6

El tiempo parecía haberse detenido en el alto reducto de los maniquíes. El aire, húmedo, estaba impregnado de polvo, del tufo a periódicos viejos y cartón enmohecido. El moho se había apoderado de aquel rincón oscuro y sólo perecería con el fin de la estación de las lluvias. Las figuras de yeso observaban impávidas.

Harry trató de recordar qué empresas compartían el edificio con el restaurante, pero no logró descubrir a quién pertenecían los maniquíes.

Desde el lado este de la larga habitación llegó un martilleo frenético, metal sobre metal. El agresor debía de estar golpeando el conducto de ventilación de la otra pared, tratando de escapar, dispuesto a arriesgarse a una caída en el callejón, calzada o calle que hubiera abajo.

Varios murciélagos asustados abandonaron sus nidos y revolotearon por la larga buhardilla tratando de ponerse a salvo, pero reacios a cambiar la penumbra por la rutilante luz del día. Sus agudas voces se oían a pesar del creciente gemido de las sirenas. Cuando pasaron cerca, su batir de alas y el movimiento del aire alarmaron a Harry.

Quería esperar refuerzos.

El agresor martilleó con más fuerza.

Se oyó un chirrido metálico.

No podían esperar. Demasiado riesgo.

Siempre agazapado, Harry se deslizó entre las pilas de cajas hacia la pared sur y Connie en dirección opuesta. Atraparían al agresor en un movimiento de pinza. Cuando Harry llegó al lado sur de la habitación, hasta donde lo permitía el cielo raso inclinado, miró hacia el extremo este, donde se originaba el martilleo.

Por doquier había maniquíes petrificados en sus poses eternas. Sus cuerpos lisos y redondeados parecían absorber y amplificar la escasa luz que atravesaba los angostos respiraderos; en medio de las sombras, sus duras carnes emitían un escalofriante fulgor de alabastro.

El martilleo cesó, aguardó. Ningún chirrido ni crujido indicó que el conducto hubiera cedido.

Harry se detuvo, aguardó. Sólo oía las sirenas y el chillido de los murciélagos.

Avanzó. A seis metros, al final de un pasaje húmedo, una luz tenue y cenicienta brotaba de una fuente invisible a la izquierda. Tal vez el conducto que el agresor había martilleado. Lo cual significaba que aún seguía firme en su sitio. Si el conducto hubiera cedido, la luz diurna habría inundado ese extremo del altillo.

Una a una, las sirenas expiraron en la calle. Seis en total.

Avanzaron. Harry vio una pila de extremidades amputadas en uno de los sombríos nichos de los aleros entre dos vigas, bajo una luz espectral. Apenas contuvo un grito. Brazos cortados a la altura de los codos. Manos cercenadas a la altura de las muñecas. Dedos extendidos como pidiendo ayuda, rogando, suplicando. Con un jadeo, Harry comprendió que la macabra colección sólo era una pila de repuestos para maniquíes.

Continuó en cuclillas, a menos de tres metros del extremo del angosto pasaje, consciente del blando pero delator chasquido de sus zapatos contra el suelo polvoriento. Como las sirenas, los agitados murciélagos habían callado. Desde la calle se elevaron gritos y las crujientes transmisiones de las radios policiales, pero esos sonidos eran distantes e irreales, como las voces de una pesadilla de la cual acabara de despertar o en la cual acabara de zambullirse. Harry se detenía a cada paso, alerta a los ruidos del agresor, pero ese sujeto era silencioso como un fantasma.

Cuando llegó al extremo del pasaje, a dos metros de la pared este del altillo, se detuvo de nuevo. El conducto que el agresor había golpeado debía de estar a la vuelta de la última pila de cajas.

Harry contuvo el aliento y escuchó, atento a la respiración de su presa. Nada.

Avanzó, llegó a la última pila, observó la zona despejada que estaba frente a la pared este. El agresor se había ido.

No se había marchado por ese conducto de un metro cuadrado. Éste estaba abollado pero en su sitio y dejaba entrar una corriente de aire y disparejas franjas de luz que alumbraban las huellas que el agresor había dejado en la moqueta de polvo.

Un movimiento en el lado norte del altillo llamó la atención de Harry, que tensó el dedo del gatillo. Connie asomó por la esquina de cajas apiladas en ese lado de la buhardilla.

Se miraron boquiabiertos.

El agresor había trazado un círculo para eludirlos.

Aunque Connie estaba envuelta en sombras, Harry la conocía lo suficiente para saber que ahora protestaba en silencio: «Mierda, mierda, mierda».

Connie se alejó de los aleros del norte y atravesó el claro del extremo este, avanzando hacia Harry. Escrutó cautelosamente la boca de otros pasajes, entre filas de cajas y maniquíes.

Harry echó a andar hacia ella, escrutando los penumbrosos pasajes de su lado. La ancha buhardilla, atiborrada de mercancías, era un laberinto y albergaba un monstruo que rivalizaba con el de cualquier mitología.

De otra parte de la alta habitación les llegó esa voz familiar:

—¡Alterado, Me siento tan mal!

Harry cerró los ojos. Quería estar en otra parte. Tal vez en el reino de «Las doce princesas bailarinas», con sus doce bellas y jóvenes herederas del trono, castillos subterráneos de luz, árboles con hojas de oro y diamantes, pistas de baile encantadas llenas de maravillosa música… Sí, eso estaría bien. Era uno de los cuentos más gratos de los Hermanos Grimm. Ningún engendro devoraba ni descuartizaba a nadie.

—¡Ríndete!

Esta vez era la voz de Connie.

Harry abrió los ojos y la miró ceñudo. Temía que ella delatara su posición. Claro que él no había logrado localizar al agresor mediante el oído; los sonidos rebotaban extrañamente en ese altillo, lo cual era una protección para ellos y también para ese demente. No obstante, el silencio era aconsejable.

El agresor gritó de nuevo:

—¡Un lío de penas, Hotel de los corazones rotos!

—Ríndete —repitió Connie.

—¡Lárgate muchachita!

Connie hizo una mueca.

—Ése no era Elvis, mequetrefe. Ése era Steve Lawrence. Ríndete.

¡Aléjate!

—Ríndete.

Harry pestañeó para enjugarse el sudor de los ojos y estudió incrédulamente a Connie. Nunca se había sentido menos dueño de una situación. Algo sucedía entre ella y el lunático, pero Harry ignoraba qué.

—¡Qué me importa que no brille el sol!

—Ríndete.

De pronto Harry recordó que Ríndete era el título de un clásico de Presley.

¡Aléjate!

Harry pensó que ésa sería otra canción de Presley.

Connie se internó en uno de los pasajes, fuera de la vista de Harry, gritando:

—Es ahora o nunca.

—¿Qué puedo decir?

Internándose en el laberinto, Connie respondió con dos títulos de Presley:

—Ríndete. Te lo suplico.

—Me siento tan mal.

Al cabo de un titubeo, Connie respondió:

—Dime por qué.

—No me preguntes por qué.

Se había establecido un diálogo. Con títulos de canciones de Presley. Como un extravagante concurso televisivo, sin premios para los aciertos pero con gran peligro para los errores.

Agazapado, Harry se internó en un pasaje que no era el que había tomado Connie. Una telaraña le envolvió la cara. Se la arrancó y avanzó entre las sombras custodiadas por maniquíes.

Connie recurrió a un título que ya había usado antes:

Ríndete.

Aléjate.

—¿Te sientes solo esta noche?

Al cabo de un titubeo, el agresor admitió:

—Hombre solitario.

Harry aún no lograba localizar la voz. Ahora sudaba a chorros, restos pegajosos de la telaraña se le adherían al cabello y le cosquilleaban en la frente, su boca sabía como el fondo de un almirez del laboratorio de Frankenstein, y tenía la sensación de haber saltado de la realidad a las oscuras alucinaciones de un drogadicto.

Déjate llevar —aconsejó Connie.

Me siento tan mal —repitió el agresor.

Harry sabía que no debía desconcertarse ante los extraños giros que adoptaba esta persecución. A fin de cuentas, estaban en la década de los noventa, una era de irracionalidad donde lo extraño era tan común que imponía una nueva definición de la normalidad. Como esos asaltantes que recientemente habían resuelto amenazar a los empleados de tiendas no con pistolas sino con jeringas llenas de sangre contaminada de sida.

Déjame ser tu osito de peluche —le dijo Connie al agresor. Harry pensó que era un extraño vuelco en ese diálogo con títulos de canciones.

Pero el agresor le replicó con una voz nostálgica y suspicaz:

—No me conoces.

Connie tardó pocos segundos en hallar la réplica adecuada:

—¿No crees que ya es hora?

Y hablando de rarezas: Richard Ramírez, el asesino en serie conocido como el Merodeador Nocturno, recibía en prisión la visita de jóvenes atractivas que lo encontraban fascinante, excitante, romántico. Y ni hablar de ese fulano de Wisconsin, poco tiempo atrás, que cocinaba a sus víctimas para la cena y conservaba cabezas tronchadas en la nevera. Los vecinos decían «sí, en fin, hubo malos olores en su apartamento durante años y a veces se oían gritos y sierras eléctricas de alta potencia, pero los gritos nunca duraban mucho, y además ese sujeto parecía tan amable, tan interesado en la gente». Los noventa. Una década incomparable.

Demasiado —dijo al fin el agresor, evidentemente escéptico ante el presunto interés romántico de Connie.

Pobrecillo —dijo ella, con aparente compasión.

Todo me va mal. —La voz del agresor, ahora fastidiosamente estridente, retumbó en las vigas cubiertas de telarañas cuando él admitió su falta de autoestima, una excusa muy típica de los noventa.

Lleva mi anillo alrededor del cuello —dijo Connie, cortejándolo mientras avanzaba por el laberinto, sin duda con la intención de tumbarlo de un tiro en cuanto le viera.

El agresor no respondió.

Harry continuaba su avance, examinando atentamente cada recoveco, pero sintiéndose inservible. Nunca había imaginado que en la última década de este extraño siglo necesitaría ser experto en rock and roll para ser un policía eficaz.

Esas cosas le sacaban de quicio. Connie, en cambio, se adaptaba al caos de la época. Había en ella algo oscuro y salvaje.

Harry llegó a un pasaje que era perpendicular al suyo. Estaba desierto, excepto por una pareja de maniquíes desnudos que se habían caído tiempo atrás, uno encima del otro. Encorvado, arqueando los hombros para protegerse, siguió avanzando.

Lleva mi anillo alrededor del cuello —repitió Connie desde otra parte del laberinto.

Tal vez el agresor vacilaba porque pensaba que era algo que un varón le decía a una mujer, no al revés. Aunque sin duda era hombre de los noventa, el bastardo debía tener una visión anticuada del papel de los sexos.

Trátame dulcemente —dijo Connie.

Ninguna respuesta.

Ámame tiernamente —dijo Connie.

El agresor aún no respondía y Harry se alarmó cuando la conversación se convirtió en monólogo. Tal vez ese lunático estuviera cerca de Connie, dejándola hablar para apuntar mejor.

Harry iba a gritar una advertencia cuando una explosión sacudió el edificio. Se quedó quieto, cubriéndose la cara con el brazo. Pero la explosión no había sido en el altillo; no había visto el fogonazo.

Desde el piso de abajo llegaron gritos de dolor y terror, voces confusas, aullidos de rabia.

Evidentemente otros policías habían entrado en la habitación desde donde la escalerilla llevaba al altillo y el agresor los había oído. Había arrojado una granada por el escotillón.

Los estremecedores gritos evocaron una imagen: alguien tratando de impedir que los intestinos se le derramaran del vientre.

Sabía que él y Connie estaban en un raro momento de plena conjunción, experimentando el mismo espanto, la misma furia. Por una vez le importaban un rábano los derechos legales del agresor, el uso excesivo de la fuerza, o el modo correcto de hacer las cosas. Sólo quería liquidar a ese bastardo.

Por encima de los gritos, Connie trató de reanudar el diálogo:

Ámame tiernamente.

Dime por qué —preguntó el agresor, aún dudando de su sinceridad.

Mi amor me dejó —dijo Connie.

Los gritos se acallaban en el piso de abajo. El herido agonizaba, o bien otros le estaban sacando de la habitación donde había estallado la granada.

Como tú quieras —dijo Connie.

El agresor calló un instante. Luego su voz retumbó en toda la habitación.

—Me siento tan mal.

Te pertenezco —dijo Connie.

Harry estaba desconcertado por la celeridad con que ella descubría los títulos atinados.

Hombre solitario —dijo el agresor, y había tristeza en su voz.

Tengo una fijación contigo, amor —dijo Connie.

Es genial, pensó Harry admirado. Y está seriamente obsesionada con Presley.

Confiando en que el extraño cortejo de Connie hubiera distraído al agresor, Harry se arriesgó a mostrarse. Como estaba bajo el punto más elevado del techo, se levantó despacio hasta quedar bien erguido y escrutó la buhardilla.

Algunas pilas de cajas eran altas, pero otras apenas le llegaban a la cintura. Muchas siluetas humanas le miraban desde las sombras, tendidas entre las cajas o sentadas en ellas. Pero todas debían de ser maniquíes porque ninguna se movió ni le disparó.

Hombre solitario. Alterado —dijo el agresor con angustia.

—Siempre estoy yo.

—Por favor no dejes de amarme.

No puedo evitar enamorarme —dijo Connie.

Poniéndose de pie, Harry logró localizar el rumbo de donde venían las voces. Connie y el agresor estaban delante, pero al principio no pudo discernir si estaban uno cerca del otro. No atinaba a ver los demás pasajes del laberinto.

No seas cruel —suplicó el agresor.

Ámame —urgió Connie.

—Necesito tu amor esta noche.

Estaban en el extremo oeste del altillo, el lado sur, y estaban cerca uno del otro.

Obsesionada por ti —insistió Connie.

—No seas cruel.

Harry captó una mayor intensidad en el diálogo, sutilmente comunicada en el tono del pistolero, en la celeridad de las respuestas, en la repetición del mismo título.

—Necesito tu amor esta noche.

—No seas cruel.

Harry renunció a la cautela. Se lanzó hacia las voces, internándose en una zona más poblada por maniquíes, grupos apiñados en nichos entre las cajas. Hombros pálidos, brazos gráciles, manos que señalaban o se alzaban en un saludo. Ojos pintados y ciegos en la penumbra, labios eternamente separados en sonrisas vacilantes, en palabras jamás articuladas, en desapasionados suspiros eróticos.

También había más arañas, según lo evidenciaban las telarañas que se le adherían al pelo y la ropa. Se limpió la cara, y jirones suaves se le disolvieron en la lengua y los labios. Sintió náusea y la boca se le llenó de saliva. Carraspeó, escupió saliva y telarañas.

Es ahora o nunca —prometió Connie a poca distancia.

La familiar respuesta de tres palabras ya no tenía tono de súplica sino de amenaza.

—No seas cruel.

Harry sospechaba que ese sujeto no estaba más aplacado, sino que se acercaba a una nueva explosión.

Avanzó unos metros y se detuvo, mirando hacia ambos lados, escuchando atentamente, temiendo perderse algo porque las palpitaciones del corazón le martilleaban en los oídos.

Te pertenezco, Marioneta en un cordel, Entrégate —urgió Connie, susurrando para establecer un falso lazo de intimidad con su presa.

Aunque Harry respetaba la destreza y el instinto de Connie, temía que en su afán de engañar al agresor olvidara que el silencio del agresor quizá no se debiera a la angustia y la confusión sino a su propio afán de engañarla a ella.

Juego para ganar, Un corazón roto en venta —dijo Connie.

Ahora parecía estar cerca de Harry, en el próximo pasillo, a no más de dos pasillos de distancia, y paralelo a él.

¿Eso no es amarte, cariño?, Llorando en la capilla —susurró Connie, ahora más feroz que seductora, como si también intuyera que algo andaba mal en ese diálogo.

Harry se tensó, aguardando la respuesta del agresor, escrutando la penumbra, volviéndose para mirar atrás cuando imaginó la sonriente cara de luna del asesino aproximándose a sus espaldas.

El altillo no sólo parecía silencioso, sino la fuente de todo el silencio, tal como el sol era la fuente de la luz. Las arañas se desplazaban con perfecto sigilo por los oscuros rincones del altillo, millones de motas de polvo se desplazaban como planetas y asteroides en el vacío del espacio y a ambos lados de Harry, congregaciones de maniquíes miraban sin ver, escuchaban sin oír, posaban sin saberlo.

El tenso y amenazador susurro de Connie había dejado de ser una invitación para ser un desafío y su estribillo ya no consistía únicamente en títulos de canciones.

Como tú me quieras, reptil, vamos, ven con mamá. Entrégate, basura.

Ninguna respuesta.

El altillo estaba en silencio pero también turbadoramente quieto, con menos movimiento que la mente de un muerto.

Harry tuvo la extraña sensación de estar convirtiéndose en otro maniquí, como si su carne se transformara en yeso, sus huesos en varillas de acero, sus nervios y tendones en manojos de alambre. Sólo sus ojos se movían, y su mirada se deslizaba sobre los inertes habitantes de la buhardilla.

Ojos pintados. Senos pálidos con pezones siempre erectos, muslos torneados, nalgas duras cuyas curvas se perdían en la oscuridad. Torsos lampiños. Hombres y mujeres. Cabezas calvas o pelucas polvorientas.

Labios pintados. Fruncidos como para dar un beso, o en una mueca juguetona, o levemente separados como sorprendidos del contacto eléctrico de un amante; otros sonriendo tímidamente, o esquivos, otros con una curva más ancha, el lustre opaco de los dientes, aquí una sonrisa más reflexiva, allá una carcajada perpetua. No. Error. El lustre opaco de los dientes. Los dientes de los maniquíes no tienen lustre. En los dientes de los maniquíes no hay saliva.

Cuál de ellos, allá, allá, en un recoveco, detrás de cuatro maniquíes verdaderos, una astuta imitación, escrutando entre cabezas calvas y con peluca, casi perdido en las sombras pero con ojos húmedos que relucían en la penumbra a sólo dos metros, cara a cara, la sonrisa ensanchándose ante la mirada de Harry, ancha pero inexpresiva como una herida, la mejilla débil, la cara de luna y otro título de canción, casi inaudible, Luna triste. Harry captó todo esto en un instante, al mismo tiempo que alzaba el revólver y apretaba el gatillo.

El agresor abrió fuego con su Browning 9 mm una fracción de segundo antes que Harry y el altillo se llenó de ruidos y ecos de estampidos. Harry vio el destello del cañón de la pistola, que parecía apuntarle al pecho, y por Dios que vació su revólver a toda velocidad, en un pestañeo si se hubiera atrevido a pestañear, aguantando las violentas sacudidas del arma.

Algo le pegó en el vientre y supo que le habían dado, aunque aún no sentía dolor, sólo un aguijonazo y un relámpago de calor. Y todavía sin sentir dolor, fue lanzado hacia atrás, entre los maniquíes, contra la pared del pasillo. Las cajas apiladas oscilaron y algunas se derrumbaron en la otra senda del laberinto. Harry cayó al suelo en medio de un repiqueteo de extremidades de yeso y cuerpos pálidos, quedó atrapado debajo de ellos, sin aliento; trató de gritar para pedir ayuda pero sólo pudo jadear. Olió el inconfundible aroma metálico de la sangre.

Alguien encendió las luces del altillo, una larga hilera de bombillas que colgaban debajo del pico del techo, pero eso mejoró la visibilidad sólo por un par de segundos, el tiempo suficiente para que Harry viera que el agresor era parte del yeso que lo aplastaba contra el suelo. Entre las extremidades desnudas y entrelazadas, más allá de los cráneos calvos, la cara de luna miraba desde la cima de la pila con vacíos ojos de maniquí. Ya no sonreía. Tenía los labios pintados, pero de sangre.

Aunque Harry sabía que las luces no se estaban apagando, las notó más opacas. Trató de pedir auxilio pero no pudo. Dejó de mirar la cara de luna para mirar las lámparas cada vez más mortecinas. Lo último que vio fue una viga cubierta de jirones de telaraña. Telarañas ondeando como banderas de naciones desaparecidas. Cayó en una oscuridad profunda como el sueño de un muerto.