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Después de las horas de visita no había ninguna recepcionista de servicio. Harry miró por el cristal de la puerta y vio una sala penumbrosa y desierta.

Cuando tocó la campanilla, una voz de mujer respondió por el interfono. Harry se identificó como un agente de policía con un asunto urgente y la mujer demostró buena voluntad en cooperar.

Harry miró su reloj tres veces antes de que ella apareciera en el vestíbulo. La mujer no tardó demasiado, pero Harry se acordaba de Ricky Estefan y la chica que había perdido el brazo; cada segundo marcado por la luz roja de su reloj formaba parte de la cuenta regresiva de su propia ejecución.

La enfermera, que se identificó como la supervisora nocturna, era una filipina enérgica, menuda pero robusta. Cuando le vio por la mirilla, perdió su buena voluntad. Se negó a abrirle.

Ante todo, no creía que fuera agente de policía. Harry no podía culparla por su suspicacia, pues después de las peripecias de las últimas horas tenía facha de vivir en una caja de embalaje. De hecho, Sammy Shamroe vivía en una caja de embalaje y aunque Harry no lucía tan mal, parecía un menesteroso con una gran deuda moral con el Ejército de Salvación.

Ella tan sólo aceptó abrir la puerta hasta donde permitía la cadena de seguridad, tan gruesa que sin duda era el modelo que se usaba para restringir el acceso a los silos de misiles nucleares. Harry le pasó su placa de identificación. Aunque incluía una fotografía tan poco halagüeña que él resultaba reconocible a pesar de estar maltrecho y sucio, ella no se convenció.

Arrugando la menuda nariz, la supervisora nocturna dijo:

—¿Qué más tiene?

Harry sintió la tentación de sacar el revólver, meterlo por la rendija, amartillarlo y amenazarla con sacarle los dientes por la nuca. Pero esa mujer frisaba los cuarenta años y quizás hubiera sufrido el régimen de Marcos antes de emigrar a Estados Unidos, así que tal vez se le riera en la cara, metiera el dedo en el cañón y lo mandara al cuerno.

Decidió recurrir a Connie Gulliver, que en esta ocasión estaba más presentable. Connie le sonrió a través del cristal de la puerta a esa menuda y despótica Florence Nightingale, le habló amablemente y le pasó sus credenciales por la rendija. Cualquiera hubiera pensado que procuraban entrar en la bóveda principal de Fort Knox y no en una exclusiva clínica privada.

Harry miró la hora. Las dos y tres minutos.

Basándose en la limitada experiencia que había tenido con Tic-tac, Harry calculaba que ese Houdini psicótico necesitaba aproximadamente una hora para recargar sus baterías sobrenaturales entre una aparición y otra, el mismo tiempo que necesitaba un mago de teatro para meterse en las mangas las bufandas de seda, las palomas y los conejos. Si así era, estarían a salvo hasta las dos y media, quizás hasta las tres.

Menos de una hora, en el peor de los casos.

Harry estaba tan concentrado en el parpadeo de la luz roja del reloj que dejó de oír lo que Connie le decía a la enfermera. O bien sedujo a la mujer o bien utilizó una amenaza muy efectiva, porque la mujer corrió la cadena, abrió la puerta, les devolvió las placas sonriendo, y entraron en Pacific View.

Cuando la supervisora nocturna vio a Janet y Danny, que estaban fuera de la vista en los escalones de abajo, pareció arrepentirse. Cuando vio al perro, que meneaba la cola tratando de granjearle su simpatía, se disgustó. Cuando vio, y olió, a Sammy, recobró su anterior hostilidad.

Para los policías, al igual que para los vendedores a domicilio, la máxima dificultad era trasponer la puerta. Una vez dentro, Harry y Connie eran tan difíciles de desalojar como un vendedor de aspiradoras dispuesto a desparramar toda clase de desperdicios en la alfombra con tal de demostrar la capacidad de succión de su producto.

Cuando la enfermera filipina comprendió que su resistencia molestaría a los pacientes más que su cooperación, dijo unas melodiosas palabras en tagalo (Harry sospechó que era una maldición contra sus antepasados y sus descendientes) y les condujo hasta la habitación de la paciente que buscaban.

No era sorprendente que en todo Pacific View hubiera una sola mujer sin ojos y con los párpados cosidos. Se llamaba Jennifer Drackman.

El apuesto pero «distante» hijo de la señora Drackman, les confió la supervisora mientras caminaban, pagaba tres turnos de las mejores enfermeras privadas, siete días por semana, para cuidar de su «perturbada» madre. Era la única paciente de Pacific View que recibía atenciones tan «sofocantes» además de los «pródigos» cuidados que la clínica ofrecía en su paquete mínimo. Con esas y otras indirectas, la supervisora nocturna dio a entender cortésmente que el hijo le caía mal, que entendía que las enfermeras privadas eran innecesarias y constituían un insulto para el personal y que esa paciente le ponía la carne de gallina.

La enfermera privada del turno de noche era una bellísima mujer negra llamada Tanya Delaney. Titubeó en dejarles molestar a la paciente a una hora tan inoportuna, aunque dos de ellos fueran policías, y por un instante amenazó con presentar un obstáculo para su supervivencia, mayor que la supervisora nocturna.

La mujer enjuta, pálida, demacrada y huesuda, acostada en la cama ofrecía un espectáculo estremecedor, pero Harry no pudo apartar los ojos de ella. Llamaba la atención porque en el horror de su estado actual quedaba un tenue pero innegable fantasma de belleza, un espectro que rondaba ese rostro y ese cuerpo devastados negándose a abandonarla del todo y permitía una sobrecogedora comparación entre lo que ella había sido en su juventud y lo que era ahora.

—Estaba durmiendo —dijo Tanya Delaney, susurrando como los demás. Se interponía entre ellos y la cama, dando a entender que se tomaba a pecho su profesión de enfermera—. Rara vez duerme apaciblemente, así que no me gustaría despertarla.

Más allá de las almohadas y el rostro de la paciente, en una mesilla que también sostenía una bandeja de corcho con una jarra de agua helada, había un marco lacado con la fotografía de un apuesto joven de veinte años. Nariz aquilina. Cabello oscuro. Sus ojos claros eran grises en la fotografía en blanco y negro, y sin duda grises en la realidad, el tono de la plata vieja. Era el chico con tejanos y camiseta de Tecate, el chico que se relamía los labios con su rosada lengua al ver a las ensangrentadas víctimas de James Ordegard. Harry recordó la huraña mirada del chico cuando le obligó a cruzar la cinta amarilla y le humilló ante la multitud.

—Es él —murmuró.

Tanya Delaney siguió su mirada.

—Bryan. El hijo de la señora Drackman.

Volviéndose hacia Connie, Harry repitió:

—Es él.

—No se parece al hombre de las ratas —dijo Sammy. Había retrocedido hacia el rincón de la habitación más alejado de la paciente, tal vez recordando que los ciegos presuntamente compensaban la pérdida de la vista desarrollando mejor oído y un olfato más agudo.

El perro emitió un gemido breve y gutural.

Janet Marco abrazó con más fuerza a su hijo y miró preocupadamente la fotografía.

—Se parece un poco a Vince… el pelo… los ojos. Con razón pensé que Vince regresaba.

Harry se preguntó quién sería Vince, aunque decidió que no era prioritario.

—Si el hijo paga todas las cuentas… —le dijo a Connie.

—Ah, sí, es el hijo —dijo la enfermera Delaney—. Cuida muy bien de la madre.

—Entonces la oficina de la clínica debe tener su domicilio —concluyó Connie.

Harry sacudió la cabeza.

—Esa supervisora nocturna no nos permitirá mirar los registros. Los custodiará con su vida hasta que regresemos con una orden judicial.

—Realmente creo que deberían irse antes que ella despierte —dijo la enfermera Delaney.

—No estoy dormida —dijo el espantajo blanco tendido en la cama. Los párpados cosidos ni siquiera temblaron, como si los músculos se hubieran atrofiado con los años—. Y no quiero su foto aquí. Él me obliga a conservarla.

—Señora Drackman… —dijo Harry.

—Señorita. Me llaman señora pero no lo soy. Nunca lo fui. —Era una voz aflautada pero no frágil. Metálica. Fría—. ¿Qué quieren de él?

—Señorita Drackman —continuó Harry—, somos policías. Necesitamos hacerle algunas preguntas sobre su hijo.

Si tenían la oportunidad para averiguar más que el domicilio de Tic-tac, convenía aprovecharla. La madre quizá les contara algo que les revelara algún punto débil de su excepcional hijo, aunque ella no supiera nada sobre su verdadera naturaleza.

Ella calló un instante, mordiéndose el labio. Tenía la boca fruncida y unos labios tan pálidos que eran casi grises.

Harry miró la hora.

Las dos y ocho minutos.

La demacrada mujer alzó un brazo y enganchó la mano, huesuda y corva como una zarpa, en la baranda de la cama.

—Tanya, ¿quieres dejarnos a solas?

La enfermera intentó oponerse, pero la paciente repitió el pedido con más firmeza, como una orden.

La enfermera se marchó y cerró la puerta.

—¿Cuántos son ustedes? —preguntó Jennifer Drackman.

—Cinco —dijo Connie, omitiendo al perro.

—No todos son policías y no están aquí sólo por cuestiones policiales —dijo Jennifer Drackman con una perspicacia que tal vez fuera un don que compensaba los largos años de ceguera.

Algo en el tono de voz, un extraño atisbo de esperanza, indujo a Harry a responder con franqueza.

—No. No todos somos policías, y no estamos aquí sólo como policías.

—¿Qué les ha hecho él? —preguntó la mujer.

Les había hecho tantas cosas que nadie pudo resumirlo en pocas palabras.

Interpretando correctamente el silencio, la mujer continuó:

—¿Saben ustedes qué es él? —Era una pregunta extraña que revelaba que la mujer sabía algo sobre las características de su hijo.

—Sí —dijo Harry—. Lo sabemos.

—Todos creen que es un buen muchacho —dijo la madre con voz trémula—. Se niegan a escucharme, los muy necios. Se niegan a escucharme. En todos estos años… no me creen…

—Nosotros escucharemos —dijo Harry—. Y ya creemos.

Un destello de esperanza cruzó ese rostro demacrado, pero la esperanza era una expresión tan infrecuente en esos rasgos que no pudo sostenerse. Ella irguió la cabeza sobre las almohadas, un acto sencillo que le tensó los músculos bajo la floja piel del cuello.

—¿Le odian?

—Sí —dijo Connie al cabo de un instante de silencio—. Yo le odio.

—Sí —dijo Janet Marco.

—Yo le odio casi tanto como a mí misma —dijo la inválida con voz biliosa. Por un instante el fantasma de la belleza pasada desapareció de su rostro mustio. Era pura fealdad, una arpía grotesca—. ¿Le matarán?

Harry no supo qué decir.

La madre de Bryan Drackman no titubeó.

—Le mataría con mis propias manos… pero estoy débil… muy débil. ¿Le matarán?

—Sí —dijo Harry.

—No será fácil —advirtió ella.

—No, no será fácil —convino Harry. Miró de nuevo la hora—. Y no tenemos mucho tiempo.