No sabían hasta dónde les guiaría el perro, y habían convenido en que un grupo de cinco caminando junto a las dos de la mañana sería demasiado evidente. Decidieron ver si Woofer estaba tan ansioso de correr guiando la camioneta como de guiarlos a pie, porque en el vehículo llamarían menos la atención.
Janet ayudó a los detectives Gulliver y Lyon a sacar las luces navideñas de la camioneta. Estaban pegadas con grapas de metal y con trozos de cinta adhesiva.
Parecía dudoso que el perro les guiara directamente hasta la persona que llamaban Tic-tac. Por las dudas, sin embargo, les convenía no llamar la atención con hileras de luces verdes y rojas.
Mientras trabajaban, Sammy Shamroe les seguía en torno del Ford, diciéndoles por enésima vez que había caído en desgracia de puro tonto, pero que a partir de ahora haría borrón y cuenta nueva. Se empeñaba en subrayar la sinceridad de este nuevo compromiso, como si necesitara que otros le creyeran para convencerse a sí mismo.
—Nunca creí que el mundo pudiera necesitarme —dijo Sammy—, pensaba que no valía nada, sólo un ilustrador de moda, un charlatán vacío por dentro, pero heme aquí, salvando al mundo de un alienígena. De acuerdo, no es un alienígena y no estoy salvando al mundo solo, pero sin duda estoy ayudando a salvarlo.
Janet aún estaba asombrada de lo que había hecho Woofer. Nadie entendía cómo el perro sabía que los cinco afrontaban la misma amenaza ni que les resultaría útil estar juntos. Todos sabían que los sentidos de los animales eran más débiles que los humanos en algunos aspectos, pero más fuertes en otros, y que además de los cinco sentidos habituales podían tener otros que resultaban difíciles de comprender. Pero después de esto, jamás miraría a otro perro, ni a ningún otro animal, del mismo modo.
Aceptar al perro y alimentarlo cuando menos podía costearlo había resultado ser una sabia decisión.
Ella y los dos detectives terminaron de quitar las luces, las enrollaron y las guardaron en la parte trasera de la camioneta.
—He dejado de beber para siempre —dijo Sammy, siguiéndoles hasta la portezuela trasera—. ¿No me creen? Pues es verdad. Basta. Ni una gota. Nada.
Woofer estaba sentado en la acera con Danny, a la luz de un farol, observándoles y aguardando con paciencia.
Inicialmente, al enterarse de que Gulliver y Lyon eran policías, Janet casi había echado a correr con Danny. A fin de cuentas, había matado a su esposo y había dejado el cuerpo en las arenas desiertas de Arizona y no tenía modo de saber si ese hombre odioso aún estaba allí. Si habían hallado el cadáver de Vince, tal vez la buscaran para interrogarla; tal vez hasta existiera una orden de arresto.
Además, ninguna figura de autoridad había sido amigable con ella en toda su vida, excepto el señor Ishigura de la Clínica Pacific View. Constituían una raza aparte, gente con la cual no tenía nada en común.
Pero Gulliver y Lyon parecían dignos de confianza, amables y bien intencionados. No parecían gente dispuesta a permitir que le arrebataran a Danny, aunque no tenía intenciones de contarles que había matado a Vince. Y Janet tenía algunas cosas en común con ellos: ante todo, el deseo de vivir y el afán de liquidar a Tic-tac antes de que Tic-tac les liquidara a ellos.
Había decidido confiar en los detectives porque no tenía opción; todos estaban juntos en esto. Además confiaba en ellos porque el perro confiaba en ellos.
—Son las dos menos cinco —dijo Lyon, mirando su reloj de pulsera—. Pongámonos en marcha, deprisa.
Janet llamó a Danny y entraron en la parte trasera de la camioneta con Sammy Shamroe, quien cerró la portezuela.
El detective Lyon se sentó al volante, puso el motor en marcha y encendió los faros.
La parte trasera de la camioneta se comunicaba con el compartimiento del frente. Janet, Danny y Sammy fueron hacia delante para mirar por el parabrisas.
Sinuosos zarcillos de niebla trepaban desde el mar a la carretera de la costa. Los faros de un coche que circulaba en sentido contrario hendieron la perezosa niebla y crearon una franja horizontal de colores irisados que iba de una acera a la otra. El coche atravesó los colores, arrastrándolos hacia la noche.
La detective Gulliver aún estaba de pie en la acera con Woofer.
Lyon soltó el freno de mano y movió la palanca de cambios.
—Bien, estamos listos —anunció.
En la acera, la detective Gulliver podía oírle porque la ventanilla de la camioneta estaba abierta. Le habló al perro, hizo un ademán. El perro la estudió con curiosidad.
Comprendiendo que querían que les guiara hacia donde les había indicado un par de minutos atrás, Woofer echó a andar cuesta abajo a lo largo de la acera. Corrió un trecho, esperó y miró hacia atrás para ver si Gulliver le seguía. Parecía contento de descubrir que ella le acompañaría. Agitó la cola.
Lyon sacó el pie del freno y dejó que el vehículo avanzara cuesta abajo, cerca de la detective Gulliver, siguiéndole el paso, para que el perro comprendiera que la camioneta también lo seguía.
Aunque la camioneta no avanzaba deprisa, Janet aferró el asiento para estabilizarse, y Sammy se cogió del cabezal del asiento vacío. Con una mano, Danny asió el cinturón de Janet y se puso de puntillas para ver qué sucedía afuera.
Cuando la detective Gulliver alcanzó a Woofer, el perro echó de nuevo a correr, llegó hasta la esquina y se detuvo en la bocacalle. Miró a la mujer, estudió la camioneta, miró de nuevo a la mujer y la camioneta. Era un perro listo. Entendería.
—Ojalá pudiera hablarnos para decirnos lo que necesitamos saber —dijo el detective Lyon.
—¿Quién? —preguntó Sammy.
—El perro.
La detective Gulliver siguió a Woofer un trecho más, se detuvo y dejó que el detective Lyon la alcanzara. Esperó a que Woofer la mirase, abrió la puerta y entró en la camioneta.
El perro se sentó a mirarles.
El detective Lyon avanzó un poco más.
El perro irguió las orejas.
La camioneta avanzó.
El perro se levantó y siguió trotando hacia el norte. Se detuvo, miró hacia atrás para cerciorarse de que la camioneta lo seguía, continuó su trote.
—Buen perro —dijo la detective Gulliver.
—Muy buen perro —dijo el detective Lyon.
—Es el mejor perro que hay —continuó Danny con orgullo.
—No lo dudo —replicó Sammy Shamroe, y acarició la cabeza del niño.
Volviéndose hacia Janet, Danny dijo:
—Mamá, este hombre apesta.
—¡Danny! —exclamó Janet.
—Está bien —dijo Sammy, iniciando otro de sus fervientes pero tediosos discursos de arrepentimiento—. Es verdad. Apesto. Soy un desastre. Fui un desastre durante mucho tiempo, pero eso ha terminado. ¿Saben por qué era un desastre? Porque creía saberlo todo, creía tener todos los secretos de la vida: que no tenía sentido, que no había misterio, que era pura biología. Pero después de esto, después de esta noche, tengo otra visión de las cosas. No lo sé todo a fin de cuentas. Qué va, ni siquiera sabía lo más elemental. Hay mucho misterio en la vida y no es sólo biología. Y si hay algo más, ¿quién necesita vino o cocaína? No. Nada. Ni una gota. Nada.
Una manzana después, el perro giró a la derecha, enfilando al este por una calle empinada.
El detective Lyon dobló la esquina, miró su reloj.
—Las dos. Demonios, el tiempo vuela.
Afuera, Woofer rara vez volvía la cabeza para mirarles. Confiaba en que lo seguirían.
La acera por donde trotaba estaba cubierta de los capullos rojos de los grandes árboles que bordeaban la manzana. Woofer los olía mientras seguía hacia el este, y un par de veces estornudó.
De pronto Janet comprendió hacia dónde les llevaba el perro.
—La clínica del señor Ishigura —dijo.
La detective Gulliver se revolvió en el asiento.
—¿Usted sabe hacia dónde va?
—Estuvimos allí para cenar. En la cocina. —Y de pronto exclamó—: ¡Por Dios, esa pobre ciega sin ojos!
La Clínica Pacific View estaba en la manzana siguiente. El perro subió la escalinata y se sentó ante la puerta.