No tiene miedo. No. No tiene miedo.
Es un perro, dientes y zarpas afiladas, fuerte y ágil.
Atraviesa una tupida mata de adelfas. Luego el lugar-de-personas donde estuvo antes. Altas paredes blancas. Ventanas oscuras. Arriba un cuadrado de luz pálida.
El olor de la cosa-que-mata es denso en la niebla. Pero, como todos los olores en la niebla, impreciso, difícil de rastrear.
La cerca de hierro. Estrecha. Pasa con esfuerzo.
Cautela en la esquina del lugar-de-personas. La cosa mala estuvo fuera la última vez, detrás del lugar, con paquetes de comida. Chocolatinas. Golosinas. Patatas fritas. Él no consiguió ninguna. Pero casi lo pillaron. Así que esta vez asoma el hocico. Olisquea. Luego la cabeza entera, para mirar. No hay indicios del joven-cosa-mala. Estuvo allí, ya no está, hasta ahora todo bien.
Detrás del lugar-de-personas. Hierba, tierra, piedras chatas que pone la gente. Arbustos.
Flores.
La puerta. Y en la puerta, la puerta pequeña para perros.
Cautela. Olisquea. Olor de joven-cosa-mala, muy fuerte. No tiene miedo. No, no, no. Es un perro. Perro bueno.
Cautela. Cabeza dentro, alzando la puerta para perros. Chirría un poco. Lugar de comida. Oscuro. Oscuro.
Dentro.
La fluorescente niebla refractaba cada haz de luz de Phaedra Way, desde los faroles con forma de hongo de la calzada de una casa hasta los números luminosos del domicilio de otra, dándole brillo a la noche. Pero esa luminosidad amorfa y ondulante era engañosa; no revelaba nada y oscurecía muchas cosas.
Harry apenas veía las casas, aunque notaba que eran muy grandes. La primera era moderna, ángulos afilados asomando en la niebla; pero las demás parecían edificios más viejos, de estilo mediterráneo; databan de una época de la historia de Laguna más agraciada que el final del milenio, y estaban protegidas por palmeras e higueras maduras.
Phaedra Way seguía la línea costera de un pequeño promontorio que se internaba en el mar. Según la inválida de Pacific View, la casa Drackman era la más alejada y se hallaba en el extremo del acantilado.
Como gran parte de esta pesadilla parecía basada en los elementos más tenebrosos de los cuentos de hadas, Harry no se habría sorprendido si hubieran hallado un bosquecillo oscuro al final del promontorio lleno de brillantes ojos de búhos y lobos acechantes, con la casa Drackman en su interior, lúgubre y siniestra, en la mejor tradición de las residencias de brujas, hechiceros, magos, gnomos y otros engendros.
Casi deseaba encontrar una casa así. Sería un reconfortante símbolo de orden.
Pero cuando llegaron a la casa Drackman, sólo la espectral mortaja de niebla respetaba la tradición. Los jardines y la arquitectura eran menos amenazadores que la siniestra casa del bosque para la cual le habían preparado los cuentos populares.
Al igual que las casas vecinas, tenía palmeras en el jardín del frente. A pesar de la envolvente niebla, se veían matas de buganvillas trepando por una pared blanca estucada y extendiéndose sobre el rojo tejado. La calzada estaba llena de capullos brillantes. A un costado del garaje, una luz nocturna alumbraba el número de la casa, y su fulgor se reflejaba en las gotas de rocío de cientos de brillantes capullos de buganvilla que titilaban como joyas en la calzada.
Era demasiado bonita, y eso le provocó una furia irracional. Nada era como debía ser, no existía esperanza de orden.
Inspeccionaron el lado norte y el lado sur de la casa, buscando el paradero de su ocupante. Dos luces.
Una estaba arriba, en el lado sur, hacia el fondo. Una sola ventana, que no era visible desde el frente. Tal vez fuera un dormitorio.
Si la luz estaba encendida, Tic-tac debía de haber despertado, o quizá no se hubiera dormido. A menos que… Algunos niños no se dormían sin la luz encendida, y en muchos sentidos Tic-tac era un niño. Un niño de veinte años, desquiciado, maligno y peligroso.
La segunda luz estaba en el lado norte, en la esquina oeste. Como estaba en la planta baja, pudieron mirar dentro y vieron una cocina blanca. Desierta. Había una silla junto a la mesa de cristal, ladeada como si alguien la hubiera ocupado poco antes.
Las dos y treinta y nueve minutos.
Como ambas luces estaban hacia el fondo de la casa, no intentaron entrar por el lado oeste, ya que había mayor peligro de que Tic-tac les oyera si estaba en la habitación de arriba.
Como Connie tenía las ganzúas, ni siquiera tantearon las ventanas, sino que fueron directamente hacia la puerta. Era una gran puerta de roble con paneles en relieve y un picaporte de bronce.
La cerradura parecía una Baldwin, que era buena pero no tanto como la Schlage. En esa penumbra, costaba distinguir el modelo.
Junto a la puerta había unas luces laterales sobre los cristales emplomados y los paneles biselados. Harry apoyó la frente en el vidrio para estudiar el vestíbulo. Una luz que se filtraba por una puerta entornada, sin duda de la cocina, le permitió ver el vestíbulo y un corredor en penumbra.
Connie abrió el paquete de ganzúas. Antes de ponerse a trabajar, hizo lo que cualquier ladrón profesional haría primero: confirmar si la puerta estaba cerrada con llave. No lo estaba y la abrió unos centímetros.
Se guardó las ganzúas en un bolsillo sin molestarse en cerrar el paquete. Desenfundó el revólver.
Harry también sacó su arma.
Connie se demoró y Harry comprendió que había abierto el tambor. Inspeccionó el arma a tientas para cerciorarse de que aún había cartuchos en todas las recámaras. Connie cerró el arma con un chasquido suave, tras haber comprobado que Tic-tac no había recurrido a sus artimañas.
Ella cruzó el umbral primera porque estaba más cerca. Harry la siguió.
Se quedaron en el vestíbulo con el suelo de mármol veinte segundos, medio minuto, muy quietos, escuchando. Empuñando las armas con ambas manos, los puntos de mira a la altura de los ojos, Harry cubriendo la izquierda, Connie la derecha.
Silencio.
La Residencia del Rey de la Montaña. Un monstruo dormido en alguna parte. Aunque quizá no durmiera. Quizá sólo esperara.
Vestíbulo. Poca luz, a pesar del fulgor fluorescente que se filtraba desde la cocina. Espejos a la izquierda, oscuros reflejos de sí mismos, formas borrosas. A la derecha una puerta conducía a un guardarropa o un estudio.
Delante y a la derecha, una escalera conducía a un sombrío rellano, y luego al pasillo de otro piso.
Delante, el pasillo de la planta baja. Habitaciones oscuras a ambos lados, la puerta de la cocina entornada, proyectando luz.
Harry odiaba esto. Lo había hecho veintenas de veces. Tenía práctica y habilidad. Aun así lo odiaba.
El silencio persistía. Sólo el ruido interior. Escuchó su corazón, que aún palpitaba normalmente. Acelerado pero regular.
Ya no había marcha atrás, así que Harry cerró la puerta principal sin hacer más ruido que la tapa de un ataúd acolchado que baja por última vez en el silencio aterciopelado de una empresa funeraria.
Bryan despertó de una fantasía de destrucción, regresando a un mundo que ofrecía víctimas verdaderas, sangre verdadera.
Permaneció tendido un instante en las sábanas negras, mirando el techo negro. Aún en alas del sueño imaginó que flotaba en la noche, sin peso, sobre un mar sin luces y bajo un cielo sin estrellas.
No poseía el poder de la levitación, ni estaba dotado para la telequinesis. Pero estaba seguro de que dominaría plenamente la capacidad de volar y manipular la materia de todas las maneras imaginables cuando hubiera Devenido.
Gradualmente reparó en los pliegues de seda arrugada que le pellizcaban la espalda y las nalgas, el aire fresco, el sabor agrio que sentía en la boca, el hambre que le hacía gruñir el estómago. La imaginación perdió su poder. El mar de ébano se transformó en sábanas negras, el firmamento sin estrellas en un techo pintado con esmalte negro, y tuvo que admitir que la gravedad aún ejercía su poder sobre él.
Se incorporó, movió las piernas, se levantó. Bostezó y se desperezó sensualmente, estudiándose en la pared de espejos. Algún día, cuando hubiera reducido el rebaño humano, habría artistas entre los supervivientes, y pintarían inspirados y reverentes retratos semejantes a esas figuras bíblicas que ahora colgaban en los grandes museos de Europa; escenas apocalípticas en la bóveda de las catedrales donde él figuraría como un titán infligiendo castigos a las desdichadas masas que morían a sus pies.
Apartándose de los espejos, se puso frente a los anaqueles de laca negra donde estaban alineados los botes. Como había dejado una lámpara encendida mientras dormía, los ojos votivos le habían observado mientras soñaba con la divinidad. Aún le observaban, adorándole.
Evocó el placentero contacto de los ojos azules contra su cuerpo, la tersa y húmeda intimidad de su amante inspección.
Su bata roja yacía al pie de los anaqueles, donde la había dejado. La recogió, se la puso, se la ciñó y anudó el cinturón.
Entretanto miraba los ojos, y ninguno le desdeñaba ni le rechazaba.
Bryan lamentaba que los ojos de su madre no formaran parte de esta colección. Si hubiera poseído esos ojos, les habría permitido comulgar con cada convexión y concavidad de su cuerpo bien proporcionado, para que ella comprendiera su belleza que jamás había visto y supiera que su temor a una abominable mutación había sido injustificado y que el sacrificio de su visión había sido descabellado, estúpido.
Si Bryan tuviera esos ojos, se metería uno en la boca y se lo apoyaría en la lengua. Luego lo tragaría entero, para que ella viera que su perfección no era sólo externa, sino interna. Al comprenderlo, lamentaría ese insensato acto de automutilación que había cometido la noche de su nacimiento y se anularían todos esos años de distanciamiento. La madre del nuevo dios acudiría con gusto a respaldarle, y su Devenir sería más fácil y avanzaría más rápidamente hacia su culminación, hacia su Ascenso al trono y el comienzo del Apocalipsis.
Pero el personal del hospital se había deshecho tiempo atrás de esos ojos dañados, tal como se deshacían de todos los tejidos muertos, desde la sangre contaminada hasta un apéndice extirpado.
Bryan suspiró con pesadumbre.
De pie en el vestíbulo, Harry trató de no mirar hacia la luz que se filtraba por la puerta entornada de la cocina, para que sus ojos se le habituaran más pronto a la oscuridad. Era tiempo de moverse, pero tenían que escoger.
Normalmente él y Connie realizaban la inspección juntos, habitación por habitación, pero no siempre. Los buenos compañeros tenían un método convenido para cada situación básica, pero también eran flexibles.
La flexibilidad era esencial porque había situaciones que no eran básicas. Como ésta.
No era aconsejable que permanecieran juntos porque se las veían con un adversario que tenía armas mejores que las pistolas, las ametralladoras o los explosivos. Ordegard casi les había liquidado con una granada, pero este miserable podía despacharles disparando rayos con los dedos o cualquier otro truco mágico.
Bienvenido a los noventa.
Si se separaban y uno revisaba el primer piso mientras el otro revisaba la planta baja, no sólo ahorrarían un tiempo imprescindible, sino que duplicarían sus probabilidades de sorprender a ese bastardo.
Harry se acercó a Connie, le tocó el hombro, le susurró al oído.
—Yo arriba, tú abajo —dijo.
Ella se puso rígida. Evidentemente le disgustaba dividir el trabajo y Harry comprendía por qué. Ya habían mirado la cocina iluminada desde la ventana y sabían que estaba desierta. La única otra luz de la casa estaba arriba, y era muy probable que Tic-tac estuviera en esa otra habitación. Connie no temía que Harry lo echara todo a perder si iba solo; era sólo que odiaba tanto a Tic-tac que deseaba tener una equitativa probabilidad de meterle un balazo en la cabeza.
Pero no era el momento de discutir y Connie lo sabía. No podían trazar planes esta vez. Tenían que montar la ola. Cuando Harry enfiló hacia la escalera, Connie no le detuvo.
Bryan se apartó de los ojos votivos. Atravesó la habitación dirigiéndose a la puerta. Su bata de seda susurraba suavemente.
Siempre era consciente del tiempo, el segundo y el minuto y la hora, así que sabía que faltaban algunas horas para el amanecer. No tenía por qué darse prisa para cumplir la promesa que le había hecho al polizonte, pero ansiaba localizarle para ver en qué abismos de desesperación había caído después de experimentar la detención del tiempo, el mundo petrificado para un juego de escondite. Ese tonto ya sabría que se las veía con poderes inconmensurables y que escapar era imposible. Su temor y la reverencia con que ahora vería a su perseguidor, serían muy satisfactorios y valía la pena paladearlos.
Pero primero Bryan tenía que aplacar su hambre. No le bastaba con dormir para reponerse. Sabía que había perdido algunos kilos durante su sesión creativa más reciente. El uso de su Máximo y Secretísimo Poder siempre se cobraba un precio. Estaba famélico, y necesitaba golosinas y picar un poco.
Salió del dormitorio, giró a la derecha, alejándose del frente de la casa, y enfiló por el corredor hacia la escalera trasera que conducía a la cocina.
La puerta abierta del dormitorio arrojaba luz suficiente para permitirle observarse en sus movimientos a izquierda y derecha, reflejos del joven dios que Devenía, un espectáculo de poder y de gloria, marchando con aplomo hacia el infinito entre regias ondas de seda roja, rojo sobre rojo sobre rojo.
Connie no quería separarse de Harry. Estaba preocupada por él.
En la habitación de la anciana, en la clínica, tenía un pésimo aspecto. Estaba extenuado, era una masa ambulante de contusiones y abrasiones, y había visto derrumbarse todo su mundo en menos de doce horas. No sólo había perdido sus bienes materiales sino creencias entrañables y gran parte de su autoimagen.
Desde luego, aparte de la pérdida de los bienes materiales, lo mismo podía decirse de Connie. Y ésta era otra razón por la cual no deseaba separarse para revisar la casa. Ninguno de ellos las tenía todas consigo pero, dada la naturaleza de este malhechor, necesitaban más ventajas que de costumbre, así que separarse era imprescindible.
A regañadientes, Harry enfiló hacia la escalera y comenzó a subir. Connie se dirigió hacia la puerta de la derecha, frente al vestíbulo. Bajó la manilla con la mano izquierda, el revólver en la derecha. Un leve chasquido del cerrojo. Empujó la puerta hacia dentro y a la derecha.
No quedaba más remedio que trasponer el umbral, cruzando la puerta deprisa, siempre el paso más peligroso, y deslizarse a la izquierda al entrar, empuñando el arma con ambas manos, los brazos rectos y firmes. De espaldas a la pared. Aguzando los ojos para ver en la profunda oscuridad, sin poder buscar ni utilizar el interruptor, pues la luz la delataría.
Las muchas ventanas de las paredes norte, este y oeste (era raro, no había tantas ventanas) apenas interrumpían la oscuridad. Una niebla luminosa acariciaba los paneles como un agua turbia y gris, y Connie tuvo la sensación de estar bajo el mar en una batisfera.
La habitación era extraña. Algo le llamaba la atención. No sabía qué, pero la sensación era vívida.
También había algo raro en la pared donde se apoyaba. Demasiado lisa, fría.
Bajó la mano izquierda, tanteó a sus espaldas. Vidrio. Era vidrio pero no era una ventana porque era la pared que daba al vestíbulo.
Connie se quedó confundida. Se devanó los sesos buscando una explicación, porque cualquier detalle inexplicable resultaba aterrador en esas circunstancias. Comprendió que era un espejo. Palpó una unión vertical, luego otra lámina de vidrio. Espejos. Del suelo al techo. Como la pared sur del vestíbulo.
Cuando miró hacia atrás, hacia la pared contra la cual se deslizaba con sigilo, vio reflejos de las ventanas del lado norte y de la niebla. Con razón había tantas ventanas. Las paredes del sur y el oeste tenían espejos, así que la mitad de las ventanas que veía eran meros reflejos.
Y comprendió qué le molestaba en esa habitación. Aunque se había desplazado hacia la izquierda, cambiando de posición respecto a las ventanas, no había visto siluetas de ningún mueble entre ella y los grises rectángulos de vidrio. Tampoco había chocado contra ningún mueble apoyado en la pared sur.
De nuevo empuñó el revólver con ambas manos. Avanzó hacia el centro de la habitación, procurando no tropezar con nada. Pero poco a poco se convenció de que no había nada en su camino.
La habitación estaba vacía. Vacía y recubierta de espejos.
Al aproximarse al centro logró ver, a pesar de la penumbra, un pálido reflejo de sí misma a la izquierda. Un fantasma con su forma, desplazándose por el reflejo de la ventana agrisada por la niebla.
Tic-tac no estaba allí.
Una multitud de Harrys avanzaba por el pasillo de arriba, clones que empuñaban un arma y lucían una ropa sucia y raída; rostros sin rasurar, tensos y ceñudos. Cientos, miles, un ejército innumerable, avanzaban como un solo hombre en una línea ligeramente curva, extendiéndose infinitamente a izquierda y derecha. En su matemática simetría y su perfecta coreografía, tendrían que haber sido la apoteosis del orden. Sin embargo, aun entrevistos de soslayo, desorientaban a Harry, que no podía mirar directamente a derecha o izquierda sin sentir vértigo.
Ambas paredes tenían espejos desde el suelo hasta el techo, al igual que todas las puertas de las habitaciones, creando una ilusión de infinidad, proyectando su reflejo sin cesar, reflejando reflejos de reflejos de reflejos.
Harry sabía que debía registrar cada habitación mientras avanzaba, sin dejar territorio inexplorado desde el cual Tictac pudiera atacarle por la espalda. Pero la única luz de ese piso estaba delante, derramándose por la única puerta abierta y era muy probable que el miserable que había asesinado a Ricky Estefan estuviera en ese cuarto iluminado y no en otro.
Aunque estaba tan exhausto que su instinto de policía le había abandonado, y tan saturado de adrenalina que no confiaba en reaccionar con calma y mesura, Harry decidió mandar al cuerno los procedimientos tradicionales, seguir la corriente, montar la ola, y dejar habitaciones sin explorar a sus espaldas. Fue directamente hacia la puerta iluminada, a la derecha.
La pared despejada que había frente a la puerta abierta le permitiría echar un vistazo al interior antes de trasponer el umbral. Se detuvo ante la puerta, de espaldas al espejo, mirando desde un ángulo la cuña del interior de la habitación que se reflejaba en otro espejo del pasillo.
Sólo atinó a ver una confusión de planos y ángulos, diversas texturas negras a la luz de una lámpara, formas negras contra fondo negro, un ámbito cubista y extraño. Ningún otro color. Y sin Tic-tac.
De pronto comprendió que, como sólo veía parte de la habitación, cualquiera que se hallara en una parte oculta pero mirando hacia la puerta podía estar en posición para ver sus infinitos reflejos.
Se acercó a la puerta, cruzó el umbral deprisa, empuñando el revólver con ambas manos. La moqueta del pasillo no continuaba en el dormitorio. El suelo era de cerámica negra y aquí sus zapatos hacían ruido, chasquidos leves; se detuvo a los tres pasos, rogando que nadie hubiera oído nada.
Otra habitación oscura, mucho más amplia que la primera, al parecer un cuarto de estar. Más ventanas contra la niebla perlada, más reflejos de ventanas.
Connie se había habituado un poco a esa extrañeza y perdió menos tiempo que en la habitación anterior. Las tres paredes sin ventanas tenían espejos, no había muebles.
Los múltiples reflejos de su silueta la reseguían en las superficies oscuras como fantasmas, como otras Connies en universos alternativos que se superponían brevemente y eran apenas visibles.
Evidentemente a Tic-tac le gustaba mirarse.
A ella también le gustaría echarle un vistazo, pero en persona.
Regresó en silencio al pasillo y continuó la búsqueda.
La gran despensa contigua a la cocina albergaba bizcochos, caramelos, golosinas, chocolates, dulces, regaliz roja y negra, latas de galletas y tortas exóticas importadas de todos los rincones del mundo; paquetes de palomitas de maíz, patatas fritas de todos los sabores, pretzels, latas de castañas, almendras, cacahuetes… y millones de dólares en efectivo en apretados fajos de billetes de veinte y de cien.
Mientras examinaba los comestibles tratando de escoger la comida que más hubiera hecho rabiar a la abuela Drackman, Bryan recogió un fajo de billetes de cien y acarició los bordes con el pulgar.
Había adquirido el efectivo inmediatamente después de matar a la abuela deteniendo el mundo con su Máximo y Secretísimo Poder y entrando a gusto en todos los sitios donde se guardaba dinero en gran cantidad, protegidos por puertas de acero, cerrojos, sistemas de alarma y guardias armados. Tomando lo que necesitaba, se había reído de los tontos de uniforme con sus armas y sus expresiones ceñudas, que no podían verle.
Pronto comprendió, sin embargo, que necesitaba poco dinero. Podía usar sus poderes para adueñarse de cualquier cosa, no sólo efectivo, y alterar los registros de ventas y los archivos públicos para dar validez legal a su carácter de propietario por si alguien lo cuestionaba. Además, si alguien se atrevía, sólo tenía que eliminar a los idiotas que se atrevieran a sospechar de él y alterar sus archivos para impedir nuevas investigaciones.
Ya no amontonaba dinero en la despensa, pero aún le gustaba acariciarlo con el pulgar y escuchar ese ruido crepitante; olerlo y, a veces, jugar con él. Le satisfacía saber que también en esto era diferente de los demás: estaba más allá del dinero, más allá de las preocupaciones materiales. Y le divertía pensar que podía ser la persona más rica del mundo si lo deseaba, más rico que los Rockefeller y los Kennedy, podía llenar habitaciones enteras con dinero, esmeraldas, diamantes y rubíes, cualquier cosa; rodearse de tesoros como un pirata de antaño en su guarida.
Arrojó el fajo de billetes en el estante de donde lo había sacado. Del costado donde guardaba la comida, tomó dos cajas de delicias de mantequilla de cacahuetes Reese’s y un saco tamaño familiar de patatas fritas estilo hawaiano, mucho más aceitosas que las habituales. La abuela Drackman habría tenido un ataque ante la sola idea.
El corazón de Harry bombeaba con tal fuerza y celeridad que el tamborileo que sentía en sus tímpanos tal vez le impidiera oír las pisadas si alguien se acercaba.
En el dormitorio negro, sobre anaqueles negros, veintenas de ojos flotaban en un líquido claro, ligeramente luminosos a la luz de la lámpara. Algunos eran ojos de animales, a juzgar por la forma; pero los demás parecían humanos… demonios, no había duda, ojos marrones, negros, azules, verdes, castaños. Sin cejas ni pestañas, todos parecían asustados, perpetuamente desorbitados de terror. Por un instante se preguntó si mirando esos ojos de cerca hallaría la imagen de Tic-tac en sus cristalinos, la última visión que cada víctima había tenido en este mundo; pero sabía que eso era imposible y de todos modos no deseaba mirarlos de cerca.
Continuó la marcha. Ese lunático estaba allí. En la casa. Un Charles Manson con poderes psíquicos, Dios santo.
No estaba en la cama. Sólo sábanas arrugadas.
Un cruce de Jeffrey Dahmer con Superman; John Wane Gacy con el poder mágico de un hechicero.
Y si no estaba en la cama, cielos, estaba despierto. Despierto, más temible, más peligroso.
Guardarropa. Un vistazo. Sólo algunas prendas, sobre todo jeans y batas rojas. Muévete, muévete.
Ese maniático era Ed Gein, Richard Ramírez, Randy Kraft, Richard Speck, Charles Whitman, Jack el Destripador, todos los sociópatas homicidas legendarios combinados en uno y dotados con inconmensurables poderes paranormales.
El cuarto de baño contiguo. Metió la mano, encendió la luz. Sólo espejos, más espejos en todas las paredes y el techo.
De vuelta en el dormitorio negro, se dirigió hacia la puerta, pisando con sigilo la cerámica negra. No quería mirar de nuevo los ojos flotantes pero no pudo contenerse. Al echarles otro vistazo, comprendió que los ojos de Ricky Estefan debían de estar en uno de esos botes, aunque no pudiera identificarlos, pues en esas circunstancias ni siquiera recordaba el color de los ojos de Ricky.
Llegó a la puerta, traspuso el umbral, entró en el pasillo, mareado por infinitas imágenes de sí mismo, y por el rabillo del ojo vio un movimiento a su izquierda. Un movimiento que no era otro Harry Lyon. Viniendo hacia él, y no desde un espejo. Giró, apuntó, apoyó el dedo en el gatillo recordándose que tenía que darle en la cabeza, en la cabeza, sólo un disparo en la cabeza detendría a ese bastardo.
El perro. Meneando la cola. La cabeza erguida.
Casi lo había matado, confundiéndolo con el enemigo; casi había avisado a Tic-tac que había alguien en la casa. Aflojó el dedo del gatillo. Habría cometido el error de maldecir al perro en voz alta si no hubiera tenido un nudo en la garganta.
Connie esperaba que Harry hallara a Tic-tac dormido y le despedazara el cerebro con un par de balas, pero no había oído ningún estampido y el prolongado silencio comenzaba a preocuparla.
Después de revisar otra habitación espejada frente al cuarto de estar, llegó a lo que hubiera sido el comedor de una casa normal. Fue más fácil de inspeccionar que las otras zonas, porque una franja de luz fluorescente pasaba bajo la puerta de la cocina contigua, diluyendo las sombras.
Una pared tenía ventanas, las otras tres espejos. Ni un solo mueble. Supuso que Tic-tac nunca comía en el comedor, y seguro no era un individuo sociable que agasajara a muchos invitados.
Decidió regresar al pasillo de abajo, y luego ir a la cocina. Habiendo espiado la cocina desde la ventana de fuera, sabía que Tic-tac no estaba allí, pero tenía que revisarla de nuevo, por las dudas, antes de subir a reunirse con Harry.
Bryan fue a la cocina con dos cajas de delicias de mantequilla de cacahuete y un paquete de patatas, dejando encendida la luz de la despensa. Miró la mesa pero no tenía ganas de comer allí. Una espesa niebla aureolaba las ventanas, de modo que si salía al patio no podría disfrutar de la vista del acantilado y la playa.
Se sentía feliz, de todos modos, lo observaban cuando los ojos votivos; decidió subir y comer en el dormitorio. El lustroso suelo blanco de la cocina reflejaba su bata roja, así que Bryan parecía caminar por una delgada y evanescente pátina de sangre mientras se dirigía a la escalera de atrás.
Tras detenerse para menearle la cola a Harry, el perro se dirigió hacia el final del pasillo. Se detuvo a mirar la escalera del fondo, muy alerta.
Si Tic-tac estaba en alguna habitación de arriba que Harry no hubiera inspeccionado, el perro sin duda habría demostrado interés en esa puerta cerrada. Pero había trotado sin parar hasta el final del pasillo, así que Harry lo siguió hasta allí.
Era una angosta escalera de caracol que descendía como la escalera de un faro. La pared cóncava de la derecha estaba revestida con espejos altos y angostos que reflejaban los escalones que tenían enfrente; como cada escalón estaba ligeramente inclinado respecto del anterior, cada panel reflejaba parcialmente el reflejo del anterior. Dado este curioso efecto de atracción de feria, Harry veía su reflejo entero en el primer par de paneles de la derecha, luego un reflejo cada vez menor en cada panel sucesivo, y no aparecía en el panel que estaba de este lado del primer giro de la escalera.
Estaba a punto de bajar la escalera cuando el perro se puso tieso y le aferró el pantalón con los dientes. Harry ya conocía bastante al perro como para saber que esa reacción significaba que había peligro abajo.
Pero qué diablos, Harry estaba cazando el peligro y tenía que hallar a su enemigo antes que éste le hallara a él; la sorpresa era su única esperanza. Trató de zafarse del perro sin ruido y sin hacerlo ladrar, pero el perro no lo soltó.
Maldición.
Connie creyó oír algo antes de entrar a la cocina, así que se detuvo al otro lado y prestó atención. Nada. Nada.
No podía esperar eternamente. Era una puerta de vaivén. Cautamente, la atrajo hacia ella y se asomó, porque empujándola hacia dentro le habría bloqueado parte de la visión.
La cocina parecía desierta.
Harry tiró de nuevo, sin mejor resultado que antes. El perro no cejaba.
Mirando nerviosamente la escalera despejada, Harry temió que Tic-tac estuviera allá abajo y escapara, o tal vez se topara con Connie y la matara, y todo porque el perro no le dejaba bajar. Golpeó la cabeza del perro con el cañón del revólver, arriesgándose a un aullido de protesta.
Sobresaltado, el perro le soltó y por suerte no ladró, y Harry se lanzó hacia la escalera. Empezaba a bajar cuando vio un pantallazo rojo en el espejo, en la curva más lejana de la primera espiral, otro pantallazo rojo, una ondulación de tela roja.
Antes que Harry atinara a comprender qué había visto, el perro pasó a su lado, haciéndole trastabillar y se zambulló en la escalera. Entonces Harry vio una especie de camisa roja, una manga roja, parte de una muñeca y una mano, una mano de hombre que sostenía algo, alguien que subía, tal vez Tictac, y el perro lanzándose hacia él.
Bryan oyó algo, miró hacia arriba y vio una jauría de perros furibundos lanzándose hacia él escalera abajo, todos perros idénticos. No era una jauría, en realidad, sólo un perro reflejado sin cesar en los espejos, mostrándose de antemano en sus reflejos. Pero Bryan apenas tuvo tiempo de jadear antes que la bestia rodeara la curva. Bajaba tan deprisa que perdió el equilibrio y rebotó contra la pared cóncava externa. Bryan soltó los paquetes de comida. El perro recobró el equilibrio, saltó y aterrizó en el pecho y la cara de Bryan, arrojándole al suelo y lanzando dentelladas.
Los gruñidos, el grito de asombro y el estrépito de la caída alertaron a Connie. Salió de la despensa donde estaban los anaqueles con fajos de dinero y se dirigió hacia el arco que daba a la escalera del fondo.
El perro y Tic-tac yacían en el suelo de la cocina, Tic-tac de espaldas y el perro encima, y por un instante pareció que el perro iba a desgarrarle la garganta. De pronto el perro gimió y salió disparado, no arrojado por las manos ni a puntapiés, sino con un pálido destello de energía telequinética.
Era el momento esperado, santo Dios, pero el momento no era el oportuno. Connie no estaba a distancia suficiente para apoyarle el cañón del revólver en el cráneo y apretar el gatillo, sino a dos metros. Disparó igual, aún mientras el perro rodaba en el aire, y de nuevo mientras el perro se estrellaba contra la puerta de la nevera. Le acertó ambas veces, porque Tic-tac ni siquiera notó que ella estaba en la cocina hasta que recibió el primer impacto, tal vez en el pecho, el segundo en la pierna, y rodó sobre la espalda, sobre el vientre. Connie disparó de nuevo y la bala rebotó en el suelo, arrancando esquirlas de cerámica. Tendido de bruces, Tic-tac alzó una mano, extendió la palma, lanzó ese extraño relampagueo. Connie voló por el aire, se estrelló contra la puerta de la cocina, despedazó el cristal, sintió una oleada de dolor en la espalda. El arma voló de su mano, y su chaqueta de pana comenzó a arder.
En cuanto el perro pasó junto a Harry y se lanzó escaleras abajo, Harry lo siguió, bajando los peldaños de dos en dos. Se cayó antes de llegar a la curva, rompió un espejo con la cabeza, pero no rodó hasta el fondo sino que aterrizó en medio del rellano, una pierna torcida bajo el cuerpo.
Aturdido, buscó frenéticamente su arma, descubrió que aún la tenía en la mano. Se puso en pie y continuó bajando, mareado, apoyando una mano en los espejos para conservar el equilibrio.
El perro gimió, sonaron disparos. Harry bajó el último tramo y llegó al pie de la escalera a tiempo para ver a Connie catapultada, estrellándose contra la puerta, en llamas. Tic-tac yacía de bruces, frente a la escalera, mirando hacia la cocina y Harry saltó el último escalón, aterrizó sobre la seda roja que cubría la espalda del chico, apretó el cañón contra su nuca, vio que el metal se ponía verde y sintió el comienzo de lo que sería un rápido y terrible calor en la mano, pero apretó el gatillo. Fue una explosión sofocada, como si disparase contra una almohada. El fulgor verde desapareció al instante, y Harry disparó de nuevo, ambos impactos en el cerebro del monstruo. Sin duda era suficiente, pero nunca se sabía con la magia, nunca se sabía en ese cotillón premilenario, en esos desbocados años noventa, así que disparó de nuevo. El cráneo se estaba despedazando como un melón partido a martillazos, pero Harry disparó de nuevo, y una quinta vez, hasta que en el suelo quedó un guiñapo y en el revólver no quedaron más balas. El percutor martilleaba los cartuchos vacíos con chasquidos secos.