7

Desde el noroeste rodaban nubes ominosas como silenciosos batallones de máquinas de guerra, impulsadas por un viento de gran altitud. Aunque en tierra el día aún estaba calmo y templado, el cielo azul desaparecía gradualmente detrás de esas cabezas de tormenta.

Janet Marco aparcó su desvencijado Dodge en un extremo del callejón. Con Danny, su hijo de cinco años, y el perro extraviado que recientemente se les había unido, caminó por ese pasaje angosto, examinando el contenido de los botes de basura, buscando la supervivencia en lo que otros desechaban.

El lado este del callejón estaba bordeado por un barranco profundo pero estrecho, lleno de inmensos eucaliptos y una maraña de malezas secas, mientras que el lado oeste se definía por una serie de garajes para dos o tres coches separados por unos portones de hierro forjado y madera pintada. Más allá de esos portones, Janet entrevió pequeños jardines y patios adoquinados sombreados por palmeras, magnolias, higueras y helechos que florecían en el aire marino. Las casas miraban el Pacífico por encima de los tejados de otras casas que se hallaban en los niveles inferiores de las colinas de Laguna, así que, en general, eran altas pilas verticales de estuco y piedra con tejado de cedro, diseñadas para aprovechar al máximo el costoso terreno.

Aunque era un vecindario opulento, las recompensas de hurgar en la basura eran muy similares a otras partes: latas de aluminio que se podían vender por centavos en un centro de reciclaje y botellas retornables. Sin embargo, en ocasiones hallaba un tesoro: prendas pasadas de moda pero impecables, aparatos rotos por los que pagarían un par de dólares en una tienda de segunda mano si sólo requerían reparaciones menores, joyas de fantasía, libros y discos fonográficos anticuados que se podían revender en tiendas para coleccionistas.

Danny llevaba un saco de plástico donde Janet arrojaba las latas de aluminio. Janet llevaba otro saco para las botellas.

Mientras andaban por el callejón, bajo un cielo que oscurecía deprisa, Janet no dejaba de mirar el Dodge. Se preocupaba por el coche y procuraba no alejarse más de la cuenta, tratando de tenerlo a la vista. El coche no sólo era un medio de transporte, sino un refugio contra el sol y la lluvia, un depósito para sus magras pertenencias. El coche era su hogar.

Vivía temiendo un desperfecto mecánico irreparable; o, al menos, irreparable para sus medios, lo cual daba lo mismo. Pero lo que más temía era que se lo robaran, pues sin el coche se quedaría sin techo y sin un lugar seguro para dormir.

Sabía que era improbable que alguien robara ese trasto. La desesperación del ladrón tendría que ser mayor que la de Janet, y costaba trabajo creer que hubiera alguien más desesperado que ella.

De un gran saco de plástico marrón extrajo media docena de latas de aluminio que alguien ya había achatado y al parecer había separado para el reciclaje. Las guardó en el saco de Danny.

El chico observaba solemnemente, sin decir nada. Era un chico callado. Su padre lo había intimidado tanto que le faltaba poco para ser mudo. Hacía un año que Janet se había quitado de encima a ese bastardo prepotente, pero Danny seguía siendo muy retraído.

Echó una ojeada al coche. Todavía estaba.

Las sombras de las nubes cubrieron el callejón y sopló una brisa salobre. Desde el mar llegó el sordo rumor del trueno.

Janet corrió hacia el próximo bote y Danny la siguió.

El perro, al que Danny había bautizado Woofer, olisqueó los botes de basura, trotó hasta un portón y metió el hocico entre las rejas de hierro. Movía la cola sin cesar. Era un mestizo amigable, bastante bien educado, del tamaño de un perdiguero, con pelaje negro y pardo y cara simpática. Janet aceptaba alimentarlo porque hacía sonreír al niño. Antes de la llegada de Woofer, casi había olvidado lo que era una sonrisa de Danny.

Echó otra ojeada al maltrecho Dodge. Ningún problema.

Miró hacia el otro extremo del callejón, y luego hacia el barranco poblado de malezas y eucaliptos de tronco descortezado. No sólo temía a los ladrones de coches, y no sólo a los residentes que pudieran oponerse a que ella hurgara en los desperdicios, también temía al policía que la acosaba últimamente. No. No era policía. Sólo fingía que lo era. Esos ojos extraños, esa cara amable y pecosa que de pronto se transformaba en una criatura de pesadilla…

Janet Marco tenía una religión: el miedo. Se había criado en esa fe cruel sin darse cuenta; tan llena de asombro y capacidad de deleite como cualquier otra niña. Pero sus padres eran alcohólicos y su sacramento de bebidas destiladas revelaba una furia despiadada y cierta capacidad para el sadismo. La educaron enérgicamente en las doctrinas y los dogmas del culto al miedo. Ella conocía un solo dios, que no era una persona ni una fuerza; para ella, Dios era simplemente poder, y quien esgrimía poder se elevaba automáticamente a la jerarquía de deidad.

No era sorprendente que hubiera caído bajo el hechizo de un canalla dominante como Vince Marco en cuanto tuvo edad para escapar de sus padres. Para entonces era una víctima militante que necesitaba que la oprimieran. Vince era un haragán indolente, bebedor, jugador y mujeriego; pero derrochaba talento y energía cuando se trataba de someter a una esposa.

Durante ocho años se habían desplazado por el Oeste, sin quedarse en ninguna ciudad más de seis meses mientras Vince ganaba lo que podía, y no siempre honestamente. No quería que Janet entablara amistad con nadie. Siendo la única presencia permanente en la vida de Janet, la controlaba por completo; nadie le daba consejos ni la alentaba a rebelarse.

Mientras ella fuera sumisa y demostrara su temor, las tundas y tormentos eran menos rigurosos que cuando Janet era más estoica y le negaba el placer de su angustia. El dios del miedo apreciaba las expresiones visibles de la devoción de su acólito tanto como el dios cristiano del amor. Perversamente, el miedo se convirtió en su único refugio y defensa contra ultrajes aún mayores.

Y así hubiera continuado, hasta no ser más que un animal trémulo y aterrorizado encogiéndose en su guarida, pero Danny llegó para salvarla. Cuando nació el niño, empezó a temer no sólo por ella sino por él. ¿Qué le ocurriría a Danny si una noche Vince se extralimitaba y, en un arrebato alcohólico, la mataba a golpes? ¿Cómo se las apañaría el pequeño y desamparado Danny? Con el tiempo se preocupó más por Danny que por sí misma, aunque este nuevo peso no la abrumó sino que fue extrañamente liberador. Vince no se daba cuenta de que él ya no era la única presencia constante en su vida. Su hijo, por su misma existencia, era un pretexto para la rebelión y le infundía coraje.

Tal vez no hubiera tenido el valor de liberarse del yugo si Vince no le hubiera levantado la mano al chico. Una noche, un año atrás, en una derruida casa de alquiler con un jardín pardo como el desierto en las afueras de Tucson, Vince había llegado apestando a cerveza, sudor y el perfume de otra mujer, y había aporreado a Janet para divertirse. Danny tenía cuatro años, demasiado pocos para proteger a la madre pero suficientes para sentirse obligado a defenderla. Cuando apareció en pijama y trató de intervenir, su padre le abofeteó cruelmente, lo tumbó y lo pateó hasta que el niño salió de la casa a rastras, llorando aterrorizado.

Janet aguantó la paliza, pero luego, cuando su esposo y el niño estaban dormidos, fue hasta la cocina y tomó un cuchillo que colgaba de la pared. Libre de temores por primera —y tal vez última— vez en su vida, regresó al dormitorio y apuñaló a Vince en la garganta, el cuello, el pecho y el estómago. Él despertó al recibir la primera herida, trató de gritar, pero sólo regurgitó con la boca llena de sangre. Se resistió unos segundos, pero en balde.

Tras confirmar que Danny no se había despertado, Janet envolvió el cadáver de Vince con las sábanas ensangrentadas. Le sujetó los tobillos y el cuello con la soga de tender la ropa, lo arrastró por la casa, lo sacó por la cocina y lo llevó al patio.

La alta luna resplandecía y palidecía alternadamente mientras nubes semejantes a galeones surcaban el cielo, pero Janet no temía que la vieran. Las chabolas que bordeaban ese tramo de la carretera estatal estaban muy separadas, y no había luces en las casas más próximas.

Con el sombrío conocimiento de que la policía podía separarla de Danny, arrastró el cadáver hasta el linde de la propiedad y lo llevó al oscuro desierto, que se extendía hasta las lejanas montañas. Trajinó entre mezquites y plantas rodadoras que aún tenían raíz, atravesando blandos arenales y duros tramos de esquisto.

Cuando despuntó el frío rostro de la luna, reveló un inhóspito paisaje de sombras contrastantes y filosas formas de alabastro. En una de las sombras más profundas —una cañada tallada por siglos de inundaciones— Janet abandonó el cadáver.

Le quitó las sábanas y las enterró, pero no cavó una tumba para el cuerpo pues pensó que los animales carroñeros y los buitres limpiarían más pronto los huesos si lo dejaba expuesto. Una vez que los moradores del desierto hubieran masticado y picoteado los dedos de Vince, una vez que el sol y los devoradores de carroña terminaran con él, habría que consultar los archivos odontológicos para identificarlo. Como Vince había consultado pocas veces a un dentista, y nunca dos veces al mismo, la policía no tendría archivos que consultar. Con suerte, el cadáver pasaría inadvertido hasta que las próximas lluvias arrastraran los carcomidos restos a kilómetros de distancia, desmenuzándolos y haciéndolos desaparecer entre montones de desechos.

Esa noche Janet empacó sus escasas pertenencias y se fue con Danny en el viejo Dodge. Ni siquiera supo adónde iba hasta que cruzó la frontera estatal y enfiló hacia Orange County. Ese fue el destino final, porque no pudo comprar más gasolina para alejarse del cadáver, tirado en el desierto.

En Tucson nadie se preguntaría qué había sido de Vince. A fin de cuentas era un vagabundo indolente. Cortar lazos y continuar la marcha era un modo de vida para él.

Aunque Janet tuvo miedo de solicitar asistencia social. Podían preguntarle dónde estaba su esposo, y no confiaba en su habilidad para mentir convincentemente.

Además, a pesar de los carroñeros y del feroz sol de Arizona, alguien podría haber tropezado con el cadáver de Vince antes de que resultara imposible de identificar. Si la viuda y el hijo aparecían en California solicitando asistencia del gobierno, un funcionario avispado podría establecer algunas conexiones con un ordenador y llamar a la policía. Dada su tendencia a sucumbir ante cualquier figura de autoridad —una actitud hondamente arraigada que apenas había superado con el asesinato de su esposo—, Janet no podría afrontar un interrogatorio policial sin incriminarse.

Entonces le arrebatarían a Danny.

No lo permitiría.

En las calles, sin más hogar que el oxidado y crujiente Dodge, Janet Marco descubrió que tenía cierto talento para la supervivencia. No era estúpida, sólo que nunca había tenido la libertad necesaria para ejercer su astucia. De una sociedad cuyos desperdicios podían alimentar a una significativa porción del Tercer Mundo, arrancó un grado de precaria seguridad y logró alimentar a su hijo sin recurrir más de la cuenta a las instituciones de beneficencia.

Aprendió que el miedo, en el cual vivía sumergida desde hacía tiempo, no tenía por qué paralizarla. También podía ser una motivación.

La brisa refrescó transformándose en un viento caprichoso. El rumor del trueno aún estaba lejos pero era más fuerte. Sólo quedaba una astilla de cielo azul hacia el este, y se desvanecía tan pronto como la esperanza.

Después de examinar dos manzanas de botes de basura, Janet y Danny enfilaron hacia el Dodge, precedidos por Woofer.

A mitad de camino el perro se detuvo y ladeó la cabeza para escuchar algo más que el silbido del viento y el coro de voces que susurraban entre las batientes hojas de los eucaliptos. Gruñó con aparente desconcierto, se volvió y miró más allá de Janet. Mostró los dientes y el gruñido se volvió más gutural.

Janet sabía qué le llamaba la atención. No necesitaba mirar.

Aun así tuvo que volverse para afrontar la amenaza, al menos por Danny. El policía de Laguna Beach, ese policía, estaba a tres metros.

Sonreía, así empezaba siempre. Tenía una sonrisa simpática, rostro amable, hermosos ojos azules.

Como de costumbre, no había coche ni nada que explicara cómo había llegado al callejón. Era como si hubiera aguardado al acecho entre los troncos descortezados de los eucaliptos, como si supiera de antemano que la búsqueda de desperdicios la llevaría a ese callejón a esa hora de ese día.

—¿Cómo estás? —preguntó respetuosamente. Al principio la voz era afable, casi musical.

Janet no respondió.

La primera vez que él la abordó, la semana anterior, ella había respondido tímida y nerviosamente, agachando la vista, exageradamente respetuosa de la autoridad como siempre en su vida, excepto por esa noche sangrienta en las afueras de Tucson. Pero pronto había descubierto que ese hombre no era lo que aparentaba y que prefería monologar a dialogar.

—Parece que tendremos lluvia —dijo, mirando el cielo turbulento.

Danny se acercó a Janet. Ella lo rodeó con el brazo libre, estrechándolo. El chico tiritaba.

Ella también tiritaba. Esperaba que Danny no se diera cuenta.

El perro seguía gruñendo y mostrando sus dientes.

Bajando los ojos hacia Janet, el policía habló con esa voz cantarina.

—Bien, basta de tonterías. Es hora de divertirse. Así que lo que sucederá es lo siguiente… tienes hasta el alba. ¿Entiendes? ¿Mmmm? Al alba voy a matarte y también a tu hijo.

La amenaza no sorprendió a Janet. Cualquiera que gozara de autoridad sobre ella siempre había sido como un dios, pero siempre un dios feroz, jamás benigno. Ella esperaba violencia, sufrimiento, una muerte inminente. Una muestra de bondad por parte de alguien que ejerciera poder sobre ella la habría desconcertado, pues la bondad era infinitamente más rara que el odio y la crueldad.

Su temor, que ya era casi paralizante, sólo habría aumentado ante esa improbable muestra de bondad. La bondad sólo le habría parecido un intento de enmascarar un motivo increíblemente maligno.

El policía aún sonreía, pero su cara pecosa e irlandesa ya no era amigable. Era más helada que el aire fresco que llegaba del mar anticipando la tormenta.

—¿Me has oído, zorra estúpida?

Janet no respondió.

—¿Estás pensando que deberías huir, largarte de la ciudad, tal vez llegar a Los Angeles, donde no podré encontrarte?

Pensaba algo así, Los Ángeles o San Diego.

—Por favor, trata de huir —la exhortó el policía—. Así será más divertido para mí. Huye, resiste. Dondequiera que vayas, te encontraré; pero así será mucho más excitante.

Janet le creyó. Había podido escapar de sus padres y había escapado de Vince al matarlo; ahora no se hallaba frente a uno de los muchos dioses del miedo que la habían dominado, sino ante el Dios del Miedo, cuyos poderes trascendían su comprensión.

Los ojos de él se transfiguraban y oscurecían, pasando del azul al verde eléctrico.

Un brusco ventarrón barrió el callejón, arrastrando hojas muertas y papeles.

Los ojos del policía eran tan verdes y rutilantes que parecía haber una fuente luminosa detrás de ellos, un fuego dentro del cráneo. Y las pupilas también habían cambiado y eran alargadas y extrañas como las de un gato.

El gruñido del perro se convirtió en un gemido de temor.

En el barranco cercano los eucaliptos se sacudían en el viento y su suave suspiro se convirtió en un rugido semejante al de una turba enfurecida.

Janet sospechó que la criatura que se hacía pasar por policía había ordenado al viento que arreciara para dar mayor contundencia a su amenaza, aunque no podía tener semejante poder.

—Cuando venga a buscarte al amanecer, os abriré el cuerpo, os devoraré el corazón.

La voz le había cambiado tanto como los ojos. Era grave y profunda, la voz malévola de una criatura del infierno.

Avanzó un paso hacia ellos.

Janet retrocedió dos pasos, abrazando a Danny. El corazón le palpitaba con tal fuerza que sabía que su torturador podía oírlo.

El perro también retrocedió, gimiendo y gruñendo, el rabo entre las patas.

—Al alba, zorra despreciable. Tú y ese mocoso. Dieciséis horas. Sólo dieciséis horas, zorra. Tic-tac… tic-tac… tic-tac…

El viento amainó de golpe. El mundo entero se silenció. Los árboles no susurraban. No se oía el trueno.

Una rama, erizada con largas hojas de eucalipto, colgaba en el aire a la derecha, a medio metro de la cara de Janet. Estaba inmóvil, abandonada por el viento furibundo que antes la sostenía, pero mágicamente suspendida, como el escorpión muerto del pisapapeles de acrílico que Vince había comprado en una parada de camiones de Arizona.

El rostro pecoso del policía se estiraba e hinchaba con asombrosa elasticidad, como una máscara de goma detrás de la cual se ejerciera una enorme presión. Los ojos verdes y gatunos parecían a punto de saltar del cráneo deforme.

Janet quería correr hacia el coche, su refugio, su hogar; echar la llave a la puerta, sentirse a salvo y alejarse a toda prisa, pero no podía, no se atrevía a darle la espalda. Sabía que la tumbaría y la destrozaría a pesar de la prometida ventaja de dieciséis horas, porque él quería que ella presenciara esa transformación, lo exigía y se enfurecía si la ignoraban.

Los poderosos se enorgullecían de su poder. Los dioses del miedo necesitaban pavonearse y sentirse admirados, ver cómo su poder humillaba y aterraba a quienes eran impotentes frente a ellos.

La tensa cara del policía se derritió, los rasgos se fusionaron, los ojos se fundieron en rojos estanques de aceite caliente, y el aceite se derramó en las harinosas mejillas hasta que no tuvo ojos. La nariz se deslizó hacia la boca, los labios se extendieron hasta el mentón y las mejillas y no hubo más mentón ni mejillas, sólo una masa viscosa. Pero esa carne cerosa no humeaba ni goteaba, así que la presencia del calor quizá fuera una ilusión.

Tal vez todo fuera una ilusión, hipnosis. Eso explicaría muchas cosas; plantearía nuevas preguntas, sí, pero explicaría muchas cosas.

El cuerpo palpitaba, contorsionándose, cambiando dentro de la ropa. Luego la ropa se fundió con el cuerpo, como si en vez de ropa fuera parte de él. Cobró una nueva forma que por un instante se cubrió de pelambre negra: una inmensa cabeza alargada sobre un cuello vigoroso, hombros encorvados y nudosos, ojos pérfidos y amarillos, dientes malignos y zarpas largas, un hombre lobo de película.

En cada una de las cuatro ocasiones anteriores, esa cosa había cambiado de forma, como sí quisiera impresionarla con su repertorio; pero Janet no estaba preparada para lo que vino después. Abandonó la encarnación lobuna aun antes de que ese cuerpo terminara de formarse y cobró nuevamente apariencia humana, aunque no la del policía. Vince. Aunque los rasgos faciales aún estaban inconclusos, Janet pensó que se transformaría en su difunto esposo. El pelo oscuro, la forma de la frente, el color de un malévolo ojo claro, todo era igual.

La resurrección de Vince, sepultado en las arenas de Arizona desde hacía un año, conmovió a Janet más que cualquier otra transformación o acto de la criatura, y al fin gritó de miedo. Danny también gritó y la aferró con más fuerza.

El perro no tenía el corazón inconstante de un animal perdido. Dejó de gemir y reaccionó como si hubiera estado con ellos desde que era cachorro. Mostró los dientes, rugió, lanzó dentelladas al aire.

El rostro de Vince permaneció incompleto, pero su cuerpo cobró forma, y estaba desnudo como cuando ella le había atacado dormido. En la garganta, el pecho y el vientre, Janet creyó ver las heridas que le había abierto con el cuchillo de cocina: enormes tajos donde no había sangre, oscuros, toscos y terribles.

Vince alzó un brazo, lo tendió hacia ella.

El perro atacó. La vida callejera no había debilitado ni enfermado a Woofer. Era un animal fuerte de buena musculatura y cuando se lanzó contra la aparición pareció echar a volar como un pájaro.

Su rugido se interrumpió y quedó milagrosamente suspendido en el aire, el cuerpo en posición de ataque, como si fuera una imagen de vídeo y alguien hubiera apretado el botón de la pausa. Petrificado. Una baba espumosa como escarcha le humedecía los labios negros y la pelambre del hocico, y sus dientes relucían como frías hileras de afilados carámbanos de hielo.

La rama de eucalipto, cubierta por hojas verdosas y plateadas, colgaba sin soporte a la derecha de Janet, el perro a la izquierda. Era como si la atmósfera se hubiera cristalizado, atrapando a Woofer por una eternidad en su momento de coraje, pero Janet podía respirar cuando se acordaba de intentarlo.

El inconcluso Vince avanzó hacia ella, sorteando al perro.

Janet se volvió y echó a correr, arrastrando a Danny, temiendo quedar petrificada también. ¿Qué se sentiría? ¿La oscuridad la envolvería cuando estuviera paralizada o aún podría ver cómo Vince se le acercaba por detrás y la miraba a los ojos? ¿Caería en un pozo de silencio o podría oír la odiosa voz del muerto? ¿Sentiría el dolor de cada golpe que él le había asestado o estaría tan insensible como la rama de eucalipto que levitaba?

Como una marejada, un ventarrón rugiente barrió el callejón y casi la tumbó. El mundo volvió a llenarse de sonido.

Dio media vuelta y miró hacia atrás. Woofer regresó a la vida y concluyó su salto interrumpido, pero ya no había nadie a quien atacar. Vince se había esfumado. El perro aterrizó en la acera, patinó, rodó, se incorporó, lanzando dentelladas de temor y confusión, buscando la presa que se había desvanecido ante sus ojos.

Danny lloraba.

La amenaza parecía haber pasado. La calle estaba desierta excepto por Janet, su hijo y el perro. No obstante, regresó deprisa hacia el coche, ansiosa de escapar, mirando una y otra vez el barranco poblado de maleza y las profundas sombras que había entre los enormes árboles, temiendo que el engendro escapara nuevamente de su guarida, dispuesto a devorarles el corazón antes de lo que había prometido.

Estallaron relámpagos. El rugido del trueno se acercaba.

El aire sabía a lluvia. Janet aspiró ese aroma a ozono y recordó el olor de la sangre caliente.