio a ese hijo de puta como jamás odié a nadie —dijo—. Quiero liquidarle. Tengo tantas ganas de liquidarle que no aguanto más.
—Para liquidarle, primero tenemos que conservar el pellejo —le recordó Harry.
—Vámonos.