Ciegas manos de niebla llegaban en la oscura noche. Dedos blancos y vaporosos acariciaban las ventanas de la habitación de Jennifer Drackman.
La luz de la lámpara titilaba en las frías gotas de sudor de la jarra de agua que bañaban el acero inoxidable.
Connie estaba junto a Harry al lado de la cama. Janet estaba sentada en la silla de la enfermera, con el niño dormido en el regazo, el perro a sus pies con la cabeza entre las patas. Sammy estaba en el rincón, envuelto en sombras, callado y solemne, tal vez reconociendo algunos elementos de su propia historia en la historia que escuchaban.
La mustia mujer parecía marchitarse más mientras hablaba, como si necesitara quemar su propia sustancia para obtener la energía necesaria para compartir sus oscuros recuerdos.
Harry sospechaba que en todos estos años Jennifer se había aferrado a la vida tan sólo para este momento, para contar con una audiencia que estuviera dispuesta a creer.
—Él tiene sólo veinte años —dijo con su cascada voz—. Yo tenía veintidós cuando quedé encinta de él… pero debería comenzar… unos años antes de su… concepción.
Un simple cálculo revelaba que ahora tenía cuarenta y dos o cuarenta y tres años. Con alarma y nerviosismo todos comprendieron que Jennifer era relativamente joven. Parecía más que vieja. Antigua. No envejecida prematuramente diez o veinte años, sino cuarenta.
Mientras la niebla se espesaba frente a las ventanas, la madre de Tic-tac les contó que había huido de su casa a los dieciséis años, harta de la escuela, ávida de estímulos y experiencias, físicamente madura desde los trece pero, como luego comprendería, poco desarrollada emocionalmente y menos lista de lo que creía.
En Los Angeles, y luego en San Francisco, durante el auge de la cultura del amor libre de fines de los sesenta y principios de los setenta, una muchacha bonita podía encontrar a muchos jóvenes con quienes pasar la noche y una gran variedad de sustancias químicas para experimentar con la alteración mental. Después de trabajar en tiendas en las que vendía pósters psicodélicos, lámparas y otros objetos relacionados con la cultura de la droga, decidió montar su propio negocio de venta de sustancias. Como traficante y como mujer admirada por los proveedores, tanto por su habilidad comercial como por su belleza, tuvo la oportunidad de probar muchas drogas exóticas que no se distribuían en la calle.
—Los alucinógenos eran mi especialidad —dijo la muchacha perdida que aún vagabundeaba dentro de esa mujer inválida—. Setas deshidratadas de cavernas tibetanas, hongos luminiscentes de valles remotos del Perú, líquidos destilados de flores de cacto y raíces extrañas, la piel pulverizada de exóticos lagartos africanos, ojo de tritón, y cualquier cosa que los químicos ingeniosos pudieran preparar en los laboratorios. Quería probarlo todo, una y otra vez, cualquier cosa que me llevara a lugares que nunca había visto, que me mostrara cosas que nadie más podría ver.
A pesar los abismos de desesperación adonde la había arrastrado la vida, Jennifer Drackman hablaba con perturbadora añoranza.
Harry intuyó que una parte de Jennifer hubiera realizado las mismas opciones si tuviera la oportunidad de revivir esos años.
Harry no se había liberado totalmente del frío que había sentido durante la Pausa y ahora el frío le penetraba más en la médula de los huesos.
Miró la hora. Las dos y doce minutos.
Ella continuó, hablando más deprisa, como si notara su impaciencia.
—En 1972 quedé encinta…
Sin saber cuál de los tres era el padre, al principio quedó encantada con la idea de tener un hijo. Aunque no podría haber definido con palabras coherentes qué había aprendido con la continua ingestión de sustancias químicas, creía disponer de una gran sabiduría para impartir a su hijo. Luego cometió el ilógico paso de continuar, incluso aumentar, el uso de alucinógenos durante el embarazo, con la idea de que así nacería un niño con una conciencia superior. Eran días extraños en que muchos creían que el sentido de la vida se hallaba en el peyote y que una tableta de LSD brindaría acceso a la sala del trono del cielo y un atisbo del rostro de Dios.
Durante dos o tres meses, Jennifer abrigó la eufórica esperanza de criar al hijo perfecto. Quizá fuera otro Dylan, Lennon o Lenin; un genio y un pacificador, aunque más avanzado que ellos porque su iluminación había comenzado en el vientre, gracias a la previsión y la audacia de la madre.
Todo cambió cuando tuvo un mal viaje. No recordaba todos los ingredientes del cóctel químico que marcó el principio del fin de su vida, pero sabía que entre otras cosas contenía LSD y el caparazón pulverizado de un raro escarabajo asiático. En lo que ella consideraba el más alto estado de conciencia que jamás había alcanzado, una serie de luminosas e inspiradoras alucinaciones se volvieron repentinamente aterradoras y la colmaron de un pavor indescriptible y paralizante.
El pavor permaneció aun cuando terminó el mal viaje y cesaron esas alucinaciones de muerte y horror genético. Y aumentó día a día. Al principio Jennifer no comprendió el origen del miedo, pero gradualmente se concentró en el niño y comprendió que en su estado alterado de conciencia ella había recibido una advertencia: su hijo no era un Dylan sino un monstruo, no una luz para el mundo sino un mensajero de las tinieblas.
Nunca sabría si esa percepción era correcta o mera locura inducida por las drogas, si el niño que llevaba dentro era ya un mutante o un feto normal, pues el miedo abrumador le indujo a adoptar medidas que también pudieron introducir el factor mutagénico final que, combinado con la ingestión de drogas, transformó a Bryan en lo que era. Trató de abortar, pero no en los sitios habituales, pues tenía miedo de las comadronas con sus percheros y de esos médicos clandestinos cuyo alcoholismo les había inducido a operar al margen de la ley. Recurrió a métodos heterodoxos y, en definitiva, más arriesgados.
—Eso fue en el setenta y dos. —La mujer aferró la baranda de la cama y se retorció bajo las sábanas buscando una posición más cómoda para su cuerpo semiparalítico. Su pelo blanco estaba rígido.
La luz le bañó la cara desde otro ángulo, revelando que la tez lechosa de sus cuencas oculares vacías estaba entrecruzada de venillas azules.
La hora. Las dos y dieciséis minutos.
—La Corte Suprema legalizó el aborto a principios del setenta y tres —dijo la anciana—, cuando yo estaba en el último mes de embarazo, así que para mí llegó demasiado tarde.
De todos modos, aunque el aborto hubiera sido legal, tal vez no hubiera ido a una clínica, pues todos los médicos le despertaban temor y desconfianza. Al principio trató de liberarse del niño con la ayuda de un homeópata indio que operaba en un apartamento de Haight-Ashbury, centro de la contracultura de San Francisco en esa época. Le dio una serie de pociones de hierbas que afectaban las paredes del útero y a veces causaban abortos. Esas medicinas no funcionaron y él probó suerte con potentes duchas vaginales, administradas con creciente presión para arrancar al niño.
Esos tratamientos también fallaron, y en su desesperación acudió a un matasanos que ofrecía una ducha de radio que gozó de breve popularidad, supuestamente no tan radiactiva como para dañar a la mujer pero mortal para el feto. Ese drástico procedimiento tampoco dio resultado.
Parecía que ese hijo no deseado era consciente de sus esfuerzos para liberarse de él y se aferraba a la vida con inhumana tenacidad, una criatura abominable que ya era más fuerte que cualquier mortal nonato, invulnerable aun en el vientre.
Las dos y dieciocho minutos.
Harry se impacientaba. Hasta ahora ella no les había dicho nada que les ayudara a afrontar a Tic-tac.
—¿Dónde podemos hallar a su hijo?
Jennifer tal vez pensaba que nunca tendría un público similar y no estaba dispuesta a acelerar su ritmo, fuera cual fuese el precio. Esa narración era para ella una suerte de expiación.
Harry ya no soportaba la voz de la mujer, ni verle el rostro. Dejó a Connie junto a la cama y fue a la ventana para mirar la niebla, que lucía fresca y limpia.
—La vida se transformó en un mal viaje para mí —dijo Jennifer.
Era desconcertante que esa anciana arrugada y demacrada usara esa jerga de otra época.
Dijo que su temor al nonato era peor que cualquier cosa que hubiera experimentado con las drogas. Su certeza de que albergaba un monstruo crecía día a día. Necesitaba dormir pero temía esos sueños de violencia espantosa e infinito sufrimiento humano, donde algo invisible pero terrible acechaba siempre en las sombras.
—Un día me encontraron en la calle, arañándome el vientre, clamando que llevaba una bestia dentro de mí. Me encerraron en una clínica psiquiátrica.
De allí la llevaron a Orange County, bajo el cuidado de la madre, a quien había abandonado seis años antes. Los análisis revelaron un útero lleno de cicatrices, extrañas adherencias y pólipos, y una química sanguínea totalmente anormal.
Aunque no se detectaron anomalías en el feto, Jennifer seguía convencida de que era un monstruo, y cada día, cada hora, estaba más histérica. No había asistencia secular ni religiosa que aplacara sus temores.
La hospitalizaron para un parto provocado, necesario a causa de todo lo que había hecho para liberarse del niño, y pasó de la histeria a la locura. Experimentó alucinaciones donde pululaban visiones de monstruosidades orgánicas y adquirió la irracional convicción de que si tan sólo miraba al niño que estaba por traer al mundo quedaría condenada al infierno. El parto fue difícil y muy largo y, dado su estado mental, la tuvieron atada casi todo el tiempo. Cuando le aflojaron las correas, en el momento en que ese niño tenaz salía a la luz, se arrancó los ojos con los pulgares.
Ante la ventana, mirando los rostros que se formaban y se disolvían en la niebla, Harry tiritó.
—Y él nació —dijo Jennifer Drackman—. Él nació.
Incluso sin ojos, conocía la naturaleza tenebrosa de la criatura que había dado a luz. Pero era un bonito bebé, y luego fue un niño guapo (así le dijeron), y luego un joven apuesto. Pasaban los años y nadie tomaba en serio los delirios paranoicos de una mujer que se había arrancado los ojos.
Harry miró la hora. Las dos y veintiún minutos.
A lo sumo les quedaban cuarenta minutos de seguridad. Tal vez mucho menos.
—Hubo muchas operaciones, complicaciones por el embarazo, mis ojos, inyecciones. Mi salud declinó cada vez más, sufrí un par de ataques de apoplejía, y nunca más regresé a casa de mi madre. Lo cual estaba bien, porque él estaba allí. Viví en un sanatorio público durante muchos años, deseando morir, suplicando mi muerte, pero demasiado débil para matarme… demasiado débil en muchos sentidos. Y hace dos años, después de matar a mi madre, él me trasladó aquí.
—¿Cómo sabe que él mató a su madre? —preguntó Connie.
—Él me lo contó. Y me contó cómo. Me describe su poder y el crecimiento de su poder. Incluso me ha mostrado cosas… Y creo que puede hacer todo lo que dice. ¿Usted?
—Sí —dijo Connie.
—¿Dónde vive? —preguntó Harry, aún mirando la niebla.
—En casa de mi madre.
—¿Cuál es la dirección?
—Mi mente está confundida en muchas cosas… pero eso lo recuerdo.
Les dio la dirección.
Harry tenía una idea de dónde estaba ese lugar. A poca distancia del Pacific View.
Miró de nuevo la hora. Las dos y veintidós minutos.
Ansioso de salir de esa habitación, y no sólo porque quisiera enfrentarse a Bryan Drackman de una vez por todas, Harry se apartó de la ventana.
—Vámonos.
Sammy Shamroe salió de las sombras de su rincón. Janet se puso de pie abrazando a su hijo dormido, el perro se levantó.
Pero Connie tenía una pregunta. Era la clase de pregunta personal que normalmente Harry habría hecho y que hasta esta noche habría exasperado a Connie porque ya habían averiguado lo esencial.
—¿Por qué Bryan viene a visitarla? —preguntó Connie.
—Para torturarme —dijo la mujer.
—¿Eso es todo… cuando tiene un mundo entero para torturar?
Soltando la baranda de acero, Jennifer Drackman dijo:
—Amor.
—¿Él viene aquí porque la ama?
—No, no. Él es incapaz de amar, no entiende la palabra, sólo cree entenderla. Pero quiere amor de mí. —La esquelética figura lanzó una risotada seca—. ¿Puede creer que acuda tan tarde a mí?
Harry se sorprendió de sentir cierta compasión por el niño psicótico que había llegado al mundo contra la voluntad de esa mujer trastornada.
Esa habitación, aunque cálida y confortable, era el último sitio de la creación donde alguien iría en busca de amor.