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—Once… doce… el que pierde muere… trece…

Bryan se lo pasaba en grande.

Desnudo sobre las sábanas de seda negra, creaba y Devenía mientras los ojos votivos lo adoraban desde sus relicarios de vidrio.

Pero una parte de él estaba en el golem, lo cual también era estimulante. Esta vez había construido una criatura más grande, una fiera e implacable máquina de matar para aterrorizar al gran héroe y su puta. Los inmensos hombros del golem también eran los hombros de Bryan, y sus potentes brazos estaban a su servicio. Flexionar esos brazos y sentir las contracciones de esos músculos inhumanos era tan excitante que no veía el momento de iniciar la cacería.

—… dieciséis… diecisiete… dieciocho…

Había hecho este gigante con tierra, arcilla y arena, había dado a su cuerpo la apariencia de la carne y lo había animado, tal como el primer dios había creado a Adán a partir del barro inerte. Aunque su destino era ser una divinidad más despiadada que cualquiera de las precedentes, podía crear además de destruir; nadie podía alegar que era inferior a los dioses anteriores. Nadie.

De pie en la carretera de la costa, alto como una torre, contempló el mundo quieto y silencioso, y se sintió complacido con su obra. Éste era su Máximo y Secretísimo Poder, la capacidad para detener todo, tal como un relojero podía detener una pieza de relojería abriendo el estuche y aplicando la herramienta apropiada en el punto clave del mecanismo.

—… veinticuatro… veinticinco…

Este poder había surgido durante uno de sus períodos de crecimiento psíquico, cuando tenía dieciséis años, aunque no había aprendido a usarlo hasta los dieciocho. Era lógico. También Jesús había necesitado tiempo para aprender a transformar el agua en vino, a multiplicar panes y peces para alimentar multitudes.

Voluntad. El poder de la voluntad. Esa era la herramienta apropiada para rehacer la realidad. Antes del comienzo del tiempo y del nacimiento del universo, había existido una voluntad que había dado vida a todo, una conciencia que la gente llamaba Dios, aunque sin duda Dios era muy diferente de las imágenes que la humanidad forjaba de él. Tal vez sólo fuera un niño que en sus juegos creaba galaxias como granos de arena. Si el universo era una máquina de movimiento perpetuo creada en un acto de voluntad, la voluntad también podía alterarlo, rehacerlo o destruirlo. Para manipular y corregir la creación del primer dios sólo se requería poder y comprensión, y Bryan poseía ambas cosas. El poder del átomo era una luz pálida cuando se comparaba con el deslumbrante poder de la mente. Mediante la aplicación de la voluntad, mediante la concentración intensa del pensamiento y del deseo, podía introducir cambios fundamentales en los cimientos mismos de la existencia.

—… treinta y uno… treinta y dos… treinta y tres…

Como todavía estaba Deviniendo y aún no era el nuevo dios, Bryan sólo podía sostener estos cambios durante un tiempo breve, habitualmente una hora de tiempo real. En ocasiones se impacientaba con sus limitaciones, pero estaba seguro de que llegaría el día en que podría modificar la realidad de modos duraderos. Entretanto, mientras Devenía, se conformaba con divertidas alteraciones que negaban temporalmente las leyes de la física y, al menos por un breve lapso, acomodaban la realidad a sus deseos.

Aunque Lyon y Gulliver pensaran que el tiempo se había detenido, la verdad era más complicada. Mediante la aplicación de su extraordinaria voluntad, casi como si pidiera un deseo antes de soplar las velas de una tarta de cumpleaños, había reelaborado la naturaleza del tiempo. Si antes era un río continuo de efectos previsibles, él lo transformaba en una serie de arroyos, plácidos lagos y géiseres con una variedad de efectos. El mundo estaba ahora en uno de los lagos donde el tiempo transcurría con tal lentitud que parecía haberse detenido. Sin embargo, también por voluntad de Bryan, él y los dos policías interactuaban con esta nueva realidad, experimentando cambios ínfimos en la mayoría de las leyes de la materia, la energía, el movimiento y la fuerza.

—… cuarenta… cuarenta y uno…

Como pidiendo un deseo en su cumpleaños, o al pasar una estrella fugaz, o ante un hada madrina, pidiendo un deseo con todo su poder; había creado el lugar perfecto para un animado juego de escondite. Había transfigurado el universo para transformarlo en un juguete.

Comprendía que era dos personas de distinta naturaleza. Por una parte era un dios que Devenía: exaltado, con incalculable autoridad y responsabilidad. Por la otra: era un niño implacable y egoísta, cruel y soberbio.

En ese sentido era igual a la humanidad… pero peor.

—… cuarenta y cinco…

Más aún, creía que le habían ungido precisamente porque había sido esa clase de niño. El egoísmo y el orgullo eran meros reflejos del yo, y sin un yo fuerte, ningún hombre tendría la confianza para crear. Se requería cierto grado de impiedad para explorar los límites de los poderes creativos; correr riesgos sin pensar en las consecuencias era una liberación, una virtud. Y, siendo el dios que castigaría al género humano por haber contaminado la tierra, la crueldad era un requerimiento de su Devenir. Su capacidad para seguir siendo un niño, para abstenerse de derrochar energías en el acto insensato de engendrar más reses para el rebaño, le convertía en el candidato perfecto para la divinidad.

—… cuarenta y nueve… ¡cincuenta!

Durante un rato respetaría su promesa de perseguirles sólo con ayuda de sus sentidos humanos normales. Sería divertido. Un desafío. Y sería bueno experimentar las tremendas limitaciones que ellos experimentaban, no para sentir compasión, ya que no la merecían, sino para disfrutar más plenamente, por comparación, de sus extraordinarios poderes.

En el cuerpo del corpulento vagabundo, Bryan se internó en el fabuloso parque de atracciones que era esa ciudad quieta y silenciosa.

—Allá voy —gritó.