8

Harry Lyon estaba sentado en una mesa al fondo del restaurante, con un vaso de agua en la mano derecha y la mano izquierda cerrada sobre su muslo. De vez en cuando bebía un sorbo de agua, y cada sorbo parecía más frío que el anterior, como si el vaso absorbiera frío de su mano en vez de calor.

Recorrió con los ojos los muebles tumbados, las plantas estropeadas, los vidrios rotos, la comida desparramada y la sangre coagulada. Se habían llevado a nueve heridos, pero dos cadáveres aún yacían donde habían caído. Un fotógrafo de la policía y un técnico de laboratorio estaban trabajando.

Harry veía el salón y la gente, los fogonazos de la cámara, pero veía con mayor claridad la cara de luna del atacante mirándole a través de los cuerpos entrelazados de los maniquíes. Sus labios entreabiertos y ensangrentados. Las ventanas gemelas de esos ojos, un atisbo del infierno.

Estaba tan sorprendido de estar vivo como cuando le habían quitado de encima al muerto y los maniquíes. Aún sentía un dolor sordo en el vientre, donde la mano de yeso del maniquí se le había hundido con todo el peso del atacante. Había creído que era un balazo. El atacante había disparado dos veces a quemarropa, pero evidentemente los torsos y brazos de yeso habían desviado ambas balas.

De los cinco disparos de Harry, por lo menos tres habían causado lesiones de gravedad.

Detectives y técnicos entraban y salían por la acribillada puerta de la cocina, enfilando hacia el primer piso y el altillo. Algunos le hablaban o le palmeaban el hombro.

—Buen trabajo, Harry.

—Harry, ¿estás bien?

—Bien hecho, amigo.

—¿Necesitas algo, Harry?

—Vaya descalabro, ¿eh, Harry?

Murmuraba «gracias», «sí» o «no», o sólo meneaba la cabeza. No estaba preparado para conversar y mucho menos para ser un héroe.

Afuera una multitud se apretujaba contra las vallas policiales, mirando a través de las ventanas rotas o intactas. Harry trató de ignorar a los curiosos, pues muchos le recordaban al agresor, ojos relucientes con un esmalte febril, y rostros gratos y cotidianos que no podían ocultar apetitos oscuros.

Connie salió por la puerta de vaivén de la cocina, enderezó una silla volcada y se sentó a su lado. Leyó apuntes de una pequeña libreta.

—Se llamaba James Ordegard. Treinta y un años. Soltero. Vivía en Laguna. Ingeniero. Sin antecedentes policiales. Ni siquiera infracciones de tráfico.

—¿Cuál es su conexión con este lugar? ¿Su ex esposa o su novia trabajan aquí?

—No. Hasta ahora no hemos hallado ninguna conexión. Ningún empleado recuerda haberle visto antes.

—¿Llevaba una nota de suicidio?

—No. Parece un episodio aislado.

—¿Han hablado con sus compañeros de trabajo?

Connie asintió con la cabeza.

—Están anonadados. Era buen empleado, feliz…

—Un ciudadano modelo.

—Así dicen.

El fotógrafo tomó más fotos del cadáver más cercano, una mujer en sus treinta. El brillo de los fogonazos era hiriente y Harry notó que el día se había nublado desde que él y Connie habían entrado para almorzar.

—¿Tiene amigos, familia? —preguntó.

—Tenemos nombres, pero aún no les hemos hablado. Tampoco a los vecinos. —Connie cerró la libreta—. ¿Cómo te sientes?

—He estado mejor.

—¿Cómo anda el vientre?

—No está mal, casi normal. Estará peor mañana. ¿Dónde diablos consiguió las granadas?

Connie se encogió de hombros.

—Lo averiguaremos.

La tercera granada, arrojada por el escotillón del altillo, había tomado por sorpresa a un agente de Laguna Beach. Ahora estaba en el Hoag Hospital, aferrándose desesperadamente a la vida.

—Granadas. —Harry aún no podía creerlo—. ¿Alguna vez supiste de algo parecido?

De inmediato lamentó haber hecho la pregunta. Sabía que Connie se pondría a perorar sobre su tema favorito: el cotillón premilenario, la crisis continua de esta nueva Edad Oscura.

Connie frunció el ceño.

—¿Algo parecido? —dijo—. Parecido no, pero igualmente malo; o mucho peor. El año pasado en Nashville una mujer mató a su novio lisiado prendiendo fuego a la silla de ruedas.

Harry suspiró.

—Ocho adolescentes de Boston —continuó Connie— violaron y mataron a una mujer. ¿Sabes con qué excusa? Estaban aburridos. Aburridos. La culpa era del municipio que no se preocupaba por brindar a los chicos más entretenimientos gratuitos.

Harry miró de soslayo a la gente que se apiñaba contra el cordón policial. Desvió la mirada.

—¿Por qué coleccionas esas anécdotas? —preguntó.

—Mira, Harry, es la Era del Caos. Adáptate a los tiempos.

—Tal vez prefiero ser anticuado.

—Para ser un buen policía en los noventa, tienes que ser de los noventa. Tienes que estar sincronizado con el ritmo de la destrucción. La civilización se está desmoronando a ojos vista.

Todos quieren licencia, nadie quiere responsabilidad, así que el núcleo no se sostiene. Tienes que saber cuándo romper una regla para salvar el sistema… y cómo planear sobre cada ola de locura que aparece cuando menos lo esperas.

Él la miró fijamente, lo cual era mucho más fácil que reflexionar sobre lo que había dicho pues le asustaba pensar que quizá tuviera razón. Se negaba a pensar en ello, al menos por el momento. Y ese rostro encantador era una grata distracción.

Aunque no respondía a las actuales pautas americanas de belleza radiante impuesta por los comerciales televisivos de cerveza, y aunque no poseía la atracción exótica y sudorosa de esas estrellas femeninas del rock, con senos mutantes y diez kilos de maquillaje, Connie Gulliver era atractiva. Al menos eso creía Harry, y no porque tuviera un interés romántico en ella. En absoluto. Pero él era hombre, y ella mujer; y ambos trabajaban juntos, así que era natural notar que ese cabello castaño, casi negro, era abundante y tenía un lustre sedoso, aunque ella lo llevara corto y se lo peinara con los dedos. Sus ojos eran extrañamente azules, violetas cuando la luz le daba desde cierto ángulo, y habrían sido cautivadores si no hubieran sido los ojos alerta y suspicaces de una policía.

Connie tenía treinta y tres años, cuatro menos que Harry. En raros momentos, cuando bajaba la guardia, aparentaba veinticinco; pero en general, la lúgubre sabiduría adquirida en su trabajo la hacía parecer mayor de lo que era.

—¿Qué miras? —le preguntó.

—Sólo me preguntaba si por dentro eres tan recia como pretendes.

—Ya deberías saberlo.

—Precisamente… Debería.

—No te pongas freudiano, Harry.

—No lo haré. —Harry bebió un sorbo de agua.

—Una cosa que me gusta de ti es que no tratas de psicoanalizar a todo el mundo. Todo eso es pura palabrería.

—De acuerdo.

No le sorprendió descubrir que compartían una actitud. A pesar de sus muchas diferencias, tenían suficientes similitudes para funcionar bien como compañeros. Aunque como Connie evitaba toda confesión personal, Harry ignoraba si habían llegado a actitudes similares por las mismas razones o totalmente opuestas.

A veces le parecía importante comprender por qué ella profesaba ciertas convicciones. Otras veces Harry tenía la certeza de que alentar una mayor intimidad conduciría a una relación más embrollada. Odiaba los embrollos. A menudo convenía evitar la familiaridad en una asociación profesional, mantener una cómoda distancia, una zona de amortiguación, especialmente cuando ambos portaban armas de fuego.

A lo lejos resonó un trueno.

Una ráfaga gélida rozó los filosos bordes de la gran ventana rota y llegó hasta el fondo del restaurante. Servilletas de papel aletearon en el suelo.

La perspectiva de lluvia agradó a Harry. El mundo necesitaba limpiarse, purificarse.

—¿Vas a presentarte para un masaje mental? —preguntó Connie.

Después de un tiroteo, les aconsejaban tomar algunas sesiones de terapia.

—No —dijo Harry—. Estoy bien.

—¿Por qué no te vas a casa?

—No puedo dejarte con todo.

—Puedo manejarlo.

—¿Qué hay del papeleo?

—También puedo encargarme.

—Sí, pero tus informes siempre están plagados de faltas.

Connie sacudió la cabeza.

—No seas latoso, Harry.

—Tienes un ordenador, pero ni siquiera te molestas en usar el programa de revisión de ortografía.

—Acaban de arrojarme granadas. Al cuerno con la ortografía.

Harry sacudió la cabeza y se levantó de la mesa.

—Regresaré a la oficina y empezaré a redactar el informe.

Acompañados por el sordo y prolongado rumor de otro trueno, un par de camilleros de chaqueta blanca se acercaron a la mujer muerta. Bajo la supervisión de un forense, se dispusieron a llevarse a la víctima.

Connie le entregó la libreta a Harry. Él necesitaría algunos de esos datos para el informe.

—Nos vemos —dijo ella.

—Nos vemos.

Uno de los camilleros desplegó un saco de plástico opaco. Estaba plegado con tal fuerza que las capas de plástico se separaban con un ruido pegajoso, crujiente, desagradablemente orgánico.

Harry sintió una oleada de náuseas.

La mujer estaba de bruces, mirando hacia el lado contrario. Harry había oído a otro detective decir que le habían disparado en el pecho y el rostro. No quiso mirar cuando la giraron para meterla en el saco.

Dominando sus náuseas con un esfuerzo de voluntad, desvió los ojos y enfiló hacia la puerta del frente.

—Harry —llamó Connie.

Harry se volvió a regañadientes.

—Gracias —dijo ella.

—A ti.

Habían sobrevivido porque formaban un buen equipo y ese par de frases sería el único comentario.

Harry continuó hacia la puerta principal, intimidado por la muchedumbre de curiosos.

A sus espaldas oyó un húmedo ruido de succión mientras despegaban a la mujer de la sangre coagulada que la adhería al suelo.

A veces no recordaba por qué se había hecho policía. Más que una elección profesional parecía un acto de locura.

Se preguntó qué habría sido de él si no hubiera ingresado en el cuerpo. Como de costumbre su mente se negó a responder. Tal vez existiera eso que llamaban destino, un poder infinitamente más grande que la fuerza que impulsaba a la Tierra en torno al sol y mantenía alineados los planetas; un poder que movía a hombres y mujeres por la vida como si fueran piezas en un tablero. Tal vez el libre albedrío no fuera más que una desesperada ilusión.

El agente uniformado en la puerta se apartó para dejarle salir.

—Es un zoológico —dijo.

Harry no supo si el policía se refería a la vida en general o sólo a la turba de curiosos.

Afuera el día era mucho más fresco que cuando él y Connie habían entrado en el restaurante para almorzar. Por encima de la arboleda, el cielo estaba gris como una lápida de granito.

Detrás de las vallas y la tensa cinta amarilla que acordonaba la escena del delito, sesenta u ochenta personas se daban empellones y estiraban el cuello para ver mejor la carnicería. Jóvenes con peinados de última moda se codeaban con gente mayor, ejecutivos trajeados se rozaban con bañistas en pantalón corto y camisa hawaiana. Algunos comían enormes bizcochos de chocolate comprados en una panadería cercana, y todos estaban de ánimo festivo, como si ninguno de ellos fuera a morir jamás.

Harry notó con fastidio que la muchedumbre le observaba cuando salió del restaurante. Trató de evitar las miradas. No quería ver el vacío que podían revelar esos ojos.

Dobló a la derecha y caminó a lo largo del primero de los ventanales, que estaba intacto. Delante vio el panel roto de cuyo marco sólo sobresalían unas esquinas afiladas. El vidrio cubría el cemento.

La acera permanecía vacía entre las vallas policiales y el frente del edificio. Un joven de unos veinte años pasó bajo la cinta amarilla que unía dos árboles en el borde. Cruzó la acera como si no notara que Harry se aproximaba, mirando atentamente algo que había dentro del restaurante.

—Por favor, detrás de la barrera —advirtió Harry.

El hombre —mejor dicho, un chico con zapatillas gastadas, tejanos y una camiseta de cerveza Tecate— se paró ante la vidriera esquirlada como si no hubiera oído la advertencia. Metió la cabeza en el boquete para espiar dentro.

Harry miró también y vio que estaban metiendo el cadáver de la mujer en el saco de plástico.

—Detrás de la barrera he dicho.

Ahora estaban cerca. El chico era un poco más bajo que Harry, que medía uno ochenta, y tenía el pelo espeso y negro. Miraba el cadáver, los relucientes guantes de látex de los camilleros, que estaban cada vez más rojos. Al parecer no había reparado en Harry.

—¿Me has oído?

El chico no reaccionó. Entreabría los labios fascinado. Tenía los ojos vidriosos como si lo hubieran hipnotizado.

Harry le apoyó una mano en el hombro.

Lentamente el chico apartó los ojos del cadáver, pero aún tenía un aire distante. Miraba a través de Harry con ojos que eran grises como la plata descolorida. Se relamió el labio inferior con su lengua rosada, como si acabara de saborear un bocado exquisito.

Lo que sacó a Harry de sus casillas no fue la desobediencia del mocoso ni la arrogancia de su mirada vidriosa. Irracionalmente, tal vez, fue la lengua. Esa punta rosada y obscena dejando una huella húmeda sobre unos labios demasiado carnosos. De pronto, Harry quiso pegarle en la cara, partirle los labios, arrancarle los dientes, ponerle de rodillas, despedazar su intolerancia, darle una lección sobre el valor de la vida y el respeto a los muertos.

Aferró al chico, y casi sin darse cuenta lo apartó de la ventana, medio a empellones y medio a rastras. Tal vez le pegó, tal vez no, pero le trató tan rudamente como si lo hubiera sorprendido atracando o violando a alguien, le zarandeó, le obligó a encorvarse y le empujó por debajo de la cinta amarilla.

El mocoso cayó sobre sus manos y sus rodillas, y la multitud retrocedió para dejarle espacio. Sin aliento, rodó de costado y fulminó a Harry con la mirada. Tenía el pelo caído sobre la cara, la camiseta rasgada. Ahora sí enfocaba la vista, ahora prestaba atención.

Los curiosos murmuraron con interés. La escena del restaurante era un entretenimiento pasivo con el asesino ya muerto cuando ellos habían llegado, pero esto era acción real, ante sus propios ojos. Era como si una pantalla de televisión se hubiera expandido permitiéndoles atravesar el costal y ahora formaran parte de una serie policíaca, en medio de la emoción y la conmoción. Al mirarles la cara, Harry vio que esperaban que el guión fuera colorido y violento, una historia digna de contar a la familia y a los amigos durante la cena.

De pronto sintió repulsión por su propia conducta y se alejó del chico. Caminó deprisa hasta el extremo del edificio, que llegaba al final de la manzana, y pasó bajo la cinta amarilla en un lugar donde no había gente.

El coche sin insignias estaba aparcado a la vuelta, a cierta distancia en la próxima calle arbolada. Fuera de la vista de los curiosos, Harry se puso a temblar. El temblor se transformó en convulsiones violentas.

Se detuvo y apoyó la mano en el áspero tronco de un árbol. Respiró con bocanadas lentas y profundas.

Un trueno sacudió el cielo encima del dosel de árboles.

Un bailarín fantasma, compuesto por hojas muertas y desechos, giró en el centro de la calle abrazado a un remolino.

Había tratado al chico con excesiva rudeza. No había reaccionado ante la actitud del chico sino ante lo que había sucedido en el restaurante y el altillo. Síndrome de estrés demorado.

Pero había algo más: necesitaba desquitarse con algo, con alguien, dios u hombre, frustrado por la estupidez de todo ello; la injusticia, la ciega crueldad del destino. No podía quitarse de la cabeza a los dos muertos del restaurante, los heridos, el policía que se aferraba a un hilillo de vida en el Hoag Hospital, sus atormentados cónyuges y padres, sus huérfanos, sus apenados amigos, los muchos eslabones que cada muerte forjaba para la terrible cadena del dolor.

El chico sólo había sido un chivo expiatorio.

Harry sabía que debía regresar a pedir disculpas, pero no pudo. No temía tanto enfrentarse al chico como a esa multitud vampiresca.

—Ese cretino igual necesitaba una lección —dijo, justificándose ante sí mismo.

Había tratado al chico tal como lo hubiera hecho Connie. Incluso hablaba como Connie.

«… tienes que estar sincronizado con el ritmo de la destrucción… la civilización se está desmoronando a ojos vista… tienes que saber cuándo romper una regla para salvar el sistema… y cómo planear sobre cada ola de locura que aparece cuando menos lo esperas…».

Harry odiaba esa actitud.

La violencia, la locura, la envidia y el odio no consumirían a todos. La compasión, la razón y la comprensión prevalecerían inevitablemente. ¿Malos tiempos? Por cierto, el mundo había conocido muchos malos tiempos, cientos de millones de muertos en guerras y pogromos, la locura oficial y homicida del fascismo y el comunismo, pero también habían existido preciosas eras de paz, y sociedades que funcionaban, al menos por un tiempo; así que siempre había esperanza.

Se apartó del árbol. Se desperezó, tratando de aflojar los músculos entumecidos.

El día había empezado muy bien, pero pronto se había ido al demonio.

Estaba dispuesto a reencauzarlo. El papeleo seguro que ayudaría. No había nada como los informes y formularios oficiales en triplicado para lograr que el mundo pareciera ordenado y racional.

En la calle, el remolino había acumulado más polvo y desperdicios. Antes el bailarín fantasma parecía valsear en el asfalto, ahora ejecutaba una danza frenética. Harry se alejó del árbol y la columna de desechos cambió de rumbo, rodó hacia él y lo embistió con una potencia asombrosa, obligándole a cerrar los ojos para protegerlos de la polvareda.

Por un loco instante pensó que sería arrastrado, como Dorothy, hasta el mundo de Oz. Las ramas crujían y temblaban arriba, arrojándole más hojas. El jadeo y el silbido del viento se hincharon brevemente en un alarido, un aullido, pero al instante cayeron en un silencio de cementerio.

Alguien habló frente a Harry, con voz baja, áspera y extraña.

—Tic-tac, tic-tac.

Harry abrió los ojos y se arrepintió de hacerlo.

Un corpulento habitante de las calles, de un metro noventa de altura, repulsivo y vestido con harapos, se erguía ante él a medio metro de distancia. Tenía el rostro toscamente desfigurado por pústulas y cicatrices. Los ojos entornados parecían tajos, con legañas blancas y gomosas en las comisuras. El aliento que brotaba entre los dientes podridos del vagabundo y por sus labios purulentos era tan hediondo que su pestilencia sofocó a Harry.

—Tic-tac, tic-tac —repitió el vagabundo. Hablaba en voz baja, pero el efecto era el de un grito porque su voz parecía ser el único sonido del mundo. Un silencio sobrenatural envolvió el día.

Amilanado por el tamaño y la roña del desconocido, Harry retrocedió un paso.

El pelo grasiento de ese hombre tenía pegotes de mugre, briznas de hierba y fragmentos de hojas; trozos de comida seca y otros desperdicios se le adherían a la barba ensortijada. Las manos estaban embadurnadas de suciedad, y la punta de las afiladas y largas uñas era negra como la brea.

Sin duda era un platillo de Petri ambulante donde medraban todas las enfermedades mortales conocidas por el hombre, una incubadora de nuevos horrores víricos y bacterianos.

—Tic-tac, tic-tac. —El vagabundo sonrió—. Dentro de dieciséis horas estarás muerto.

—Atrás —advirtió Harry.

—Al amanecer estarás muerto.

El vagabundo abrió sus bizcos ojos. Eran rojos de un párpado al otro y de una comisura a la otra, sin iris ni pupilas, como si sólo tuviera paneles de vidrio en vez de ojos y sólo sangre dentro del cráneo.

—Muerto al amanecer —insistió el vagabundo.

Luego estalló. No hubo onda de choque, ráfaga de calor y estruendo, como en la explosión de una granada, sólo el súbito cese de esa quietud antinatural, y un ventarrón violento. El vagabundo pareció desintegrarse, no en partículas de carne y borbotones de sangre, sino en guijarros, polvo y hojas; en ramas y pétalos y terrones secos; en fragmentos de harapos y jirones de periódicos amarillentos; tapas de botella, titilantes trozos de vidrio, entradas de teatro rasgadas; plumas de pájaro, cordeles, envoltorios de golosinas, papel de goma de mascar; clavos torcidos y oxidados, tazas de papel arrugadas, botones perdidos…

La batiente columna de desechos estalló encima de Harry. Tuvo que cerrar los ojos nuevamente mientras los restos del fantástico vagabundo llovían sobre él.

Cuando pudo abrir los ojos sin riesgo de lastimarse, giró en torno, miró hacia todas partes, pero la basura había desaparecido dispersándose en todos los rumbos. No había remolino ni bailarín fantasma. No había vagabundo: había desaparecido.

Harry dio otra media vuelta, incrédulo, boquiabierto.

Su corazón latía ferozmente.

En otra calle sonó un bocinazo. Un camión dobló la esquina, acercándose con el gruñir de su motor.

Del otro lado, una joven pareja caminaba tomada de la mano y la risa de la mujer era como el tañido de campanillas de plata.

De pronto, Harry comprendió la magnitud del silencio que se había producido entre la aparición y la desaparición del gigante harapiento. Aparte de esa voz grave y malévola y los pocos ruidos que el vagabundo hacía al moverse, la calle había estado tan silenciosa como un sitio que estuviera mil leguas bajo el mar o en el vacío del espacio intergaláctico.

Relampagueó un rayo. Las sombras de las ramas de los árboles se contorsionaban en la acera.

El trueno batió la frágil membrana del cielo, el firmamento se ennegreció como carbonizado por el rayo, la temperatura del aire bajó diez grados en un segundo, y las plomizas nubes se partieron. Goterones de lluvia tamborilearon sobre las hojas, rebotaron en el capó de los coches aparcados, pintaron manchas oscuras en la ropa de Harry, le salpicaron la cara, le helaron la médula de los huesos.